Acabo de escribir este cuento, espero que les guste. Y no nesesariamente soy yo o lo que pienso

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Hasta ahora no le he puesto un título.
Aquí va:
Soñé con estar en donde estoy ahora. Pasé todo el día esperando este momento.
Había ido a la oficina a las nueve y media, como siempre; rutina asquerosa, ruin, gris. Llevaba mi traje oscuro y corbata azul. Marqué tarjeta. Entré a mi cubículo que por ocho horas sería mi reino, cuyo rey, yo, deseaba abdicar cuanto antes, pero no podía porque tenía responsabilidades; deseaba ser mendigo y recorrer las calles, las verdaderas, no las del edificio en dónde estaban mis dominios más difíciles, más desgraciados.
Prendí el ordenador, suspiré. Comenzaba el fastidio, ocho horas… sólo ocho horas, ¿qué son?, ¡una eternidad! Sobre mi mesa, la sala del trono, estaban las tareas de ese día. El olor a café, a cigarrillo y encierro se sentía en todos los reinos vecinos como una señal de guerra; todos queríamos ser el alto rey de la región, de la división.
El emperador, el jefe de la división, vivía también en su dominio, en su oficina; tirano de mano de hierro que acosaba a todos por igual, aunque más a las reinas que a los reyes. El antiguo emperador, era al revés, gustaba de atormentar a los pobres duques que eran los jóvenes mensajeros, que traían y llevan cartas de rendiciones, pedidos y otras desgracias disfrazadas en papeles A4 con membrete de la oficina.
Durante media hora hubo tregua, no seríamos más enemigos; no batallaría con mis compañeros para ser el alto rey; iríamos al comedor y allí repartiríamos ofertas de paz en forma de comida. No obstante, al terminar el campamento, un rey traidor, el más servil de todos, nos traicionaría para ganarse el amor y la admiración del emperador –siempre existe uno en todos los órdenes de la vida, y más en un mundo tan competitivo como el de estos años-, y por otras horas, la guerra sería encarnizada.
Marque nuevamente la tarjeta, ésta de salida. Llegué a casa. No tengo reina y príncipes que ver y menos conversar, tampoco tengo reyes padres, al menos no aquí, en mi residencia que era también la más bella pieza de mis dominios, que como podrán apreciar, se extendía por varias tierras, allende los mares y ríos de asfalto.
Deseoso de una vestimenta acorde a aquel dominio, decidí despojarme de mis atavíos suntuosos por algunos más cómodos. Luego me encerré en mi otra sala del trono, la más querida. Prendí otro ordenador, pero esa vez con placer, con el placer que se siente después de dejar al amante satisfecho, más que sentir el placer uno mismo.
La pantalla en blanco. Las ideas están viniendo. Escribiré este cuento: « Soñé con estar en donde estoy ahora».
Dejo de ser rey, ahora soy Dios.