El señor K tenia la extraña costumbre de beberse el café a sorbos tremendamente cortos, pero aquella mañana lo apuró de un trago antes de salir de casa, era presa de los nervios. Mientras tanto, en otro rincón de esa misma ciudad, el señor A aún dormía plácidamente debido a la desafortunada circunstancia de que la señora de A había retirado las pilas la noche anterior al reloj-despertador de la mesilla por alguna desafortunada razón.
Cuando el señor K echó el cerrojo de la puerta blindada de su lujoso piso de soltero, recordó repentinamente la obligación de atender unos asuntos antes de presentarse en su oficina, Este hecho hizo que los nervios del señor K, ya de por si débiles, sufrieran algo más de la cuenta, A esa hora, en otro rincón de la ciudad, una sirena de una ambulancia hacía que el señor A despertase sobresaltado y mirase extrañado a las detenidas manecillas del reloj-despertador. La señora de A no estaba.
El señor M conducía una ambulancia por las calles de la ciudad desde una hora insultantemente temprana, aquella noche no había podido pegar ojo debido a la inoportuna pero bien recibida visita de una señora casada a su diminuto piso del centro. Una llamada de radio perturbó su semi-inconsciencia al volante. Tenía trabajo.
El señor A bajó apresuradamente las escaleras mientras se abrochaba la camisa y ponía la chaqueta. Nunca había llegado tarde a un encargo, nunca.
Cuando hubo atendido sus asuntos, el señor K salió de nuevo a la carrera hacia la oficina, pero en el cruce de la calle 4 con la calle 9, cayó desplomado al suelo. El corazón el señor K había dicho basta.
El señor A llegó a la esquina de la casa donde vivía el señor K, el sitio era el acordado, estaba exactamente en la posición donde debía estar. Solo fallaba la hora, había llegado una hora tarde y el señor K ya no estaba. Comprobó su pistola y observó la bala que debía de haber introducido en el pecho del señor K. Descargó suavemente la pistola, con mimo. No había razón para llevarla cargada cuando no había contra quién disparar.
El señor M estaba llegando al cruce de la calle 4 con la calle 9, su cabeza todavía le daba vueltas por la falta de sueño, allí debía recoger a un hombre al borde de la muerte por paro cardiaco. Cuando llegó, el señor K todavía respiraba, así que el señor M le introdujo en la ambulancia y puso rumbo al hospital mientras intentaban reanimarle.
Desolación, ese es lo que sentía el señor A, en 30 años de profesión nunca había llegado tarde a un encargo y ahora no sabría qué decirle a su cliente. Quizá ésta fue la razón que llevó a que el señor A cruzase la calle sin atender a los coches que iban y venían.
El señor M conducía su ambulancia a toda velocidad debido a que el estado del señor K iba en paulatino empeoramiento. El señor M tenía la habilidad de un veterano en conducir sorteando vehículos y peatones cuando la situación era de extrema emergencia, pero aquella vez, no pudo hacer nada por no llevarse por delante a aquel peatón que había cruzado la calle sin mirar.
El señor A pensó que si eso no era el fin, se le parecía mucho.
El señor M bajó velozmente de la ambulancia, vaciló un momento, pero no le quedó otra opción que albergar al peatón recién arrollado en su ambulancia junto al señor K.
El señor A despertó en una luminosa sala de hospital. Acababa de salir de la unidad de cuidados intensivos después de 3 días en coma, había sido trasladado a una semiconfortable habitación semiprivada. Al rato le llegó un amigable hilo de voz desde la cama contigua que le animó a entablar una vacua conversación.
Al señor K le encantaban las conversaciones banales. De ellas podían surgir grandes amistades.
En algún lugar de la ciudad, en aquella fresca noche invernal, el señor M llegaba de trabajar, se descalzaba, y preparaba cena para dos. A la media hora, la señora de A estaba llamando al timbre.
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Hacía tanto tiempo que no escribia nada que ya se me había olvidado como funcionaba el Word....jeje...