Leyenda negra, y demás ingeniería social y cultural moderna en contra de españa, y su historia

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Oystein Aarseth escribió:El oro no tenia ningún valor económico para los pueblos prehispánicos, incluso hasta se lo regalaban a los conquistadores por lo tanto me pregunto, se puede decir que los españoles le robaron a los indígenas algo que no tenia ningún valor para ellos?, ningún valor mas que decorativo porsupuesto. Y quien nos dice que no fueron los mismos indígenas los que les dejaron a los conquistadores extraer ese material de las mínimas acá en América?


los indigenas con alguna excepcion notable las cantidades de oro que minaban eran anecdoticas, no es que tuvieran 50 kilos de oro cada uno en la choza para regalar.

no es que "los indigenas lo regalaran". simplemente los conquistadores tomaron el territorio y explotaron los recursos. pero no los agotaron, la gran mayoria de minas productivas en el siglo XVI seguian siendo productivas en el XVIII y XIX que ya las colonias se habian independizado de la metropoli.

Oystein Aarseth escribió:Por cierto yo no considero que Europa le deba nada a America, así se manejaba antes el mundo, llega alguien a conquistar tierras y se llevaba lo de valor


no se que corriente es la mayoritaria pero lo que si te puedo decir es que la de "españa nos ha robado" hace bastante ruido.

aunque yo creo que en la mayoria de casos son politicos que lo que intentan es "sacarle el jugo" a españa. se han pensado que aqui hay una barra libre de buenismo tal que si vienen y nos lloran vamos a regar de billetes en donde sea... y no es tan asi, sobre todo porque no tenemos tanto billete con que regar. [angelito]
@GXY Bueno es cierto que eso de que los indígenas les regalaban en oro a los conquistadores no era tan asi creo que exagere un poco [+risas] , mas bien lo intercambiaban en truques, lo que si es cierto es que el oro no tenia ningún valor económico para ellos. No considero que los indígenas se sintieran "saqueados" como dicen la leyenda negra de este lado del océano.

Y sobre lo segundo que dices pues es cierto, eso de que los españoles nos robaron el oro mas bien es algo que usan los gobiernos populistas como el que tenemos en Mexico para ganar simpatía y crear un sentimiento de unidad, aunque esa unidad implique odiar a otros [+risas] [noop]
si habia un par de civilizaciones precolombinas que tenian bastante estima al oro no? los incas por ejemplo?
GXY escribió:si habia un par de civilizaciones precolombinas que tenian bastante estima al oro no? los incas por ejemplo?


Creo que lo ocupaban mas para cuestiones ritualistas pero no se mucho de esa civilización, hablaba de las civilizaciones mas por estos lares de norte y centroamerica (Aztecas y Mayas).
Oystein Aarseth escribió:
GXY escribió:si habia un par de civilizaciones precolombinas que tenian bastante estima al oro no? los incas por ejemplo?


Creo que lo ocupaban mas para cuestiones ritualistas pero no se mucho de esa civilización, hablaba de las civilizaciones mas por estos lares de norte y centroamerica (Aztecas y Mayas).


Los incas no tenían estima al oro tal y como nosotros lo concebimos. Para ellos tenia valor espiritual, no economico. El oro y las minas pertenecían al Inca y no se usaba para el comercio.
La importancia de controlar el relato.

No es un texto corto, pero si necesario.
https://ideas.gaceta.es/representacion- ... event=true






El ilustre padre literario de Sherlock Holmes fue un hombre nacionalmente afortunado puesto que nació en el país que consideró “la mayor fuerza benéfica del mundo”. Tan alto título lo consiguió el Imperio Británico gracias a la protección divina. Así lo explicó en su reportaje Nuestro invierno africano (1929) al referirse a Cecil Rhodes, principal constructor del África austral británica:

“Cecil Rhodes fue enviado por el cielo, como también está protegido por el cielo, por encima de toda institución humana, el Imperio Británico, que él tanto contribuyó a extender. Estoy convencido de que quien trabaja para éste, trabaja en sentido lato para Dios, pues, a pesar de los errores y tropiezos propios de toda institución humana, representa en la tierra como ninguna otra los atributos divinos del deber, la justicia, la ley, el orden y la tolerancia”.

