Ale, el prólogo que ya estaba por el foro pero sin el título correspondiente. El que ya lo haya leido pos ya lo sabe, y el que no aquí lo tiene si le interesa el resto de la historia.
Prologo
Sangre. Roja, brillante y tan pura como la vida cuya esencia representa. Han pasado varias décadas desde la última vez que su intenso color carmesí tiñó las ennegrecidas rocas del Valle de los Reyes. Atrás quedan las lejanas batallas entre los Nimure y los pueblos enanos. Cuando todo el valle estuvo a punto de caer bajo el yugo de la raza primigenia y sus despiadadas matanzas llevaron a los enanos de la ceniza al borde de la extinción.
Esto es hoy un cuento que los viejos patriarcas, aquellos que consiguieron sobrevivir con la ayuda de la coalición, cuentan a las nuevas generaciones nacidas bajo el protector manto de la coalición. Los antiguos campos de batalla son ahora ricos pastizales dónde las fértiles cenizas del Monte Corona dan vida a las tierras que una vez ahogaron con su erupción. En el fondo del valle las derruidas fortalezas se han convertido en pequeñas ciudades, los viejos torreones en graneros y las minas en el hogar de jóvenes familias.
La fortaleza Martillo Negro es el único puesto militar de la zona. Sus inmensos muros alzándose orgullosos sobre el lecho del antiguo curso fluvial que dio origen al valle, a la sombra de los aserrados picos que dan nombre al Monte Corona. Pero ni sus soldados ni su viejo rey han tenido de qué preocuparse en las últimas ocho décadas. Su gente se ha vuelto confiada y abierta gracias a la coalición de razas, han aprendido a tratar con aquellos que otrora consideraban extraños y ahora gentes de todas las culturas van y vienen a través de los portones del viejo fuerte.
Esa noche la sangre volvería al Monte Corona. Gotas del líquido elemento cayeron sobre los negros feldespatos de su ladera desde las manos de uno de sus visitantes. Recorriendo finos dedos cubiertos por elegantes guantes de terciopelo azul oscuro que no mostraban herida alguna, pero por los que la sangre corría libremente fluyendo desde debajo de las holgadas mangas de su túnica.
Nadie salvo él vería esto. Las nubes cubrían el cielo nocturno como tantas otras noches en aquella región y la oscuridad era casi total. Solo las mágicas piedras consagradas a la enigmática Namiria iluminaban el camino con su débil luz azulada desde las bajas murallas del pueblo más cercano. Pero aquella luz era insuficiente para que los cansados ojos de los guardias apostados en sus puertas viesen algo más que la elegante figura de su visitante.
Vestía una refinada túnica del mismo color que sus guantes, con bordados dorados rematando cada uno de los límites de la prenda y una gruesa capucha que sumía su rostro en la oscuridad. Era demasiado alto para ser un enano e incluso para un humano, pero ni siquiera la visita de elfos u orcos era ya extraña para aquellos guardias y ninguno le prestaría atención. Sus ropas sugerían una procedencia noble o adinerada, un detalle que auguraba buenas noticias para el comercio de sus ciudades y que los animó aún más a dejarle pasar.
Ninguno de los guardias reparó en las gotas que caían en el suelo al paso del extranjero ni se fijó en sus manos, tan solo lo saludaron cortésmente llenando el aire con el alcohólico aroma que acompañaba a sus respiraciones. El extraño apenas les prestó atención ni a ellos ni a las desgastadas armas de acero negro que asomaban bajo las largas melenas y barbas de los enanos. Solo les respondió con otro saludo en la lengua común de la coalición entonado por una voz tan elegante y refinada como sugería su ropa y siguió su camino.
Las vacías calles de la ciudad estaban en silencio. Farolas apenas más altas que un humano iluminaban la cuidada mampostería de sus edificios y baldosas con la pálida luz de de la diosa del ocaso. Pero a esas horas de la noche el extraño visitante parecía ser el único que caminaba bajo ellas. Sus pasos lo llevaban directamente hacia el otro extremo del asentamiento, caminando por su calle principal con el mismo paso lento y tranquilo con que había llegado pero sin detenerse en ningún momento. Ni siquiera cuando un nuevo sonido llegó a sus oídos rompiendo al fin el perpetuo silencio de la noche.
El alborotado eco de unas voces parecía resonar por la plaza principal de la ciudad, como un murmullo extraño y confuso en el que las palabras no llegaban a entenderse. Algunas voces estaban alegres, otras tristes o furiosas, pero todas sonaban inusualmente altas. Algo extraño a aquellas horas para todo aquel que no supiese de dónde procedían.
A la de derecha de la plaza se encontraba la posada local. Sus ventanas brillaban en la noche iluminadas todavía por el anaranjado brillo del fuego de su interior y ni siquiera sus gruesos muros de piedra podían contener las voces de sus clientes. Allí era dónde solían dirigirse los viajeros que pasaban por la ciudad, ya fuese para quedarse o simplemente para hacer un pequeño alto en su camino.
El visitante que esa noche atravesaba las calles del asentamiento ni siquiera dirigió una simple mirada al viejo edificio. Sus pasos le llevaban hacia la otra puerta de la ciudad y no tardaría en abandonar la plaza para caminar de nuevo entre la penumbra de su calle principal, acompañado tan solo por el apagado eco de sus propios pasos. Hasta que, de pronto, algo hizo que se detuviese.
Un pequeño paquete llegó rodando hasta los pies del extranjero. Olía a pan recién horneado y a algo más, un aroma dulzón que sugería claramente el contenido de aquel atillo envuelto en finos papeles de color ocre. Pero lo que atrajo la atención del extranjero no era el paquete en sí, sino la razón por la que había acabado a sus pies.
