Villamuerte, como cualquier otro lugar con densa vegetación entrando al invierno, contaba de una fina niebla que se cernía sobre sus calles empedradas. No había salido el sol todavía, pero una silueta se dibujaba a través de la niebla debido a la tenue luz de una farola próxima. "Un día más de trabajo - pensaba Sikus - de vuelta al curro otra vez. Lo que haga falta para ver crecer lo que de pequeño correteaba". Sikus lo tenía claro, si trabajaba dura tal vez un día llegaría a tomar la alcaldía del pueblo. Su destino no opinaba lo mismo. Habiendo recorrido bien poco de su trayecto, Sikus, se desvaneció. No asistió a su trabajo, tampoco lo encontraron en casa, únicamente una mancha de sangre en el camino que no les llevó a ningún lugar. "Era un buen tío" decían en su trabajo, pero nadie lo conocía lo suficiente como para poder contactar a familiares o amigos.
Que no le conocieran no significa que no le tuviesen en estima. Los habitantes de Villamuerte buscan la reconstrucción y superar todo lo ocurrido. Esta inexplicable desaparición tiene que ser casualidad, no puede volver a repetirse la historia. Así que, buscando seguir los rituales cristianos, todos marcharon al cementerio para dar entierro a Sikus, con una lápida en su memoria.
"¿Qué es eso?" dijo la floristera. "Hay bulto entre esas tumbas". Entre varios dieron la vuelta al cuerpo inanimado para revelar el rostro de Aska. Una herida de cuchillo mortífera se hallaba en su cuerpo. El silencio sepulcral rompió entre gritos, pero una voz destacó sobre las demás "No puede ser, ¡la maldición está de vuelta! ¡No es posible que esté pasando de nuevo!" espetó el alcalde LLioncurt. 
Procedió a calmar a la gente y, con su autoridad y conocimiento, fue capaz de convencerles de que el mejor plan era, al caer la tarde, asesinar en una hoguera a un aldeano cualquiera como en la antigua inquisición. "¡Será pura democracia! Pero mi voto vale doble" decía.