Al otro lado de la realidad

¡Buenas! :)

Soy David, y soy nuevo en el foro.

Poco antes de la pandemia acabe de escribir, tras más de 12 años de arduo trabajo, una trilogía de ciencia ficción postapocalíptica titulada Al otro lado de la vida. La tengo publicada en Amazon, y tuvo buena acogida.

Tras tanto tiempo escribiendo sobre el mismo tema y con los mismos personajes, tenía ganas de cambiar de aires, y llevaba ya varios años recopilando ideas para una nueva novela, en este caso, de corte fantástico. Hace cosa de un año empecé a escribirla. Su título es Al otro lado de la realidad.

Se trata de una novela de fantasía, ambientada en un planeta inventado ex profeso, con una sociedad, razas y sistema de magias inéditos. Me he pasado muchísimo tiempo trabajándola, y ya tengo el guión de los que serán los tres libros de los que se compondrá la saga, aunque aún estoy trabajando en el primero.

Si algun@ de vosotr@s tiene interés por echarle un vistazo, será más que bienvenid@. Mantengo el blog de la novela vivo, añadiendo dos capítulos nuevos por semana. Todo lo que cuelgo es en abierto y escrupulosamente gratuito. Lo podréis encontrar en el siguiente enlace:

aoldlr.wordpress.com

Si os animáis a echarle un ojo, aquí tenéis un pequeño extracto del arranque de la novela:

