Primer capítulo de la historia. Por cierto el foro se carga completamente el formato así que no os sorprendáis mucho de según que cosas. A ver si subo los capítulos en formato texto a alguna parte y los linkeo a cada hilo.
Capítulo 1: En el olvido
-Bien señores, eso es todo por hoy sobre la homogeneización no equivalente de corrientes de magia elemental. Ya pueden abrir los ojos y dejar de dormitar, la próxima lección debería resultar un poco más interesante incluso para ustedes.
Al tiempo que la bromista voz del maestro sacaba de su sopor a buena parte de la clase las cortinas se abrieron con un simple gesto de su mano dando paso a la plateada luz de Iridia. La estrella mayor de Áscadon estaba alta en el cielo, aguardando pacientemente la llegada de su gemela más pequeña que pronto asomaría por el Oeste, y su pálido centelleo entró por los grandes ventanales de arco apuntado de la clase ayudando a despertar a los que aún eran presa de la modorra.
Afortunadamente para los alumnos su maestro era con mucho uno de los más peculiares de la academia de magia de Liláncor y no parecía demasiado molesto por su falta de atención. Simplemente sonrió esperando a que recuperasen la compostura para poder continuar con la siguiente lección. Un comportamiento que los estudiantes agradecían enormemente pero que más de una vez le había traído problemas con el resto de magos de la academia, aunque esto último no le preocupaba demasiado.
Héctor, nombre que pocos conocían en aquel lugar, no era únicamente un mago como el resto de profesores de la academia. También era uno de los pocos veteranos supervivientes de la gran guerra, uno de los miembros con vida más antiguos del gremio de magos y el único que no estaba allí precisamente por vocación propia. Aunque pocos podrían adivinar nada de esto con solo mirarle pues su aspecto no se correspondía en absoluto con el de alguien de su edad y experiencia.
Al igual que sucedía con la mayoría de los magos más antiguos del gremio los conocimientos sobre magia de Héctor le habían permitido alterar el paso del tiempo sobre su propio cuerpo. Por eso a sus más de cien años el aspecto del mago no era precisamente el que cualquiera podría esperar de alguien con su edad. Su rostro mostraba cierta madurez por supuesto, pero en él no había rastro alguno de los típicos signos de la vejez. Su piel seguía siendo firme salvo por las pequeñas arrugas que asomaban tímidamente junto a sus ojos; sus rasgos, aunque marcados, no llegaban a ser duros ni en absoluto bruscos y su perfil resultaba extremadamente elegante debido a la forma en que su afilada nariz continuaba la línea natural de su frente para rematar en una definida barbilla.
Los cabellos del mago tampoco habían sufrido los típicos cambios que la edad traía a los humanos, seguían manteniendo el mismo oscuro tono dorado que en su juventud incluso en la recortada perilla que adornaba su rostro y Héctor los lucía con un orgullo que su peinado dejaba bastante claro. En lugar de recogidos como la mayoría de magos del gremio, Héctor había optado por mantener su frente despejada como ellos pero dejar libres el resto de sus cabellos en una corta melena salpicada de finas trenzas que le llegaba casi hasta los hombros.
En conjunto todos estos rasgos tan atípicos en alguien de la edad de Héctor daban al mago el aspecto no de un joven como sus estudiantes, al fin y al cabo ni la magia de los propios archimagos llegaba tan lejos, pero sí la de alguien con apenas un tercio de su edad real. Lo que lo convertía, para alegría de buena parte de sus alumnas, en uno de los magos más apuestos del gremio y sin duda el único de toda Liláncor que podía atraer los ojos de aquellas jóvenes.
Para el resto de sus estudiantes nada de esto importaba sin embargo. Lo único que veían al mirarle era la serenidad de un rostro que transmitía a la vez sabiduría y firmeza con cada una de sus facciones, no la superioridad o incluso el desprecio con que los miraban otros magos, y esto bastaba para ganarse su confianza. O al menos así era cuando no se dedicaba a bromear con ellos como en esta ocasión. Algo bastante frecuente y que había hecho que sus estudiantes fuesen los más acostumbrados de toda la academia a lidiar con bolas de fuego y otros fenómenos no precisamente normales que solían tener lugar en su clase.
-Si han terminado de… recuperarse de su profunda meditación sobre la lección anterior. –Continuó Héctor, con un tono socarrón que haría sonreír a algunos de los alumnos que no se habían dormido. –Me gustaría seguir con otro tema. Uno que sé por experiencia que les encanta.
-¿Va a contarnos más cosas sobre la guerra, profesor? –Se apresuró a preguntar uno de los alumnos mayores de la clase, sus ojos observando con ilusión al mago en espera de la respuesta que todos deseaban oír.
-Admito que esa era mi intención original. –Confirmó Héctor, aunque su tono mostraba ciertas dudas que preocuparon a todos sus alumnos. –Pero el director cree que estas historias no son apropiadas para la clase. En sus propias palabras, “no debo mancillar sus jóvenes mentes con relatos de algo tan horrible y deleznable como esa guerra”.
-¿Entonces de qué vamos a hablar en la hora de debate? –Preguntó otro de los estudiantes, en esta ocasión una joven humana que se sentaba justo en la primera fila. -¿Seguiremos con las corrientes?
-Es una opción. –Le dio la razón Héctor sin perder su socarrona sonrisa. –Pero ya que es una hora dedicada a su formación como personas y no como magos creo que sería más productivo algo un poco más general. ¿Qué tal si hablamos de historia? Cierto es que eso podría llevarnos de nuevo a tratar sobre la guerra pero… ¿Qué podemos hacer si forma parte de ella? Sería inevitable, ¿No creen?
