Volví a sentir la presión en mi pecho, el ardor en mis venas.
Volví a sentir el sabor de sus labios, unos segundos apenas.
Y es cuando despierto que me pregunto por cuánto más tiempo durará este castigo. Me pregunto si es divino y justo; o vulgar y abusivo como darle la vida eterna a un mortal. Me pregunto cuál es la finalidad: como si no lo tuviera suficientemente claro, como si no fuera conocedor de que nunca más se repetirá. Lo tengo asumido, ¿es que no te das cuenta…? Dime, ¿por cuánto más…?
Me la encuentro, no sin buscarla, en una ciudad de la que no sé ni el nombre. La encuentro distinta pero sigue siendo la misma: su pelo rubio ceniza y sus ojos azul marino, vívidos ante el espejo del baño, intensos bajo la luz de los focos. Me acerco y la observo: sí, no hay duda, es ella.
Después de una absurda situación acabamos en una habitación para luego trasladarnos a otra instantáneamente. No me importa dónde estemos, siempre que esté con ella, lo que me inquieta es no saber si ella está conmigo. Me acerco y su melena morena me hace cosquillas; le pido perdón.
Abrazados, nuestros ojos bailan al igual que nuestras piernas, que tiritan como hojas de papel de arroz ante el soplido de un niño. Le confieso que la necesito, y que siempre la he necesitado. Agarro su barriga y siento cómo encaja con la mía, lo mismo sucede con su pecho: ella es mi llave.
No recuerdo quién se acercó más de los dos pero sucedió. Y mis labios siguen a los suyos, y su respiración es como una brisa dulce que va directa a mi boca. Me alimento de su aliento mientras siento una simbiosis perfecta: he abierto la puerta.
Mi bello se eriza y mis labios se humedecen, con la espuma de las olas, al andar por encima de océanos prohibidos cuidando de no resbalar. Sin embargo, son curiosos y, soberbiamente engreídos o juvenilmente ignorantes, se zambullen y se ahogan anclados con la lengua en la gruta del placer. Naufragan y emergen en espiral hasta convertirse en un torbellino maquinal que absorbe cualquier pena habida, devolviendo gráciles cosquilleos y alivio sintomático a mi preexistente cardiopatía. Complacidos pues, liberan a sus prisioneros bautizados en el arte del amor en una última vuelta que parece no tener fin: estoy dentro.
Acerca su boca y me llena los oídos de vocablos acerca de atrayentes bombones que, luego descubro, están rellenos de amargo, como amargas son las promesas que recuerdo al verla marchar a los brazos de otro hombre. Hombres que sin duda no poetizarán ni vivirán, ni tan siquiera apreciarán, lo aterciopleado de sus labios, su fragancia a Azahar, la cadencia de sus ágiles movimientos, el dulce contacto, su mera presencia...
Evito hablar porque sé que estoy mudo y que no tengo voz. Sólo me hago a un lado. Me aparto de su camino porque ya no se cruza con el mío.
Ella es mi llave, sin embargo, ahora es un suspiro de lo que un día fue: la llave maestra que podía abrir todas las puertas habidas y por haber. Cada día me dejaba adentrarme un poco más en la estancia de la puerta de la que colgaba un letrero que ponía: felicidad. Era genial pasear con ella de la mano, y era tan difícil de creer que esto pudiera durar…
Hasta que un día se fue, dejándome un sobre con otra llave que sólo abría una puerta. Abatido, la abrí y me adentré hasta el final en ella pensando que la encontraría, siendo tan desastre que la perdí y ahora no puedo salir. Hace tanto tiempo que recorro estos pasillos llenos de espejos que reflejan lo que un día fui, que me han hecho olvidar qué soy y dónde estoy. Creo que en la placa empezaba con algo así como: desg, desdi… No lo recuerdo. Sólo sé que, muy a pesar mío, y sabiendo que ya no volveré a verla ni a sentirla, me gustaría salir de este sitio. Pero no puedo, algo me retiene.
Es como un campo de fuerza invisible que me impide el paso: por muchas veces que lo pruebe, por mucha fuerza con que lo intente. Al principio pensé que era una barrera que me impedía salir; ahora, incluso he llegado a pensar que se trata de una barrera de protección; o quizás, esto es lo que me gusta pensar que es. Eso hace cuestionarme por qué la ignorancia es más valiosa que la soledad, y por qué la soledad es mucho mejor que la felicidad. No sé de qué le sirve mantenerme encerrado. He aprendido la lección. ¿Por qué no me deja salir...?
Hoy, como tantos otros días, me he despertado con la mano entrecerrada, como si estuviera sosteniendo algo muy importante: la suya. Sin embargo, siempre está vacía, nunca hay nada.
Y es cuando despierto que me pregunto por cuánto más tiempo durará este castigo: pero nadie responde, nadie habla.