Un amor de otro tiempo (Recopilatorio - No escribir)

LA VUELTA A CASA


Los primeros rayos del día y el sonido de la corneta me despiertan de mi dulce sueño. Hoy sería la última vez que me despertase en aquel cuartel de El Pardo. Hoy, 10 de mayo, se acababa el servicio militar. Hoy, 10 de mayo de 1.982, regresaría a mi casa, a Alicante, en el TALGO.

Bajé de la litera y desperté a mi compañero y amigo, Xose, “el galleguiño”. Los dos habíamos quedado con Miguel, un sevillano de Coria, y con Jon, al que todos llamábamos “giputxi” a pesar de que era de Getxo, por fastidiar, más que nada. Los cuatro nos habíamos conocido durante los tres meses de instrucción, pero al terminar estos, nos separaron: Xose y yo fuimos enviados a El Pardo, y Miguel y Jon a El Goloso.

Los 4 habíamos quedado en un bar situado en lo alto de una colina cercana al cuartel. Allí nos despediríamos. Algunos no nos volveríamos a ver jamás, otros, como Xose y yo, ya habíamos planeado algo juntos y, si salía bien, pronto nos volveríamos a ver. Llamamos a un taxi para que viniera a recogernos y llevarnos a la estación de RENFE. Ese sería el punto en el que nos separaríamos. Jon volvería a Getxo, Miguel a Sevilla, Xose a Pontevedra y yo a Alicante. Nos fundimos en un fuerte abrazo, y cada uno subió a su tren.

Subí al tren con mi maleta y me senté mirando por la ventana. Poco después de salir el tren de la estación saqué de la maleta un bolsa con las cartas que me habían enviado mis padres y las fotos que me había hecho con mis amigos durante el servicio. Empecé mirando las fotos, y me puse a recordar mis experiencias durante los últimos 12 meses. Recordaba el día en que vine para acá y el llanto de mi madre, recordaba al sargento Martín, aquel cabronazo que nos tocó en el cuartel y que nos hizo la vida imposible durante los tres largos meses de instrucción, también las novatadas que padecimos, como aquella, el primer día que llegamos, en la que nos levantaron a las 3 de la mañana y nos pusieron a limpiar las duchas, haciéndonos creer que era un teniente, cuando no era más que otro recluta. Semanas más tardes, se lo recordamos a nuestra manera. También recordaba el día de la jura de la bandera, la cara de orgullo que tenía mi padre, y la forma en la que mi madre me decía lo guapo que estaba mientras sollozaba y me ponía bien la corbata. La verdad es que el uniforme sí que me quedaba bastante bien, y una enfermera me lo demostró aquella misma noche, y no fue la única que cayó rendida a los encantos del uniforme durante los 9 meses que siguieron a la instrucción.

Ya había pasado bastante tiempo desde mi salida desde Madrid, 3 horas al menos, y tenía bastante hambre. Abrí la maleta y saqué un bocadillo de salchichón que me compré en el bar, antes de coger el taxi, que devoré con ansia mientras miraba el paisaje a través de la ventana. Los viñedos manchegos que atravesaba el tren en ese momento aún no estaban florecientes de uvas, pero sí estaban ya muy verdes. A esas alturas deberíamos ir ya por San Clemente o por La Roda. Acabé mi bocadillo y comencé a leer las cartas de mis padres, y a pensar en lo que me esperaba en casa. Quería ver el SIMCA que se habían comprado, como había quedado el José Rico Pérez tras la remodelación para el Mundial, todos esos nuevos edificios que estaban construyendo en la ciudad y, sobre todo, quería volver a ver a mis padres y a mis amigos, aunque tenía miedo, miedo de pensar que iba a pasar cuando les dijese que no quería hacerme cargo de la tienda, sino que quería abrir un restaurante gallego con Xose, siempre y cuando sus padres le ayudasen económicamente para venir aquí y adquirir un local.

Por fin, tras casi 6 horas de viaje, el tren llegó a Alicante, y allí me bajé. Nadie me esperaba. No le había dicho a nadie que llegaba ese día, quería darles una sorpresa. Salí de la estación y cogí un taxi que me llevase a la tienda de mis padres, en la Avenida Alfonso X el Sabio, cerca del Mercado Central. A los pocos minutos ya estaba allí. Durante el trayecto vi como era verdad que estaban construyendo mucho, y eso que sólo había visto una pequeña parte. Sentía mucha curiosidad por saber como estaría mi barrio, San Blas. Pagué al taxista 250 pesetas por la carrera y bajé. Ahí estaba yo, frente a la entrada del Mercado Central, viendo unos metros más allá el cartel de la tienda: “Boutique Galba”. Me acerqué a la tienda. El corazón me latía muy fuerte, pues sabía que al cruzar el portal de ese local sería cuando, finalmente, habría llegado a casa. Abrí la puerta, miré a un lado y a otro, pero no vi ni a mi madre ni a mi padre. Sólo había unas cuantas chicas. Una de ellas se me acercó.

- ¿Te puedo ayudar? – me dijo la chica.
- Estoy buscando a los dueños de la tienda – contesté algo aturdido.
- Asunción no está, ¿quiere que le diga algo? – respondió la chica educadamente.
- ¿Y Manuel? – pregunté sin decirle que era mi padre.
- Creo que se ha equivocado. Aquí no trabaja ningún Manuel.
BUSCANDO EXPLICACIONES




- ¿Cómo que aquí no trabaja ningún Manuel? – dije aún más aturdido – Yo soy el hijo de los dueños, de Asunción y Manuel – proseguí.
- ¿Eres Ferrán, el hijo de Asunción?. Asunción me ha hablado de ti. Me llamo Rebeca y trabajo aquí desde hace unos meses.
- ¿Cómo?, ¿trabajas aquí y no conoces a mi padre?
- Nunca le he visto en la tienda.

En ese momento mi confusión había llegado al máximo. No entendía nada de lo que estaba pasando. ¿Dónde estaban mis padres?, ¿Quién era esa chica y por qué trabajaba aquí?, ¿qué había pasado en mi ausencia y por qué no me habían dicho nada en las cartas o cuando llamaba a casa por teléfono?. No entendía nada.

- ¿Dónde está mi madre? – le pregunté siendo consciente de que no iba a poder preguntarle nada sobre mi padre.
- Está en Elda, en el proveedor, comprando género.
- ¿Sabes cuando volverá?
- Hasta esta tarde no vuelve a la tienda.
- Vale. Gracias... no recuerdo tu nombre.
- Rebeca.
- Bien, gracias Rebeca, iré a mi casa. Si vuelve antes, le dices que ya he venido.
- Adiós, y encantada de conocerte.
- Adiós.

Salí de la tienda y comencé a andar camino de mi casa. Ese paseo me iría bien para tratar de asimilar toda la información recibida en tan poco tiempo y para pensar todo lo que les preguntaría a mis padres nada más verles. Aunque yo no se la veía por ninguna parte, he de reconocer que tenía gracia el que quisiera venir a casa sin avisar para dar una sorpresa a mis padres, y la sorpresa me la había llevado yo, y aún faltaba la explicación que me tendrían que dar.

Después de un rato caminando, por fin llegué a mi casa o, al menos, eso esperaba, porque después de lo sucedido en la tienda me podía esperar cualquier cosa. Abrí la puerta de la portería del edificio, subí por las escaleras hasta el tercer piso y me posé frente a la puerta de mi casa. Sentía algo de miedo. ¿Y si la puerta no abría al meter la llave en la cerradura y girarla?. Al final decidí dejar de preocuparme y de “montarme películas” yo solo y metí la llave, giré, y la puerta se abrió. Soplé de alivio y entré en la casa. Cerré la puerta y me puse a deambular por la casa buscando algo diferente, pero todo parecía estar bien. Me tumbé en mi cama y esperé sin hacer nada a que llegaran mis padres para que ellos me explicasen que estaba sucediendo pero, al rato, me dormí.

