VII
Arahe avanzó sin cesar junto al río. Al cabo de dos días, ya estuvo flanqueado por dos grandes paredes rocosas, dos enormes desfiladeros sobre los cuales los pájaros pequeños anidaban. En ocasiones veía a los machos de las aves precipitarse hacia el agua, atrapar un pez y volver al nido. Sabía que no podía demorarse y todos los días andaba por la mañana y por la tarde. Siempre siguiendo el río. De cuando en cuando tenía que mojarse los pies porque el agua hubiera tomado toda la parte de tierra, pero era muy poco frecuente ya que, desde hacía un par de años no había habido grandes lluvias, y el nivel de las aguas había bajado.
En ocasiones, el desfiladero hacía recodos y giraba con cierto ángulo hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero siempre se encaminaba hacia el este. Por las mañanas caminaba con el sol en la cara, casi blanco, y por las tardes caminaba con el sol poniéndose a sus espaldas, totalmente naranja, llenando las aguas de un estallido de color fuego. Y así pasó varios días, siempre andando, vigilando en ocasiones su espalda, pues el recelo a que los soldados la hubieran seguido no había desaparecido. Al final se obligó a seguir la marcha de noche. Tenía prisa. No sabía si la información llegaría pronto a los ádahas y éstos la adelantarían con los cazas. En ocasiones, cuando la noche era muy cerrada seguía caminando con una antorcha. Y así se alejaba, por la margen del río, con la lengua de fuego de la antorcha lamiendo el reflejo del agua, avanzando siempre a buen paso. En un momento dado, estimó que debía de encontrarse cerca de la ciudad más oriental de los antiguos dominios de Daev. Esa noche la pasó allí, al amparo de un gran saliente de roca.
Se despertó descubriendo para sorpresa suya que no era un saliente de roca lo que tenía encina, sino el ala de una nave. ¡Una nave!. Estaba semienterrada, y era muy antigua, seguramente de los primeros pobladores de Sía. Los cristales estaban casi rotos del todo, pero aún hundida en el suelo podía accederse a la cabina cuyos controles estaban cubiertos de plantas de agua y restos de peces muertos. Alzó la mirada y vio perpendicular a la nave una vieja cuerda que caía desde lo alto del acantilado. Sin duda la ciudad estaba cerca, allá arriba.
Prosiguió la marcha por la margen del río. Pasó así varios días más. Aquello llegó a agotarle la mente. Arahe ya no soportaba más tanta monotonía en el paisaje. Y se preguntaba si lo que una vez habló con Theis era cierto. Le pidió por favor que si alguna vez le pasara algo a Sía, y Theis no pudiera hacerlo, que ella corriera con todas sus fuerzas hasta las estribaciones de las montañas del Lago, y que allí cogiese la desembocadura del río que se encontraba entre el nacimiento de dos desfiladeros y lo remontase. Que allí se encontraba, en un lugar inequívoco. Se empezó a preguntar si aquel lugar no sería la nave, y tuviera que buscar allí.
Tuvieron que pasar todavía dos días más antes de verlo. Al girar una pequeña curva y seguir varias horas hacia delante una sombra silenciosa le adelantó bajo sus pies. Alzó la vista y vio a escasos metros sobre su cabeza un gigantesco pájaro blanco, de largo pico y potentes alas. Dio media vuelta y volvió a pasar por encima de su cabeza. Estaba reconociéndola. Arahe se quedó maravillada ante tan excelso animal y no pudo reprimir las ganas de saludarle con la mano. Corrió tras él olvidando la fatiga y el cansancio del paisaje hasta que llegó, de súbito, al Santuario de Prometeo. Lo que sin duda había descrito Theis como “un lugar inequívoco”. El río se sumergía bajo una isla de tierra y piedra donde se alzaban grandes árboles de oscuro e impenetrable follaje que se inclinaban hacia el centro. Como escondiendo un tesoro de los ojos ajenos. De entre las ramas salió un gigantesco animal de cuello largo y protuberancias óseas en la cara. Era de un tamaño descomunal. Por encima de las ramas asomaban esporádicamente unos animales parecidos a monos, pero más extraños. No eran muy conocidos aunque creía que también vivían cerca de las zonas oceánicas más al norte de ese lugar. Pero allí había muchísimos. Increíbles familias de estos animales que gritaban con un ruido melódico.