1

La bestia corría y corría entre los gruesos troncos azulados de los centenarios árboles, con el único propósito de despedazarle. Su oprobio no quedaría impune. En su avance encolerizado zigzagueando entre los árboles transformaba las ramas más bajas en meras astillas a medida que su enorme cuerpo impactaba contra ellas. No parecía importarle lo más mínimo. Tenía muy claro lo que estaba haciendo, y nada ni nadie la podría parar.
Sus ocho gruesas patas, coordinadas a la perfección pese al inconmensurable peso que debían soportar, hacían retumbar el suelo de la isla flotante en la que vivía, en su avance imparable en pos de Eco. Tras de sí dejaba una nube de polvo, tierra y pequeñas rocas, que se elevaba por encima incluso de su colosal cuerpo. De sus fauces radiales, con grandes colmillos en forma de media luna, emanaba una saliva espumosa y negruzca de nauseabundo olor.
Eco parecía ajeno al aciago destino que se cernía sobre él. Se encontraba absorto en sus escritos, revisando a conciencia las anotaciones de su ajado cuaderno de viaje. Le dio el enésimo mordisco a la hueva de dígramo, notando un nuevo estallido de placer en la boca. Su sabor era exquisito, pero era increíblemente salada. Una gota del sabroso jugo comenzó a caer por la comisura de su hocico, pero él se apresuró a rescatarla con la ayuda de la lengua. Se trataba de un bien demasiado raro y preciado para malgastarlo.
Había escogido ese lugar, en el extremo más alejado de una gran roca en forma de punta de lanza que sobresalía varias zancadas más allá del resto del tupido terreno, porque era el único de la isla donde corría algo de brisa, y él aún estaba muy acalorado. El resto de la isla estaba cubierto por las altas copas de los árboles que habían reclamado hasta el último rincón que albergase algo de tierra. Meneaba las patas despreocupado, muy concentrado en sus estudios, tratando de dar orden y encontrar un patrón entre todas aquellas ideas en apariencia inconexas. Bajo él, el más absoluto vacío: una caída libre que bien podría durar del alba al ocaso del sol azul antes de acabar con sus huesos hechos puré en la superficie de Ictæria, el planeta del que esa isla, al igual que todas las demás del anillo celeste, era un mero satélite.
La bestia se aproximaba cada vez más. A esa distancia, Eco era capaz incluso de percibir su rancio olor. Se metió el resto de la hueva en la boca y acabó de separar la carne del hueso con un ágil movimiento de mandíbula. La escupió a su mano, y se maravilló de nuevo al ver aquella esfera perfecta, con su en apariencia impenetrable corteza iridiscente. Metió el hueso en el saco de su cinto, junto con la otra media docena de huevas que había encontrado en el nido. Confiaba no haber pasado ninguna por alto. Podría venderlas sin problemas a cualquier mercachifle ambulante, pero no lo haría: aquellas huevas ya tenían dueño.
Consciente que ya no podría dilatar más su huida sin ponerse en peligro, Eco se irguió de un salto, sobre sus firmes patas, ayudándose de la cola para mantener el equilibrio. Notó el temblor en las pezuñas causado por el frenético avance de la bestia. Guardó el cuaderno de viaje en su macuto, y se lo volvió a colocar a la espalda, asegurándolo con los cinchos de cuero. Se dio media vuelta, a una escasa zancada del final de la roca, de cara a la isla flotante. Desde esa perspectiva, parecía tan grande como cualquiera de las islas habitadas del archipiélago de Hedonia. Ello era debido a la exhuberancia de su vegetación, pero en realidad esa isla era francamente pequeña.
La bestia emergió iracunda entre el espeso follaje. Eco tuvo que levantar la vista para poder contemplarla en toda su extensión. Harían falta al menos cinco HaFunos, uno sobre otro, para igualar su altura. Su pelaje parduzco, con manchas canas alrededor de sus múltiples articulaciones, podría fácilmente abrigar a toda su comunidad durante el frío invierno.
Eco tragó saliva y se ajustó las gafas, colocando la tira elástica por detrás de sus orejas. La bestia no parecía tener intención de frenar su avance. Con una sonrisa algo culpable, consciente del motivo de su frustración, Eco se llevó la mano a lo alto de la cabeza, y acarició la cicatriz de donde debía haber emergido su ahora ausente cornamenta. Sabía que no tenía ningún sentido, pero había adoptado esa costumbre hacía ya mucho tiempo, desde poco después de perderla. Afirmaba que le daba suerte, y hasta el momento no se le había dado del todo mal.
La bestia estaba a punto de embestirle cuando Eco dio un ágil salto hacia atrás, hacia el vacío, al tiempo que enrollaba la cola en su cintura, pues en adelante lo único que haría sería estorbarle. De haber podido mostrar emoción en su rostro, Eco habría podido jurar que leía asombro en los minúsculos ojos negros del dígramo. Finalmente llegó, tarde, a la roca sobre la que Eco había estado descansando, y frenó en seco su avance, consciente del peligro al que se exponía. Levantó la parte delantera de su cuerpo en forma de cilindro, elevando sus cuatro patas delanteras al aire, al tiempo que bramaba frustrada, emitiendo un estridente ruido a un tiempo enfurecido y triste, que hizo incluso virar el rumbo a un expirocombo errante que navegaba por el aire no muy lejos de ahí. No en vano, aquél intrépido HaFuno se llevaba consigo a la que hubiera sido su descendencia.
Eco caía más y más rápido, reclamado por la gravedad de Ictæria. Cerró los ojos, esperando adquirir la suficiente velocidad. Tan pronto el grito desesperado del dígramo se extinguió, se puso en posición de vuelo, con ambos brazos extendidos y las patas bien juntas. Enseguida recuperó la soberanía del rumbo de su caída y comenzó a volar, notándose vivo y libre al sentir el aire impactando en su rostro. Adoraba volar por encima de todas las cosas.


