A veces pienso en la humanidad como en un aula de niños pequeños. Cuando somos niños, en cada clase existen algunos alumnos marginados a los que todos dirigen burlas y escarnios. Cuando ocurre algún acto ilícito, como unas plastilinas desaparecidas o un dibujo con tiza en la mesa del profesor, todos acusan de ello al marginal, que se convierte así en cabeza de turco en el que expiar el mal cometido, del que suelen ser inocentes, pues el culpable es usualmente alguien bien avenido entre el resto de alumnos que por su buena posición puede eludir la acusación de culpabilidad de éstos. Se trata de individuos que no sólo deben soportar su marginación, exclusión y rechazo, sino que también deben sufrir continuos reproches por parte de aquellos que se consideran moralmente superiores en virtud de ser más fuertes, a pesar de que los culpables de los males que padece la clase suelen ser niños perfectamente integrados en el grupo de alumnos.
En las sociedades humanas ocurre lo mismo a gran escala. Esas pobres razas, los negros y los semitas, deben soportar no sólo el daño que se les inflige al excluirlos y marginarlos, condenándolos a la pobreza, el desempleo y la criminalidad, sino que también deben ser el blanco de aquellos que buscan un culpable de todos los males sociales. Son deshumanizados por completo y, debido a la indignidad que supone ser pobre y débil en la sociedad capitalista, criminalizados: todo mal que acaezca en nuestra sociedad será culpa suya, serán sacrificados a los dioses nacionales de nuestra raza, religión y lengua como en la Antigüedad los pueblos sacrificaban a sus dioses a los seres humanos capturados de naciones enemigas, a pesar de que los verdaderos culpables de los males sociales suelen ser individuos de estatus social más elevado: el banquero avaricioso, el tecnócrata deshumanizado o el político incompetente. Entretanto, la sociedad adulta, como la infantil, elevará a las máximas cotas de poder a multitud de individuos sólo en virtud de cualidades que los hacen atractivos, magnéticos: elegirá a políticos ineptos y ladrones por su sonria bonita, su acicalamiento, su tono de voz convincente o sus ademanes correctos; elevará a cantantes hasta los altares por su voz melodiosa; creará modelos que ganarán dinero a raudales sólo por exhibir su cuerpo; hará ricos a individuos que se dedican a representar un papel en una obra de ficción, a provocar risas entre sus espectadores o a grabarse jugando a un videojuego. Hará todo esto pese a que estas personas no aportan nada útil a la sociedad ni realizan ninguna labor productiva, y a los que sí son útiles y productivos para la comunidad humana, a los que se dedican a colocar los ladrillos y el cemento de las moradas en las que vivimos, a conducir los autobuses que nos posibilitan trasladarnos de un lugar a otro, o a cultivar las tierras que nos proporcionan alimento y criar a los animales de cuya carne nos alimentamos, a ésos los condena a la incertidumbre sobre su futuro y a una vida de trabajos fatigosos y esfuerzos agotadores, como los alumnos de un aula infantil solían atosigar a algunos alumnos y admirar a otros independientemente de su conducta moral o de su rendimiento académico, sino en virtud de cualidades que los hacían personalmente atractivos. Y el negro, el árabe, el latino, el vagabundo, el homosexual, el tonto, el pobre, ése deberá soportar toda la carga del reproche moral de la sociedad por ser un fracasado en un sistema, el capitalista, que hace del débil un ser moralmente reprobable sólo por su debilidad, como era atacado, humillado y vilipendiado el débil de la clase infantil sólo por ser débil.
El ser humano, desde su más tierna infancia hasta el día de su muerte, es un ser inmensamente cruel.