Las palabras del profesor arrancaron de inmediato una animada sonrisa a prácticamente toda la clase. Le conocían lo bastante como para saber lo que quería decir realmente con aquello y todos parecían entusiasmados con la idea. Incluso aquellos que hasta entonces habían estado medio dormidos se despejaron por completo y lo miraron con interés esperando ansiosos que empezase.
-Parece que todos estamos de acuerdo entonces. –Continuó Héctor con tono satisfecho al tiempo que rodeaba la mesa de cuarzo negro con forma de cuarto de luna que levitaba justo frente a su silla y se apoyaba en ella haciéndola descender unos centímetros con su peso. -Hoy hablaremos sobre un colectivo especialmente importante para la historia de Áscadon pero al que, curiosamente, a menudo se evita nombrar: los Warlocks.
Un pequeño murmullo inundó de pronto el aula en cuanto Héctor pronunció aquella vieja palabra. La mayoría de los alumnos habían escuchado antes ese nombre pero pocos sabían qué se ocultaba realmente tras él, solo que su leyenda formaba parte del pasado más oscuro de su mundo. Por eso la mayoría se mirarían entre ellos como buscando respuesta en los ojos de los demás y recordando el temor con que todo aquél al que habían oído hablar de ellos solía pronunciar ese nombre.
-Vaya, he aquí una pequeña sorpresa. –Sonrió Héctor al tiempo que levantaba una mano haciendo caer hacia su codo la manga de su túnica y comenzaba a juguetear con dos pequeñas piedras que flotaban entre sus dedos chisporroteando ligeramente. –Veo que la mayoría ya están familiarizados con el término. Eso facilitará las cosas. ¿Algún voluntario para definir al resto de la clase qué es un Warlock?
Esta vez la respuesta de los alumnos fue completamente distinta. Un incómodo silencio se extendió por toda la sala y los mismos estudiantes que hasta hace unos segundos lo observaban con atención ahora evitarían a toda costa la mirada de su profesor. Algo a lo que Héctor ya estaba acostumbrado y que lo hizo sonreír de nuevo, aunque esta vez de forma mucho más sombría.
-Está bien, lo haremos como siempre.
Dicho esto, Héctor soltó ambas piedras que descenderían unos centímetros hasta pasar a girar alrededor del complicado tatuaje rúnico que adornaba su muñeca y simplemente chascó los dedos. Un gesto aparentemente inofensivo viniendo de cualquier otro, pero que en su caso puso en guardia a todos sus alumnos. Sobretodo al ver como un pequeño chispazo azul brotaba entre ambos dedos nada más rozarse y, segundos después, la voz de uno de sus compañeros resonaba por toda la clase quejándose del calambrazo.
-Eso está mejor. –Sonrió el maestro mientras observaba como su “voluntario” se frotaba dolorido el hombro en que acababa de recibir la descarga. – ¿Su respuesta, señor Menari?
El alumno, esta vez un joven enano, suspiró con resignación ante la peculiar forma de designar voluntarios de su profesor y pensó en una forma de responderle. Aunque no sin antes subirse al pequeño pedestal que permitía a los de su raza hablar a la misma altura que los demás.
-Los Warlocks eran… -Titubeó por unos segundos, buscando las palabras apropiadas para algo de lo que no estaba muy seguro. -…magos demoníacos, ¿No?
-En primer lugar, no “eran”: son. Siguen existiendo aunque no formen parte de ninguno de los gremios ni la coalición los reconozca. –Replicó el profesor con tono ya bastante más serio, como si quisiera transmitirles la importancia de aquellas palabras. –Y en segundo lugar, aunque diese por correcta su definición ésta traería consigo una nueva pregunta: ¿Qué es exactamente un mago demoníaco?
-Pues…. ¿Un mago negro? –Trató de responder el alumno, no muy seguro de cómo salir del atolladero.
Esta vez fue Héctor quien dejó escapar un suspiro al oír aquella respuesta. Pero en su caso no se trataba de un suspiro de resignación sino de decepción mientras le indicaba con la mano a su alumno que volviese a sentarse antes de tomar de nuevo las riendas de la clase.
-Me temo que esa ya no es una definición tan válida, es más, me entristece comprobar que incluso entre estos muros todavía siguen vigentes viejos tópicos sin sentido como ese. –Dijo con un tono ligeramente serio mientras los miraba a todos, evitando centrar su atención en el joven enano para no abochornarle demasiado. –Los Warlocks no pueden ser magos negros por la sencilla razón de que la magia negra, como tal, no existe. No hay corrientes asociadas a ella ni energía alguna que pueda considerarse como la base de un tipo de magia así. Tan solo se trata del nombre con que algunos colectivos de mentes digamos… simples, han dado en llamar a una serie de hechizos de las distintas escuelas cuyo uso y efectos a menudo plantean serias dudas éticas o morales. Uno de los más comunes es el de veneno o enfermedad, un simple hechizo de la disciplina natural. O los hechizos de pánico cuya disciplina es en realidad la ilusión.
-¿Entonces qué son los Warlocks profesor? –Preguntó otro alumno, un orco cuyo elegante traje azul contrastaba bruscamente con los afilados y curvados colmillos inferiores que sobresalían entre sus labios. –Nadie quiere hablar nunca de ellos. Es normal que creamos que ya no existen si incluso los maestros actúan como si fuese así.
