Hoy os vuelvo a dejar un relato que tenía en el
blog. Hace tiempo que lo escribí, pero bueno, nunca es tarde para volver a recordar.
Recuerdos fragmentados
El viento mecía las altas espigas de trigo que parecían bailar en aquella tarde de verano, bajo un Sol parcialmente oculto tras una gran masa de nubes blancas que contrastaban con fuerza en el inmenso azul del cielo. En aquella llanura el tiempo parecía no pasar. El incesante tic-tac del reloj sobre la mesa de trabajo del hangar, desordenada y sucia con numerosas manchas de grasa, se hacía tan lento que tras minutos de contemplación la sensación era la de viajar inversamente en el tiempo. En aquella paz natural el silencio solamente era perturbado por el chisporroteo de un soplete sobre el fuselaje de un avión en reparación.
La única pista de aterrizaje presentaba un estado salvaje. No es que estuviera mal acondicionada pero de entre las grietas del viejo cemento crecían plantas silvestres que adornaban tímidamente con sus flores el ceniciento gris de la argamasa. La compañía Bastard descansaba plácidamente diseminada por los tres hangares siendo Woodland el único que no estaba en el recinto de espera. Sus compañeros tirados contra la pared de chapa miraban al infinito de la llanura dorada con las mangas del uniforme arremangadas. El sargento Claude que era un gran aficionado a la goma de mascar admiraba el paseo aéreo de las nubes, lentas pero seguras hacia el horizonte. De paso hacía la vista gorda y saltándose el estándar de disciplina y comportamiento permitía apostar con cartas a cuatro tipos un poco más allá.
Woodland observaba todo esto desde el borde de la pista de aterrizaje, de pie y con el casco bajo el brazo oteaba la llanura por curiosidad. Era una pequeña base del ejército perdida en medio del campo, sin ningún tipo de interés estratégico pero aún así el Alto Mando tenía a la compañía parada allí. El fusil le tiraba de la correa recordándole que estaban en tiempos de guerra. Todo cambiaba con la guerra. Hasta ese precioso latifundio de cereales perdía su encanto cuando uno recordaba que kilómetros más al norte las bombas caían destrozando hogares y familias por minuto. Cerró los ojos y dejó que la brisa golpeara en su cara, e intentó imaginar aquel lugar sin aviones militares, soldados jugando a las cartas o mecánicos arreglando motores dañados. Simplemente no pudo, y supuso que tantos meses de combate le habían convertido en otra persona diferente.
Desde pequeño siempre quiso volar los aires de Galia en un monoplaza de doble hélice, al menos eso creía recordar de su infancia, pero las circunstancias de una vida poco afortunada le habían llevado al alistamiento forzoso en el ejército de tierra. Por suerte estaba en una compañía de paracaidistas y por lo menos tenía algún tipo de contacto con el cielo. Entonces el viento le trajo a los oídos el inconfundible ruido del motor de un G-08. Alzó la vista escapando de sus pensamientos y divisó en la lejanía la silueta del avión. La aspas de la hélice formaban un precioso círculo dinámico y pudo observar como lentamente el tren de aterrizaje se desplegaba para iniciar el descenso a tierra. Pensó en retirarse unos pasos pero se lo replanteó y decidió quedarse donde estaba, al borde de la pista donde podría sentir de lleno el aroma de la máquina. Cuando el avión tomó tierra la goma de las ruedas al contacto áspero del cemento desprendieron un denso humo blanquecino que se esfumó rápidamente. El avión pasó a gran velocidad por enfrente suya y la fuerza que ejercían sus alerones en el aire casi le sientan de culo en la hierba. Realmente aquello le encantaba.
Horas después la sirena de emergencia sonaba estrepitosamente por todo el pequeño recinto militar. Los sargentos gritaban a los soldados para agilizar la preparación mientras que los oficiales esperaban de pie junto a la mesa de mapas. En pocos segundos los treinta y dos hombres del pelotón de Woodland formaban en firmes ante el gran A-305 que les soltaría en algún lugar de Galia. De momento ninguno de ellos sabían a dónde irían, lo único de lo que tenían certeza es que sería un lugar calcinado y gris, donde las balas silban a pocos centímetros de tu cara y las granadas explotan a dos metros de ti lanzándote trozos de asfalto y tierra a la ropa. Donde los caballos muertos adornan las esquinas de las calles y las mujeres lloran con niños en brazos, suplicándote que te los lleves contigo en un mar de lágrimas sucias por el polvo acumulado en sus mejillas. Woodland sabía todo eso y más, pues lo había vivido un sinfín de veces, pero también cabía la posibilidad de ser lanzados en medio de la nada donde todo se hace peor.
- ¡Atención! -gritaba el Teniente Florit-. Saltaremos a las 0915 sobre la región de Callen sin los paracaídas de reserva, lo cual será un salto bajo. Quiero a todos los hombres listos por escuadras en cinco minutos. Aquí mismo -barrió a los hombres con la mirada-. Pueden romper filas.
El caos organizado de siempre comenzó y lo que antes había sido un bonito sitio para descansar ahora se había tornado en una pista de carreras, insultos, prisas y demás cosas habituales. En el tiempo estipulado estuvieron de nuevo formando ante el gran avión de transporte y en otros cinco minutos estaba todo el pelotón dentro y sentado. Lo que más le gustaba de volar era el despegue, esa sensación de separación física con la tierra que hace que las tripas se te suban provocando un tremendo placer en algunos, vómitos en otros. Cuando la inmensa masa de toneladas de metal surcaba los aires Jean le llamó la atención dándole golpes con el codo. Tenían que hablar más bien alto porque el ruido de los cuatro motores de 42 cilindros impedían una fácil comunicación.