Si estas palabras hubieran sido escritas por un español del siglo XVI, Conan Doyle se habría reído del fanatismo religioso característico de los españoles. Pero como fueron escritas por un británico en el XX, son razonables.

Mientras que el pecado nacional español es el nacional-masoquismo, el de los británicos es el nacional-narcisismo, tan injustificable y tonto el uno como el otro. Pero al menos ellos lo disfrutan. En su The Iron Kingdom (2006), el historiador británico Christopher M. Clark, eminente especialista en historia de Alemania, señaló la doble vara de medir utilizada tradicionalmente en su país para los hechos propios y los ajenos. Recordó, por ejemplo, que entre 1818 y 1847, las condenas a muerte en el reino de Prusia oscilaron entre veintiuna y treinta y tres al año, de las cuales nunca se llegaron a ejecutar más de siete. En la Inglaterra del mismo periodo, la media anual de condenas a muerte ascendió a 1.137, de las que se ejecutaron el 10 por ciento. Es decir, dieciséis veces más en la liberal Gran Bretaña que en la militarista Prusia. Además, mientras que la gran mayoría de las ejecuciones prusianas fueron por homicidios, las inglesas lo fueron por delitos contra la propiedad. Por otro lado, comentando la hambruna que diezmó Irlanda en la década de 1840, subrayó Clark que “si se hubiera producido la hambruna masiva entre los polacos de Prusia, ahora quizá estuviésemos viendo en ello los antecedentes del régimen nazi”.

Caso muy interesante fue el del desastre de la armada de 1588. Porque Felipe II y su gobierno se aseguraron de que todos los soldados fueran recompensados por sus servicios. Cuando llegaron a sus oídos noticias sobre algunos veteranos que estaban siendo despedidos sin recibir sus pagas, el rey declaró que “eso es muy ajeno de mi intención” y ordenó que no sólo se les pagara lo regular, sino que se les gratificase en lo posible. El gobierno inglés, por el contrario, se desentendió de los soldados que acababan de vencer a sus enemigos y se negó a compensar a los heridos y enfermos, por lo que los comandantes tuvieron que hacerse cargo de sus propios hombres ante el desinterés gubernamental. Confiaban en que, como escribió Lord Burghley, mano derecha de la reina inglesa, “por muerte o por enfermedad, o algo parecido (…) podamos ahorrarnos algo de la paga general”. En su ya clásico La Gran Armada (1988), los historiadores británicos Colin Martin y Geoffrey Parker han escrito al respecto:

“[Burghley] tenía la intención de que esos desafortunados no recibieran nada por su participación en la derrota de la Armada española (…) Quienes habían contraído enfermedades o habían sido heridos durante la campaña de 1588 quedaron abandonados a la caridad individual de sus capitanes o de las ciudades donde fueron desembarcados. Quizá sólo la mitad de los hombres que lucharon por Inglaterra en 1588 vivieron para celebrar las Navidades siguientes”.

Sin embargo España y Felipe II han pasado a la historia como los tiranos, e Inglaterra e Isabel como los defensores de la justicia. Y los mismos españoles han acabado creyéndose esta visión de su historia, teniendo que esperar a las últimas décadas para empezar a ver publicados trabajos en los que la historia de la España de aquellos días es presentada sin prejuicios… principalmente por historiadores británicos.

