Lo que voy a contar no tiene que ver directamente con los videojuegos o las plataformas en las que se mueven, pero espero que los moderadores no tengan problema en que lo comparta con vosotros. Especialmente, dado que no he encontrado un hilo específico del salón del manga en EOL. Tal vez esté exagerando pero esto es algo que me hizo hervir la sangre.
LOS GILIPOLLAS TAMBIÉN MEAN
Le habría matado. Me encontré con él en el baño y poco faltó para que le abriera la cabeza con el lavabo.
Desde que tengo memoria me han gustado los videojuegos. Los considero una afición total y absolutamente válida y viable para cualquiera en función de los gustos  que se tengan, ya que hay tantas variantes como pasatiempos en la vida real. A mí me gustan las artes marciales, por lo que adoro los juegos de lucha.
Desde niño, allá cuando el primer Fatal Fury, y hasta hoy, con el King of Fighters XII, siempre he visto las cosas en blanco o negro. Lo que está bien, está bien, y lo que está mal, mal. Me gusta jugar limpio. Pero sobre todo, me gusta jugar. Michael Douglas lo refleja a la perfección en Wall Street: “Lo importante no es el resultado, no es el dinero. Lo importante es el juego.” Esto es hoy más cierto que nunca. Se puede jugar bien, o se puede ser un imbécil. En el recién terminado Salón del Manga de Barcelona asistí, pasmado, a un comportamiento que encaja con ese adjetivo.
Yo estaba en el stand de Nakoko, jugando tranquilamente, sin hacer daño a nadie y pensando en mis cosas, al King of Fighters XII en modo “free-play”, es decir, sigue jugando quien gane, y quien pierda pasa el mando al siguiente de la fila. Hubo un momento en que un chaval no mayor de 12 años cogió el mando. ¿Qué hice? Preguntarle si sabía jugar, si necesitaba tiempo para acostumbrarse a los controles, si quería mirar la lista de comandos, etcétera. Además, para que el chico disfrutara aún más, me dejé ganar. Sí, suelo hacerlo en estas ocasiones. ¿Por qué? Porque he ganado un par de torneos de este tipo y no encuentro satisfacción en apalear a alguien que esté empezando a jugar. Evidentemente, pasé mando. Antes de irme a dar una vuelta al Stand de Ghibli me fijé en que mi anterior rival tenía una sonrisa en la cara. Un niño disfrutaba jugando. Y punto.
Al cabo de un rato regresé y desafié a quien estuviera en ese momento establecido como campeón. Gané, así que me quedé. Jugué un par de combates más hasta que decidí que ya era hora de dejar el mando a otras personas que no hubieran disfrutado del juego, facilitando así que todo el mundo pudiera probarlo sin mayores esperas.
Llegó la hora de comer, luego el concurso de cosplay y alguna cosillas más. En fín, que tardé bastante en volver a pasarme por aquel stand y echar otra partidita. Cuando lo hice, sin embargo, me dieron una brutal paliza. En el juego, claro. Un tío de unos 20 años más o menos, que manejaba al boxeador de Street Fighter mejor de lo que nunca he visto controlar a ningún personaje. Era algo realmente asombroso. Sabía que iba a ganarme, y pensé “si me ganan de esta forma, no puedo quejarme de nada”. Pasé el mando mientras me quedaba a disfrutar del espectáculo sin precedentes. Apenas le tocaban, encadenaba golpes con una maestría asombrosa y potencia demoledora, realizando combinaciones que yo no había hecho jamás. Como ya he dicho, algo impresionante.
Sin embargo, llegó un momento en que las cosas dejaron de ser emocionantes y se tornaron desagradables. El mismo chico que había jugado contra mí aquella misma mañana, volvía ahora para probar el Super Street Fighter IV. Imaginad mi sorpresa cuando el campeón imbatible no se dignó mirar siquiera contra quién luchaba. No le dirigió la palabra, sino que continuó machacando botones y rivales como si realmente fuera él el boxeador. Ni que decir tiene que el chico, habiendo perdido, se levantó, pasó el mando, y se alejó. No volvió al stand.
Bien podría ser un hecho aislado, por supuesto. Bien podría ser que con el furor del momento, el campeón no se diera cuenta de nada. Bien podía no ser así. Cuando el río suena, agua lleva, dice el refrán. Al cabo de un par de combates más, el imbatible se enfrentó a un rival muy distinto.
Era un chico joven, seguramente como cualquiera de los que estábamos allí. Pero con una diferencia muy evidente: por causas que no me aventuraré a adivinar, por mi propia ignorancia y por consideración, aquel aspirante se acercó al stand en silla de ruedas, conducida ésta por su hermano o amigo; con la cabeza ladeada de forma aparentemente inevitable; con problemas de visión, y con los dedos arqueados, completamente rígidos, que apenas podían sujetar el mando.
El sentido común me hizo confiar en que, tal vez, la gente se echaría a un lado para dejar pasar la silla de ruedas y el ya repelente campeón tendría un mínimo gesto de deferencia. Cuán ingenuo. Fue el mando el que tuvo que pasar hacia atrás, para que aquel chaval lo cogiera como buenamente podía. El jugador invicto ni siquiera giró la cabeza por curiosidad. Sus ojos no se movían de la pantalla. Le era totalmente indiferente la edad, condición, o estado físico de su rival.
Lo diré bien claro. El chico no había podido ni mover el selector de personaje de la casilla de Ryu. Apenas podía apretar un botón con el pulgar y fue eso lo único que su cuerpo le permitió hacer en cuanto empezó el combate. Cualquiera que hubiera mirado la pantalla un segundo, cualquiera que no estuviera cegado por la estupidez de ganar a quien fuera y como fuera, habría visto que un luchador inmóvil y que sólo daba el mismo errático puñetazo sin cesar significaba algo. Algo como “no voy a ser gilipollas y voy a mirar quién tiene el otro mando”. Pues no. Aquel primer round terminó tan rápido como empezó. Me importó un carajo que me fueran a reprender los del stand (con los que tengo buena relación desde hace tiempo), y me abrí paso entre la gente antes de que empezara el segundo. Con las tripas ya revueltas le llamé la atención al orgulloso ganador con un par de toques en la espalda, que consiguieron que, ahora sí, volviera la mirada.
-	Tío, ¿qué coño estás haciendo? – me salió de alma.
-	¿Qué quieres? – Claro, no podía consentir una interrupción, aunque no estuviera en ningún torneo ni hubiera premio alguno.
-	¿No te das cuenta de contra quién estás peleando?
-	Pues no – dijo prácticamente ofendido. Era como si le hablase en chino.
-	¡Estás peleando con alguien que no está bien, ¿es que no lo ves?!
-	A mí me da igual. […] Pues que no juegue.
Y ya está. Le importó todo una mierda. Me quedé sin saber ni cómo reaccionar. Empezó el segundo round, claro, y los del stand vinieron a preguntarme qué pasaba. Ofuscado como estaba, no quería buscarles ningún problema a mis amigos, que eran parte de la organización, y me fui de allí porque veía que iba a levantar a aquel idiota de su silla.
Al cabo de unos 15 minutos fui al baño y, mientras estaba “en ello”, vi que alguien se me ponía al lado. Me giré y allí estaba, a lo suyo, aquel personaje que se me antojaba despreciable y que me miraba con una leve sonrisa de circunstancias.
Los gilipollas también mean. Eso sí, si estás leyendo esto, Shin, harías bien en limpiar concienzudamente los mandos de las consolas que llevaste al stand. Y es que, además de maleducado, el genio era un guarro. Total, a alguien con tantas victorias no le hace falta lavarse las manos.