Entre sueños notaba como alguien me zarandeaba y decía mi nombre, entreabrí mis ojos y vi la borrosa cara de mi madre junto a mí, entonces abrí del todo los ojos y me incorporé rápidamente, abrazándola con fuerza. Estuvimos varios minutos así, abrazados, sin movernos, disfrutando del momento del reencuentro, hasta que, al fin, nos separamos.

- ¿Qué haces aquí, Ferrán?, ¿Has acabado?, ¿Por qué no nos has avisado?. Rebeca me ha dicho que habías llegado y he venido aquí enseguida.
- Quería daros una sorpresa, por eso no llamé diciendo que había acabado y que volvía a casa, pero la sorpresa me la he llevado yo. ¿Quién es Rebeca?, ¿Dónde está papá?

Mi madre se levantó y giró hacia la puerta diciendo que eran muchas las cosas que habían cambiado en los últimos meses y que era mejor que mi padre estuviese delante para que los dos pudieran explicarme lo que había pasado.

- Llamaré donde trabaja ahora tu padre y le diré que cuando acabe venga aquí para que te lo expliquemos los dos juntos – dijo mi madre mientras salía por la puerta.

Esta no era, desde luego, la respuesta que esperaba, pero al menos ahora sabía que ese día no acabaría sin saber que diablos había sucedido en estos meses. Volví a tumbarme en la cama y oí como mi madre hablaba por teléfono y, al terminar, volvió a mi habitación y me preguntó si tenía hambre, a lo que le contesté que no. Ahora era ya sólo cuestión de tiempo que me enterase de todo.

Pasaron un par de horas hasta que escuché el timbre de la portería. Mi madre se acercó a la puerta, la abrió y me dijo que fuera al salón, que mi padre ya había llegado. Me levanté y fui allí. Oí como se cerró la puerta de la calle, y unos pasos a continuación, entonces, mi padre apareció por la puerta del salón con una gran sonrisa, y corrió a abrazarme. Cuando nos soltamos me dijo que me sentara. Había llegado el momento de las explicaciones.
DEMASIADOS CAMBIOS




Me senté en una silla y mis padres se sentaron en el sofá, frente a mí. Por fin había llegado el momento en que iba a enterarme de todo lo sucedido en los últimos meses.

- Mira Ferrán – dijo mi madre – tu padre y yo nos hemos divorciado.
- ¿Cómo? – pregunte levantándome exaltado de la silla.
- Ferrán, siéntate y deja que te expliquemos – dijo mi padre - Ferrán, tu madre y yo nos hemos divorciado porque he conocido a otra persona.
- ¿Has engañado a mamá con otra? – dije volviendo a levantarme.
- No, Ferrán, no – dijo mi madre con los ojos a punto de llorar.
- Entonces, no lo entiendo – dije mientras volvía a sentarme.
- Ferrán, escucha, esto es importante para mí y necesito que lo entiendas. He conocido a otra persona y no es una mujer, es un hombre.

Aquella noticia salida de los labios de mi padre chocó contra mi como un tren estrellándose contra una pared y me rompió en mil pedazos el corazón y la mente. Todo mi mundo se había venido abajo en un instante, y no pude reaccionar. Me quedé allí sentado frente a mis padres, escuchando lo que me decían.

- Se llama Luis, y es médico.
- No lo entiendo. Un hombre, no lo entiendo. ¿Desde cuando? – dije entrecortadamente.
- Desde hace años, hijo, desde hace años – dijo mi madre levantándose del sofá y cruzándose de brazos mientras daba la espalda a mi padre alejándose hacia la puerta del balcón.
- ¿Cómo?, ¿desde hace años? – dije mientras volvía la mirada hacia mi padre.
- Sí. Nos conocimos hace 5 años, y lo habíamos llevado en secreto hasta que tu madre nos descubrió hace unos meses. Por eso ella pidió el divorcio y yo se lo di.
- Y por eso contraté a Rebeca – interrumpió mi madre – porque le pedí a tu padre que se marchase y yo no podía llevar sola la tienda.
- Y, ¿de que vives? – le pregunté a mi padre.
- Luis y yo no podemos vivir juntos, es imposible. Seguimos manteniendo nuestra relación en secreto. Además, el también está casado. He alquilado un piso en Altozano y he encontrado trabajo en el casino, como portero.
Mi padre se levantó y me acarició la cabeza mientras su cara refleja tristeza. Mi madre miraba la escena a poca distancia. Dejó de acariciarme y salió por la puerta del salón. Poco después escuché la puerta de la casa abriéndose y, a continuación, cerrándose. Seguidamente, mi madre salió también del salón y yo me quedé allí sentado y solo, pensando en todo lo que me había pasado en unas pocas horas, en como mi vida había dado un brusco giro de 180º.

Los días siguientes a aquella bomba que me había explotado en la cara nada más regresar a casa los pasé encerrado en mi habitación, tumbado en la cama, sin apenas comer, sin apenas dormir, sin hacer nada que no fuera pensar en lo sucedido. Al final, tanto pensar me estaba volviendo loco y decidí salir de allí e intentar recobrar la normalidad en mi vida. Me levanté, me duché, desayuné y me fui a la tienda. Al menos allí estaría distraído y no pensaría tanto en mi situación.

Después del paseo que había que dar para llegar de mi casa a la tienda, por fin llegue a esta y entré. Nada más cruzar la puerta vi como el rostro de mi madre cambiaba y se llenaba de felicidad. Soltó una blusa que llevaba en las manos y corrió hacia mi para abrazarme, sin poder evitar derramar alguna lágrima. Rebeca miraba la escena mientras recogía la blusa y la ponía en su sitio.
NOTICIAS DE XOSE




Era una mañana de domingo. Mi madre y yo estábamos desayunando juntos en la cocina de casa. Ya habían pasado varios días desde que había salido de mi habitación para retornar a la tienda y parecía que una relativa normalidad había llegado a mi vida, relativa por cuanto mi padre no formaba parte de ella. No había vuelto a verle, no había querido verle, desde que me contó el motivo del divorcio. Mi madre se encontraba apurando ya el café con magdalenas cuando me dijo que, ahora que había vuelto, ya no necesitaba a Rebeca, y que no la renovaría al acabar el contrato, al que sólo le quedaban un par de semanas. La noticia me pilló, una vez más, desprevenido, pero para mis adentros pensaba que esta vez quien iba a sorprender era yo. Todavía no había contado a mi madre que no entraba en mis planes hacerme cargo de la tienda, que quería introducirme en el mundo de la hostelería junto con mi amigo Xose, de quien tampoco le había hablado nunca, y no lo había hecho porque la situación me había desbordado desde el preciso momento en que regresé a Alicante, pero ahora era el momento de contarle a mi madre cuáles eran mis planes de futuro. Terminé el vaso de leche con Cola-Cao sin darme mucha prisa. Para entonces mi madre ya se había levantado de la mesa y había ido al salón. Yo me levanté también y fui hacia allí. Me senté en la misma silla donde me dieron la noticia, y ella, curiosamente, estaba sentada también en el mismo sitio.

- Mamá... escucha... creo que deberías pensarte mejor lo de Rebeca.
- ¿Y eso?, ¿por qué? – dijo mi madre mientras se enderezaba esperando mi respuesta.
- Pues porque creo que ya ha llegado el momento de decirte que no quiero hacerme cargo de la tienda.
La cara de mi madre cambió de repente, y tardó varios segundos en responderme.
- ¿Cómo dices? - dijo ella.
- Conocí a un chico en el cuartel.
- No, tú también no – dijo mi madre levantándose y alzando la voz - ¿Qué he hecho mal para merecer esto? – continuó mirando al techo.
- No, no, no, no. No te equivoques, no es lo que piensas – exclamé levantándome y tratando de tranquilizarla poniendo mis manos en sus hombros – siéntate y te lo explico

Conseguí sentarla de nuevo y empecé mi explicación.

- Escúchame y déjame terminar. Conocí un chico, un gallego. Él se llama Xose. Durante el tiempo que estuvimos en el cuartel nos hicimos muy amigos y decidimos que abriríamos juntos un restaurante especializado en cocina gallega aquí, en Alicante, por eso no puedo hacerme cargo de la tienda.

