Relato propio: La Muerte Tenía un precio

Buenas, aquí os dejo un pequeño relato "terrorífico" que envié para un concurso de Halloween este año pasado, cuando todavía existía la civilización.

Espero que os guste.

LA MUERTE TENÍA UN PRECIO
El brillo del televisor era toda la iluminación con la que contaba el salón, y apenas sí conseguía disipar las tinieblas de la enorme estancia. Se trataba de un salón finamente decorado y en cuyas estanterías reposaban los objetos y recuerdos de toda una vida. De las paredes colgaban cuadros con retratos de seres queridos; unos, fallecidos hacía ya tiempo y otros, como si lo estuvieran, habían relegado al olvido al dueño de aquel lugar.

En la pantalla, unos tipos en pantalón corto y camiseta a rayas festejaban su pase a la final abrazándose con entusiasmo unos a otros mientras el público los jaleaba. Y encorvado en su viejo butacón se hallaba Fermín, luchando por mantener el pulso para poder llenar su copa de brandy. Sus 89 años de edad no le daban tregua últimamente y le hicieron derramar más de lo que le hubiese gustado. Cuando por fin la hubo llenado generosamente, levantó su copa hacia la pantalla en un sentido brindis y engulló un buen trago de una sentada.

En días como aquellos, con una programación deportiva importante, la soledad se hacía más llevadera. Era lo poco que le quedaba ya, el fútbol y el recuerdo de sus días de gloria como vendedor, de los cuales aún se vanagloriaba con sorna cuando se dejaba caer por el hogar del jubilado a echar una partidita. Se jactaba, y no sin fundamento, pues había sido un auténtico crack en lo suyo, un vendedor todoterreno, y eso le enorgullecía.

Sus comienzos habían sido humildes, en los 60, vendiendo aspiradoras a domicilio a amas de casa a las que sabía cómo engatusar con un producto, que, como él bien sabía, más que atrapar el polvo acabaría acumulándolo en un cajón. Pero se le daba bien, o al menos lo suficiente como para poner un plato en la mesa para él y para su querida Paquita. Pero entonces decidió dar un salto que cambiaría su vida. El paso lógico habría sido pasar de las aspiradoras a las enciclopedias en una España que, al comienzos de los 70, empezaba a abrirse al mundo, al conocimiento y a la ciencia. Pero Fermín decidió ir a por todas y comenzó a vender relojes y joyas, en su mayoría productos de lujo. A las pocas semanas de comenzar, comprendió dos cosas: La primera, que vender productos que la gente no necesitaba pero quería, era mucho más sencillo que lo contrario, por caros que estos fueran. La segunda cosa que descubrió fue que se le daba de miedo. Pronto, lo de ir a comisión empezó a saberle a poco y decidió abrir su propio negocio, una joyería, pequeña pero elegante, en pleno casco antiguo de la ciudad. La inversión inicial fue tremenda y dejó sus cuentas renqueantes, lo cual le valió más de una pelea con Paqui, pero no pasó mucho tiempo hasta que los riesgos asumidos comenzaron a dar sus frutos. Fermín era un gran conocedor del alma humana, y sabía cómo usarlo a su favor. Muy pocas de las personas que entraron a su joyería se marcharon con las manos vacías, algunas sin llegar a comprender ni el porqué, ni tan siquiera el cómo. Y Fermín mientras tanto se frotaba las manos y llenaba una copa de brandy tras otra.

Pasaron los años y la salud de Fermín comenzó a deteriorarse. Sus hijos, que vivían fuera, se desentendieron del negocio y, tras la muerte de Paquita, también se desentendieron de Fermín. Él sabía que no había sido un gran padre, pero siempre pensó que merecía más. Desagradecidos. Al final, se vio obligado a traspasar el negocio y jubilarse, y se quedó solo, en su cavernoso hogar, encendiendo puros y llenando copas en la penumbra, esperando lo inevitable.

Y lo inevitable era inminente. No te duermas, pensó Fermín. Pero no podía evitarlo. Sus parpados pesaban más y más. Notaba su respiración débil y entrecortada, y el corazón latía cada vez con más suavidad, como si tuviera un ratoncillo en el pecho. Tuvo la sensación de que el brillo del televisor se iba haciendo más tenue, envolviendo la habitación en una oscuridad cada vez más pesada y más densa. El sonido le arrullaba y le hacía entrar en ese estado de duermevela que precede al sueño, donde la realidad y la ensoñación se mezclan, solo que esta vez podía sentir como sus fuerzas y su voluntad misma se hundían en él. Si te duermes…Intentó tocarse la cara, en un vano intento de mantenerse despierto, pero ambas manos reposaban sobre su regazo, inertes. Dejarse llevar resultaba tan tentador…