-Lo es, lo es. –Asintió Héctor con tono más animado. –Pero debéis comprenderles, el miedo tiene ese efecto sobre la gente. A menudo la ignorancia representa la felicidad con más exactitud que el conocimiento.
Dicho esto, Héctor volvió a bajar el brazo y las piedras pasaron una vez más de girar alrededor de su muñeca a juguetear entre sus dedos mientras él tomaba aire para continuar.
-Empecemos por el principio. –Dijo con un tono mucho más próximo ya al de un verdadero maestro. –La palabra Warlock proviene de la lengua Nimure y significa, traducida literalmente, “guerrero sagrado”. Estoy seguro que muchos verán la ironía que se esconde en este hecho, pero enseguida comprenderán la razón por la que estos individuos recibieron ese nombre.
-¿Por qué para los Nimure eran salvadores? –Creyó comprender una joven elfa, sus largas y puntiagudas orejas moviéndose ligeramente como muestra de su impaciencia. –Durante la guerra lucharon para ellos.
-Ese es un buen razonamiento. Pero me temo que no es tan sencillo. –Respondió su maestro. –Para entender el por qué recibieron ese nombre lo primero que han de comprender es quienes eran. Y la verdad, esa que rara vez escucharán fuera de estos muros cuando se habla de este tema, es que originalmente los Warlocks ni siquiera eran guerreros… sino sacerdotes.
Una más que comprensible sorpresa apareció de inmediato en el rostro de cada uno de los alumnos nada más oír esto. Ninguno encontraba sentido a lo que acababa de decir su maestro, pero aún así se mantuvieron en silencio y esperaron a que continuase con su explicación. Tan interesados como siempre en sus historias y en averiguar aquello que solo él se atrevía a contarles en la academia.
-Todo tiene más sentido de lo que parece. –Siguió Héctor en cuanto vio que no había preguntas entre sus alumnos. –Como todos saben, o al menos deberían saber, los sacerdotes de cada culto reciben sus poderes del dios al que adoran. Esa es la razón por la que no se les considera estrictamente magos y sus poderes difieren de los nuestros, sencillamente porque se basan en corrientes “especiales” que no son otra cosa más que el poder de la deidad concreta a la que adoran. Pues bien, los Nimure también tenían a su dios, aunque en su caso todo fue un poco diferente.
Al tiempo que decía esto Héctor hizo un nuevo gesto con la mano que todavía tenía libre, en esta ocasión hacia uno de los extremos de la mesa dónde descansaban varios cuencos de ónice. Cada uno de ellos contenía lo que parecían pequeños montones de polvo de cristal de un color determinado y que reaccionarían de inmediato a la silenciosa orden del mago.
En apenas un segundo una pequeña nube de cristales de cada color volaría desde sus cuencos hasta acercarse a la mano de Héctor, se mezclaría con las demás hasta formar una amalgama de colores y poco a poco tomaría forma. Hasta que un brillante y detallado mural representando a todas las razas mortales quedaría flotando justo junto al mago que de nuevo bajaría la mano.
-El orgullo de los Nimure les impedía adorar a un dios al que ya rindiese culto alguna de las otras razas. Como saben eran la raza primigenia y consideraban que las demás éramos simples alimañas evolucionadas a partir de ellos a las que había que exterminar para que dejásemos de mancillar la pureza de su sangre con nuestra existencia. Adorables, ¿No creen? –Continuó el maestro, sonriendo al ver el interés con que sus alumnos le escuchaban. –En todo caso, para llevar a cabo su guerra y cumplir ese objetivo necesitaban al menos del apoyo de un dios, de lo contrario estarían en desventaja clara frente a las demás razas. Y lo encontraron, poco antes de la guerra dieron con un dios al que ninguna raza había conocido aún. O al menos eso fue lo que pensaron ellos, pero ese dios resultó ser en realidad el mismísimo señor de los demonios: Adraxus. Así nacieron los primeros Warlocks, sus sacerdotes, que recibieron sus poderes directamente de él y también la habilidad para invocar a algunos demonios que no los servían realmente a ellos sino a su señor.
-¿Entonces los Warlocks en realidad son como los sacerdotes de mi pueblo? –Preguntó de nuevo el enano rascándose la barba con los gruesos dedos de su mano.
-Lo eran. –Asintió el maestro, aunque dejando claro que no había terminado. –Pero todo eso cambió durante la guerra. Cuando los Nimure abrieron el portal al mundo de “su dios” y las hordas de demonios entraron en el nuestro ni siquiera sus sacerdotes sobrevivieron. Los Nimure eran un peligro para Adraxus ahora que se habían dado cuenta del engaño pues podían cerrar de nuevo el portal, así que ordenó a su hermano Gorkash que los exterminase. Pero el arte de los Warlocks no se perdió con su muerte.
Como para reforzar sus siguientes palabras, Héctor levantó la mano de nuevo y apuntó con su dedo al dibujo que representaba a una de las razas humanas.
-Otros recogieron su testigo. Los esclavos de los Nimure que atendían los templos, en su mayoría humanos de las tierras circundantes a su imperio, encontraron en el poder que hasta entonces habían usado sus amos la forma perfecta para escapar a la muerte. Usaron sus mismos hechizos para obtener poder no del señor de los demonios sino de otros demonios menores, infinitamente menos poderosos pero a la vez más fáciles de manejar. Aprendieron a esclavizarlos para que les sirvieran a ellos y no a Adraxus, a arrancarles por completo la voluntad y arrojarlos contra sus propios congéneres para protegerse. Hasta que el propio Gorkash volvió su atención hacia ellos intrigado por sus peculiares habilidades. –Héctor tomó aire de nuevo en este punto, recorriendo con la mirada el rostro de cada uno de sus alumnos para asegurarse de que le seguían. –En lugar de aniquilarlos como a los Nimure, sin embargo, Gorkash decidió usarlos como arma. Les ayudó a perfeccionar sus poderes, les entregó demonios más poderosos para sus experimentos y los puso al mando de sus ejércitos disfrutando de la ironía que suponía ver a los mortales acabando con su propio mundo. El resultado como sabéis fue terrible para nuestro bando.
