Solemos decir el verbo recordar, cuando alargamos la infinita mano de la memoria, y buscando en el trastero, encontramos algo, lo buscáramos o no, que produce, sin ningún lugar a dudas, un sentimiento, grande como un garbanzo o pequeño como un país, dentro de nuestro corazón. El porqué se acordó aquel hombre de eso, en ese preciso instante no tendrá, por millónes de estudios que queramos hacer, explicación alguna. Pero lo recordó. Recordó como se subió al árbol aquel verano, mientras el resto de la familia preparaba la paella. Recordó el florido traje de su tía, el bonito pelo blanco del perro del abuelo, y el sol clavado en sus hombros desde allá arriba, donde los pájaros están atrapados.
En su dura cara se asoma una sonrisa, aquel recuerdo parece ser bueno. ¿Qué buscaba? Las llaves, sí, están ahí, al lado del cenicero veneciano. Alarga la mano y las coge. Se acuerda de los ladridos del perro, se acuerda del olor. Ay ese olor a paella, ese color sangre del vino, el jolgorio de días mejores que ya han pasado. Ay Dios aquellos días mejores...
Sabe que está buscando, pero no lo encuentra. ¡Ahí está! coge el mechero y el tabaco y mientras se escurre por la oscuridad del hall para salir a su cita, con los pensamientos de aquel verano en que fue felíz, abre la puerta de casa y ¡zas! se encuentra con algo, algo delante de su cara que frena de golpe todos los recuerdos, todos los planes de cita, toda sonrisa en la cara. Fue como un shock, como un pistoletazo en mitad de un largo silencio. Cualquier cosa que hubiera pasado aquel día, cualquier pensamiento, cualquier fallo o éxito en recordar perdió su importancia desde el momento en que abrió la puerta y vio aquello.