Apenas había cerrado los ojos cuando lo sintió. Volvió a entreabrirlos y trató de concentrar sus adormilados sentidos. El televisor emitía una luz gris e inerte, como si se hubiera desintonizado. A sus pies, una fina neblina escarchada fluía como un riachuelo. Una ligera ráfaga de aire frió pasó justo a su lado, cargada de estática, que hizo que unas oscuras cortinas a su izquierda ondeasen sutilmente. Solo que las cortinas estaban a su derecha. No se atrevía a girarse, pero tampoco lo necesitaba. Sabía muy bien que no estaba solo y sospechaba quien era aquél que le observaba a su lado, en taimado silencio. Un invitado no deseado, a quien no podría pedirle que se largara.
—Es la hora, Fermín —dijo el extraño a su lado. Su voz sonó menos lúgubre de lo que Fermín hubiese esperado. Seca, rota y firme, pero en cierto modo afable. Estaba junto a la pared, fuera de la mirada de Fermín. Pero cerca. Amenazadoramente cerca.
— ¿Está seguro de que ya me toca?
—Completamente. Nunca me equivoco en estas cosas.
Fermín refunfuñó. Como si tuviera ocho años y su madre lo mandara a la cama temprano.
—Pensé que tenía más tiempo.
—Hombre, no me diga usted que esto le pilla de improviso. Lleva desde los quince años bebiendo y fumando. Y Ducados, nada menos.
—Ya, pero, aún así…
—Entiendo que a nadie le viene bien morirse. Pero es lo que hay.

Entonces, su invitado dio unos pasos adelante, colocándose a la siniestra (y nunca mejor dicho) de Fermín. Este, con arrojo, le dedicó una mirada de arriba abajo, a la luz del televisor. Era alto, más que un hombre normal, y su altura estaba aún más acentuada si cabe por su esbelta figura. Una ondeante capa negra le cubría por completo, desde el suelo hasta una capucha de una oscuridad insondable, rasgada tan solo por el fulgor de dos ojos que brillaban rojos como carbones encendidos. Su esquelética mano izquierda sostenía un largo cayado, más alto aún que la propia figura que lo sostenía y en cuyo extremo reposaba una larga hoja curva de metal finamente trabajado y cuyo extremo Fermín adivinaba extremadamente afilado.