-¿Tan poderosos eran? –Preguntó una pequeña gnoma sentada en el borde de su mesa para ver mejor al maestro.
-Un Warlock joven, con apenas días de entrenamiento, era tan poderoso como un mago con años de experiencia y podía invocar a pequeños demonios que lo hacían aún más temible. Pero esto no era lo peor. –Respondió sinceramente Héctor, sin suavizar en absoluto una respuesta que sabía perfectamente lo dura que podía ser. –Así como entre nosotros, en el propio gremio, hay magos de enorme poder y experiencia, entre los Warlocks también había individuos así. No todos los Warlocks eran jóvenes y aquellos con más años de práctica, los que habían sido esclavos de los Nimure en sus inicios, fueron más allá de lo que el mismo Gorkash podía prever. Un Warlock joven apenas es capaz de hacer nada salvo algunos hechizos básicos e invocar demonios de castas inferiores. Un Warlock experimentado… es una visión terrorífica en el campo de batalla, una que no se olvida fácilmente.
-¿Usted vio a alguno profesor? –Creyó entender la joven elfa, sus rasgados ojos azules mirando con cierta tristeza a Héctor.
-Si… -Asintió su maestro, guardando silencio unos segundos antes de continuar. –Pero esa es una experiencia de la que no hablaré con ustedes, es una de las pocas cosas en las que creo que el consejo de su director sí debe seguirse.
-¿Entonces no va a explicarnos lo que es un Warlock de verdad? –Preguntó otro alumno, un naga de escamas azules cuyos ojos de reptil mostraban una curiosidad casi morbosa. –Nos ha contado lo que fueron y lo que son sus aprendices. Pero... ¿Y ellos?
-No se preocupe señor Shizar, le aseguro que hoy sabrá más sobre ellos de lo que seguramente hubiese deseado saber. –Respondió Héctor, con un tono sombrío que borró de inmediato aquel brillo de los ojos del alumno. -Lo primero que debe entender es que los Warlock del final de la guerra, como los actuales, ya no dependen de los demonios. Siguen siendo maestros de la invocación y los mayores expertos en ese tipo de criaturas que existen en nuestro mundo, pero han dejado de necesitarles para usar sus poderes.
-¿Entonces cómo pueden usarlos? –Se apresuró a preguntar la joven elfa, un tanto confusa por todo aquello. –Si son tan poderosos sin pasar tantos años estudiando las corrientes como nosotros debe haber algún truco.
-Más que un “truco”, yo diría que lo que hay es un precio a pagar por ese poder. –Explicó Héctor, sonriendo a causa de la forma en que se había expresado su joven alumna. –Un precio que cualquier otro experto en las artes místicas salvo ellos no podría pagar pues en algunos casos significaría su propia muerte. Tal es el precio por algunos de sus hechizos más devastadores o por invocar a criaturas de las castas más altas del mundo de Adraxus. Pero, y esto es lo que los hace verdaderamente terroríficos, los Warlocks han aprendido a esquivar este pequeño escollo. Y lo han hecho de la forma más simple y a la vez terrible que puedan imaginar: haciendo que otros paguen ese precio por ellos.
Un nuevo silencio cayó de pronto sobre la clase nada más oír esto, en esta ocasión de pura estupefacción al comprender demasiado bien lo que su maestro había querido decir con aquellas palabras. Algunos habían oído las historias sobre los terribles demonios que los Warlocks más poderosos podían invocar y siempre se habían preguntado como era posible que un simple mortal trajese a nuestro mundo un ser así. Ahora lo sabían... y habrían preferido seguir ignorándolo.
-Pero... al final fueron derrotados. –Se atrevió a decir finalmente uno de sus alumnos, con un tono angustiado que dejaba claro lo preocupado que lo había dejado aquel relato. -¿No?
-Lo fueron. –Respondió Héctor tranquilamente. –Aunque no es una victoria de la que jactarse, de hecho yo ni siquiera la llamaría una victoria. La coalición y los gremios estaban siendo derrotados, nuestros propios aprendices nos traicionaban seducidos por el poder que manejaban los jóvenes Warlocks y los demonios salían por el portal más deprisa de lo que podíamos matarlos. Pero entonces el portal se cerró, implosionó sobre si mismo devorando todo el centro de sus ejércitos y de la capital Nimure y la guerra cambió su curso. No sabemos cómo ni por qué sucedió, solo que es la única razón de que estemos aquí ahora mismo.
-¿Cree que alguien de la coalición pudo destruirlo? –Preguntó inocentemente otro de los alumnos.
-La coalición ni siquiera podía acercarse a la capital, mucho menos al portal. –Negó tajantemente Héctor. –Gorkash seguía allí… sigue allí ahora, y ningún grupo lo bastante pequeño para entrar en la capital sin ser visto podría hacer frente a una criatura de su poder. Es el hermano del señor de los demonios, no lo olviden.
-¿Sigue allí? –Pareció sorprenderse la pequeña gnoma. -¿No ha muerto como los demás?