La cara de mi madre había cambiado. Ahora estaba más relajada, seguía teniendo cara de enfado, pero ya no era la cara de antes, cuando pensaba que no sólo había perdido un marido, sino también un hijo.

- Escúchame ahora tú a mí, Ferrán. Ese negocio lo hicimos pensando en ti, en tú futuro, y ahora me dices que no quieres hacerte cargo de él, ¿y qué hago yo?, ¿lo vendo cuando no pueda llevarlo?. Tanto trabajo, tanto sufrimiento, para que luego lo tenga que vender. No entiendo, Ferrán, como puedes hacerme esto ahora, con lo que sabes que ha pasado.
- Mamá, eso es lo que quiero y lo voy a hacer. Si quieres seguiré ayudando, pero no será mi prioridad, lo haré mientras no abramos el restaurante. Y si te quedas más tranquila, te prometo que no me desharé de la tienda cuando no puedas con ella – dije posando mis manos sobre las suyas, en sus rodillas.
- Esta bien, Ferrán, está bien. Es tu vida y no puedo obligarte a que hagas algo que no quieres, pero espero que mantengas tu promesa.

Mi madre se levantó y salió del salón. Yo me quedé allí, sentado, pensando que había salido mejor de como lo había pensado. El domingo acabó sin más sobresaltos que el empate a 2 contra el Valencia en la última jornada de liga, un empate que no servía de nada, y que condenaba al Hércules al descenso directo a Segunda División tras 8 años consecutivos en Primera.

Al día siguiente, Alicante se levantó con la pena del descenso del Hércules, y eso se notó en la tienda. Nadie entró en toda la mañana. Mi madre aprovechó para hacer unos recados y eso hizo que Rebeca y yo pasáramos casi toda la mañana solos, lo cual sirvió para que la conociera un poco mejor. Rebeca tenía 18 años recién cumplidos, y había entrado a trabajar aquí porque había dejado de estudiar al acabar BUP. Vivía cerca, en el centro de la ciudad, cerca de La Rambla. Rebeca era muy graciosa y físicamente era un poco más baja que yo, debía medir poco más de 1,60, tenía un largo cabello castaño y unos preciosos ojos verde esmeralda que, junto con su sonrisa, daban a su mirada un cierto encanto que empezaba a atraerme sin que me diera cuenta.

Llegó la hora de cerrar para comer y la propuse acompañarla a casa, pero no quiso, así que me fui a casa. Al llegar a casa, una fuerza extraña me llevó hasta el buzón. Casi nunca iba, ya que, normalmente, era mi madre o mi padre (antes de que me fuera a la mili) quien se encargaba del correo, pero ese día fui yo. Abrí el buzón y saqué una carta, una carta de Xose.
CONTRATIEMPO




Subí raudo las escaleras hasta el tercer piso donde vivía y entré en casa con la emoción invadiéndome. Me encerré en mi habitación y, sentado en la cama, abrí el sobre con prisas y comencé a leer con gran interés aquéllas palabras escritas con mala letra en bolígrafo azul.

La carta comenzaba con un “Lo siento, Ferrán”, y dejé de leer un momento. Me temía lo peor, y poco después aquellos temores se confirmarían.

Retomé temeroso la lectura de la carta, aquella breve carta:

Lo siento, Ferrán, pero no voy a poder ir a Alicante, al menos, de momento.

Hace unos días que mi padre volvió de la mar, de estar 2 meses pescando en las costas de Marruecos, pero no ha venido como se fue. Tubo un accidente y ha vuelto cojo. Quedó atrapado en la red cuando iban a lanzarla y casi pierde la pierna. Incluso podemos decir que ha tenido suerte, porque un accidente así le podía haber costado la pierna, o incluso la vida, si un marinero no se llega a dar cuenta y lanzan la red con él atrapado. Mi padre hubiera muerto ahogado. Cuando lo pienso, me entran escalofríos.

Ahora mi padre va a tener que quedarse en casa hasta que se recupere, sin poder volver al mar, lo que hace que nos quedemos casi sin ingresos, porque los percebes que coge mi madre no dan para mantenernos a todos. Esta situación me obliga a tener que ponerme a trabajar aquí. Xurxo, el patrón del barco, me ha dicho que puedo suplir a mi padre, por lo que dentro de unos días partiré junto a los compañeros de mi padre rumbo a aguas internacionales, en medio de la nada en el Océano Atlántico, donde estaremos unos 3 meses.

De nuevo, Ferrán, lo siento, pero te prometo que en cuanto esta situación se arregle, volveré para ir para allá y hacer realidad nuestros planes.

Un abrazo de tu amigo:

Xose Coira González


Acabé de leer y me quedé sentado en la cama, con la cabeza gacha, dejando caer aquel papel al suelo. Me sentía mal, muy mal, no solo porque nuestros planes de futuro se habían ido al garete, sino porque la vida de mi amigo Xose había dado un vuelco terrible y debía estar sufriendo muchísimo. Recordaba como durante nuestros días en El Pardo él me hablaba de la dureza de la vida de la mar, y de como el quería escapar de ella con el restaurante, pero ahora, todo había cambiado y Xose se iba al mar, igual que hicieron su padre, su abuelo, su bisabuelo... Parecía como si el destino no quisiera que Xose abandonara el mar que había visto nacer, y incluso morir, a tantas generaciones de su familia.

- ¡Ferrán, a comer! – dijo mi madre al otro lado de la puerta.

La voz de mi madre me devolvió al mundo real, sacándome del mundo de los pensamientos en el que una vez más me había introducido. Salí de la habitación y fui a la cocina a comer junto a mi madre. Al poco de empezar se lo conté, le conté que todo aquello del restaurante que le había dicho el día anterior se había truncado debido a la mala suerte, a la desgracia de mi amigo Xose. Mi madre no supo que contestar y lo único que dijo fue que no hacía falta que fuéramos los dos a la tienda, que si me quería quedar en casa lo hiciera. Le respondí que no, que prefería ir para despejarme. Mi madre contestó diciendo que se quedaría en casa para limpiar un poco. Así, después de comer, volví a la tienda, dando un tranquilo paseo. Al llegar, Rebeca ya estaba allí.

De nuevo, al igual que la mañana, la tarde fue también muy tranquila, y casi no entró nadie en la tienda. Al rato de estar allí, le conté a Rebeca lo que me había pasado, lo de Xose y su padre. La forma en la que su vida había cambiado y como nuestros planes de abrir un restaurante habían quedado frustrados. Al terminar, Rebeca se acercó a mí y me dio un beso en la frente diciendo que lo sentía, pero que estaba convencida de que, al final, todo se arreglaría. Asentí tímidamente.

- Bueno, ya que has venido para olvidarte de esto estando ocupado y viendo que hoy no entra nadie, ayúdame a buscar un vestido, que tengo el cumpleaños de una amiga dentro de poco – dijo Rebeca mientras rebuscaba entre las perchas.

Acepté la oferta de Rebeca aun sabiendo que lo del cumpleaños era un excusa para mantenerme entretenido y hacer que se me olvidase, lo cual agradecí sonriéndola.

- ¿Qué talla buscas? – le pregunté
- La misma que uso yo, la 38. ¿Qué te parece este?
- A mí me gusta – dije mientras lo extendía con la mano.
- Dámelo un momento para que me lo pruebe.

Rebeca cogió el vestido y se metió con él en uno de los vestidores. Al poco tiempo me llamó para que la ayudara a subirse la cremallera.
Un nuevo sentimiento




A la llamada de Rebeca me acerqué hasta el vestidor y corrí la cortina. Ante mí vi la espalda desnuda de Rebeca y ella, doblando la cabeza y sujetando con las manos el vestido me dijo que la ayudara a subir la cremallera. Alargué la mano y la cogí. Empecé a subirla lentamente, con cuidado de no tocar a Rebeca. Esta era una situación que, sin saber porqué, me estaba poniendo muy nervioso. A la altura del sujetador mis dedos rozaron levemente la paletilla de Rebeca y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Cerré los ojos, respiré profundo y acabé de subir la cremallera. Aquellos instantes me habían resultado eternos.

