Autopoema (De Pedantis Profundis)

Escribes para poder abrir ventanas que lo dejen todo a oscuras;
para escupirle úlceras al sol con insolencia;
para demostrar a todos que las artes de los otros son, a lo mucho,
el salto divino de una pulga.

Te crees que mejoras cuanto más rebuscado es tu berrinche;
cuanto más refinadas son tus pataletas;
cuanto más ilogicamente coherente
sea tu aleación
de dos conceptos en principio enemistados.


¿Quién crees que eres?
¿Hasta qué altura estás cayendo?




Sólo piensas en el silencio
que te admire tras la coma,
en el elogio que puntúe tras el punto,
sin darte cuenta de que necesitas algo más
que contraer tus vacíos
alrededor de las estrellas
para contagiarte de metáforas astrales;
algo más que un simuclacro de talento
para ser un visionario.

Porque siempre recurres a un esmalte de luna
para esconder la pobreza de tu ingenio;
porque no haces sino estafar al firmamento;
porque averguenzas al Ladrón de las Telurias(*);
porque eres la mediocridad ciega, sorda y deslenguada;
porque no quieres ver que nunca serás tú
quien descubra la cuadratura del verso.

¿O es que en serio pretendes
que la inmensidad de toda magia
esté a merced de tu sabiduría cavernaria?
¿Crees que basta con repetirse de forma única
para poder garantizar la salud
de tanto lirismo sobrealimentado?


Sigue, pues, desatando tus abstractos arrogantes,
rabiando porque nadie te comprende,
hasta que el tiempo termine de ningunear
los sin sentidos de tu credo,
hasta que alguien denuncie lo incoloro
de tus artimañanas psicodélicas...
hasta que aquellos a los que acusas
de no saber leer
te demuestren que no sabes escribir.

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(*)El "Ladrón de las Telurias" es, según una subcorriente mitológica que crearon y adoptaron como propia algunos esclavos egipcios que trabajaron en la construcción de las Pirámides, una presencia invisible que navega por las corrientes telúricas del mundo y que es el encargado natural de repartir la inteligencia y el talento artistico y/o científico entre los niños recién nacidos. Cuando uno de esos niños nace muerto, el Ladrón de las Telurias debe recoger sus facultades y devolvéserlas a la Naturaleza; pero cuando hay una elevada mortandad infantil -algo que era muy habitual en aquellos tiempos a causa de enfermedades o guerras-, su saco se llena tanto que no puede llegar
a los brazos de Geb, (dios egipcio que personifica la Tierra, y que es quien acuna para ellos la inteligencia de los hombres), por lo que debe soltar todos esos dones acumulados sobre el primer niño que encuentre. Es por eso, según esta teoría, que existen los genios o niños prodigio: gracias a la muerte de muchos otros niños con menos suerte que ellos. Se reducen así las aptitudes de tales infantes a una cuestión de buena o mala fortuna más que a los designios reales de ningún dios, en clara alusión a la supuesta superioridad espiritual del Faraón en un intento de demonizar y quitar prestigio a su figura.
Sorprendentemente, y sin saber el nexo cultural que los unió, también se han encontrado restos del recuerdo de este ser entre los oprimidos de Grecia y Roma, aunque en esta ocasión utilizando a sus respectivas diosas de la Tierra, Gaya y su equivalente Tellus, posiblemente utilizado para arremeter contra Aristóteles y otros pensadores que justificaban mediante su condición infrahumana mediante el uso de su privilegiado intelecto.

Más recientemente, algunos escritores alemanes e ingleses del siglo XIX resucitaron a este ser para explicar el malditismo, la vida trágica y el riesgo de locura que ha perseguido a muchas de las grandes figuras de la Historia, por causa de la conciencia dolorosamente dormida de tantos niños no-natos que les daba patadas en el alma (a esto atribuyeron, por ejemplo, el derrumbe mental de Nietzsche a los 44 años o el suicidio por amor del también escritor español Mariano José de Larra).
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