Durante un instante que pareció eterno, ambos clavaron su mirada en el otro, escrutándose mutuamente.
—No tiene miedo —dijo el ser frente a Fermín.
—¿Debería?
—Suele ser lo habitual. Aunque no es lo que pretendo. La muerte debería ser algo que afrontar con entereza.
—Como todo en la vida —afirmó con confianza Fermín.
—No podría estar más de acuerdo.
—¿ Y hace usted esto a menudo?
—Pues hombre, se puede imaginar que el mío no es un negocio que conozca vacas flacas.
—No, no me refiero a lo de segar almas. Si no a lo departir un rato con sus víctimas.
—Oh, yo no les veo como víctimas. No me gusta ese término.
—Bueno, pero es usted un verdugo, al fin y al cabo.
—Esa es una simplificación demasiado efectista —el ser que tenía delante movía la cabeza en señal de desaprobación. —Yo me veo más bien como un intermediario, ayudo a las almas de los condenados a cruzar de un lado a otro. Podría decirse que facilito el tránsito.
—Cómo los yogures —Si a su invitado no le gustó ese apunte, no pareció demostrarlo. Su rostro oculto entre las sombras se adivinaba imperturbable.
—¿Y respecto a mi pregunta? —insistió Fermín. — No esperaba tanta charla, ni tan siquiera un saludo por su parte. Aunque no puedo decir que me disguste.
—No suelo hacerlo a menudo —admitió su invitado. —Pero cuando la persona en cuestión está sola entiendo que la posibilidad de unas últimas palabras siempre es bienvenida.
—Es usted un caballero. No esperaba tanta deferencia.
—Ya le digo que no es mi intención atemorizar. Mi trabajo exige respeto. Es lo que ofrezco y lo que espero.
—Como cualquier trabajador.
—Como cualquier trabajador. Ahora, si no le importa, se está haciendo un poco tarde y hay otros que requieren de mis servicios. —La guadaña se alzó lentamente, hasta casi alcanzar el techo.
—Oh, adelante, adelante, no es mi intención hacerle perder el tiempo. Aunque… —Fermín torció el gesto.
—¿Sí?
—No es nada.
—Le aconsejo que no se deja nada en el tintero. Puedo asegurarle que no habrá otra oportunidad.
—Es que…ha dicho usted que el respeto es importante, y sin embargo…
—¿Qué?
—Las pintas que me lleva, hombre —dijo Fermín al fin. —No corresponden a alguien de su categoría. No se… No quisiera ofender ¡ojo! pero su atuendo no me parece el adecuado.
Hubo un prolongado silencio. Fermín no sabría decir si había ofendido a su invitado o, en cambio, le había hecho recapacitar. La imposibilidad de ver su rostro no ayudaba.
—Me dedico a segar las vidas de los hombres, Fermín. ¿Qué va a ser más adecuado que una guadaña? Y le aseguro que ayuda en lo que al respeto concierne.
—Sí, si la guadaña no está mal, pero y ¿qué me dice de esa capa raída?
—Pues que me viene muy a mano. Créame si le digo que a veces este es un trabajo sucio.
—Ya, pero un trabajo tan importante como el suyo…Yo creo que debería usted cuidar un poco más su imagen. Es solo un consejo. Por suerte o por desgracia hoy en día es más importante de lo que cree, se lo aseguro. Fíjese en mí. De punta en blanco siempre en la tienda ¡Claro hombre! Eso da una impresión de negocio serio, de triunfador. A la gente le gusta eso, les da confianza.
—No tengo la impresión de que una corbata vaya a suponer un cambio a mejor en mi caso, la verdad.
—No me refería a eso, sino más bien a…—Fermín se llevó la mano a la barbilla durante unos segundos, pensativo. Entonces saltó del asiento e hizo a un lado al macabro ser que tenía en frente con menos delicadeza de la que hubiese deseado. Abrió el cajón de una cómoda y comenzó a rebuscar —Debe estar por aquí, estoy seguro.
—Yo de usted no me movería mucho. El crujir de sus articulaciones no hace más que aumentar mis ganas de asestarle un mandoble.
—Deme un segundo, verá como le merece la pena ¡Ah! Aquí está — Fermín volvió entonces al sofá, donde se dejó caer pesadamente. En las manos llevaba una pequeña cajita de de madera finamente acabada. La abrió ante su invitado, dejando a la vista un magnífico reloj, que aún en la escasa luz emitía un tentador brillo plateado. —Marca Omega. Lo cual deje que le diga que le viene a usted que ni pintado. Antimagnético, brazalete de acero noble, sumergible 30 metros, por si tiene que fulminar a un submarinista. Una auténtica joya, se lo garantizo. Además, el tono plateado combina muy bien con el gris de sus huesos. —Entonces hizo una pausa—. Es caro, pero por supuesto podemos hablarlo, todo es negociable ¿verdad?