- ¿Está ya, Ferrán? – preguntó Rebeca haciendo regresar mi mente a mi cuerpo.
- Eh... sí... ya está – contesté vacilante.

Rebeca salió del vestidor y se miró al espejo. Dio un giro de 360º que elevó unos centímetros el vestido. Se miraba a la izquierda, se miraba a la derecha, se miraba al frente y también al torso. Yo la miraba a ella y, sin yo saberlo, ella me miraba a mí a través del espejo.

- Ferrán, a mí me gusta mucho. ¿Qué dices? – me preguntó.
- Sí, sí... A mi también me gusta mucho. Te queda muy bien.
- Creo que me lo voy a llevar. ¿Te importa que lo pague mañana que no tengo dinero aquí?.
- Tranquila, lo pagas mañana o cuando quieras.
- Gracias, Ferrán. Voy a quitármelo para envolverlo y me lo llevo. ¿Me ayudas a bajar la cremallera?

Bajé la cremallera, esta vez sin vacilaciones y, mientras ella volvía al vestidor, yo me senté a esperar. Miré por la puerta y vi que comenzaba a chispear, después miré el reloj, ya era casi la hora de cerrar. Rebeca salió del vestidor y envolvió el vestido.

- ¿Tienes paraguas? – le pregunté.
- ¿Cómo?, ¿por qué lo dices?, ¿está lloviendo? – dijo Rebeca mientras se acercaba a la puerta para comprobar que, efectivamente, estaba lloviendo - Vaya, pues no, no me he traído paraguas. Creo que hoy me voy a mojar.
- Espera, que te acompaño a tu casa. Yo sí que me he traído paraguas. Mientras comía vi al hombre del tiempo diciendo que iba a llover y me lo he traído. Por una vez ha acertado.

Rebeca y yo salimos de la tienda, cerré la puerta y nos alejamos no muy deprisa. No llovía mucho, así que no forcé el paso. Quería que este “paseo” con Rebeca durase lo más posible, y ella tampoco parecía que tuviese mucha prisa por llegar a su casa.

Tras unos minutos habíamos cruzado ya la avenida y estábamos parados en un semáforo, esperando a que se pusiera en verde. La casa de Rebeca estaba en la calle de enfrente. El semáforo se puso en verde y, cuando íbamos a pasar, de repente un coche rojo que venía de la avenida se saltó el semáforo y casi me atropella. Logré retroceder a tiempo, pero resbalé y caí al suelo, tirando a Rebeca conmigo. Una pareja mayor que había junto a nosotros nos ayudó a levantarnos mientras arremetían contra el conductor del coche. Rebeca no se había hecho nada, ya que había caído sobre mí, pero yo me había rasgado el brazo izquierdo y se me habían roto la camiseta y el paraguas. Rebeca comenzó a mirarme el brazo y me dijo que subiera con ella a su casa para desinfectarme la herida y ponerme mercromina. Cruzamos la calle corriendo. Ahora sí corríamos, que ya no teníamos paraguas, y llegamos al portal del edificio donde vivía Rebeca. Abrió la puerta y nos metimos dentro. Una vez allí comenzamos a reírnos y a mirarnos el uno al otro. Subimos las escaleras, hasta el segundo piso donde ella vivía. Mientras me preguntaba si me dolía. Yo le dije que no.

Por fin, llegamos al segundo piso y ella abrió la puerta de su casa.

- ¿No están tus padres? - le pregunté extrañado al no oír nada.
- No, vivo con mi abuela – me contestó antes de comenzar a llamarla.
- Hija, ¿te has mojado? – dijo una mujer que salía de una habitación que había tras nosotros.
- No, me ha acompañado Ferrán, el hijo de la dueña – dijo Rebeca dándome la vuelta para que su abuela me viera de frente – le he dicho que suba porque se ha caído cuando casi nos atropella un coche – continuó mientras le mostraba el rasguño de mi brazo.

La abuela de Rebeca me miró muy fijamente, como examinando a aquel extraño que su nieta había traído a casa. De pronto, su rostro palideció. Entonces nos apartó y se metió en otra habitación.

- ¿He hecho algo? – pregunté a Rebeca
- No, se habrá acordado de algo y habrá ido a su habitación a buscarlo. Ven al baño conmigo y te curo eso.

Entramos los dos en el baño y me pidió que me quitara la camiseta y que me sentara sobre la tapa del váter. Ella comenzó a curar la herida de mi brazo con un algodón empapado en alcohol mientras yo trataba de no quejarme para dar imagen de “machote”, aunque creo que no lo estaba consiguiendo. Después, me puso la mercromina en la herida y me dijo que esperase un poco a que se secase para ponerme la camiseta. – Ves como no ha sido para tanto – me dijo sonriendo.

Rebeca salió del baño. La escuché hablando con su abuela, aunque no alcancé a entender sobre que. Vi como la mercromina comenzaba a secarse y me puse ya la camiseta. Rebeca volvió al baño con un paraguas y me lo dio – Quédatelo, que el tuyo se ha roto por querer acompañarme – me dijo. Yo, por supuesto, lo tomé, pero antes de irme de su casa le dije que se lo devolvería al día siguiente en la tienda.

Una vez en la calle, tras la cruzar la calle, giré la cabeza hacia el piso de Rebeca, y vi a su abuela mirándome por la ventana.
El comienzo




Estaba con Rebeca paseando por la playa del Postiguet, con su cálida agua rozando nuestros pies. Nos tendimos sobre su blanca arena, con la luz de la luna alumbrándonos. Todo era perfecto. Sin embargo, de pronto, se tornó todo rojo y vi como una gran sombra nos cubría, y unos grandes y terroríficos ojos que dejaban ver enormes llamaradas en el iris atraían a Rebeca, apartándola de mí, y una gigantesca mano arrugada llevándosela muy lejos. Entonces, me encontré de nuevo en la calle frente al portal de la casa de Rebeca, mirando de nuevo a su ventana, por donde se asomaban Rebeca y su abuela, quien alargó su arrugada mano y bajó la persiana bruscamente. Escuché entonces una risa tenebrosa, y miré al Castillo de Santa Bárbara. Allí, la Cara del Moro* se burlaba de mí con grandes carcajadas.

Aaaaahhhh. Me desperté sudoroso y gritando, con la almohada tirada en el suelo y la sábana por los pies. Había sido sólo una pesadilla. Alargué a mano y miré la hora. Eran las 3 de la mañana. Me levanté de la cama e intenté no hacer más ruido procurando no despertar a mi madre, que no lo había hecho tras el grito, así que tampoco encendí ninguna luz. Caminaba a ciegas, guiándome tocando con las manos la pared. Llegué a la cocina, abrí la nevera y utilicé la tenue luz de su bombilla para alumbrar levemente la estancia. Cogí una botella de agua y me dirigí al balcón para refrescarme con la brisa nocturna. Después de beber entré al salón dejando la puerta del balcón abierta, y me tumbé en el sofá, y así amanecí. Mi madre, cuando se levantó y me vio allí me preguntó por qué estaba durmiendo en el sofá. “Tenía mucho calor y no podía dormir” le contesté, creo que sin convencerla del todo.

Tras desayunar, mi madre y yo nos fuimos a la tienda en el coche. Cuando llegamos, Rebeca ya estaba allí esperando para a que abriéramos la tienda. Lo primero que hice fue, tal y como le prometí, devolverle el paraguas que me prestó el día anterior. Ella lo dejó bajo el mostrador. Durante toda la mañana permanecimos distanciados el uno del otro, con mucho trabajo. El calor apretaba y los pantalones y vestidos cortos, las camisetas y las faldas salían por la puerta a un ritmo que no recordaba. Así, entre ventas y miradas, que no se veían respondidas, llegamos a la hora de la comida y se cerró la tienda. Aprovechando un momento en el que mi madre entró en la trastienda me acerqué a Rebeca y le dije que esta tarde volviera pronto, que quería hablar con ella. Mi madre salió y nos fuimos a comer, cada uno por su lado: Rebeca a su casa, mi madre y yo a la nuestra.