-Si hubiese muerto, ¿Por qué iba la coalición a seguir unida y a mantener el cerco sobre la vieja capital Nimure? –Respondió Héctor con un tono más relajado pero no por eso menos tajante. –Gorkash sigue allí, vigilando los restos del portal como si aún esperase poder volver a abrirlo. Y la coalición le vigila a la vez a él, consciente de que un enfrentamiento directo con una criatura así podría causar tantas bajas como la propia guerra. A decir verdad es una situación bastante irónica, el portal que tanto daño nos hizo es ahora lo único que nos permite vivir en paz. Mientras sus restos estén allí Gorkash no se moverá por temor a que la coalición se apodere de ellos, y mientras no se mueva será completamente inofensivo por inmenso que sea su poder.
-¿Eso no es muy arriesgado? –Notó otro de los alumnos humanos que ahora lo miraba con cara pensativa. -¿Y si Gorkash consiguiese abrir el portal otra vez?
-Lo es, por supuesto que lo es. –Asintió Héctor esbozando una extraña sonrisa. –Pero créame… atacarle sería incluso más arriesgado que eso. Tal es su poder.
De nuevo las palabras del mago trajeron el silencio a toda la clase, aparentemente sobrecogidos por lo que acababan de aprender de su propio mundo y del pasado vivido por su maestro. Héctor sin embargo sonreía como si no le preocupase lo más mínimo y se limitó a devolver los cristales a su lugar con otro gesto de su mano mientras dejaba a sus alumnos meditar sobre lo aprendido. Hecho esto, dejó también las dos piedras sobre la mesa y se dirigió hacia su silla mientras ambas rodaban una hacia la otra y se fundían en una única esfera nada más tocarse como si estuviesen hechas de mercurio. Antes de que el mago pudiese sentarse, sin embargo, un nuevo sonido interrumpió la clase llamando su atención: el de unos golpes en la puerta de la misma.
-Está abierta. –Dijo en tono bastante alto Héctor, un tanto molesto por la interrupción.
Los golpes sonaron de nuevo apenas segundos después de su respuesta, como si el responsable no le hubiese oído.
-¿Es que ya no puedo ni dar clase tranquilo? –Protestó el mago, esta vez en un tono bastante brusco. – ¡He dicho que está abierta!
Al tiempo que decía esto, Héctor hizo un gesto con su mano como atrayendo algo hacia él y la puerta se abrió de golpe por si sola permitiéndole ver al fin al responsable de aquellos golpes. Pero en esta ocasión incluso él se sorprendería al ver que, tras aquella ovalada puerta de madera, quien lo esperaba no era uno de los maestros de la academia sino alguien a quien sus alumnos nunca habían visto hasta entonces y que él mismo no esperaba ver allí desde hacía años.
La túnica blanca con bordados dorados y estrías azul celeste cayendo sobre sus hombros, la capa azul con forro blanco, los dos dragones de plata bordados en sus amplias hombreras a modo de insignias. Todos eran símbolos inequívocos de que quien se encontraba en aquella puerta era un oficial del gremio de magos. Y su mirada se clavaría de inmediato en Héctor nada más abrirse la puerta.
-¿Héctor Altadia? –Preguntó con voz educada, pronunciando un nombre que rara vez se escuchaba entre aquellos muros. –Traigo un mensaje del consejo.
Héctor frunció el ceño al oír esto y se dirigió hacia él con semblante serio pero sin decir palabra alguna. Una vez frente al oficial, recogió el sobre sellado con cera plateada con la misma forma de dragón que las insignias del oficial y esperó que se fuese. Pero ni siquiera entonces el recién llegado se movería de la puerta.
-Tengo instrucciones de asegurarme de que lo lee. –Dijo en el mismo tono de antes.
-¿Quién lo envía? –Preguntó Héctor con cierta desgana, sin molestarse siquiera en discutir con él como si ya supiese que era inútil.
-Las órdenes proceden del archimago Seren Ilenus. –Respondió inmediatamente el oficial, como si ya esperase la pregunta. –Con la aprobación del sumo maestro del gremio.
-¿Ilenus? –Repitió Héctor sacando la carta del sobre. –No me suena, supongo que será nuevo.
Acabada su frase, el mago comenzó a leer el mensaje frente a los siempre impasibles ojos del oficial y poco a poco su semblante fue cambiando. Al principio su rostro mostraba la tranquilidad de costumbre, pero se iría volviendo cada vez más serio hasta fruncir exageradamente el ceño en una expresión de preocupación considerable por lo que fuese que contenía aquel mensaje.
-¿Esto es una broma? –Dijo finalmente, con un tono en absoluto amable esta vez mientras volvía a mirar fijamente al oficial. –Si lo es no tiene gracia.
-También he recibido instrucciones sobre eso. –Aseguró el oficial sin inmutarse. –Me pidieron que le recordase que dudar de una orden directa del consejo es una falta grave para un miembro del gremio.
-Guárdate los sermones para quien le importen el consejo o sus estúpidas “faltas” –Respondió bruscamente Héctor. –Si esto no es una broma tu querido archimago debe estar completamente loco para mandarme a mí a algo así.
-Usted es un respetado veterano de guerra. –Trató de explicar el oficial, de nuevo recitando palabras que otros habían preparado para él intuyendo ya las preguntas del mago. –Es la elección más lógica en base a su habilidad y su experiencia con esta clase de… eventualidades.
