Bendita infancia

La niña no sabía qué iba a pasar. ¿Qué iba a saber ella, a sus tiernos cuatro años de edad? Bendita infancia, en que dedicamos todo a nuestros juegos, sin preocuparnos de nada, pues al fin y al cabo siempre hay alguien allí, a nuestro lado, siempre hay alguien para hacernos levantar en nuestras múltiples caídas. Pero el tiempo pasa, no espera a nadie; si alguien se queda rezagado su posibilidad de reinserción empieza a decrecer rápidamente.

Ella sólo recuerda aquella noche oscura y fría, esa noche en que ya nada sería igual. No, no la podrá olvidar jamás. No por que no lo anhelara (estaría dispuesta a entregar su alma al diablo si así conseguía borrar de su mente ese espantoso recuerdo); se le quedó grabada a fuego la imagen que ya conviviría con ella durante el resto de su vida. Al principio lo interpretó como un juego, viéndolo de esa forma día a día. Pero un fatídico día las cosas empezaron a torcerse: el día que el padre llegó a casa a las tres menos cuarto de la madrugada. Él aparecía por el dintel de la puerta a una hora cada vez más tardía, con evidentes signos de embriaguez; esa noche sería la última vez que lo vería. Ella nunca se habría imaginado así a su padre, dando gritos, ni el rostro tan húmedo de su madre. La niña notaba algo diferente en el aire: era el hedor a alcohol procedente de la garganta de su padre. Lógicamente, y a pesar de lo inteligente que era, no sabía qué olor era aquel, aunque llegó a la conclusión de que aquello no presagiaba nada bueno. No se equivocó: brilló el metal, el suelo tembló, y lentamente comenzó a brotar la sangre.

Se despertó por el bullicio que había en el salón. Alguien se había preocupado de acomodarla y arroparla en su vieja cuna. Se acordó de aquellos momentos en que sus padres hacían con ella, con tanto amor y dedicación, lo que había hecho con ella alguna persona. Pero desgraciadamente hacía mucho tiempo que sus padres no hacían eso con ella. Pronto apareció una mujer, que la niña reconoció como su vecina, aquella mujer tan alegre que tantas tardes se había pasado jugando con ella. Tenía en el rostro una expresión triste, estaba bastante pálida. A continuación empezó a cantarle una nana, no tardó mucho en quedarse dormida.

Cuando abrió los ojos se encontraba en una habitación iluminada, y fue gracias a esa iluminación como descubrió a su alrededor muchas cunas idénticas a la suya. Estaba confusa. ¿Dónde la habían llevado? ¿Por qué? Tras un tiempo que le pareció interminable apareció una mujer con un aspecto algo lamentable: el pelo le caía desordenadamente sobre los hombros, las patillas de las gafas remendadas con cinta adhesiva, y unas ojeras muy marcadas. Sin embargo, sin saber el motivo, la niña pudo saber que podía confiar en esa mujer.

Fue transcurriendo el tiempo, la niña creció. En aquel sitio había muchos más niños, con los que no tardó en trabar amistad. La mujer les enseñó todo lo que debería enseñar una madre, a hablar entre otras cosas. La niña no estaba a disgusto en aquel lugar, pero sentía que le faltaba algo, y que no se encontraba allí. De vez en cuando aparecían otras personas, que entraban a la sala de las cunas, elegían una y el niño o niña estaba dentro desaparecía con ellas. Siguió transcurriendo el tiempo y la niña cumplió ocho años. Ese día, aparte de recibir algunos pequeños detalles de la mujer y de otras personas que llevaban el lugar, como por ejemplo una muñeca vieja, le fue revelada la verdad. Se encontraba en un orfanato; su madre murió a manos de su padre, que no fue consciente de los hechos hasta que ya no se podía hacer nada. Entonces se reavivó inmensamente el recuerdo de aquella noche. Pasó los días siguientes llorando, había cosas que no encajaban. ¿Por qué hacen eso las personas? ¿Tan mal funcionaban las cosas como para acabar así?

La niña fue creciendo, y a medida que lo hacía iba empezando a comprender y asimilar su pasado. Estaba en un orfanato, lo que implicaba que podía venir alguien a adoptarla en poco tiempo, en mucho tiempo o incluso también cabía la posibilidad de que no apareciera nadie y tuviera que pasar allí el resto de su miserable vida. Ese pensamiento la atormentaba de vez en cuando, y así fue elaborándose una existencia basada en la rutina, la monotonía y el hastío.

Pero el destino tenía un as guardado en la manga. El día de su décimo cumpleaños recibió la fría felicitación, casi de protocolo, de sus compañeros, así como otros pequeños obsequios de escaso valor. El día proseguía con la misma tónica de siempre, la misma rutina, hasta que a última hora de la tarde escuchó que la mujer la llamaba. La niña se acercó a la mujer; ésta la miró, tenía una pequeña sonrisa en el rostro. La niña no entendío qué podría significar esa sonrisa. Inmediatamente lo averiguó. Miró donde le señalaba la mujer, a la puerta. Allí había una familia, que la miraban directamente a ella. Automáticamente se le llenó el rostro de lágrimas, de emoción y felicidad.Corrió sin pensárselo hacia esa familia.Aunque sentía lástima por los compañeros que se quedaban allí, no pudo evitar pensar (y afirmar) que en ese momento empezaba una nueva vida para ella.
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