Comí rápido, casi atragantándome ante las regañinas de mi madre por comer tan deprisa. Al acabar le dije salí de casa sin esperarla y fui a la tienda. Cuando llegué, Rebeca aún no había llegado pero aunque no tardó más de cinco minutos en hacerlo, los cuales se me hicieron larguísimos, casi eternos. Cada vez que veía aparecer una persona por la esquina de la calle de Rebeca me imaginaba que era ella, pero no era así, y eso me pasó unas 10 veces en esos 5 minutos, hasta que, por fin, apareció ella. Abrí la tienda y entramos dentro. A continuación volví a cerrarla dejando puesto el cartel de “cerrado” para que nadie nos molestase. La llevé a la trastienda y allí se lo dije: “Rebeca, me gustas, me gustas mucho, desde el primer día que te vi, aunque hasta hace poco no me había dado cuenta, y quiero que lo sepas. Quiero que salgamos juntos”.

Rebeca se quedó un poco parada al principio, pero reaccionó pronto. Me cogió de la mano mirándome a los ojos y me dijo que sí. Sonreí y la abracé y la besé. Entonces un ruido sonó. Era el sonido de la puerta abriéndose. ¡Mi madre había llegado!. Nos separamos y comenzamos a mover cajas como si estuviéramos haciendo algo. Mi madre entró en la trastienda y nos miró, después miró el resto de la trastienda y, a continuación salió diciéndonos que nos diéramos prisa que pronto empezaría a llegar gente a la tienda.

Salimos de la trastienda. Mi madre estaba ya atendiendo a una clienta. Pronto llegó trabajo también para nosotros. El resto de la tarde pasó entre miradas, esta vez sí, correspondidas. Mi madre, aunque se hacía la distraída, creo que sospechaba algo, pero no decía nada. Poco antes de la hora de cerrar dije a mi madre que tenía que hacer unas cosas y que llegaría a casa más tarde. Ella no preguntó nada, así que salí y esperé a que Rebeca también lo hiciera. Era viernes y quería quedar con ella. Le dije que nos encontraríamos en la Explanada, frente al auditorio de La Concha y fui a mi casa a vestirme. A las diez y media nos encontramos allí. Comenzamos a caminar cogidos de la mano por ese lugar tan maravilloso que es la Explanada, con el mar al lado. De pronto, un mal recuerdo volvió a mí. Estábamos frente al casino, el lugar donde mi padre estaba trabajando. Me paré en seco y le pedí a Rebeca que diéramos la vuelta, que tenía hambre y que quería comer algo. Fuimos a un bar de tapas a comer algo y después a bailar. Así pasamos toda la noche. En uno de los cambios de local, estando en la calle, miré hacia arriba, al castillo, a la cara del moro, y me reí de ella. Rebeca me miró extrañada. “Cosas mías” le dije.
PUNTO DE INFLEXIÓN




La relación entre Rebeca y yo iba cada día mejor, aunque seguíamos manteniéndolo en secreto. Por un lado estaba mi madre, que no sabía como se iba a tomar mi relación con “la empleada”; y por otro lado estaba la abuela de Rebeca que, aunque ella me decía que era maravillosa, a mí me seguía dando miedo, un miedo que se acrecentaba cuando Rebeca decía que de un tiempo hacía aquí -desde que me conoció- pensaba yo, se comportaba de un modo un tanto extraño, aunque nada que fuera alarmante, decía ella. Así, entre unas cosas y otras, seguíamos manteniéndolo en secreto, un secreto que sabíamos que no iba a ser eterno, pero para el que tampoco encontrábamos un momento para romperlo.

Había pasado ya casi un mes desde que habíamos empezado a salir y el secreto permanecía a salvo, algo que pronto se volvería en nuestra contra, ya que nos volvimos un poco descuidados, confiados en que no se nos descubriría sin que nosotros quisiéramos, pero pasó:

Estábamos en la trastienda de la tienda, como la primera vez, y como casi siempre, besándonos, lo único que allí nos atrevíamos a hacer, y lo más que hasta ese momento habíamos hecho en casi un mes, a excepción de algún tocamiento superficial sobre la ropa, pero ese día cometimos un error. Mi madre entró en la tienda, pero nosotros no la oímos. Ella había quitado por la mañana una campanilla que había en la puerta, y que sonaba cada vez que ésta se abría, y no nos habíamos acordado ninguno de los dos. Así, mi madre entró en la trastienda, descubriéndonos allí. Rebeca y yo nos separamos y nos levantamos, intentamos explicar lo que no tenía explicación. De nuestras bocas sólo salían palabras entrecortadas y sin sentido, y eso hacía que nosotros nos pusiéramos todavía más nerviosos. Yo ya esperaba una gran bronca, pero la reacción de mi madre me sorprendió: ella nos miró, sonrió y salió por la puerta. Rebeca y yo nos miramos y salimos con la mirada baja.

- ¿Por qué salís así?, ¿acaso pensáis que soy tonta?. Por si no lo habíais notado, soy algo mayor que vosotros – decía mi madre con voz cómplice.
- Entonces, ¿lo sabías? – le dije.
- Claro, yo también he tenido vuestra edad, y he tenido padres, y he tenido novios, y sé lo que se hace, y la cara que se pone, y se os notaba mucho – continuó casi burlándose de nosotros.
- ¿Y te parece bien? – le pregunté.
- ¿Y por qué no habría de parecérmelo?. Rebeca es una chica muy guapa y simpática.

Soplé de alivio. Lo que pensaba que iba a ser un nuevo drama familiar se quedó en nada, absolutamente nada, y tanto Rebeca como yo empezamos a sentirnos más cómodos, y a quedar en mi casa. Ya sólo quedaba la abuela de Rebeca, que a mi me seguía inspirando mucho respeto, y convencí a Rebeca para que tardáramos un poco más en decírselo.

Pasaron unos días más. Estábamos en la tienda cuando mi madre nos dijo que al día siguiente cogiéramos el coche y nos fuéramos a Elda a por género, “y tomaos el resto del día para vosotros” nos dijo sonriendo. Así, al día siguiente cogimos el coche y nos fuimos a Elda. Yo estaba muy contento, ya que desde que volví de la mili, donde me había sacado el carnet, era la primera vez que mi madre me dejaba el coche sin ella delante, y para ir a otro pueblo, ni más ni menos, y eso que yo ya había tenido suficiente práctica en aquellos pueblos de Madrid por los que me había estado desenvolviendo.

Por fin, y guiado por Rebeca, que ya había venido alguna vez a acompañar a mi madre, llegamos a Elda, y al proveedor. Tras recoger el género dimos una vuelta por el pueblo, en el transcurso de la cual vimos unos carteles de un concierto que Los Secretos iban a dar allí en dos semanas. Fuimos a una de las tiendas donde ponía que se vendían entradas y compramos dos, pues a ambos nos gustaba mucho ese grupo.

De regreso a Alicante, a mi madre no resultó difícil convencerla, es más, nos animó contándonos escapadas suyas para ver al Dúo Dinámico o a Fórmula V. Convencer a la abuela de Rebeca iba a ser una tarea bastante más ardua, sobre todo porque, tal y como me dijo Rebeca, este era el mejor momento para contarle lo nuestro. Así, Rebeca y yo fuimos decididos a su casa. Nada más entrar me percaté de que la mirada de su abuela había cambiado al ver que yo había venido con su nieta.

- ¿Qué hace el aquí?, ¿se ha vuelto a caer? – dijo en tono desagradable.
- No, abuela, no. Hemos venido a contarte algo.
- ¿Hemos? – dijo rápidamente la abuela.
- Sí, hemos. Abuela, Ferrán y yo llevamos un mes saliendo juntos, y creo que ya era el momento de que lo supieras.