A un lado de la calle una niña lo miraba con miedo desde la seguridad que la luz de una de las farolas le brindaba. Era pequeña incluso para un enano, seguramente no tendría apenas veinte años, una edad que en términos humanos equivalía a poco más de diez y justificaba perfectamente el miedo de sus ojos al encontrarse con un extraño a esas horas de la noche.
El extranjero se agachó lentamente para recoger el paquete con una de sus manos y se lo alargó sin más a la niña, asumiendo que ella había sido quien lo había dejado caer al encontrarse de pronto con él. La pequeña tardó unos segundos en decidirse, todavía recelosa de aquella figura envuelta en terciopelo y seda, pero al final sus ganas de recuperar lo que había perdido superarían a su miedo por el extranjero y se acercaría a él.
-Deberías estar en casa. –Dijo la educada voz del extranjero mientras dejaba el paquete en sus manos. –La noche puede ser peligrosa. Nunca sabes lo que puede esconderse en sus sombras.
Los ojos de la niña lo miraron con miedo al oír esto, aún más asustada ante unas palabras que no resultaban precisamente tranquilizadoras para una pequeña de su edad. El extranjero no le hizo nada sin embargo, se limitó a acariciar su mejilla con la mano por un instante como para ayudarla a tranquilizarse y siguió su camino con la misma calma y tranquilidad con que había recorrido el resto de la ciudad.
La niña sintió un gran alivio al verle alejarse y por un instante abrazó su paquete, feliz por recuperar la comida que su padre estaba esperando junto a las puertas que esa noche le correspondía vigilar. Pero pronto notaría algo más allí dónde la había tocado el extranjero, una extraña humedad que la hizo llevarse una mano hasta la mejilla para comprobar de qué se trataba.
Fue en ese instante cuando la pequeña enana sintió realmente miedo. Al ver sus dedos cubiertos por el viscoso líquido carmesí que ahora manchaba su mejilla la niña tembló de puro terror y la tranquilidad de toda la ciudad llegó bruscamente a su fin sacudida por su joven voz.
Los guardias de la puerta más cercana serían los primeros en reaccionar ante el terrible grito de la niña. Ambos se giraron de pronto en su dirección para comprobar que ocurría, uno de ellos apuntando su mosquete hacia el extranjero y gritándole que se detuviese. Pero no lo hizo, en realidad ni siquiera pareció reaccionar ante su amenaza o el llanto de aquella pequeña, simplemente siguió caminando como si nada hubiese sucedido.
Los guardias tomaron esto como una confirmación de que él le había hecho algo a la niña y se dispusieron a atacar, seguros de aquel encapuchado era un enemigo de su pueblo. Sin embargo sería entonces cuando el silencio de la noche se vería al fin roto por algo que ya no afectaba solo a aquella pequeña ciudad sino a todo el valle: un rugido.
La poderosa voz de una gigantesca criatura bramó sobre la ciudad sacudiendo todo el valle mientras una colosal sombra cruzaba por encima de las nubes. Los soldados cayeron a tierra ante el terrible poder de aquella voz ya familiar, incapaces de entender qué estaba sucediendo o por qué pero más que conscientes de su poder. Y pronto sus ojos contemplarían con horror como un poder que jamás habían visto como su enemigo surgía ante ellos para arrasar todo aquello que habían conocido.
La tierra tembló como sacudida desde sus entrañas por una bestia gigante. Los edificios se tambalearon como si fuesen de papel, sus cimientos se quebraron al igual que sus columnas, los robustos tejados con forma de caparazón que una vez los habían protegido se convirtieron en lápidas gigantes que cayeron sobre sus habitantes enterrándolos vivos. Y lo más terrible estaba aún por venir.
Algunas casas saltaron en pedazos como si la propia tierra escupiese piedras desde sus cimientos. Las calles de resquebrajaron mientras enormes agujas de roca negra como la noche surgían de sus entrañas y el caos se extendió por toda la ciudad. Gritos de dolor y de pánico se alzaron en la noche, la luz de Namiria fue substituida por las danzarinas llamas de los fuegos que empezaban a extenderse por toda la ciudad y pronto todo el asentamiento quedó reducido a escombros humeantes.
Solo el extranjero continuó impasible en medio de toda aquella destrucción. Sus pasos no se habían alterado en absoluto y lo llevaron hacia las ahora derruidas puertas de la ciudad sin problema alguno. Dos altas espinas de roca negra actuaban ahora como marco para lo que una vez había sido la entrada, una de ellas sosteniendo el cuerpo del guardia que yacía empalado en su extremo. Pero nada de esto perturbaba al extranjero cuyos pasos solo se detuvieron cuando al fin estuvo fuera de la ciudad.
Una vez allí la mirada del encapuchado se volvió un instante hacia la calle que acababa de cruzar. Los ojos que ocultaba la oscuridad de su túnica miraron por un momento al ensangrentado paquete aprisionado bajo uno de los muchos montones de rocas y buscaron a continuación el cielo. La gigantesca sombra de una criatura halada cruzaba de nuevo sobre la ciudad en ese instante, como si estuviese observando la macabra belleza de su obra. Y esa pareció ser la señal que aquel extraño estaba esperando para seguir su camino.
Mientras la enorme sombra de aquella criatura se perdía entre las nubes, regresando a las aserradas cumbres del Monte Corona de entre cuyos riscos había surgido, la silueta del extranjero desapareció también entre las tinieblas de la noche. Dejando tras de sí el mismo rastro que había dejado al entrar y que, una vez más, nadie notaría entre todo aquel caos: pequeñas y aún calientes gotas de sangre roja.