Hola!!
Este es el segundo texto que me pasa un amigo para que se lo publique; a ver si acabo mis exámenes y me pongo a escribir yo también, que ya tengo ganas. El caso es que como en el hilo anterior que puse también con otro relato del mismo autor, le gustaría que dijérais lo que os gusta y lo que no. Yo diré de antemano que me ha gustado mucho, y que si sigue practicando, puede llegar a hacer cosas muy majas. Me gusta mucho cómo describe las sensaciones y los símiles que emplea.
Por otra parte, a ver si le animais a que se registre y que así publique por sí mismo sus relatos; que no es que me importe hacerlo yo, pero más me gustaría que os los presentara él mismo, que para eso es el autor. Luego le pasaré el enlace al hilo para que lea él mismo vuestras opiniones.
Espero que os guste tanto como a mí!!
MI BICICLETA AMARILLA
Era una de esas tardes, de bastón en mano y camino sosegado, cuando miré aquel monte en el que tantos años atrás correteaba sin parar. Ahora apenas podía caminar y mucho menos correr, pero si podía recordar con total plenitud aquella primera ascensión. Sería tan solo un regajo de unos seis años, de rodillas marcadas y gesto desalineado, pero incansable y curioso como cualquier niño de esa edad. Cuando un buen día, con el miedo en el cuerpo de haberme alejado demasiado, alcancé aquellas verdes lomas que abrieron un nuevo horizonte para mí. Recuerdo la sensación de por primera vez, haber alcanzado algo por mi mismo, había descubierto una zona del mundo que hasta entonces había estado oculta, pero que de alguna forma, con mi esfuerzo, me había sido revelada.
Es curioso pensar, el tipo de preocupaciones que podía tener en aquella época, pero sin embargo eran muchas y no por entonces menos importantes para mí de lo que son las actuales. Puede que éstas tan solo consistieran en asuntos que a una persona adulta le producirían risa, pero el cazar saltamontes con mi antigua red blanca de palo de madera, era un asunto muy serio para mí, tanto, que pensaba dedicarme a ello cuando fuese mayor. Me pasaba el día entero persiguiendo insectos, recorriendo los campos de arriba abajo, sin descanso y sin preocuparme en absoluto de ninguno de los horarios impuestos por la sociedad. No como ahora, que tan solo era un pobre viejo al que le buscarían los vecinos preocupados, como tras el paseo no llegase a casa a la hora de cenar.
El caso fue, que conmovido por aquellos recuerdos, decidí ascender de nuevo a aquel monte. Y así, dejando en el camino un rastro de puntos de bastón, comencé a zigzaguear lentamente entre una senda, que me condujo hacia los recuerdos del pasado. Todos ellos, enfocados hacia aquel niño inquieto que comenzaba a descubrir el mundo.
La tarde caía despacio, aunque el rojizo cielo advertía la noche y la penumbra no hizo más que alimentar mi memoria. Tras un buen trecho de camino, decidí sentarme en una roca gris, donde calmé el cansancio. Y así, llegó el recuerdo de unos ojos azules, que brillaban sin cesar, reflejando el intenso sol de agosto. Era Patri, quizás la niña en la que se inspiraron las muñecas de porcelana, me miraba fijamente y de alguna forma me sentí obligado a mirarla a ella también. Por aquel entonces no sabía que los ojos eran la frontera entre lo material y lo sentimental, no podía comprender, que tras aquellas pupilas brillantes, se ocultaban los más profundos sentimientos de una persona. Solo miré absorto, por aquel brillo incesante, no comprendiendo el significado de aquella mirada petrificada. Solo un zarpazo bastó para romper aquel momento -“¿Te vienes a cazar saltamontes?”-. Patri volvió en sí y juntos corrimos a hacia aquella bicicleta amarilla, que tantos caminos tuvo que surcar. Ella se sentaba detrás mía, agarrada fuertemente a mi cintura, yo pensaba que era el miedo a caerse, lo que hacía que se agarrase con tanta fuerza, tampoco comprendía aquella postura tan incomoda de apoyar su cabeza en mi espalda, pero la verdad es que mientras conducía mi bicicleta no pensaba en eso, mi mirada se dirigía hacia aquellos insectos verdes de largas patas que saltaban de aquí para allá, mientras atravesábamos los campos de cereal.
Para mi Patri era mi mejor amiga, una compañera con la que compartir aquellos días de verano, descubrir el mundo y disfrutar con ella de aquellos inocentes juegos de niños, que tanto añoramos de mayores. Nunca me planteé nada más, tampoco podía, mi mentalidad estaba muy lejos aun de todos aquellos juegos de miraditas, por eso nunca comprendí el comportamiento de Patri.
Con un poco de esfuerzo me alcé en pie y poco a poco dejé aquella piedra gris tras de mi. Casi estaba ya en lo alto, cuando una lágrima surcó entre las arrugas de mi rostro, para acabar después en mi mano, un último rayo de sol se reflejó en aquella gota emitiendo un destello, que volvió a recordarme el brillo de sus ojos. En aquel instante, algo se clavó dentro de mí, como una punzada seca y cortante, que con vocecilla tenue y apagada, parecía decirme que todo aquello jamás volvería, que eran tiempos pasados y que aunque por ello tendemos a pensar que fueron mejores, de verdad lo habían sido. Pero lo que de hecho me aterraba era esa sensación de que bajo ningún concepto volverían. De alguna forma podía olerlos, verlos e incluso sentirlos, notaba perfectamente como el viento alzaba mi flequillo mientras pedaleaba en aquella bicicleta amarilla, como el sol calentaba en mi rostro al tiempo que Patri apoyaba el suyo sobre mi espalda, y como aquel camino se perdía en la lejanía mientras el azul se tornaba a rojizo.
Solo era un viejo nadando en recuerdos olvidados por todos, un viejo que intentaba alcanzar su última meta, que desde luego no era aquel monte, sino encontrar el sentido de todos aquellos sentimientos, revivirlos, para que entonces volver a sentirlos y volver a ser joven otra vez, volver a ser por unos instantes aquel niño de rodillas marcadas y gesto desalineado, en fin, ser libre para descubrir el mundo.