La abuela de Rebeca se sentó y nos miró sin decir nada.

- Hay algo más – continuó Rebeca.
- ¡Estás embarazada! – dijo exaltada levantándose.
- No, no, no – se apresuró Rebeca. – Te quería pedir permiso para ir a Elda a un concierto con Ferrán.
- A escuchar esa música punki que os gusta ahora a los jóvenes – dijo ella mientras nosotros poníamos cara de extrañados.
- No, no – volvió a replicar Rebeca. - Escucha – dijo poniendo un vinilo.

Entonces empezó a sonar “Déjame”, y la cara de su abuela volvió a cambiar.

– Me suena - dijo ella. – Diga lo que diga os vais a ir, lo sé, así que no os lo voy a prohibir.

Al final no había resultado tan traumático como yo pensaba y habíamos salido bien parados de sincerarnos con la abuela de Rebeca.

Por fin, llegó el día del concierto. Rebeca y yo nos montamos en el coche y fuimos a Elda dispuestos a pasárnoslo en grande con Los Secretos, y así lo hicimos. A la vuelta, regresamos con la música aún resonando en nuestras cabezas. De repente, una intensa niebla apareció de la nada y nos envolvió. Sin darme tiempo a reducir la marcha, noté que nos salimos de la calzada y que nos íbamos hacia abajo sin que los frenos pudiesen impedirlo, hasta que un árbol nos paró. El golpe fue muy fuerte. Rebeca estaba inconsciente y yo, aunque muy dolorido, salí del coche para intentar encontrar la carretera y alguien que nos ayudase.
Subí por aquel terreno escarpado hasta que, con el tacto, encontré la calzada, pero no alcanzaba a ver nada. De pronto, escuché unos disparos.
¿Dónde estoy?




Ferrán, asustado, comenzó a mirar a izquierda y derecha, al frente y atrás, pero no lograba alcanzar a ver nada que no fuera aquella intensísima niebla que todo cubría. Mientras, los disparos se sucedían en la lejanía, disparos que se veían rodeados de otros sonidos: gritos humanos, gente que se comunicaba a alaridos. Ferrán, abrumado por lo que estaba aconteciendo, no encontró otra salida que retroceder por donde había venido e intentar encontrar el coche para sacar a Rebeca del infierno en el que se habían introducido. Ferrán caminaba lenta y torpemente, intentando no tropezarse con ninguna piedra, árbol o cualquier otro obstáculo, lo cual estaba siendo tremendamente complicado. Ferrán caminaba y caminaba, tenía la sensación de haber recorrido un trecho bastante mayor que el marchado tras el accidente, pero no había encontrado el coche, además, tampoco podía llamar a Rebeca por temor a ser descubierto por los autores de los disparos. Ferrán, ante esta situación decidió dar marcha atrás, luego caminar hacia la izquierda, a continuación a la derecha, de nuevo hacia delante, después hacia atrás. Ferrán daba vueltas y más vueltas y su desesperación aumentaba a medida que el tiempo transcurría y el no encontraba el coche. Finalmente, Ferrán se derrumbó:

- ¡REBECA! – gritó Ferrán con todas sus fuerzas olvidando por completo los disparos, mientras clavaba rodillas y puños en la dura tierra y su cara de desencajaba de dolor.

Tras el desahogo, Ferrán se quedó inmóvil en esa posición, escuchando como los disparos y gritos antes lejanos, se acercaban velozmente, sin hacer nada. De repente, alguien apareció entre la niebla, tropezándose con Ferrán y cayendo. Ferrán dirigió su mirada hacia la persona que había aparecido, pero apenas lograba vislumbrar su silueta.

- ¡Corre insensato! – dijo ese sujeto con voz de hombre joven cogiendo la mano de Ferrán y tirando de él. Ferrán, todavía confundido, dejó hacer al extraño y le siguió.

Ambos corrían como alma que lleva el diablo. A pesar de la niebla ese hombre iba con gran agilidad, como si se conociera palmo a palmo ese bosque, y Ferrán lo seguía a duras penas. Al rato, el ruido de los disparos y los perseguidores cesó, y ambos se detuvieron. Tanto Ferrán como ese hombre estaban exhaustos y jadeaban tratando de introducir en sus pulmones la máxima cantidad de aire posible.

La niebla comenzó a disiparse poco a poco, dejando ver al extraño. Era, en efecto, un hombre joven, aunque un poco mayor que yo. Llevaba puesto un extraño uniforme verde, lleno de tierra, y un pañuelo rojo en el cuello. Tenía la tez morena, los ojos castaños y el pelo moreno.

- ¿Quién eres? – me preguntó ese hombre.
- Ferrán, Ferrán Galba – le contesté sin pensar.
- ¿Ferrán Galba?, ¿eres catalán o valenciano? – continuó
- De Alicante – le respondí.
- Entonces, serás leal, ¿verdad?
- ¿Leal?, ¿a qué? – pregunté cada vez más desorientado.

El hombre me miró con mala cara y sacó una pistola de su bolsillo mientras se levantaba, y me apuntó con ella.

- ¡Me estás poniendo nervioso!, ¿eres leal o un traidor? – me gritó el hombre mientras empuñaba el arma.
- ¿A qué? – pregunté mientras comenzaba a llorar por la tensión acumulada.
- Esta bien, amigo. – Dijo el hombre resoplando. – Creo que el ruido de los morteros te ha dejado bastante mal – continuó.
- Pero, ¿qué morteros?, ¿qué está pasando?, ¿dónde estoy? – dije cada vez más superado por la situación.
- Vamos a ver, amigo, ¿tú de dónde has salido? – volvió a preguntarme mientras se ponía en cuclillas mirándome sin guardar el arma.
- Ya te lo he dicho, de Alicante. ¿Dónde estamos? – dije mientras mi confusión se iba convirtiendo en enfado.
- En Granada.

¿En Granada?, ¿cómo había yo llegado a Granada si hacía unos minutos estaba de camino a Alicante?. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, y ya ni tan siquiera me acordaba de Rebeca.

- Vamos, rápido, levanta. – dijo de repente el hombre. – Tenemos que ponernos a buen recaudo antes de que llegue el día y seamos blanco fácil.

Ambos comenzamos a correr, ahora ya sin niebla, pero con la oscuridad propia de la noche en el campo, una oscuridad sólo rota por la tenue luz de la luna que las ramas dejaban llegar al suelo.
Al cabo de unos 15 minutos llegamos a un pueblo, un pueblo muy pequeño, con las calles de tierra y sin alumbrado.

- Chico, ahora mantente callado. – me dijo casi susurrando.

Seguimos andando sigilosamente por las calles de ese pueblo. El hombre parecía estar buscando algo, pero sin encontrarlo. De improviso, un nuevo disparo, y ese hombre de desplomó ante mis ojos. Yo, asustado, comencé a correr por donde habíamos venido, o eso es lo que yo quise hacer, pero sin conseguirlo. Pronto me vi en un lugar que no recordaba, y escuché como alguien se acercaba a mí a mucha velocidad. Comencé a correr de nuevo. Mis jadeos eran cada vez más fuertes, me costaba cada vez más respirar y mis piernas comenzaban a flaquear. Entonces, una roca, tropecé con una roca y caí rodando hacia abajo. Lo último que sentí fue mi cabeza golpeando contra algo muy duro y mi cuerpo muy húmedo.
EL CUERPO



Dos mujeres jóvenes se encuentran en un río lavando ropa sobre la pila de madera cuando, de repente, una de las dos ve algo:

- ¡Isabel, mira eso!
- ¿El que?...Oh, ¡Dios mío!
- Parece un chico.
- ¿Estará muerto?
- Voy a intentar sacarlo.
- ¿Cómo?, no digas tonterías, Isabel.
- No son tonterías. Voy a hacerlo. María ve a coger ese palo para ayudarme a volver.
- Isabel, por Dios, no hagas locuras, puedes ahogarte.
- María, he nadado muchas veces por aquí, y no es nada profundo. Tranquilízate y ve a por el palo.