2

La atracción que ofrecían las islas flotantes era tan débil, que uno podía echarse a volar tan solo corriendo y dando un salto en el momento preciso. Al menos en las más pequeñas. Volar era algo a un tiempo maravilloso y extremadamente peligroso, que jamás debía tomarse como un juego. Si uno se despistaba y se dejaba caer demasiado, el abrazo gravitacional de Ictæria podía volverse tan fuerte que no hubiera manera de volver a subir, lo cual garantizaría una muerte rápida aunque angustiosamente anticipada.
Lo sensato era mantenerse siempre al nivel del anillo de islas flotantes que rodeaba el planeta como un aro. Si Ictæria no era capaz de reclamar aquellos enormes pedazos de sí misma, con total seguridad un pequeño HaFuno no tendría problema alguno en ir de un lado a otro sin atraer su atención.
Eco venía de fuera de los límites colonizados del anillo celeste, de una zona salvaje, y por ende prohibida, dado el peligro que entrañaba. Poco le preocupaba eso, pues nadie en su sano juicio se aventuraría tan lejos, y quienes lo hicieran, tendrían el mismo interés en pasar desapercibidos que él. El anillo era demasiado extenso, y no había suficientes HaFunos para habitarlo en su totalidad, de modo que la mayoría vivía, crecía y moría sin visitar más que una docena de islas.
La imagen desde esa posición privilegiada surcando el cielo jamás dejaría de maravillar a Eco. Ictæria se mostraba esplendorosa, tan cercana y a la vez tan lejana que a duras penas se distinguía la curvatura de su superficie en el lejano horizonte. Desde ahí podía ver con claridad el anillo azul, la única zona que en apariencia podía albergar vida en la superficie del planeta. Se trataba de una especie de cinturón vegetal, un paralelo cero que dividía el planeta en dos mitades que no podían ser más dispares la una de la otra.
A uno de los lados del anillo se encontraba el hemisferio de la luz. Medio planeta permanentemente iluminado, en el que reinaban desiertos tan extensos como alcanzaba la vista, carente por completo de agua y con una temperatura tan alta que hacía prácticamente imposible cualquier tipo de vida. En el extremo opuesto, al otro lado del anillo azul, se encontraba la cara oculta de Ictæria. Se trataba de una zona en sombra permanente, donde siempre era de noche, y donde sí había agua, pero estaba toda helada, al igual que el resto de su gélida superficie. Ahí tampoco había lugar para la vida, lo que parecía indicar que toda debía concentrarse en la estrecha intersección en perpetuo crepúsculo entre esos dos mundos antagónicos.
Eco llevaba al menos un par de jornadas de retraso en su particular misión de mensajero, pero estaba tranquilo, porque sabía que no llegaría tarde. En su camino de vuelta al que fuera su hogar en Hedonia, encontró un nimbo aislado. Estaba bien cargado, pero aún en estado de reposo, por lo que no suponía ningún peligro. La hueva del dígramo que se había comido le había despertado una sed atroz, y su cantimplora estaba vacía, de modo que decidió acercarse a echar un trago.