Pero regresemos a Conan Doyle, probablemente el representante supremo de la larga tradición de literatos británicos que han gustado de presentar a los españoles –y, en general, al mundo católico-latino– con colores maniqueamente oscuros. En sus novelas medievales La compañía blanca y Sir Nigel, describió a los españoles como déspotas, lujuriosos y cobardes cuya simple presencia desagrada. Los soldados españoles son una horda de bárbaros indisciplinados y sanguinarios, de apariencia y costumbres afroasiáticas –el autor no pierde oportunidad de mencionar que los españoles son oscuros, velludos y de mirada torva–, que sólo se lanzan a la lucha cuando están en franca superioridad numérica y que ante la suerte adversa chillan como ratas encomendándose a los santos y pidiendo clemencia rastreramente. Los ingleses, por el contrario, son unos caballeros de límpida mirada, melena al viento, elegantes ademanes, generosos impulsos, intachables en todo momento.

En sus novelas sobre las guerras napoleónicas, la imagen de los españoles no cambió. Durante el siglo XIX, con su literatura gótica y folletinesca, se diseñaron las líneas maestras de la imagen que de España se tiene hoy en el mundo. El autor que quizá más eficazmente marcó la pauta a seguir fue el bostoniano Edgar Allan Poe, que en su conocidísimo relato El pozo y el péndulo (1842) representó una opresiva España decimonónica de inquisidores (“los más demoníacos de los seres humanos”) que empleaban en sus mazmorras los más espantosos artificios. Pero la humanidad y la justicia llegaron en manos de los soldados napoleónicos que salvan in extremis al protagonista de la historia. Medio siglo después de Poe, Conan Doyle escribió en dos tomos las trepidantes aventuras del Brigadier Gérard (1896 y 1903), algunos de cuyos episodios transcurren en una España tenebrosa, ignorante y cruel en la que sólo se ven monjas, curas fanáticos y aldeanos supersticiosos en un marco arquitectónico dominado por iglesias y conventos. España no era más que el campo de juego donde se enfrentaron los caballerosos ejércitos francés y británico, quedando para los españoles el papel de bandoleros cobardes y asesinos.

No estuvo solo en estos menesteres, puesto que su admirada Francia no se quedó corta en el cultivo de la hispanofobia. El emperador de la poesía gala, por ejemplo, dedicó un poema a su padre, el general Joseph Hugo, que luchó en la guerra española. Titulado Tras la batalla, relata un encuentro entre el militar francés, un caballero generoso, y el español, un moro traicionero:

“Mi padre, ese héroe de dulce sonrisa,

junto a un húsar al que apreciaba por encima de todos

por su gran valentía y su alta estatura,

recorría a caballo, después de una batalla,

el campo cubierto de muertos al caer la noche.

Le pareció oír un leve ruido entre las sombras.

Era un español del ejército en desbandada

que se arrastraba ensangrentado por el borde de la carretera,

gimiendo, destrozado, lívido y medio muerto.

Y que decía: ¡Agua! ¡Agua, por piedad!

Mi padre, conmovido, le tendió a su fiel húsar

una cantimplora de ron que colgaba de su silla,

y dijo: Toma, dale de beber a este pobre herido.

De repente, en el momento en que el húsar

se inclinó hacia él, el hombre, una especie de moro,

agarró una pistola que aún empuñaba,

y apuntó a la frente de mi padre gritando: ¡Caramba!

El tiro pasó tan cerca que el sombrero cayó

y el caballo saltó hacia atrás.

Dale de beber de todos modos, dijo mi padre”.

Respecto a la conducta caballerosa de franceses e ingleses, cabría mencionar que tanto unos como otros saquearon todo lo transportable. Por mencionar solamente el episodio final, el equipaje del rey José, aquel fabuloso tesoro fruto del saqueo de cinco años, quedó tirado en los campos por la huida precipitada de los franceses tras la batalla de Vitoria. Pero los soldados ingleses y portugueses, en vez de perseguirlos en su desbandada, se lanzaron sobre tan inesperadas riquezas. Como reconoció Wellington, sus soldados, “en vez de emplear la noche en el reposo y el alimento, y en prepararse para la persecución del día siguiente, la dedicaron al pillaje, con la consecuencia de que no fueron capaces de perseguir al enemigo y aniquilarlo completamente”. Además, saquearon las aldeas de los alrededores de Vitoria.

