El Clan
Ha hecho historia en Argentina al lograr más de un millón de espectadores en solo 9 días. Y lo ha hecho superando a películas como Relato salvajes o El secreto de sus ojos.
Consiguió el león de plata (premio al mejor director) en el Festival de Venecia. Está escrita y dirigida por Pablo Trapero y coproducida por El deseo, productora de los hermanos Almodóvar.
Resulta difícil contar algo que parece ficción pero que sin embargo es cierto. Pablo Larraín con El club quiso desvelar la clemencia de la Iglesia hacia unos curas que habían cometido todo tipo de delitos. Lo tenebroso de aquella película no era la violencia en sí, sino la falta de culpabilidad y arrepentimiento que sentían esas personas ante lo que habían hecho. Woody Allen, en clave de comedia, con Irrational man jugaba con la idea de la subjetividad; se preguntaba en qué circunstancias un asesinato podía estar justificado para no llevar con uno mismo ese sentimiento de haber realizado algo cruel. Ahora Pablo Trapero trae al cine una historia que supone una gran mancha en la historia de Argentina, porque la biografía de la familia Puccio es solo un resumen de lo que se vivió durante la dictadura argentina. Podemos ver cómo dentro de esa micronación habita un dictador que impone leyes a su antojo y oprime al que no las cumple o chantajea para ponérselo de su lado; hay una oposición censurada que no se atreve a encararse con el régimen; existe una parte silenciosa, que no se quiere meter en los asuntos turbios, mirando hacia otro lado para beneficiarse por su buen comportamiento; y, finalmente, están los exiliados, aquellos que no aguantan más y aprovechan el mínimo descuido para fugarse. Es el retrato de una sociedad donde los de arriba cometía secuestros y asesinatos sin dar justificación alguna y, lo que viene siendo peor, sin cargo de conciencia. Pero cuando llega la decadencia, y la transición a la democracia, todos los involucrados se quitan responsabilidades y alegan no saber nada de lo ocurrido o haber realizado salvajadas de manera forzada. ¿Hasta qué punto el calla es cómplice?
La cabeza del Clan Puccio era Arquímedes, miembro del servicio de inteligencia argentino (SIDE), la cual fue partícipe de un sinfín de secuestros y torturas en la dictadura militar, y contaba con una protección de algunos peces gordos del régimen, que tapaban lo que hacía. Fue el principal responsable, junto con dos viejos conocidos, de los raptos y asesinatos que cometió a una serie de personas adineradas a cambio de conseguir dinero. Luego está Alejandro, su hijo, una gran promesa del Rugby. En un principio colabora con su padre, debido al chantaje y a las mentiras que este último le hacía, pero más tarde se da cuenta de la gravedad del asunto. El hermano pequeño es el más listo y aprovecha una gira de su equipo para marcharse del país. Mientras, la hermana mayor y la madre prefieren vivir en la ignorancia de lo que pasa en el propio sótano de sus casa. Son conscientes de lo que ocurre pero prefieren no meterse en los asuntos de Arquímedes. Solo creen que lo que hace, “lo hace por nosotros”.
El clan es una película que da miedo. Y donde más escalofríos le entran a uno es en aquellas escenas que en un principio son las menos en importantes. Secuencias donde podemos observar a la familia cenando, preparando la comida, viendo la televisión o al padre ayudando a su hija en unos ejercicios de matemáticas. Donde podemos escuchar conversaciones que tratan sobre cosas tan intrascendentales como relatar el día en el trabajo, en el colegio o si has visto a un amigo. Es decir, como pasa en El club, es en la cotidianidad de la vida familiar de los Puccio donde se llega a las arcadas. Momentos rutinarios que están abrigados de gritos y llantos provenientes de un cuarto oscuro de la casa. Difícil de creer que todos los integrantes de ese manicomio pudieran hacer una vida normal escuchando los alaridos de los secuestrados. Al final, la pasividad latente en la madre y en la hija termina siendo más repugnante que las atroces actuaciones del padre y sus secuaces.
Pablo Trapero rueda de maravilla. Convierte la película en un relato oscuro y la impregna de una fluidez narrativa a base de planos secuencias y travellings que se mueven lentamente provocando intriga y suspense. Y es a partir de esta continuidad donde brota un realismo desgarrador, donde cuyas partes se van uniendo armónicamente y el relato coge así un ritmo vertiginoso. De esta manera, hace un uso excepcional del montaje paralelo consiguiendo aunar escenas totalmente diferentes, como puede ser mezclar gemidos provenientes de una escena de sexo con la respiración acelerada del secuestrado mientras le torturan. Para darle un aire más misterioso, decide introducir flashbacks e ir metiendo segundos durante el film de fragmentos de la caída del Clan. A su vez, juega con las elipsis con el fin de omitir información adicional, que se la deja al espectador para que se la imagine, y centrarse directamente en los preparativos y en la ejecución de los raptos. Y para enfatizar más la locura enfermiza del Clan, se permite poner de banda sonora canciones pop americanas de la época. Como si se pretendiera quitar hierro al asunto. El resultado: Una excepcional experiencia que pasa bruscamente del ahogamiento al alivio en cuestión de segundos.
Pero si hay algo donde tiene más mérito Pablo es en la dirección de los actores. Un camaleónico Guillermo Francella, a lo Johnny Depp en Black Mass, consigue aterrarnos con un rostro inmóvil y carente de emociones. Se dice que incluso se propuso no parpadear durante sus escenas. También, Peter Lanzani, debutante en el cine, está notable y consigue darnos un pequeño trozo de humanidad que brillaba por su ausencia. Es el único con el que llegaremos a empatizar debido a los engaños sufridos por su padre.
Así pues, Trapero ha creado una película efectiva y que sirve para que las nuevas generaciones conozcan la historia de esta familia y de la dictadura sufrida en su país. Se coloca, de momento, entre las cintas más interesantes del año, que está siendo un tanto flojo y lleno de decepciones.
8/10