Observar el vaiven de las olas,
recostados en silencio sobre la arena.
La milimetrica perfeccion de un jardin japonés,
y el afinado murmullo de su arrollo.
Despertar de la siesta en una tarde de domingo,
y observar desde el sofa la melancolica
luz rojiza del sol que inunda el paisaje,
formando caprichosas sombras
en los edificios y la plaza.
Avanzar velozmente a favor del viento
por el camino flanqueado de centenarios arboles,
mientras el cantar de los pajaros al altardecer
hace aflorar recuerdos en cada pedaleada.
Pasear por las empedradas calles
de un pequeño pueblo,
vigilado desde las alturas
por millares de estrellas.
Contemplar desde la ventana de un tren,
pasar velozmente pueblos sin nombre
en el caluroso atardecer de un agosto,
imaginando como es la vida alli.
Agudizar la vista desde la cima de una montaña
contemplando el vasto horizonte,
mientras, a tus pies serpentea la carretera.
Son esas situaciones
en la que el alma se apacigua
y el tiempo deja de existir.
Es una sensación indescriptible
de calma y serenidad,
solo equiparable a verte sonreir.