[Juego Relatos] Frase nº 4

Mi madre siempre me decía que siempre es mejor dar que recibir, hasta aquel día…

Aquel día abrí los ojos y una preciosa melena rubia bajaba por mi vientre haciéndome cosquillas. Un dulce despertar sin duda. Unas horas antes yo me había aplicado a fondo cumpliendo la enseñanza de mi madre, confieso que aún estaba agotado y por un momento pensé en moverme y seguir durmiendo. Pero... esas caricias ya tan cerca de mi ingle y sentir sus finos dedos tirando del elástico de mi ropa interior... por no decir que tampoco me sentía con fuerzas como para ni siquiera mover mis brazos para agarrarla...

Cerré de nuevo los ojos, pero no para recuperar el sueño. No. Cerré los ojos y mi piel multiplicó su sensibilidad. Sentí dedos, lengua, el pelo, labios, movimientos conocidos y muchos nuevos gestos, roces y caricias que nunca antes había sentido.

Abrí la boca para jadear. Mi pecho se agitó. Medio gemido trepó por mi garganta y se abrió paso entre mis labios mientras lo que había recibiendo dio paso a lo que ahora era mi turno de dar. Y seguí sintiendo esos labios, y esa lengua moverse lentamente.

No abrí los ojos. Sólo traté de recuperar mi respiración. Sentí un beso en mis labios. Un abrazo tibio y la presión de una sonrisa junto a mi mejilla.

Mi madre siempre fue muy sabia, pero aquel día aprendí que había cosas en las que se equivocaba.
Mi madre siempre me decía que siempre es mejor dar que recibir, hasta aquel día… En el que su garganta cerró las ventanas a la voz.

Se mantuvo firme a su creencia, a su fe, a su credo de altruismo. Un altruismo vecino casi de la irracionalidad. Yo no olvidaba sus palabras, su dedicación ni sus atenciones. Mientras ascendía el durísimo camino de la estoica y orgullosa montaña hacia el monasterio sabía, de un modo profundo y natural, que mi madre tenía razón.

No era por su tono de voz al escucharla decir aquello, era por el registro en su mirada cuando profesaba su determinación. Una sinceridad tan íntima no puede deberse a algo aleatorio, a algún capricho de la senilidad o el tiempo crecido en el alma y las carnes. No. Madre tenía razón.

Siempre me acuerdo de ella. Siempre que llegan a mí las cartas agradecidas de los familiares, los regalos materiales, breves lujos entrelazados con la inmortalidad del espíritu, con la eternidad de la montaña en la que vivo, en la que estudio y aprendo. En la que fijo mis ojos en el horizonte y en la que recuerdo.

Soy un monje. Un monje acostumbrado a aliviar el cansancio y el tormento en aquellos que me requieren. Soy un monje de los Hermanos de la Última Puerta. Y madre tenía razón.

Es mejor dar que recibir. Resulta pleno, emocionante hasta lo indescriptible, otorgar el descanso a aquellos que ya no pueden caminar en esta tierra. Las cartas y los regalos recibidos son hermosos detalles, detalles que, aunque sean símbolo de ello, no pueden competir con la certeza de que aquel al que he ayudado a cruzar el umbral es de nuevo un joven peregrino.

Madre. Sabia madre.
Mi madre siempre me decía que siempre es mejor dar que recibir, hasta aquel día...

Como cada verano mamá y yo nos tomábamos unos días de vacaciones en la finca de mis tíos, mientras papá se quedaba en casa atendiendo los asuntos de su oficina. Tales encuentros familiares eran realmente bien recibidos por nosotros ya que nos daba la oportunidad de gozar de un ambiente rural y los entretenimientos que este nos brindaba. A los picnics campestres y excursiones, se unía, en mi caso, los juegos picantes con mi prima. Atendiendo el amplio consejo de mamá, estos juegos iban siempre dirigidos a dar yo, en un aspecto u otro, y que recibiera mi prima, siendo ella la que marcaba el pasar a mayores o no. Aunque algún juego que otro había tenido como protagonista mi ano, yo prefería centrar la atención de ellos en mi prima, acabando estos lances más como bromas y chanzas entre nosotros.
Yo ya había visto a mis padres haciéndolo. De hecho espiarlos me producía una gran excitación y había sido causa de que empezará a jugar con mi prima; claro que, no tuve que enseñarle nada, a ella. Inclusive, conocía las relaciones extramaritales que mis padres tenían. Espiando había visto a mi padre con la criada y también con su secretaria, y a mama con el jardinero y, cómo no, en los veranos con mi tío.