Durante unos segundos que parecieron eternos, la Parca miró fijamente el reloj, con pequeños ojos rojos, y a Fermín le pareció ver una chispa de deseo en ellos. Pero entonces, de forma repentina, aquel ser profirió una risa desprovista de toda alegría, profunda y lúgubre.
—Ay Fermín. A lo largo de los milenios he visto de todo. Hombres y mujeres han suplicado de rodillas. Han intentado convencerme de que otros lo merecían antes que ellos. Incluso me han retado a partidas de ajedrez. Pero sobornarme con un reloj…esto es nuevo.
—¿Quién ha hablado de soborno aquí? ¡Fermín Castillo no soborna! ¡Negocia! Es algo muy diferente…un trato entre caballeros es lo que yo propongo.
—¿Y para que quiero yo un reloj, Fermín? Se perfectamente cuando le llega la hora a cada ser humano sin necesidad de uno.
—Oh, por favor. Si de verdad piensa usted que un reloj es para dar la hora, es que no sabe nada de relojes.
—Juraría que eso es todo lo que hay que saber, pero si usted lo dice…
—¡Un reloj es una marca de distinción, por el amor de Dios! La mayoría de los relojes distinguen a los hombres de los chicos, pero este… ¡este distingue a un caballero del resto de los hombres! Se lo digo yo. Cuando sus clientes le vean aparecer con esto, se tumbarán mansos y se dejarán hacer —Fermín recostó entonces su cabeza contra el sofá con ojos melancólicos. —¡Ay! ¡Eso me recuerda a mi Paquita!
—Reconozco que es usted un buen vendedor, Fermín, no me extraña su éxito. Pero me temo que aquí ha pinchado hueso, y debo rehusar su oferta. Si bien no negaré que se trata de una exquisita obra de orfebrería. Pero no la necesito. No la quiero.
—En eso se equivoca, yo diría que sí lo necesita —entonces golpeó la esfera del reloj con un dedo y su mirada se volvió más intensa—. Con esto, todos sabrán quien manda aquí, quien está al cargo. Vamos, que es usted un profesional y no un…bueno, ya sabe.
—No, no sé.
—No quisiera decirlo.
—Le conmino a hacerlo.
—Pues…un becario. Sí, un becario. Siento decirlo, pero es la impresión que usted me da. —Tras esas palabras, Fermín creyó oír un leve gruñido procedente de donde aquel ser debía de tener la boca.
—Fermín…llevo desde el principio de los tiempos arrastrando al abismo las almas de los hombres…le aseguro que soy un profesional.
—¡Claro! Y yo lo sé, porque ya le conozco un poco. Pero, ¿y los demás? Ay amigo…hoy en día la imagen es tan importante…
—Sí, ya lo ha dicho varias veces —la Parca emitió entonces un leve carraspeo—. Solo por curiosidad… ¿Qué es lo que pide por el reloj? Espero que entienda que me es imposible indultarle. Ni a usted ni a nadie, por supuesto.
—Oh, no no no no no. Lejos de mi intención vivir para siempre. Tan solo…dos semanitas más. Concretamente diecinueve días.
—Eso me parecen más bien tres. Pero dígame. ¿Porqué diecinueve días exactamente?
—¡Es la final! ¡La gran final! Jugamos contra el Manchester. No recuerdo cual de los dos. ¡Ah, los ingleses, que rabia les tengo! Va a ser un partidazo, no me lo perdería ni mue…este…ya me entiende usted.
—Entonces, ¿sellaría usted su destino con el pitido final?
—No hombre, eso sería muy seco. Que menos que verles levantar la copa, si es que ganan, que ganarán, eso siempre hace ilusión. Y quizá el paseíllo.
—Ya… ¿no se le antoja nada más, Fermín?
—Pues vaya, sí. Que me dé tiempo a tomarme un lingotazo para celebrarlo. O dos, creo que tengo una botella sin empezar en algún sit... —El golpe del cayado contra el suelo provocó un gran estruendo, que resonó en la cavernosa casa e hizo vibrar los cristales de las ventanas. Un cuadro cayó al suelo.
—¿Con quién cree que habla, Fermín? —Los ojos de aquella cosa se encendieron como llamas carmesíes y su voz, hasta ahora calmada, se elevó de tal forma que hizo ondear las cortinas de la habitación—. Yo soy un ser omnisciente y eterno, que trasciende el tiempo y el espacio. Estoy más allá de las debilidades de los hombres y mi voluntad… ¡Mi voluntad es la ley!


En la pantalla del televisor, un tipo bajito y con barba recorría el césped de un estadio mientras levantaba al cielo un enorme trofeo. El público vitoreaba enfervorecido y él gritaba. Gritaba como si fuera a vivir para siempre.
Con una sonrisa en los labios, Fermín levantó una copa en señal de brindis, y entonces se la llevó a los labios. La engulló en pequeños sorbos, paladeando sin prisa, disfrutando, y entonces la dejó caer sonoramente sobre la mesilla junto a su butacón.
—¿Preparado? —dijo una voz ya familiar tras él.
—Un trato es un trato. Preparado.
En un hecho totalmente fuera de lo común, la Muerte apareció por segunda vez frente al mismo hombre. Esta vez no hubo charla ni titubeos. Su guadaña se irguió por encima de su cabeza, ominosa y brillante y Fermín se relajó, hundido cómodamente en su butacón.
—Que bien le queda —dijo.
La siniestra capucha miró entonces hacia su izquierda. El brazo que levantaba la guadaña emitía un pequeño brillo plateado a la altura de la muñeca.
—¿Verdad que sí? Es elegante, como usted dijo.
—Pues claro que sí, yo nunca fallo en estas cosas ya se lo había dicho.
—Aunque…
—¿Sí?
—Nada, es una tontería.
—No no, dígame. Me tomo muy en serio el servicio post venta.
—Tintinea. Al chocar contra mi muñeca. Claro, como soy todo huesos. Pero los clientes me oyen venir y así el trabajo pierde toda la gracia.
—Entiendo… —dijo Fermín llevándose la mano a la barbilla. Entonces sus ojos se iluminaron con una chispa y señaló a su invitado con una sonrisa—. ¡Ya lo sé!
—¿Qué sabe?
—Una pulsera de cuero. O de caucho. Sí…no brilla tanto como la que lleva ahora pero es más moderna, y se ajusta mejor. Una marrón claro, o azul oscuro. Sí…eso es.
—…
—Aunque a ver por donde las tengo…el stock que sobró cuando cerré se lo quedó mi hijo, el mayor. Supongo que puedo pedírselo y que me lo mande por correo certificado cuando pueda. Es un tío ocupado y no nos hablamos mucho, pero bueno…
—Dígalo ya.
—Pues estaba pensando...se ha quedado una supercopa tan bonita… ¡todo un derbi! Es a finales de Agosto, creo.
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