La chica del Burguer.
Era viernes por la noche, casi la hora de entrada de los cines. La hamburguesería estaba llena hasta los topes, y ella -que llevaba puesto un espantoso gorrito de colores y tenía aire cansado- se movía entre los envases de plástico, el mostrador y el micrófono para los pedidos. Una hamburguesa doble, patatas fritas, uno de jamón y queso, repetía con voz monocorde yendo y viniendo como una autómata, la mirada ausente, agotada. La imaginé levantándose muy temprano, allá en cualquier barrio a una hora de metro del centro de la ciudad. Debía estar siendo una de esas jornadas laborales largas como un día sin pan, y se le notaba en los ojos con cercos de fatiga, en la forma en que preguntaba qué va usted a tomar sin mirarte siquiera la cara.
Ignoro cuántas hamburguesas llevaba despachadas aquel día. Quinientas. Mil, quizás. Cualquiera sabe. Creo que en otro momento del día, vestida de otra forma y sin aquel inmenso cansancio asomándole a los ojos, habría parecido bonita. En la cola, pidiendo hamburguesas y cocacola, veinteañeras de su edad comentaban la película que iban a ver dentro de un rato. Ropa cara, etiquetas, zapatos de marca, tejanos de los que salen en la tele, cosas así. Chicas de las que pueblan los anuncios de no se nota, no se mueve, no traspasa. Yogurcitos, que diría mi amigo Salvador Gracia Segovia, en su celda de castigo del Puerto de Santa María. Y allí estaba ella echándole horas al otro lado del mostrador, con aquel ridículo gorro en la cabeza, sirviéndoles hamburguesas para que pudieran luego irse a ver a Schwarzenegger a gusto, con la tripita llena. Total. Que pagué mi consumición, cobró mirándome sin verme -observé que tenía mordidas las uñas- , respondió con mecánico ” a usted” a mi “gracias”, y salí de su vida sin haberme asomado siquiera a ella. Después me senté en la terraza de un bar próximo a la hamburguesería, a echarle un vistazo a ese libro que ha escrito Mario Conde, y que resulta más estremecedor por el infame ganado que describe que por lo que cuenta. Y al poco la vi salir. Debía de haber terminado por fin su turno, porque vestía ropa de calle y se detuvo un instante en la acera, mirando alrededor. El chico estaba apoyado en una jardinera. Llevaba el pelo largo y revuelto, una cazadora de cuero, botas y una moto de mensajero. Entonces ella fue hacia él y se le abrazó como un náufrago puede abrazarse a un salvavidas y se besaron, y yo volví con Mario Conde.
Después, al rato, alguien dijo algo en la mesa de atrás sobre la juventud, y sobre los ideales, y sobre la falta de no sé qué, y yo cerré el libro, y miré hacia el tráfico que se había tragado media hora antes a la pareja, y me hubiera gustado volverme y decir de qué juventud habla usted señora. De esa que sale en los anuncios y en las encuestas sobre universitarios y en la ruta del bakalao, de su sobrina Maripili, señora, que la preñó el novio que estudia Arquitectura, una tarde, porque se aburrían viendo el Príncipe de Bel Air, o de la otra, la que se levanta a las seis de la mañana y se pega una hora de tren, de metro o de autobús, para estar después ocho o diez horas sirviendo hamburguesas, enlatando pimientos o limpiando casas ajenas a fin de llevar un jornal a su casa. De esos jóvenes que trabajan y luchan o quieren hacerlo, de las parejas que aún tienen veinte años y ya parieron hijos que sólo heredarán la cola del paro, la ausencia de esperanza. De los miles de jóvenes engañados, estafados, puestos en la Calle De Ahí Te Pudras por esa cuerda de trileros que, con los votos de mi generación, prometió ponerles un piso y atar sus perros con longanizas, y que ahora empezará a esfumarse impune y discretamente, como de costumbre, dejando esto hecho un solar. Y el que venga detrás, que arree.
Aquella tarde me hubiera vuelto para decir todo eso hacia la mesa de atrás. No sea barata y facilona, señora. Mueva el culo, cruce la calle a masticar una hamburguesa un día de fiesta y jolgorio juvenil, y eche un vistazo detrás del mostrador antes de mezclar las churras con las merinas. So capulla. Al menos, me dije, la chica de la hamburguesería y el mensajero de la moto se besaban en la boca despacio, con infinita ternura, y eso era algo que nadie les podía quitar. Tal vez en ese momento se acariciaban el uno al otro, abrazados en algún lugar al extremo de la ciudad, y la hamburguesería, la moto, el resto de este jodido país y del jodido mundo estaban a miles de años luz, muy lejos. Entonces les dediqué una sonrisa amarga y cómplice, pedí otra cerveza y volví al libro de Mario Conde.