-No me hagas reír. –Replicó con sarcasmo Héctor. – ¿Respetado veterano de guerra? Claro, seguro que por eso estoy aquí dando clase. Porque este es el lugar más apropiado para un “respetado veterano de guerra”: lo más alejado posible del gremio, ¿Verdad?
-Me temo que responder a eso no entra en mis competencias. –Le informó educadamente el oficial. –Pero estoy seguro de que el maestro Ilenus ha tenido todos los factores posibles en cuenta a la hora de elegirle.
-¿Todos? –Replicó Héctor nada más oír aquellas palabras, su semblante ahora completamente serio mientras sus ojos repasaban las últimas líneas de la carta una última vez y sacaba lo que parecía una fina escama de color negro del fondo del sobre. -No, solo ha tenido en cuenta uno, como el resto de sus... colegas cuando me destinaron aquí: éste.
-No comprendo... –Respondió sinceramente el oficial, más que perdido por su extraña respuesta pues parecía evidente que no conocía el contenido de aquella carta.
-Me sorprendería que lo hicieses. –Asintió el mago con un tono un poco más relajado al tiempo que devolvía la escama y la carta al sobre. –Eres demasiado joven para saber siquiera de qué estoy hablando.
-Sea cual sea el motivo, estoy seguro de que es correcto. –Repitió el oficial tratando de recuperar la seriedad. –Ilenus es un archimago muy capaz.
-Seguro. Y supongo que además no podré negarme. –Suspiró una última vez Héctor, seguro ya de cual sería la respuesta. –Aunque no veo en qué podría empeorar mi situación si lo hiciese. ¿Se les ocurre algún destino más insignificante que este al que enviar a un “respetado veterano de guerra”?
-En absoluto, en caso de negativa no he recibido instrucción alguna que sugiera ningún tipo de castigo por parte del gremio. –Negó para su sorpresa el oficial. –Pero el maestro Ilenus me pidió expresamente que le recordase que, dado el reducido número de veteranos en activo que quedan en el gremio y la importancia de los demás, el hecho de que usted se negase repercutiría en que este mismo destino sería asignado a alguien más joven e inexperto.
-Qué chantaje más sutil, casi resulta elegante. –Masculló Héctor con una amarga sonrisa. –Tienes razón, Ilenus debe ser un archimago muy capaz si ya es capaz de caer tan bajo. Esa es una cualidad básica para cualquiera de su rango.
Dicho esto, Héctor guardó el sobre en su túnica y salió por la puerta apartando a un lado al oficial sin el menor reparo ni dar explicación alguna. Lo que llevó a este último a girarse rápidamente para llamarle de nuevo al ver como se alejaba por el largo pasillo de la academia.
-¿Su respuesta? –Preguntó con tono por primera vez ligeramente molesto.
-No te preocupes por ella, ya se la daré yo personalmente al tal Ilenus. –Respondió Héctor sin molestarse siquiera en darse la vuelta. –Pero ya que estás ahí hazme un favor. Despídeme de los chicos y explícales por qué me voy, a mí nunca se me han dado bien las despedidas.
Sin más palabras, Héctor continuó su camino hasta desaparecer por una de las largas escaleras que bajaban al piso inferior de la academia y el oficial se giró de nuevo hacia la clase. Momento en que decenas de ojos se clavaron en él esperando una explicación que ni siquiera estaba muy seguro de como darles. Algo que seguramente Héctor ya sabía, de ahí que le hubiese encargado precisamente a él poner una excusa para su repentina ausencia.
El mago siguió las escaleras hasta el primer piso de la academia, atravesó tranquilamente sus acristalados pasillos con forma de elipse y se detuvo unos minutos en la sala del director para despedirse. Como ya esperaba no necesitaba dar explicación alguna sobre su ausencia, el gremio ya se había ocupado de todo como si desde un principio no hubiesen contemplado siquiera la posibilidad de que se negase y un par de escuetas palabras bastaron para justificar su futura ausencia. Tras lo cual Héctor continuó una vez más su camino para dirigirse esta vez hacia la que había sido su casa durante los últimos años.
Como muchos de los profesores Héctor vivía en la misma residencia que los alumnos. Un gran edificio circular que, como una gigantesca corona, rodeaba la cima de la colina sobre la cual se encontraban las distintas dependencias de la academia. De este modo no solo servía como hogar para los estudiantes y parte del profesorado, también aislaba la academia del exterior creando un entorno propio y controlado en el que el gremio podía cuidar al máximo la educación de sus futuros miembros.
Más allá de esta barrera estaba Liláncor, el pequeño pueblo orco del que la academia recibía su nombre y también los alimentos necesarios para mantener a sus habitantes. Pero ahí terminaba toda relación entre ambos. La mayoría de sus alumnos tan solo conocían del pueblo aquello que veían desde las ventanas de la residencia: las extrañas y a menudo pintorescas edificaciones orcas. Edificios con una arquitectura peculiar fruto de la predilección de los orcos por las pieles y el marfil como materiales de construcción en lugar de la roca o la madera a pesar de poseer una cultura tan civilizada como la del resto de razas de la coalición.
El aspecto del pueblo orco contrastaba con la sencillez de los austeros muros de la residencia, tan parcos en detalles que el tono azulado de sus granitos era lo único realmente destacable de ellos además de sus torres. Estas últimas eran precisamente el lugar de residencia de los profesores. Largos y esbeltos torreones cilíndricos con puntiagudos tejados de pizarra que sobresalían del edificio en parejas distribuidas a lo largo de toda su circunferencia.