Hasta aquel día.
Como muchas tardes, mi tía se retiro a hacer la siesta debido a su delicado estado de salud. Yo sabía que era el momento que aprovecharían para follar, así que junto con mi prima salimos, supuestamente, a jugar. En realidad nos fuimos a la bodega a escondernos detrás de unos viejos paneles, desde donde podríamos presenciar el espectáculo mientras nos estimulábamos física y mentalmente, eso sí, en un gran silencio para evitar ser nosotros los sorprendidos.
Pero aquella tarde hubo un cambio en el guion. Ante las súplicas de mi tío, mi madre se dejo dar por culo. Y pese a sus iniciales gestos y grititos de desaprobación; como se retorcía y aullaba de éxtasis al poco rato. Hasta entonces nunca había considerado recibir, sexualmente hablando, ya que aunque había visto a mi madre gozando en otras ocasiones nunca había extrapolado dicho goce a mi persona al no ser biológicamente posible. Pero esto tenía que probarlo. Quería experimentar el placer que tanto enloquecía a mamá.  Y así se lo hice saber a mi prima cuando estuvimos a solas después que nuestros padres se hubiesen ido.
Siempre dispuesta a pasarlo bien, se brindo a introducirme algunos objetos y vegetales por el trasero, pero acordándome de los gritos de mi madre durante las embestidas decidí que lo que realmente deseaba era que me dieran por culo salvajemente.
Me encontraba perdido, ya que no conocía quien pudiera brindarse a proporcionarme tal capricho. Aun no estaba al tanto de los muchos y diversos lugares y tipos que existen dispuestos a satisfacer tales deseos en un jovencito.
Y de nuevo tuvo que ser mi prima la que sin saberlo me proporciono la respuesta. Me contó que los masoveros de su finca  tenían un hijo, un mozalbete que andaba como loco tras de ella, y al que calentaba como entretenimiento dejándolo siempre a medias.
Mi mente acababa de idear un perverso plan para cumplir mi ardiente deseo.

Con la aprobación y ayuda de mi prima, y a cambio de su colaboración activa en el desenlace, puse en práctica mis taimadas intenciones. Tras varios días en los que “casualmente” nos dejamos ver por el susodicho mozuelo, yo fui a su encuentro para referirle que mi prima se estaba locamente enamorada de él y quería que la tomara pero que por ser muy tímida no se atrevía, ella misma a decírselo. Por lo cual me había mandado a mí para concertar una cita amorosa. Que ésta sería esa tarde en el cobertizo de la casa de mis tíos. El pobre ni siquiera se extraño ante tal petición de una muchacha muy por encima de sus posibilidades y que anteriormente se había reído de él.
Desde el interior del cobertizo contemple como aparecía el mancebo a la hora señalada, fui a mi puesto y esperé a que mi prima cumpliera su parte. No me defraudo y pese a tener que aguantarse la risa, fue a su encuentro y entre caricias le explico cómo debía proceder. Ella entraría primero y él diez minutos después para que no hubiese sospechas si alguien estuviese mirando. También le advirtió que como era muy tímida lo harían en la zona más oscura y debería tomarla a través de una abertura en un tablón porque era incapaz de mostrarse desnuda. Y como colofón le dijo que la tomase por atrás, por los embarazos. Totalmente ofuscado, acepto todas las condiciones y se preparo a aguantar diez de los minutos más largos de su vida.
Dentro del cobertizo mi prima y yo no dispusimos a cometer el fraude y a disfrutar. Una vez despojados de nuestras prendas, fui yo quien puso su trasero en el hueco del tablón. Gracias a la poca claridad reinante y dada mi juventud, mi pompis todavía carecía de vello, pasaría por ser mi prima. La cual improviso una tarima delante mía sobre la que se tumbo.
Entro cual Príapo moderno y sin pensárselo me penetro. Por fin empalado, que maravilla, que deleite. El placer y el dolor se entremezclaban llevándome a cotas no alcanzadas anteriormente.
Y mientras, yo le “comía” el coñito a mi prima, enlazando las acometidas que sufría con bocados a sus tiernos labios, práctica que ella me pidió y con la cual y gracias a sus chillidos ocultaba los gemidos más graves que yo pudiera expeler.
Pero como no, algo debía salir mal. Por alguna extraña ley, aquella tarde mi tío no se folló a mi madre sino que apareció por el cobertizo con su mejor perro cazador, vaya usted a saber con qué propósito. El animal que olió los efluvios, o que escucho nuestros desgarrados gemidos, salió disparado hacia donde estábamos nosotros, saltando sobre mi “dante”, derrumbándolo y con él, el tablón, a mí, a mi prima y el lecho sobre el que esta estaba. Del susto y la impresión yo sufrí una contracción anal que aprisiono a mi confundido amante y del golpe del tablón sobre mi cabeza mastiqué el sexo de mi prima con muy dolorosas consecuencias para ella.
En tal profunda actitud nos encontró mi tío, quien después de poder solucionar los problemas derivados de su entrada, y ya sin la presencia del avergonzado e involuntario componente, nos interrogo sobre los hechos y los motivos que a estos dieron pie. Y ante nuestra zozobra, se lo tomó muy a la ligera, incluso con cierta rechifla diría, y nos conminó a mantener estas aventuras fuera del conocimiento de extraños y a aparecer, de nuevo, en el cobertizo a la tarde siguiente.

Aquel día por la tarde, mientras mi tío me sodomizaba y mi madre atendía a mi prima con sus “mimos y cuidados” aprendí lo bueno que es recibir en familia.
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