Ella siempre había sido bastante inteligente. Espabilada. Sacó la carrera de económicas en seis años y pronto empezó a trabajar. Primero en un supermercado, como encargada, luego en un banco. Y así, hasta ahora. No era demasiado guapa, pero nunca la llamaron fea. Tenía el pelo medio rubio, medio castaño, combinando los tintes con los tonos que le otorgó su herencia. Se maquilló por primera vez a los catorces y desde entonces nunca pasó un día sin arreglarse. Perdió la virginidad a los diecisiete, con César, su primer gran amor. Desde entonces, sólo había estado con dos chicos, aunque en realidad sólo había estado enamorada de uno. De él.
Él nunca fue muy listo. Cuando decidió abandonar el bachillerato su madre sintió que en parte era culpa suya, por haberlo forzado demasiado. Al paso del tiempo descubrió que su elección no había sido tan mala. Su padre, que poseía un concesionario de coches, le financió la compra de un gimnasio, que dirigió con mediocre competencia durante seis años, sacando algún beneficio extra haciendo realidad los sueños de vigorosos atletas escasos de tiempo y motivación. Cuando la conoció él no era más que un pez en un gran acuario, pero por algún motivo a ella le gustó. Era amable y cariñoso. La pasión era la suficiente para complacerla.
La parpadeante luz naranja de la farola quebraba la armonía del rojo brillante del coche. Mientras ella lloraba dentro él trataba de explicarse. El hermetismo del vehículo no dejaba saber de que hablaban, aunque los dos parecían oscilar entre la cólera y la tristeza. El pequeño tiempo que la puerta permaneció abierta fue suficiente para que un agrio "¡me cago en Dios!" se colase hacia el exterior mientras él golpeaba con furia el volante del coche. Ella salió con el rímel corrido y el maquillaje deshaciéndose en sus manos.
Tras salir del coche miró atrás en dos ocasiones. El rápido y afilado taconeo de sus botas de caña alta estremeció a unas tímidas y grisáceas aceras.