Héctor vivía precisamente en una de estas torres, en un piso circular que ocupaba por completo una de sus plantas más altas. Aún así no era demasiado grande pues las torres eran relativamente pequeñas, pero tampoco necesitaba serlo pues apenas contenía lo imprescindible para el descanso y para guardar las escasas pertenencias de su dueño. Exactamente los únicos usos que el mago daba a una habitación que desde hacía años no había pisado durante el día hasta ese mismo momento.
-En fin... –Pensó para si mismo mientras se acercaba al armario y lo miraba con melancolía. –Supongo que en el fondo incluso yo sabía que esto llegaría. ¿Por qué iba a guardarla durante tanto tiempo si no? Eso o me estoy haciendo mayor.
Dicho esto, Héctor abrió las puertas de madera del armario y sus manos apartaron con cuidado la ropa a un lado hasta descubrir una última prenda oculta en su fondo. Se trataba de una túnica de mago, algo en principio no muy extraño para alguien como él pues eso era precisamente lo que era, pero un solo vistazo bastaba para saber que había algo especial en ella.
Aquella túnica era completamente distinta a las de los profesores, el oficial del gremio o incluso las que él solía llevar esos días. Empezando por el hecho de que, pese a ser probablemente más vieja aún que el propio armario, un solo roce de la mano de Héctor bastaría para que todo el polvo que la cubría cayese al suelo y la tela volviese a brillar como nueva. Su tejido era además mucho más fuerte y grueso, hecho para guardar algo más que las apariencias, y su diseño no se parecía en nada al que actualmente lucían los magos del gremio.
El color principal de la tela era el verde, en un tono suave pero lo bastante marcado para que el color no se difuminase y que encajaba perfectamente con el mate tejido de la túnica. Esto le daba ya un aspecto sobrio pero elegante, muy distinto a la llamativa imagen que a día de hoy ostentaban los miembros del gremio con sus brillantes túnicas blancas o azules. Y sus bordados dorados en lugar de plateados contribuían aún más a acentuar esta diferencia. Pero las diferencias iban más allá del color.
La túnica de Héctor no contaba ni con las exageradas hombreras de los archimagos o los oficiales del gremio ni caía completamente lacia sobre sus hombros como la de los aprendices. En lugar de eso una segunda capa de tela realzaba sus hombros dándoles forma sin llegar a la exageración y decorando cada uno de ellos con un vistoso escudo dorado sobre el que relucía el dragón de plata símbolo del gremio. A partir de allí esta segunda tela trazaba dos diagonales hacia dentro y hacia abajo en su pecho, remarcando la línea del mismo, y descendía hasta sus pies en forma de dos anchas bandas de tela que sumaban sus bordados al ya de por sí elaborado diseño de la prenda.
Otro detalle curioso era que la tela estaba completamente abierta por delante, señal inequívoca de que se trataba de una protección a usar por encima de la propia ropa en lugar de una simple vestimenta como las de los magos actuales. El único punto en que se cerraba era su cuello, donde un broche también dorado y decorado con la insignia del gremio ajustaba la prenda antes de que ésta se ensanchase de nuevo para crear un elegante cuello alzado. Aunque esto no impedía que, en reposo, la túnica siguiese pareciendo completamente cerrada gracias a la forma en que se superponían las capas de tela.
-Como nueva. –Dijo para si mismo Héctor mientras repasaba la prenda con sus ojos y la sacaba del armario. -Que deprimente, ojala yo me conservase tan bien.
Con más desgana que entusiasmo, el mago cogió la túnica así como un par de prendas más y las llevó hasta la cama de la habitación para cambiarse. Hacía más de medio siglo que no se ponía aquella ropa pero Héctor comprobaría con alivio, y a decir verdad con bastante alegría, que su figura no había cambiado en absoluto en todos esos años y todavía le sentaba perfectamente. También notaría de inmediato el sutil aunque evidente efecto de los viejos encantamientos de protección entretejidos en la tela. Algunos iluminando el tejido por unos segundos en cuanto rozaron su piel, como si estuviesen reconociendo a su dueño antes de activarse. Otros simplemente haciéndolo sentirse más ligero, más sereno y con la mente más despejada que de costumbre.
-Si... yo también te echaba de menos aunque no lo parezca. –Sonrió Héctor mientras observaba como la luz de los encantamientos se apagaba lentamente y la túnica volvía a parecer normal. –Aunque no sé si eso es bueno o malo.
Como para responder a las dudas de Héctor, un pequeño objeto cayó en ese momento de uno de los bolsillos interiores de la túnica a causa de sus movimientos. El familiar tintineo de un cristal rodando por el suelo resonó a continuación por toda la habitación, borrando de golpe la sonrisa de los labios del mago como si este ya supiese a qué pertenecía. Y así era.
En los ojos del mago no habría sorpresa alguna al bajar la mirada y encontrarse con el extraño cristal que yacía a sus pies. Era tan largo como una de sus manos, con el ancho de dos dedos y la forma de un rombo con la mitad inferior exageradamente alargada hasta ser cuatro veces mayor que la superior. Su color era cercano al violeta aunque ligeramente más intenso, distinto al de cualquier otra gema. Pero lo más curioso no era esto, sino la extraña aura de luz que lo rodeaba y que además parecía arremolinarse en el interior del mismo cristal como si tuviese vida propia.
