Otro cuento de mi época adolescente al que titulé, "Antes de las nueve y después de la medianoche".
Se sentó al borde de la cama y escuchó los ladridos de los perros de la calle. Su mente le regaló un pensamiento que lo transcribió en una hoja vieja, amarilla; la única que tenía y que fuera el resguardo de un mendrugo de pan.
Tomó un vaso del lavabo que tenía cerca y lo llenó con agua. Comió lo que para él era una solemne comida y esperó pacientemente el gong del reloj de madera de su madre. Nueve campanadas se escucharon, eran del reloj de la iglesia mas no el suyo. Esperó unos instantes, y los nueve gong que le pertenecían resonaron en el eco enorme de la casa vacía de corporeidad y llena de vivencias de su único morador.
La casa era una habitación, y la habitación era su refugio, y las letras sus soldados y la tinta de la pluma pequeñas gotas de sangre de una herida que jamás se produjo si no que se abría y se cerraba a voluntad; es la idea más pura, la realidad que abarca cualquier noticia porque es más poderosa que esta última ya que allí uno es un aspirante a Dios en una torre de hojas viejas y amarillas.
Luego de escribir la hoja, y al ver que no tenía otra, escribió sobre lo que estaba escrito y así culminó la novela más ilegible del mundo y la tituló Vida. Sabía que no sería una obra de arte, y aunque la escribiera los mejores autores de todos los tiempos, jamás iría a ser reconocida con ese nombre, porque es imposible que unos individuos escriban la historia de cada hombre que pasó por la tierra; y eso se debe simplemente a que nosotros somos tan diferentes como una gota de agua en una terrible tormenta que nos envuelve en una vorágine sin sentido y que la percibimos como la más grande de las verdades, la que dará lugar, sin lugar a dudas, a la gran oportunidad de seguir vivos en la inmensa agonía del que busca el existir en la llanura o en la altura, o en otras civilizaciones y en otros tiempos que siempre supimos que no los íbamos a visitar.
Ya habían pasado las doce de la medianoche y el escribiente decidió hacer un alto en su arduo trabajo, que es inventar o recrear momentos vividos, escuchados o leídos, y así hundirse en la mayor de las imaginaciones que es el sueño. En ese paseo onírico, sus cinco sentidos: gusto, olfato, tacto, vista y audición se concertaron en mezclarlo todo, e hicieron que una flor hable y que un perro camine con una pata y con muletas, y que aquel hombre que salió por la tele, a ese al que le dispararon una bala en el corazón y que descansaría en su perpetua calma, se quedó con el escritor hablando y escuchando todo cuanto hizo en el mundo terrenal.
Por esa pesadilla se despertó, rompió lo escrito y cogió la pluma y escribió en la pared devuelta lo que ya no sentiría más porque su mente así lo quiso y aquel desafortunado desliz se cobró una víctima y esa víctima es la imaginación.