En un ágil movimiento que había repetido hasta la saciedad, dio un quiebro, extendiendo sus cuatro extremidades y sujetando las solapas de su sayo, frenando así su avance. Consiguió quedar perpendicular al nimbo, sobre el que comenzó a correr, esforzándose por perder velocidad a cada zancada. Hacerlo sobre aquella superficie esponjosa y resbaladiza resultaba mucho más complicado que hacerlo en tierra firme, pero él era un experto volador.
Finalmente consiguió detenerse. Enseguida las pezuñas comenzaron a hundírsele lentamente en la mullida superficie del nimbo. Si no se movía, acabaría atravesándolo de un extremo al otro, y caería por su parte inferior. Un rápido eclipse provocado por una pequeña isla errante le hizo levantar la vista. Notando cómo el furo de sus patas empezaba a empaparse, arrancó un trozo de nimbo y lo estrujó entre sus manos, por encima de su cabeza, haciendo caer el agua en su hocico abierto, saciando así su sed.
Repitió la operación un par de veces más, mientras no paraba de deambular de un lado a otro del irregular nimbo para evitar hundirse. Acto seguido aprovechó para llenar su cantimplora, pues aún tardaría bastante en llegar a su destino. Empapado y ahíto, corrió de nuevo hacia el borde del nimbo y se dejó caer al vacío. Adoptó la forma de una flecha, extendiendo frente a sí y juntando sus brazos y uniendo sus manos, tal como lo haría si pretendiese zambullirse en el agua. Tan pronto comenzó a ganar velocidad, tomó posesión del rumbo de su vuelo y siguió adelante.
Al menos media jornada más tarde llegó a un archipiélago de islas interconectadas entre sí por cadenas vegetales y caídas de agua. Para un volador inexperto resultaría muy sencillo despistarse, resultar atraído por una de las islas más grandes y acabar dándose un buen golpe. Por fortuna, ese no era el caso de Eco. Donde otro hubiera visto un peligro al que evitar, él vio una oportunidad.
Comenzó a acercarse a una de las islas vírgenes más grandes del archipiélago, haciendo aumentar más y más su otrora ya vertiginosa velocidad. Esperó y esperó, notando cómo la isla le reclamaba cada vez con más fuerza, y cuando la caída parecía inminente, viró el rumbo y se dirigió a otra de las islas, emitiendo un grito de júbilo. Un pequeño rebaño de cromatíes salvajes se le quedó mirando, pero pronto perdió el interés y siguió adelante. Eco repitió la operación varias veces, ganando más velocidad a cada nuevo envite.
Conocía muy bien ese archipiélago, de exuberantes árboles de intenso follaje carmesí y extensos prados verdeazulados, poblados por un sinfín de criaturas que vivían en un equilibrio perfecto dentro de sus particulares ecosistemas. Pero ahora lo que quería era dejarlos atrás cuanto antes.
Tras superar el archipiélago, pudo distinguir a lo lejos otra pequeña aglomeración de islas, cuya disposición le resultó gratamente familiar. No pudo evitar sonreír. Por fin había llegado a Hedonia. Agradeció haberlo hecho de una pieza, pese a la naturaleza de su viaje.


