En Madrid conviven tres enormes administraciones: el Ayuntamiento más grande de España, la considerable Comunidad de Madrid y la Administración Central, declinante en apariencia pero que sigue aferrándose a la gloriosa época centrípeta. En total, 415.000 funcionarios, sin contar los empleados de las empresas públicas (que alguna queda), las cada día más variopintas fuerzas del orden, la expansiva Familia Real, los empleados de organismos internacionales y el ejército de trabajadores del cuerpo diplomático, funcionarios de sus respectivos países pero funcionarios al fin y al cabo.
En la cúpula de cada uno de estos organismos existe un nutrido grupo que, además de las prebendas propias de su cargo, disfrutan de “coche oficial”, el vehículo que todos los ciudadanos apoquinamos para nuestros prebostes tengan garantizado unos niveles de rapidez, comodidad y seguridad propios de su digno cometido. El resultado es una inabarcable flota de automóviles de gama alta, color azul metalizado y conducidos por tipos (mal) trajeados que campan a sus anchas por las calles de la capital, disfrutando muchas veces de privilegios arbitrarios, como aparcar en la Puerta del Sol cuando la lideresa celebra cónclave o formar comitivas escoltadas que disfrutan de bula del código de circulación. Ver una de estas comitivas
En España hay un total de 30.000 coches oficiales, según leo en el blog de Luis Dial, los mismos que en EEUU “que nos sextuplican en población”. La parte alícuota madrileña debe rondar los 7.000, sin contar los de la matrícula roja CD, los Volvos y Mercedes de los diplomáticos.
La pasión de los políticos por los cochazos a cuenta del contribuyente es bien conocida. Ahora bien, ¿no deberían nuestros representantes -de ministro para abajo- utilizar ese Metro del que tan orgullosa (y con razón) está Espe?, ¿es necesario que el subsecretario o viceconsejero de turno tenga un coche esperando a la puerta para llevarle, pongo por caso, de Colón a Sol, un par de kilómetros que se caminan en veinte minutos?
El grado de civilización de un país suele ser inversamente proporcional al uso de coches oficiales. En los países africanos más miserables no es excepcional que el cacique de turno y su familia/camarilla se desplace en un Rolls-Royce, un Bentley o un Hummer tuneado. Por el contrario, en los países del norte de Europa está al orden del día que los diputados acudan al parlamento pedaleando. En España, que disfruta de un clima mucho más benevolente, padecemos -no sólo los mandatarios- una cierta agorafobia, amén de una pereza congénita, de modo que para desplazarnos distancias ridículas recurrimos a esas voraces, ruidosas y destructivas cápsulas de metal y vidrio conocidas como coches.
http://blogs.km77.com/conplomo/295/nues ... os-unidos/