Pero todavía faltaba la traca final: el saqueo y destrucción de San Sebastián. Porque tras la salida pactada de los franceses, honrados y respetados por los anglolusos, los aliados de España se dedicaron a emborracharse, robar, asesinar y violar a las mujeres. La ciudad quedó arrasada y tuvo que ser construida de nuevo.

Guerra de la Independencia aparte, cualquier motivo, por peregrino que fuese, le sirvió a Conan Doyle para reafirmar su opinión de que la ignorancia y el fanatismo religioso son características innatas de los españoles. En una ocasión fue invitado a almorzar con la anciana exemperatriz Eugenia de Montijo en su exilio londinense. Allí observó que la añosa dama se entretenía completando rompecabezas, lo que le llevó a escribir que “los juguetes de los niños ocupaban la mente que en otro tiempo jugó con imperios. Hay sin duda algo fatal en esta sangre española, con su religión estricta y fanática y su imperiosa intolerancia, magnífica pero medieval, como la iglesia que la inspira”. Cuando se quiere, cualquier argumento sirve para cualquier cosa. Construir rompecabezas demuestra el fanatismo religioso. Nada más lógico. El hecho de que Conan Doyle fuese un prominente masón y un no menos prominente promotor del espiritismo parece hacer comprensible que no tuviera muchas simpatías por el catolicismo.

Pasaron los años y llegó el momento del horror que había desatado la Bélgica del rey Leopoldo en un Congo que las demás potencias coloniales habían puesto en sus manos con la promesa de organizar una administración benéfica en tan atrasado país. Pero la esclavización, las mutilaciones y los asesinatos de una cantidad inimaginable de indígenas, en un principio llevados con discreción, acabaron saltando a las portadas de los periódicos y los consejos de ministros de todos los países europeos.

Siguiendo la estela del informe Casement, Conan Doyle dedicó un libro en 1909 a denunciar el inmenso crimen de Leopoldo y sus funcionarios, al que calificó como “el más grande conocido en los anales de la humanidad”. Pero ya en el prefacio, y como comparación, surgió la hispanofobia aunque no viniera al caso:

“Ha habido expropiaciones como la de Inglaterra por los normandos o la de Irlanda por los ingleses. Ha habido masacres en pueblos como la de los suramericanos por los españoles, o de naciones sometidas por los turcos”.

Los ingleses, por lo visto, se limitan a expropiar. Sólo pueblos salvajes como los turcos y los españoles masacran. Menos mal que habían llegado los belgas para superarlos.

Aprovechó la ocasión el nordicista Conan Doyle para defender el carácter benéfico del colonialismo alemán equiparándolo con el británico:

“Una prueba de la honestidad de la política colonial alemana, y de la aptitud de Alemania para ser una gran potencia terrateniente, está en que casi todas sus colonias tropicales, como las nuestras, tienen un gran déficit económico”.

Y a continuación, el inevitable contraste:

“Es muy fácil mostrar un saldo económico favorable cuando una tierra se explota como España explotó Centroamérica, o como Bélgica explota el Congo. Siempre es más provechoso saquear un negocio que dirigirlo”.

Pero cinco años después de la denuncia congoleña le tocó el turno a su hasta entonces admirada Alemania como diana de su indignación. Porque cuando el mundo entero condenó la invasión de la neutral Bégica por los ejércitos del Káiser, el infalible justiciero escribió un nuevo libro, La guerra alemana (1914), en el que proclamó que no se había visto en Europa horror semejante desde… las campañas del duque de Alba. Y comparó la destrucción de Lovaina con la inmortal “furia española” de Amberes.

No lo pudo evitar. Un valor seguro, el bueno de Conan Doyle.
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