Ya lo pongo yo:

Ha sido un paseo agradable, y Nash y yo vamos ya de vuelta a casa. Antes, en el parque, mi perro ha jugado con otro bichón maltés parecido a él. Se han olido, han saltado, han corrido… es un placer verlo disfrutar así. El tiempo no puede ser mejor: no se ve una nube, y la temperatura es de unos quince grados. Después del parque hemos caminado durante un buen rato, unos cuarenta minutos. Días así no salen todos los días, y conviene aprovecharlos. Un buen paseo, sí… Hasta ahora.
Nash disfruta del paseo.
Mientras camino, sujeto con mi mano derecha la correa que me une a Nash. Él avanza un paso por detrás de mí, a mi derecha, con las orejas hacia atrás y concentrado en el paseo. Está sumiso, buen perro. Esbozando una sonrisa, por mi mente se suceden las imágenes de mi perro jugando en el parque. – Ojalá fueran todos los días así -, pienso. De súbito, un ladrido agudo me borra el gesto de la cara. Como no me lo esperaba, se me ha acelerado el pulso. Busco con la mirada, y encuentro abajo, a la izquierda, un Yorkshire pequeño que se acerca mostrando sus dientes y arrugando el hocico . Me interpongo entre él y Nash. El perro parece poseído, tiene los ojos muy abiertos y no para de ladrar. Nash lo mira curioso, detrás de mí. Una voz surge de entre el grupo de personas que, de pie, toma algo en la terraza del bar. – ¡Déjaloooooooo! ¡Pobreciiitoo! – Es una señora que parece superar los cincuenta años. – ¡¡¡Oooyeeee!!! – Su voz estridente me taladra el oído. El Yorkshire la mira, y aprovecho ese despiste para pegar un tirón de la correa y reemprender la marcha.
Vuelvo a estar tranquilo. – El incidente de todos los días – me digo. A medida que avanzamos, oigo cada vez más lejanos los ladridos del Yorkshire. Pero otro ‘conflicto‘ se acerca a unos quince metros. Un perro cuya raza no identifico, una mezcla, un ratonero de tamaño medio, tira de la correa de su ‘amo’ con sus ojos clavados en Nash. Aunque es tirando a pequeño, el can parece tener una fuerza brutal, a juzgar por cómo arrastra al hombre que lo sigue. El señor, de unos sesenta años, aguanta como puede las acometidas de su mascota, con el brazo estirado y la cabeza hacia atrás, como si de una cuadriga romana se tratara. Viendo el panorama, decido echarme a la derecha y pasar sin tan siquiera mirar a la pareja. Aun así, al pasar a su altura escucho los gruñidos amenazantes del perro y la respuesta de su dueño – ¡Veeenga, no te pongas pesado! -.
Sacudo la cabeza. – No hay manera -. Pero vivimos justo al lado, y no nos dará tiempo a presenciar otro intento de ataque canino. ¿O sí? A punto de entrar en el portal, escucho a lo lejos ladridos, gruñidos, lloriqueos… Me asomo y veo a los dos perros que me he cruzado enfrascados en una lucha sin cuartel. Los dueños, congestionados, los separan como pueden, mientras los canes no dejan de mostrarse los dientes. – ¡Qué cosa más rara! ¿Qué les habrá pasado? – dice el hombre. – ¡Maaalo! ¡Eres maaaalo! – le dice la señora de la voz aguda al Yorkshire, esgrimiendo el dedo índice como si corrigiera a un niño.
Moraleja: pues que estoy harto de la gente que no educa a sus perros. – ¿Es macho? ¿Es hembra? – preguntan muchos, ¿Y qué más da? Si tu perro está equilibrado no tiene por qué atacar al resto, sea macho, hembra o hermafrodita. Los perros necesitan normas y ejercicio, y no les hacemos ningún favor tratándolos como a niños. Son perros. Y para mí, querer a un perro es dejarle que sea eso: un perro.