Una de las mujeres (la llamada Isabel) se arremanga la falda y se mete en el agua, dirigiéndose hacia el cuerpo que flota en el agua mientras la otra (la llamada María) corre hacia un árbol en el que se apoya un palo bastante largo. Al poco, María vuelve a la orilla.

- Ten cuidado con la corriente, Isabel.

Isabel se acerca con dificultades hacia el cuerpo, y consigue agarrarlo.

- María, ya tengo al chico, acércame el palo, rápido.

María se introduce unos pasos en el río y dirige el palo hacia donde está Isabel, alargando mucho los brazos.

- ¡Venga, venga!, ¡cógelo!
- ¡Lo cogí!, ¡estira fuerte!

Por fin, Isabel llegó a la orilla con el cuerpo que flotaba en el río.

- ¿Crees que está vivo? – dice María
- No lo sé. – responde Isabel.

Isabel posa su cabeza sobre el pecho del chico, intentando escuchar su corazón. Seguidamente comienza a intentar reanimarle golpeando su pecho y haciéndole el boca a boca.

- Deberíamos llevarlo al pueblo.- dice María.
- Si lo llevamos puede que no sobreviva. Tenemos que hacerlo aquí – responde Isabel.
- Eso si está vivo – susurra María sin que Isabel pueda escucharla.

De repente, el chico reacciona, tosiendo agua y abriendo los ojos.

- ¡María!, ¡María!, ¡está vivo!, mira, está vivo. – exclama entusiasmada Isabel.

María retrocede mirando a Isabel y al chico.

- No, se ha vuelto a quedar inconsciente – dice Isabel desilusionada.
- Tenemos que llevarlo al pueblo ya, Isabel.
- De acuerdo, María. Cojámoslo entre las dos y llevémoslo.

Las dos chicas cogieron al chico cada una de un brazo, dejándolo a él en medio de ambas, y lo llevaron, no sin dificultades, hasta un pequeño pueblo cercano al río. Ya en él anduvieron hasta un caserío de dos plantas, con una fachada blanca de aspecto descuidado, e Isabel llamó golpeando la puerta repetidas veces. Al poco, un hombre abrió la puerta.

- Isabel, Dios mío, ¿qué ha pasado?, ¿quién es? – dijo el hombre
- No sabemos quien es. Lo hemos encontrado flotando en el río. Aún está vivo. – contestó rápidamente Isabel mientras todos entraban en la casa.
- Rápido, llevadlo a mi despacho. ¿Os ha visto alguien? – siguió el hombre.
- Creo que no – respondió María.
- Mejor. Vamos, ayudadme, tenemos que desnudarle y meterle en una cama abrigándolo bien. – dijo el hombre.

Abrí los ojos. Me dolía mucho la cabeza. No sabía donde estaba y, además, veía muy borroso. Noté que estaba acostado en una cama bastante incómoda, desnudo, pero tapado por una áspera manta, aunque muy caliente. Levanté algo la cabeza y vi una figura difuminada frente a mi que se levantaba de una silla y comenzaba a hablar a gritos, aunque no entendía nada de lo que decía, mis oídos silbaban.
¿QUÉ HA PASADO?



Sentía un gran dolor de cabeza, un fuerte pitido me taladraba los oídos, y mi vista era muy borrosa. Sólo alcanzaba a ver unas figuras difuminadas. La primera figura, la que se había levantado de una silla al despertarme, ya no estaba sola, había llamado a alguien. Ahora eran tres las figuras borrosas que veía, y una de ellas, la más voluminosa, se acercaba a mí y empezaba a tocarme la cara y el pecho. Yo comencé a dar manotazos, consiguiendo que esa figura se alejase de mí, pero pronto las otras dos me cogieron de pies y manos mientras la figura voluminosa seguía tocándome, como estudiándome, mientras yo seguía revolviéndome, aunque sin éxito.

Poco a poco la vista y el oído se me fueron aclarando y comencé a vislumbrar las caras de esas figuras, de esas personas: la figura más voluminosa resultó ser un hombre, un hombre con poblado bigote, ojos oscuros y tez castigada por el paso del tiempo. Las otras dos figuras eran unas chicas. Una de ellas era muy delgadita y chiquitita, de piel morena, ojos marrones y cabello largo castaño. La otra chica, de una complexión más normal, también de tez morena, cabello corto entre castaño y rubio y los ojos claros.

Comencé a escuchar también las voces. Hablaban entre ellos y hacía a mi, diciéndome que me estuviera quieto, que me tranquilizase, pero no podía, aun no había asimilado todo aquello. De que me di cuenta, las dos chicas me habían atado manos y pies, y el hombre me amordazaba. A continuación los tres salieron, cerrando la puerta del habitáculo, y yo me quedé allí, tendido en la cama de algún lugar extraño, atado y amordazado, a merced de lo que esas tres personas quisieran hacer.

No sé exactamente cuando tiempo estuve allí, pero a mí se me hizo eterno, desesperadamente eterno. Mi cabeza no podía dejar de dar más y más vueltas a lo que me había sucedido en las últimas horas: estas tres personas, el chico asesinado ante mis ojos, los disparos, la gente corriendo, Rebeca. Rebeca, era verdad, ¿dónde estaba Rebeca?. No había conseguido encontrarla tras el accidente. ¿Qué había pasado con Rebeca?, ¿dónde estaba?, ¿estaría ella en el mismo infierno que yo?. ¿Infierno?, esa palabra, ¿estaría yo en el auténtico infierno?, ¿estaba muerto?, ¿estaba muerto y este era el infierno?, ¿o esto era el purgatorio?, porque el cielo no podía ser esto.
En esto que yo estaba inmerso en mis propios pensamientos, casi paranoias, cuando la puerta de la habitación volvió a abrirse, entrando una de las chicas y el hombre.

- ¿Si te quitamos la mordaza gritarás?

Moví la cabeza de izquierda a derecha, diciendo que no. El hombre miró a la chica y ella se acercó a mí, quitándome la mordaza con mucho cuidado, como temerosa de mí. Nada más quitármelo se apartó de mí y volvió detrás del hombre.

- ¿Quién eres? – me preguntó el hombre
- Otra vez igual. Me llamo Ferrán, Ferrán Galba. Soy de Alicante, no sé qué está pasando ni tampoco por qué estoy en Granada – respondí con tono enfadado.
- ¿Cómo que no sabes lo que pasa?, ¿qué es lo que no sabes? – preguntó el hombre extrañado.
- Ese es el problema, que no lo sé – dije con una sonrisa – Lo único que sé es que un chico al que han matado a tiros me preguntó si era leal o traidor, pero no sabía a qué.
- ¿Cómo que no sabes a qué?, ¿acaso vives incomunicado?, chico. Te preguntaba si eras republicano o nacional, y yo te repito la pregunta.
- ¿Cómo?, ¿republicano o nacional?, pero, ¿de qué hablas?
- ¿Cómo que de qué hablo?, pues de la guerra, ¿de qué va a ser?
- ¿De la guerra?, ¡la guerra acabó en el 39! – dije completamente exaltado.
- Chico, la presión debe estar pudiendo contigo. Estamos en 1937.
Esto es real




- ¿1937?, ¡no puede ser! – exclamé levantándome de la cama – Esto es una broma. Os queréis quedar conmigo. Estamos en 1982. No me podéis engañar.
- Chico, no te estamos gastando ninguna broma. Te debes haber dado un golpe muy fuerte en la cabeza. ¿Tienes familia?, ¿tienes alguien a quien poder avisar?
- ¿No es una broma?, ¿familia?

En ese momento recordé un programa de radio que mi amigo Xose me hacía escuchar las noches de guardia en El Pardo. Un programa que hacían en la cadena SER y que se llamaba “Medianoche”, cuya temática era el misterio: ovnis, fantasmas, sucesos misteriosos en general, etc... Recordé un programa en el que hablaron de intensas nieblas y gente que aparecía en otros lugares, y entonces pensé que eso mismo me había ocurrido a mí. Con lo que yo me había burlado de Xose por creer en esas cosas, diciéndole que los gallegos eran muy supersticiosos y crédulos, y ahora me estaba pasando esto.