Una sombra de tristeza y melancolía ensombreció de golpe sobre la mirada del mago nada más encontrarse con aquel cristal. Viejos recuerdos, esta vez mucho más profundos e importantes que los evocados por su túnica, acudían a su corazón ante la mera imagen de aquella gema. La mayoría tan dolorosos que sus ojos incluso temblarían mientras se agachaba para recoger cuidadosamente el cristal acariciándolo suavemente entre sus dedos como si fuese un precioso y delicado pétalo de flor que fuese a quebrarse en cualquier momento. No era así sin embargo. El cristal era fuerte, sólido, frío y su afilado canto pronto lo devolvería a la realidad haciendo que cerrase los ojos por un segundo como para alejar sus recuerdos.
-Bueno o malo... ya lo he demorado bastante. –Murmuró tanto para él como para el propio cristal mientras sus ojos seguían los caprichosos giros de la luz en el interior de la gema. –Es una buena oportunidad para atar viejos cabos. Ven, creo que va siendo hora de que te lleve a tu sitio... a su lado.
Dicho esto, Héctor colocó con cuidado el cristal en una de las pequeñas carteras de cuero unidas a su cinturón y respiró profundamente antes de continuar. La decisión estaba tomada y ya no tenía sentido seguir dándole vueltas, por eso simplemente se dirigió hacia la puerta, apagó las piedras de luz de la habitación con un gesto de su mano y salió sin siquiera mirar atrás.
Fuera Trishia, la hermana pequeña de Iridia, se alzaba ya por encima del horizonte y sus rojizos rayos bañaban los cristales de cada edificio de la academia creando un hermoso juego de colores al mezclarse con la luz de su gemela. Héctor no se paró a observar aquel paisaje que durante los últimos años había llegado a apreciar. Simplemente siguió su camino, esta vez dirigiéndose hacia el centro mismo de la academia en lugar de hacia sus grandes portones como podría parecer más lógico.
El destino del mago era un curioso edificio con forma de octógono levantado justo en el punto en que se cruzaban todos los caminos de la academia. Una vieja construcción de mármol blanco sobre la que descansaba una estatua del mismo dragón de plata que servía de insignia al gremio, esta vez durmiendo apaciblemente en lugar de con sus alas abiertas. En cada cara del edificio se abría una puerta que coincidía además con uno de los caminos, cada una franqueada por dos columnas de mármol negro con betas blancas entre las que Héctor pasaría sin el menor reparo.
Dentro el mago se encontró con una sala ya familiar para él o para cualquier miembro del gremio acostumbrado a viajar. El edificio entero estaba hueco, con sus paredes representando en cada cara un relieve de una ciudad distinta bajo el que podía verse además una extraña palabra inscrita en oro. Pero ninguno de estos relieves podía compararse a la extraordinaria decoración de la bóveda y el piso de la sala.
Tanto el suelo como el techo del edificio estaban cubiertos por sendos grabados con forma de una gigantesca tela de araña. Ambos hechos con cristal de ámbar engarzado en el propio mármol, como dos colosales redes de luz anaranjada que se hacían más y más densas conforme se acercaban al centro. Allí cuatro garras de plata, todas modeladas a imagen del mismo dragón que descansaba sobre el edificio, salían de cada una de las telarañas para sostener entre sus afilados dedos dos enormes anillos de ónice. Uno de ellos apenas medio metro por encima del suelo, con escaleras a cada lado del mismo que conducían hacia él, y el otro colgando del techo unos tres metros por encima de este último.
Héctor caminó con calma hasta las escaleras, subió los primeros escalones hasta detenerse frente al anillo y alargó una mano hacia el espacio entre éste y su gemelo del techo.
-Talensis.
La voz del mago sonó distinta al recitar aquella palabra cuyo significado podía comprobarse con solo mirar a una de las paredes. Era solemne, seria, el único tono apropiado para un conjuro pues eso era en realidad lo que él estaba haciendo al pronunciarla en aquel lugar. Y pronto sus efectos se dejarían notar en toda la sala.
Ambos anillos se iluminaron de golpe hasta parecer hechos de plata, las telarañas brillaron como cegadoras betas de oro líquido por las que fluía la luz y un pequeño destello verde brotó de pronto frente a la mano del mago. En cuanto el destello se apagó una pequeña esfera luminosa del mismo color ocupó su lugar, creciendo poco a poco hasta formar una gran elipse entre los dos anillos... y entonces comenzó a cambiar.
El centro de la luz fue el primero en convertirse en algo completamente distinto. El brillo verdusco que hasta entonces la había ocupado dio paso a una imagen completamente distinta, como si tras aquella luz apareciese de pronto una ciudad y no el edificio en que Héctor se encontraba. Y poco a poco el resto de la luz se fue disolviendo en aquella imagen que ganó tamaño conforme la luz se deshilachaba en su interior. Hasta que al fin toda la elipse se convirtió en un gigantesco portal tras el que podía verse la ciudad cuyo nombre el mago acababa de pronunciar: Talensis, la capital de la coalición.
-Dicen que más vale tarde que nunca. –Suspiró una última vez Héctor al tiempo que daba ya un paso hacia el portal. -Me pregunto si ella también pensará así... aunque sea con ochenta años de retraso.
Casi al mismo tiempo que terminaba esta frase, Héctor cerró los ojos como para protegerse de la luz y dio un paso hacia delante. Al instante su cuerpo atravesó el portal como si este fuese la superficie de un extraño charco, provocando incluso pequeñas ondulaciones en la propia tela de la realidad que solo se detuvieron cuando el cuerpo del mago desapareció por completo en su interior. En ese momento el portal entero comenzó a brillar aún más, tembló por unos segundos... y se cerró de golpe sobre si mismo con un último destello tras el que todas las luces de la sala se apagarían al unísono.