Arturo Pérez-Reverte, 1994
La mochila y el currículum
Llueve a ratos, y Madrid está frío y desapacible. Pasan paraguas al otro lado del escaparate de la librería de mi amigo Antonio Méndez, el librero de la calle Mayor. Estamos allí de charla, fumando un pitillo rodeados de libros mientras Alberto, el empleado flaco, alto y tranquilo, que no ha leído una novela mía en su vida ni piensa hacerlo -«ni falta que me hace», suele gruñirme el cabrón- ordena las últimas novedades. En ésas entra un chico joven con una mochila a la espalda, y se queda un poco aparte, el aire tímido, esperando a que Antonio y yo hagamos una pausa en la conversación. Al fin, en voz muy baja, le pregunta a Antonio si puede dejarle un currículum. Claro, responde el librero. Déjamelo. Y entonces el chico saca de la mochila un mazo de folios, cada uno con su foto de carnet grapada, y le entrega uno. Muchas gracias, murmura, con la misma timidez de antes. Si alguna vez tiene trabajo para mí, empieza a decir. Luego se calla. Sonríe un poco, lo mete todo de nuevo en la mochila y sale a la calle, bajo la lluvia. Antonio me mira, grave. Vienen por docenas, dice. Chicos y chicas jóvenes. Cada uno con su currículum. Y no puedes imaginarte de qué nivel. Licenciados en esto y aquello, cursos en el extranjero, idiomas. Y ya ves. Hay que joderse.
Le cojo el folio de la mano. Fulano de Tal, nacido en 1976. Licenciado en Historia, cursos de esto y lo otro en París y en Italia. Tres idiomas. Lugares, empresas, fechas. Cuento hasta siete trabajos basura, de ésos de tres o seis meses y luego a la calle. Miro la foto de carnet: un apunte de sonrisa, mirada confiada, tal vez de esperanza. Luego echo un vistazo al otro lado del escaparate, pero el joven ha desaparecido ya entre los paraguas, bajo la lluvia. Estará, supongo, entrando en otras tiendas, en otras librerías o en donde sea, sacando su conmovedor currículum de la mochila. Le devuelvo el papel a Antonio, que se encoge de hombros, impotente, y lo guarda en un cajón. Él mismo tuvo que despedir hace poco a un empleado, incapaz de pagar dos sueldos tal y como está el patio. Antes de que cierre el cajón, alcanzo a ver más fotos de carnet grapadas a folios: chicos y chicas jóvenes con la misma mirada y la misma sonrisa a punto de borrárseles de la boca.
España va bien y todo eso, me digo. La puta España. De pronto la tristeza se me desliza dentro co mo gotas frías, y el día se vuelve más desapacible y gris. Qué estamos haciendo con ellos, maldita sea. Con estos chicos. Antonio me mira y en ciende otro cigarrillo. Sé que piensa lo mismo. En qué estamos convirtiendo a todos esos jóvenes de la mochila, que tras la ilusión de unos estudios y una carrera, tras los sueños y el esfuerzo, se ven recorriendo la calle repartiendo currículum en los que dejan los últimos restos de esperan Licenciados en Historia o en lo que sea, ocho, años de EGB, cinco de formación profesional, cursos, sacríficios personales y familiares para aprender idiomas en academias que quiebran y te dejan tirado tras pagar la matrícula. Indefensión, trampas, ratoneras sin salida, empresarios sin escrúpulos que te exprimen antes de devolverte a la calle, políticos que miran hacia otro lado o lo adornan de bonito, sindicatos con más demagogia y apoltronamiento que vergüenza. Trabajos basura, desempleos basura, currículums basura. Y cuando el milagro se produce, es con la exigencia de que estés dispuesto a todo: puta de taller, puta de empresa, boca cerrada para sobrevivir hasta que te echen; y si tienes buen culo, a ser posible, deja que el jefe te lo sobe. Aún así, chaval, chavala, tienes que dar las gracias por los cambios de turno arbitrarios, los fines de semana trabajados, las seiscientas horas extras al año de las que sólo ochenta figuran como tales en la nómina. Y si encima pretendes mantener una familia y pagar un pisa date con un canto en los dientes de que no te sodomicen gratis. Flexibilidad laboral, lo llaman Y gracias a la flexibilidad de los cojones se han generado, dice el portavoz gubernamental de turna tropecientos mil empleos más, y somos luz y fan de Europa. Guau. Gracias a eso, también, un chaval de veintipocos años puede disfrutar de la excitante experiencia de conocer ocho empleos di chichinabo en tres o cuatro años, y al cabo verse el la calle con la mochila, buscándose la vida bajo 1, lluvia. Partiendo una y otra vez de cero. Flexibilidad laboral. Rediós. Cuánto eufemismo y cuánta mierda. A ver qué pasa cuando, de tanto flexionarlo, se rompa el tinglado y se vaya todo al carajo, y en vez de currículums lo que ese chico lleve en la mochila sean cócteles molotov.
Arturo Pérez-Reverte, 2003