Cuando nací, los primeros brazos que me acogieron fueron los de una máquina de mediana edad, de unos sesenta y pocos años. Fue una acogida muy cariñosa, aún hoy, a mis casi caducados dieciocho años recuerdo esa apertura de brazos ansiosa.
La máquina me ha ido acompañando a lo largo de este tortuoso camino que es mi vida, en todo momento sabía que si sucedía algo ahí estaba mi máquina, un toque de teléfono y sabía que no me fallaría. Su generosidad, los paseos por Barcelona cuando le decía de pequeño "venga, vamos a la Rambla a ver las cosas raras"... Sí, me encantaban las "cosas raras" de la Rambla de Barcelona: las tiendecitas de animales, esos hombres-estatua que cuando les echaba cinco pesetillas se movian de forma graciosa, los bancos llenos de abuelos dándole de comer a las palomas...Pero lo que más me gustaba era cuando la máquina me explicaba sus batallitas de cuando era joven. Me entretenía mucho, es más, tenía ganas de que llegara la tarde, ansioso por oir una de sus historias.
Los años han pasado, y la máquina ha seguido a mi lado, envejeciendo cada minuto que pasaba. Hoy, a sus 82 años aún está a mi lado, y es sorprendente cómo se conserva, cómo conserva su carcasa a prueba de la erosíon de las décadas, mas interiormente, los engranajes empeizan ya a fallar, los pequeños problemillas se juntan haciendo el llevar de la vida cotidiana un poco más fatigoso.
Hace cosa de dos años que las pequeñas piezas de su maquinaria empezaron a tontear. Pero, claro, por inercia no se le da importancia pues pienso "ah, son sólo cuatro tonterías que se curan con el tiempo".
Pero la verdad es que sufro pensando en el día en que las piezas grandes empiecen a fallar, hasta que haya un fallo general y la máquina cese. En esos momentos, la mente se me hace un nudo de melancolía y se me escapa una lagrimilla.
Por eso me esfuerzo cada día en cuidar a mi máquina con todas mis ganas. Grácias a eso, he llegado a una conclusión:
"Quien tiene un abuelo, tiene un tesoro"