Por encima de ellos había más de aquellos grandes pájaros, como el que la acababa de sobrevolar. También gritaban como dando la bienvenida y hacían pasadas por encima de los árboles. Se acercó más para verlos y con ello se le fue la tarde. Llegó el crepúsculo y con él la situación más horizontal de la luz del sol. Las sombras se alargaron, la luz naranja volvió a inundarlo todo y, de repente, ante su sorpresa, reparó con aquella luz en unas letras escritas en la pared rocosa de su izquierda. Eran las palabras de Henry. Aquello fue el momento más feliz de su vida, pues acaba de conocer la Tierra Perdida, El Santuario de Prometeo, La Tumba de Henry. Una figura casi divina para ella, que ahora le mostraba su forma más humana.
Se adentró en los árboles y vio más especies de animales, cada cual más rara. La luz dentro era ya casi nula y tuvo que encender de nuevo al antorcha. Ninguna de los animales se acercaba al pequeño templete que había construido cerca del centro, al lado de una abertura en la tierra por donde se veía al río circular. Una construcción en piedra blanca de seis columnas que sostenían una cubierta copulada. Las columnas eran anchas y robustas, con un capitel diferente por cada una, pero todos ellos de gran calidad escultórica. Bajo la cúpula casetonada al interior se encontraba una lápida con la cara de un niño tallada en ella. Se acercó corriendo y corrió la tapa de la tumba con gran esfuerzo. Un fuerte hedor a cerrado le atacó la nariz y tuvo que apartarse un par de metros. Cuando se recuperó del mareo se asomó al interior.
Allí se encontraba la escultura de un hombre realizada en una brillante piedra blanca. Representaba el cuerpo de un hombre joven, completamente tumbado con la cabeza algo levantada. Iba vestido de general. Las piernas las tenía juntas y estiradas. Tenía los ojos abiertos hechos con pasta de resina y en el centro dos piedras preciosas de color verde. Resaltaban sobre el resto del monocromismo blanco de la escultura. La gorra de General quedaba apoyada justo en el pecho, con la visera apuntando a la barbilla y estaba tallada sobre la misma roca con gran maestría y precisión. Los brazos iban pegados al cuerpo hasta que se doblaban para que las manos se encontraran sobre el vientre. Estas eran manos fuertes y poderosas que se apoyaban una sobre la otra haciendo una especie de cuenco. Entre ellas descansaba una esfera roja del tamaño de un puño. ¡La baisa de Henry! La cogió y la guardó en la bolsa que llevaba colgada en un lateral. Se cambio las armas de hombro y salió del círculo de árboles.
Afuera ya era noche cerrada. La luna no asomaba a través de las paredes del desfiladero. Alzó la vista y vio miles de estrellas asomadas hacia Sía desde lejanos sitios de la galaxia. Le dio la sensación de que murmuraban entre ellas y la señalaban por lo que se llevaba de la tumba. Se sintió mal, con una pesadez terrible en el alma pero enseguida borró esa sensación al saber que era lo correcto y, sobre todo, lo que podría salvar a los habitantes de Sía de lo que se avecinaba.
Subió por el camino de piedra que había tallado sobre la pared de la roca. Subía en forma de zig-zag y la pendiente era muy empinada. Paró a tomar un bocado de pescado seco que guardaba de hacía unos días y se durmió al amparo de la enorme pared rocosa. A la mañana siguiente sintió las fuerzas de su corazón renovadas, sacó la baisa de Henry y la miró largo tiempo. Era muy brillante y le estremecía pensar que ahí dentro pudiera esconderse los conocimientos, el pasado y casi la vida de alguien que para ella había sido como un dios. Que era venerado y estudiado y por el que aún ese día, miles de hombres y mujeres darían la vida. Y ahora lo tenía ella, en la palma de la mano. Cuanto poder tenía en ese momento, cuanta responsabilidad y cuanta capacidad de cambiar el destino sostenía tan solo en la palma de su mano. Se permitió quedarse allí, en mitad del camino hasta el medio día. Volvió a comer otro poco de pescado y fruta y recién comenzada la tarde volvió a remontar aquel camino. Al fin llegó arriba. Allí se dirigió hacia las Grandes Montañas, donde al otro lado se encontraba el océano, mucho más al norte.