- Chico, chico, ¿estás bien? – me decía el hombre dándome palmaditas en el brazo
- Eh, sí, sí – reaccioné yo – Creo que aún estoy algo confuso. ¿Cómo se llama usted?
- Ah, claro. Aún no nos hemos presentado, perdón. Mi nombre es Ramón, doctor Ramón Serrano – me dijo – y ellas son Isabel y María. María trabaja para mí e Isabel es mi sobrina – me explicaba mientras señalaba a las dos chicas.

Miré al hombre fijamente, analizándolo. Era un hombre de aspecto fuerte, muy corpulento, con grandes hombros y recio bigote, bastante alto y un cabello moreno en el que las canas comenzaban a abrirse paso. Ese era el físico de un hombre de campo, sin embargo su forma de hablar, la forma en que la se movía, lo limpio de su ropa y su piel eran propias de una persona de posición, por lo que sí podía ser que fuera médico.

- ¿Tienes hambre? – me preguntó.
- Sí – le respondí.
- María, ve a la cocina y prepara algo de comer para nuestro invitado. Era Ferrán, ¿verdad? – dijo Ramón.
- Sí, Ferrán – le respondí.
- ¿Ferrán?, ¿es valenciano ese nombre? – me preguntó.
- Sí. En castellano es Fernando – le dije.
- Vaya, Fernando – dijo con sorpresa y sonriendo el hombre.
- Ferrán es más bonito – dijo Isabel, que se había quedado en la habitación con nosotros, apoyada en el marco de la puerta.
- Sí, a mí también me gusta mucho – le respondí con una sonrisa.
- Bueno, Ferrán. Siendo de Alicante, ¿cómo has acabado aquí en Granada? – me preguntó Ramón mientras miraba a Isabel con cara de reprimenda y después a mí.

Las dudas se apoderaron de mí nuevamente. ¿Qué le podía decir a Ramón?, ¿la verdad?, ¿qué iba de Elda a Alicante y que estaba en Granada porque la niebla me había transportado?. No, la verdad no era creíble, ni siquiera yo acababa de creérmela, y eso que lo estaba viviendo en mis propias carnes. ¿Qué le podía decir?, sobre todo por no saber el bando al que el pertenecía. Tenía que inventarme alguna historia, algo creíble, pero qué.

- Soy estudiante – le respondí finalmente afirmando mi voz para darle más credibilidad a la mentira.
- ¿Estudiante? – dijo Ramón con tono dubitativo.
- Sí, estudiante de Leyes en Madrid. Intentaba volver a mi casa, pero no lo conseguí. El tren fue atacado – lo decía pero ni yo me lo estaba creyendo, y creo que Ramón se daba cuenta de que mi historia no concordaba por ninguna parte.
- Y, ¿no has tardado mucho en querer volver a tu casa? – replicó Ramón
- Sí – respondí rápidamente y aguardé unos segundos para pensar algo. Miré a Isabel y se me ocurrió una excusa – Esperé por una chica – afirmé con rotundidad.
- Una chica – repitió Ramón mientras esbozaba una sonrisa – Siempre es una chica – dijo mientras se separaba de mí e iba hacia la puerta – Ferrán, levántate y ven a comer algo, que te sentará bien – me dijo mientras salía por la puerta junto con Isabel.

Me levanté de la cama y salí de la habitación. Isabel estaba en el pasillo, esperándome.

- Ven a la cocina – me dijo mientras con la mano me señalaba que la siguiera.

Llegué detrás de ella a la cocina, una cocina que me recordó a la que tenía mi abuela en el pueblo, y vi que en la mesa había un plato de sopa con algo de pan. Ramón me invitó con la mano a que me sentase y comiera, y así lo hice. Al poco de empezar, unos golpes sonaron en toda la casa.
Debo marcharme



- ¿Quién puede ser a estas horas? – dijo Ramón tras escuchar unos fuertes golpes en la puerta de la casa.

Ramón salió de la cocina y abrió la puerta de la casa, que estaba al final del pasillo y unas voces poco amistosas comenzaron a escucharse.

- Pedro, hola, ¿pasa algo? – dijo Ramón al abrir la puerta.
- Ramón, Miguel me ha dicho que ha visto a María y a tu sobrina regresando muy pronto a casa. ¿Ha pasado algo?
- No, no Pedro. No ha pasado nada, Gracias por preocuparte – dijo Ramón.
- ¿Seguro?, Miguel me ha dicho que iban más cargadas de lo normal.
- ¿Más cargadas de lo normal?. No entiendo qué es lo que me quieres decir, Pedro.
- No intento decirte nada, Ramón, pero estoy seguro de que si estuvieras escondiendo a alguien, me lo dirías.
- Escúchame, Pedro, nos conocemos desde que eras un chiquillo y creo que he demostrado sobradamente que soy de entera fiabilidad. Además, soy médico y mi deber es intentar salvar vidas, ya sean de un bando o de otro.
- Ramón, de acuerdo, nos vamos, pero ándate con cuidado. No olvides que estamos viviendo tiempos difíciles.

Ramón cerró la puerta y regresó a la cocina con cara de preocupación, diciendo que teníamos que andar con ojo, que corrían tiempos difíciles y la confianza y la credibilidad se podían perder muy rápidamente.

- Ferrán, hoy te quedarás aquí a dormir, pero mañana deberás irte. No me puedo permitir estar en el punto de mira – me dijo Ramón en tono serio.
- Pero Ramón, no tengo ningún lugar a donde ir – le respondí mirándole a los ojos.
- Ferrán, escucha, debes comprenderlo. No puedo arriesgar mi vida, la de mi sobrina y la de María por alguien a quien ni siquiera conozco – dijo Ramón mirándome también a los ojos, con expresión de pena.
- De acuerdo, Ramón. Comprendo vuestra situación y mañana a primera hora me iré. No quisiera causaros problemas, sobre todo después de salvarme la vida. Os lo debo – les dije con tono resignado.

Estaba ya anocheciendo y Ramón pidió a María que me preparase la habitación de invitados. Pasados unos minutos, María regresó diciendo que ya había terminado y que cuando quisiera podría ir. Estuvimos un rato sentados en el salón de la casa, una estancia iluminada por unos candiles, sin decir nada, sólo escuchando lo que la radio decía sobre el transcurso de la guerra. Miraba las caras de Ramón, Isabel y María y veía en ellas la preocupación y el desconcierto que esa situación provocaba. Al rato, María se fue a dormir. Yo también me encontraba cansado y pensé que ya era hora de dormir un poco, así que me levante y dije a Isabel y Ramón que yo también tenía sueño. Ramón pidió a Isabel que me acompañara a la habitación de invitados y que me dijera donde estaba el cuarto de baño.

Isabel se levantó, cogió un quinqué y me dijo que la siguiera. Caminaba detrás de ella, observando las inquietantes sombras que la tenue luz provocaba en las paredes mientras íbamos subiendo por las escaleras hasta la planta de arriba. Al llegar, Isabel abrió una de las puertas y encendió un candil que había al entrar, justo al lado de la puerta. Entonces me dijo que entrara. Ese era el cuarto de invitados, una habitación pequeña, equipada con una cama con una mesita de noche junto a ella, y un vetusto armario pegado a la pared y una pequeña ventana. Era, pues, una habitación muy sencilla. Isabel me miró y salió de la habitación dándome las buenas noches y cerrando la puerta tras de sí.

Me quedé solo en aquella habitación, pensando en cual iba a ser mi destino, en como iba a poder sobrevivir en esta tierra hostil, en si alguna vez regresaría al lugar al que pertenecía. Me tendí sobre la cama, sin deshacerla y sin desvestirme y comencé a mirar la llama del candil, su forma, su color, el humo que emanaba de ella y subía hacia el cielo... Poco a poco la vista de esa llama me fue sedando y Morfeo se apoderó de mí.
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