LA VUELTA A CASA
Los primeros rayos del día y el sonido de la corneta me despiertan de mi dulce sueño. Hoy sería la última vez que me despertase en aquel cuartel de El Pardo. Hoy, 10 de mayo, se acababa el servicio militar. Hoy, 10 de mayo de 1.982, regresaría a mi casa, a Alicante, en el TALGO.
Bajé de la litera y desperté a mi compañero y amigo, Xose, “el galleguiño”. Los dos habíamos quedado con Miguel, un sevillano de Coria, y con Jon, al que todos llamábamos “giputxi” a pesar de que era de Getxo, por fastidiar, más que nada. Los cuatro nos habíamos conocido durante los tres meses de instrucción, pero al terminar estos, nos separaron: Xose y yo fuimos enviados a El Pardo, y Miguel y Jon a El Goloso.
Los 4 habíamos quedado en un bar situado en lo alto de una colina cercana al cuartel. Allí nos despediríamos. Algunos no nos volveríamos a ver jamás, otros, como Xose y yo, ya habíamos planeado algo juntos y, si salía bien, pronto nos volveríamos a ver. Llamamos a un taxi para que viniera a recogernos y llevarnos a la estación de RENFE. Ese sería el punto en el que nos separaríamos. Jon volvería a Getxo, Miguel a Sevilla, Xose a Pontevedra y yo a Alicante. Nos fundimos en un fuerte abrazo, y cada uno subió a su tren.
Subí al tren con mi maleta y me senté mirando por la ventana. Poco después de salir el tren de la estación saqué de la maleta un bolsa con las cartas que me habían enviado mis padres y las fotos que me había hecho con mis amigos durante el servicio. Empecé mirando las fotos, y me puse a recordar mis experiencias durante los últimos 12 meses. Recordaba el día en que vine para acá y el llanto de mi madre, recordaba al sargento Martín, aquel cabronazo que nos tocó en el cuartel y que nos hizo la vida imposible durante los tres largos meses de instrucción, también las novatadas que padecimos, como aquella, el primer día que llegamos, en la que nos levantaron a las 3 de la mañana y nos pusieron a limpiar las duchas, haciéndonos creer que era un teniente, cuando no era más que otro recluta. Semanas más tardes, se lo recordamos a nuestra manera. También recordaba el día de la jura de la bandera, la cara de orgullo que tenía mi padre, y la forma en la que mi madre me decía lo guapo que estaba mientras sollozaba y me ponía bien la corbata. La verdad es que el uniforme sí que me quedaba bastante bien, y una enfermera me lo demostró aquella misma noche, y no fue la única que cayó rendida a los encantos del uniforme durante los 9 meses que siguieron a la instrucción.
Ya había pasado bastante tiempo desde mi salida desde Madrid, 3 horas al menos, y tenía bastante hambre. Abrí la maleta y saqué un bocadillo de salchichón que me compré en el bar, antes de coger el taxi, que devoré con ansia mientras miraba el paisaje a través de la ventana. Los viñedos manchegos que atravesaba el tren en ese momento aún no estaban florecientes de uvas, pero sí estaban ya muy verdes. A esas alturas deberíamos ir ya por San Clemente o por La Roda. Acabé mi bocadillo y comencé a leer las cartas de mis padres, y a pensar en lo que me esperaba en casa. Quería ver el SIMCA que se habían comprado, como había quedado el José Rico Pérez tras la remodelación para el Mundial, todos esos nuevos edificios que estaban construyendo en la ciudad y, sobre todo, quería volver a ver a mis padres y a mis amigos, aunque tenía miedo, miedo de pensar que iba a pasar cuando les dijese que no quería hacerme cargo de la tienda, sino que quería abrir un restaurante gallego con Xose, siempre y cuando sus padres le ayudasen económicamente para venir aquí y adquirir un local.
Por fin, tras casi 6 horas de viaje, el tren llegó a Alicante, y allí me bajé. Nadie me esperaba. No le había dicho a nadie que llegaba ese día, quería darles una sorpresa. Salí de la estación y cogí un taxi que me llevase a la tienda de mis padres, en la Avenida Alfonso X el Sabio, cerca del Mercado Central. A los pocos minutos ya estaba allí. Durante el trayecto vi como era verdad que estaban construyendo mucho, y eso que sólo había visto una pequeña parte. Sentía mucha curiosidad por saber como estaría mi barrio, San Blas. Pagué al taxista 250 pesetas por la carrera y bajé. Ahí estaba yo, frente a la entrada del Mercado Central, viendo unos metros más allá el cartel de la tienda: “Boutique Galba”. Me acerqué a la tienda. El corazón me latía muy fuerte, pues sabía que al cruzar el portal de ese local sería cuando, finalmente, habría llegado a casa. Abrí la puerta, miré a un lado y a otro, pero no vi ni a mi madre ni a mi padre. Sólo había unas cuantas chicas. Una de ellas se me acercó.
- ¿Te puedo ayudar? – me dijo la chica.
- Estoy buscando a los dueños de la tienda – contesté algo aturdido.
- Asunción no está, ¿quiere que le diga algo? – respondió la chica educadamente.
- ¿Y Manuel? – pregunté sin decirle que era mi padre.
- Creo que se ha equivocado. Aquí no trabaja ningún Manuel.