Estaba sentado frente al escritorio, inmóvil, pensativo, en espera de que se mostrase en mi mente la, ya por mi mil veces maldita, partitura. Dos días llevaba encerrado en aquella habitación, sintiendo el asfixio de sus paredes y el crecimiento de la locura en mi cansada mente. Una terrible sensación de claustrofobia se iba apoderando de mi, a cada segundo se me hacia mas difícil el pensar y mas fuerte el ansia de sentir la libertad. Me encontraba como un animal atrapado en una jaula, como un ratón en la caja de zapatos de un niño. Pero no, debía terminar con mi trabajo.
Miles de melodías se acumulaban en mi mente ya saturada. Todas aglutinadas, entremezcladas sin ningún sentido aparente, pero yo sabía de la necesidad de cada una de ellas, aunque desconocía el orden perfecto de estas. Debía entretejerlas de tal forma que transportasen al oyente a un mundo de excitación, un mundo de placer: al mismo Paraíso. Y todo eso residía en mi cabeza.
Recuerdo que comí siquiera un pedazo de queso acompañado de un pan ácimo en los dos días que llevaba cautivo en esa especie de prisión, pero el hambre y la sed eran dos males menores que había que apartar. Pasé aquellas horas alumbrado tan solo con la ínfima luz de una vela situada en un extremo del pupitre, sin dormir ni un segundo, con la pluma en la mano goteando, como sangre en el filo de un puñal sayón, la tinta que pendía de la punta en espera de yacer por los restos en una amarillenta hoja de papel.
Pero mi mente estaba bloqueada, incapaz de materializar un solo movimiento melódico que tuviera sentido alguno. A cada hora que pasaba me sentía más fatigado, cansado por el inútil esfuerzo que estaba llevando a cabo. Intentaba pensar en imágenes que inspirasen en mi algún tipo de sensación; recordaba días felices de gloria en los más renombrados palacios de París y Viena escuchando una de mis creaciones, pero ahora era incapaz de hacer nada que contuviese un mínimo de dignidad, y mucho menos, llegara a la altura de mis antiguas composiciones.
De pronto, como una saeta en llamas que alumbra el oscuro cielo de una noche, pasó por mi mente algo realmente maravilloso. Fugaz como un cometa, bañé la pluma en el tintero medio vacío y me dispuse a plasmar la magia de mi iluminación sobre el bilioso papel. Aún no era capaz de creer lo que mi mente estaba escuchando, la composición tan perfecta de notas que resonaban en mi cabeza. Era increíble: contenía la fuerza de la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, dominaba la pasión de un Titán de Mahler, con la gracia de un Rienzi de Weber, pero...
¡No, no podía ser! El terror incomprensible de dos noches de cautiverio hizo sobrecogerse a mis huesos de terror, cuando horripilado me percaté de no escuchar un final.
¡No tenía final! Un nuevo estilo de ver la vida y sin final. No podía soportarlo un instante más. Notaba como aquello me sorbía la vida. El sino cruel jugaba conmigo, arrojándome a la locura. Tan solo necesitaba un desencadenante, un fin, un acabado que saciara la difícil hambre del oyente, que resolviera sus pesares, y era incapaz de encontrarlo.
Sentía como el cansancio y el hambre formaban una tácita alianza para acabar con mi amargada vida, ridiculizándome, echando por tierra mi talento, mi ser de compositor.
Notaba que la luz pesaba en mi nuca, me punzaba cada segundo que pasaba, me quemaban los fuegos fatuos que mi demencia producía.
Vi la oscuridad aferrándose a mi piel; como caía mi cuerpo desfallecido sobre el triste suelo de adobe: vi mi muerte, pero también lo vi a él, aunque ya era demasiado tarde.
Vi el final perfecto.