Subo este relato que es el resultado de un ejercicio que hice en su día. Fue la primera vez que me atreví a escribir una historia al azar. Incluyo un previo porque creo que forma parte del mismo y quizás pueda a ayuda a otros a empezar como lo hizo conmigo.
Con mis mejores deseos.
Prologo:
El ejercicio se basaba en crear una historia corta partiendo de lo primero que me pasara por la cabeza. Cualquier cosa que viera o sintiera era susceptible de generar esa idea primordial. También servía y a riesgo propio se entiende, algo que imaginara. Preferí no usar esa parte de mi mente si es que no resultaba del todo imprescindible.
Según el profesor que impartía la clase, esa idea me llevaría a empezar un relato y quizás, quien sabe, a terminarlo.
Me concentré y lo primero que me llegó fue producto de lo anteriormente expuesto. Un simple interrogante. El cual tuvo su continuación a través de una frase muy común… ¿Por dónde empezar?
La respuesta era tan conocida como la misma pregunta.
“Por el principio.”
Las mejores ideas o conceptos, tienen dos características propias. Que siempre aparecen cuando no puedes escribirlas y que son tan volátiles como el aire. Esas propiedades nos lleva a la necesidad de retenerlas como sea y nos agudiza el ingenio en una especie de “todo vale”, llámese libreta, post-it, canturrear hasta la extenuación, o incluso a asociarla inútilmente a un recuerdo que nos sea familiar. Por último y como salvación a un ejercicio tan extenuante, también podemos optar por dejar que se nos escape sin más. No sin antes despedirnos de ella como se merece, naturalmente.
Es posible que la idea sea tan poderosa que se instale con carácter permanente. En ese caso, no creo que sea conveniente huir de ella ya que se corre el riesgo de que nos sobrepase. Sin embargo, resulta fundamental llegar a un acuerdo que nos permita coexistir a ambos con un mínimo de garantías.
Siguiendo este principio, la verdad es que una cosa acabó llevando a la otra y éste fue el resultado de salir a la calle con la mente en blanco:
Un rayo de sol, (oh, oh, oh…)Luis Lozano, solía realizar a diario el mismo trayecto. La finalidad del mismo era disfrutar de un relajante paseo previo al acto de comer. Desde hacía años (los mismos que llevaba ejerciendo en el complejo de oficinas, justo al lado del parque al que acudía) tenía localizado un modesto banco de madera. A pesar de ser antiguo, aún se encontraba en aceptables condiciones. Según Luis, ofrecía al que hiciera acto de posesión, el equilibrio idóneo de sombra y sol a partes iguales.
Luis se regocijaba y mucho antes de llegar a él. Pensaba en cuanto de cierto había en la afirmación de que era tan importante andar un camino como acabarlo. Por ese motivo, procuraba andar despacio. Había una imagen en ese parque que el adoraba; la suya. Sentada en el banco, alejada de los bullicios propios de las zonas más transitadas y cobijada bajo un centenario pino lacio. Sus hojas largas y estilizadas, brillaban al mecerse en irrepetibles e hipnóticos destellos cromáticos del verde.
Luis sonreía ante esa imagen que no admitía ni precio ni comparación. Nada tenía que ver por ejemplo, con las típicas imágenes de la fuente, la del lago flanqueado de nenúfares o la de la estatua del ciervo distraído. Además, siempre estaban infestadas de niños, madres, tipos corriendo estúpidamente y hasta de perros meándolo todo. Tampoco comprendía como podían estar continuamente bajo la atenta mirada de una vasta proliferación de nóveles pintores. Si al fin y al cabo, vista una, vistas todas.
Era mejor no pensar en ello o se le atragantaría el paseo, se dijo.
Unos centenares de metros separaban a Luis de su objetivo. Una modesta colina se interponía al fondo, en su campo de visión. Hasta que no ganara la cima no podría observar directamente la escena final. Tampoco era necesario acelerar el proceso, sus largas zancadas propias de un hombre alto y ágil, se encargarían de ello sin dilación. Todo a su tiempo se decía, tal y como haría un avezado alpinista. Mientras tanto, Luis dejaba que su mente le preparase para el encuentro, llevándolo en volandas al contacto con el rayo de sol que lo acariciaría y reconfortaría. Donde hallaría esa paz diaria, tan necesaria ante el estrés asfixiante del trabajo. Ni Houdini huía mejor que él, se decía en un alarde de ingenio.
Faltaba poco para el esperado momento. Luis notó como se le aceleraba el corazón. Los pasos se fundían con sus latidos, en pos de un único fin. Paró a escasa distancia de la elevación. Una mirada al reloj para confirmar que era la misma hora de siempre. Cerró los ojos y suspiró profundamente, era la parte final del ritual.
En ese estado podía sentir el mundo entero en torno de él. El canto de los pájaros, el susurro de las hojas acosadas por una suave brisa, los débiles y rasantes destellos del sol en una cálida y prometedora bienvenida. Incluso podía oír palabras sueltas arrastradas por el viento. Sin embargo, también oyó algo más.
Su cuerpo dio un respingo espoleado por una repentina oleada de ansiedad. Una corriente de adrenalina recorrió su espalda hasta los confines de su cerebro, dejando aflorar un temor ancestral y muy interiorizado. Abrió los ojos entre asustado y encolerizado, voló hasta la cresta y miró sin ver hacia el sitio sagrado. Un hombre vestido de un horrible verde claro, recogía con una pala lo restos de raíces del otrora legendario pino y los lanzaba a una inmensa cuba. Del banco, ni rastro.
Luis llegó balbuceando. No por la carrera que invirtió en desplazarse, sino por la falta de oxígeno que le producía la pesadilla que estaba viviendo.
El funcionario, ajeno al sufrimiento de Luis, se giró sin tan siquiera mirarle a la cara, al tiempo que en un inteligible español, musitó.
– El trabajo que ha dado esa planta asquerosa. Por no hablar del mísero banco, parecía que llevaba años pidiendo que lo arrancaran de aquí.-
Algo en Luis cambió para siempre.
Saludos

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