3

El sol azul estaba a punto de hundirse en el lejano horizonte de Ictæria. Las primeras estrellas ya empezaban a dejarse ver. El cielo estaba bañado por tonos turquesas y lavanda, que enseguida se desvanecerían para dar paso al negro más puro, pues el pequeño sol blanco hacía largo rato que había abandonado la bóveda celeste. Esa sería una noche total.
Una breve ráfaga de viento movió las aspas del molino. Una de ellas quedó delante de la ventana por la que Unamåe había estado observando el declive del sol azul. Cansada de esperar, suspiró, algo preocupada, y se bajó del banco corrido. Se dirigió al extremo opuesto del salón. La madera del suelo crujió a cada paso, y Snï, que hasta el momento había estado dormitando, se agitó. Un juego de luces y sombras verticales danzó por las paredes azuladas.
Unamåe se acercó al quinqué que pendía del techo en el centro del salón. En su interior había un ser de luz, un pequeño fuego fatuo. Se trataba de una llama viva con dos discretos aunque expresivos ojos oscuros como la noche. Snï estaba muy contento de verla, y no paraba de dar vueltas sobre sí mismo. Ella no pudo evitar sonreír, y acercó las manos al quinqué, para calentárselas.
UNAMÅE – ¿Ya te lo has acabado? Sí que tenías hambre, chico.
Unamåe retiró la bandejita inferior del quinqué, y vio que el pedazo de madera de sájaco que había colocado ahí a media tarde se había reducido a cenizas. Vació la bandeja en el cubo de compost de la cocina, junto con los desperdicios de su cena, y la volvió a colocar en su sitio. Snï revoloteó por encima de la bandeja, buscando algo más que consumir, y al comprobar que no había nada, volvió a su habitual bailoteo ondulante, sin parar de mirarla, expectante.
UNAMÅE – Vamos a hacer una cosa. ¿Qué te parece si saco el taoré?
El fuego fatuo se puso como loco dentro del quinqué, adoptando el habitual color morado que daba fe de su deleite. La pequeña HaFuna se dirigió a un viejo baúl que había junto a la mesa de trabajo de su habitación. La madera estaba algo hinchada, y le costó varios intentos abrir la tapa. De su interior extrajo un hato envuelto en una aterciopelada tela de color pajizo y se lo llevó consigo al salón. Tomó asiento en el banco corrido que había junto a las ventanas y lo desenvolvió con delicadeza.
En su interior se encontraba una de sus posesiones más preciadas. Se trataba de un instrumento musical de cuerda, hecho de madera noble, conformado de dos cuerpos con dos montantes y un yugo cada uno, uno más pequeño y otro más grande, cada cual con nueve tensas cuerdas. Era un instrumento viejo y muy usado, pero a pesar de ello, estaba exquisitamente bien conservado.
Se colocó la correa al lomo para sujetarlo y poder tener las manos libres, y se sentó en el suelo, dispuesta a tocarlo. Snï estaba frenético, agitándose con nerviosismo, haciendo que el quinqué basculase de un lado a otro. Unamåe, aún sabiendo que no hacía lo correcto, se levantó, se dirigió al centro del salón y miró al pequeño fuego fatuo, que desprendía un calor muy agradable.
UNAMÅE – Te voy a dejar salir, pero tienes que prometerme que te vas a portar bien.
Snï se tranquilizó un poco, dando a entender a Unamåe que cumpliría su parte del trato.
UNAMÅE – Y cuando acabemos, nos tenemos que ir a dormir, que ya es tarde.
El fuego fatuo se quedó prácticamente inmóvil. No obstante, tan pronto ella destrabó la pequeña portezuela del quinqué, salió volando como una flecha, y comenzó a revolotear alrededor de la sala, formando por doquier un juego de sombras en incesante movimiento. Ella le siguió con la mirada, dando vueltas sobre sí misma, maravillada de su vitalidad. El pequeño fuego fatuo comenzó a dibujar espirales alrededor de Unamåe, agradeciéndole el gesto.
La pequeña HaFuna tomó asiento en el suelo, de espaldas a la pared, y se colocó el taoré en el pecho. Tan pronto comenzó a tocar el instrumento, haciendo una pequeña escala invertida para comprobar que seguía afinado, el fuego fatuo se puso aún más morado, apaciguándose un poco.
Unamåe no precisaba de partituras para tocar su taoré. Llevaba tocando ese instrumento desde que disponía de uso de razón. Tenía muy buen oído y había practicado tanto con él, que cuando lo tocaba pareciera que ambos se fundieran en uno.
Muchas de las piezas que conocía las había compuesto ella misma. La que escogió, no obstante, era una vieja tonada popular, cuyo origen se remontaba cientos de ciclos atrás, titulada El cantar de Hunna. La escogió porque era una de las favoritas de Snï. El pequeño fuego fatuo, tan pronto la reconoció, comenzó su particular baile, agitándose y retorciéndose al ritmo de las notas, brillando con una intensidad inusitada. Estaba especialmente contento esa noche.
Unamåe tocaba con una sonrisa en los labios, siguiendo a Snï con la mirada a cada nueva cabriola que hacía. La pieza era bastante larga, e iba en franco crescendo. Estaba a punto de llegar al clímax cuando, sin previo aviso, Snï paró de bailar y adoptó un color verduzco. Voló a toda velocidad de vuelta a su quinqué, y se metió en él. Unamåe dejó de tocar el taoré y frunció el ceño, extrañada por el repentino cambio de actitud en su amigo. Se dio media vuelta y entonces lo comprendió.
La puerta de entrada estaba abierta. Con el sonido de la música, no debía haberla oído. Bajo su umbral estaba Eco. Unamåe se quitó el taoré de encima, dejándolo con cuidado sobre la tela que hasta hacía poco lo había envuelto, y corrió en dirección a Eco. Dio un salto y se agarró a él en un fuerte y emotivo abrazo. Lo hizo con tanto ímpetu que Eco perdió el equilibrio y cayó de espaldas, con ella encima. Ambos comenzaron a reír a carcajadas.


Gracias por vuestra atención, y salud a tod@s. :)

David.
0 respuestas