- Woodland, escucha tío -le dijo acercando mucho su boca a su oreja-. Creo que en Callen hay tres compañías americanas. Unos tipos de la mecanizada lo comentaban esta tarde en el hangar.
- ¿Y qué decían exactamente? -la verdad es que aquello no le interesaba pero tampoco quería quitarle la ilusión al pobre Jean.
- Hablaban que el 3º de granaderos había recibido por todas partes en Callen. ¡El 3º de granaderos Woodland!
- De qué te preocupas Jean, somos los jodidos paracaidistas de Galia -intentaba infundirle un poco de serenidad porque le veía realmente afectado-. ¿Cuántas veces has hecho esto? Si te viera tu madre hacer lo que haces todas las semanas le daba un infarto, créeme.
Pareció que Jean se quedó un poco más tranquilo. No le volvió a decir nada en todo el viaje. Lo peor de hablar en el avión es que no se sabe quién morirá en el salto y quién sobrevivirá, pudiendo darse el caso de que dos se prometan beber unas cervezas frías tras la operación y después uno de ellos regrese en una bolsa de plástico, y eso si se puede recuperar el cuerpo.
El piloto accionó la luz verde que indicaba la zona de salto. Tras los protocolos de seguridad fueron saltando uno a uno por la compuerta abierta. Una fortísima ráfaga de viento les golpeaba en las gafas protectoras y hacía bailar todos los mosquetones del arnés. Woodland saltó de los últimos como siempre y procuró no separar los brazos del pecho, semanas atrás casi se rompe las dos extremidades al pasar por las ramas de un árbol con muy mala leche. No había comenzado a descender ni cinco metros de los ciento ochenta que tenía que hacer cuando las trazadoras de los antiaéreos comenzaron a silbar a su alrededor. Desde la altura podía divisar dónde estaban emplazadas las dos baterías que estaban abriendo fuego contra ellos y supuso que tendrían por delante una dura noche de trabajo. Una ráfaga pasó excesivamente cerca de él e instintivamente alzó la vista intentando no romperse el cuello. Con los ojos bien abiertos seguía el rostro anaranjado que los proyectiles dejaban tras de sí. Hicieron impacto en la panza de su avión el cual explotó en una gran bola de fuego que arrojó esquirlas metálicas en todo el diámetro. Un trozo del fuselaje rasgó la lona de su paracaídas y comenzó a caer más rápido dando vueltas sin parar, no podía controlar la dirección de vuelo y terminó por caer en la copa de un árbol. La fuerza que llevaba no era la suficiente para pararle e iba rompiendo ramas con el cuerpo que le arañaban a medida que le rompían el uniforme. Finalmente quedó suspendido en seco a unos seis metros del suelo, sacó rápidamente el cuchillo bayoneta de la pernera y como pudo rasgó las cuerdas que le mantenían en el aire. La caída no fue mucho mejor.
Recuperando su equipo de entre las ramas se quitó los arneses y demás correas necesarias para el salto y corrió a buscar un lugar refugiado desde donde poder encontrar a algún compañero. Se fijó en un gran poyo de piedra pegado a los tablones de un cobertizo minúsculo. Mientras corría hacia él se fijó que en el horizonte el Sol estaba a punto de desaparecer y pensó cómo debería ser aquel momento visto desde la torre de control de la base entre el trigo. Su cuerpo chocó contra la madera y con un rápido movimiento verificó que en el interior de la construcción no había nadie. Las baterías móviles habían dejado de disparar y reinaba en el lugar una relativa calma, solamente podía escuchar su respiración entrecortada y notaba el latido de su corazón en las sienes.
- ¡Woodland! -le gritó alguien desde detrás. Él se giró bruscamente y apuntó con el fusil-. Tranquilo chico, soy yo.
Era Dómine, un cabo como él aunque algo inoportuno la mayoría de veces. – No vuelvas a hacerlo -bajó el arma y suspiró profundamente.
- Venga vamos, si eres un genboy. Nervios de acero y puntería milimétrica -le guiñó un ojo y se subió al poyo dándole la espalda para otear el campo que se abría ante ellos.
- No lo vuelvas a repetir, no me gusta pensar en ello -y era verdad, odiaba recordar que era genéticamente superior al resto de compañeros. Fue concebido en un laboratorio y aunque las autoridades militares le aseguraban que era original, él tenía la sospecha de que era el sustituto eterno de algún ser humano con cualidades bélicas excelentes. Si no cómo se explicaba el que no pudiera recordar ciertos pasajes de su vida como su infancia o su adolescencia. De vez en cuando recuerdos relámpagos le asaltaban por la noche obligándole a levantarse en un mar de sudor, pero minutos después pasaban y volvían a perderse en lo desconocido.
- Pues no sé por qué -le decía Dómine aún subido allí-, eres un soldado excelente, pronto te ascenderán a sargento y dicen que eres de los más veteranos en esta condenada guerra. Todo un partido vamos -rió brevemente.
- Eso dicen pero yo no recuerdo nada de antes a ser trasladado a la compañía Bastard -le replicó.
- Pero eso es porque al parecer te explotó una granada en una trinchera, muy cerca, ya sabes -sin dejar de darle la espalda hizo un gesto circular con su dedo índice sobre la cabeza-. Perderías la memoria o algo por el estilo. Pasa mucho en las películas.
- Dómine… -la paciencia se le acababa-. Esto no es una película.
- Tienes razón amigo -dijo dándose la vuelta y saltando a su lado-, y por eso tenemos que encontrar a más gente y destruir esas baterías.
Entre su posición y la localización relativa donde suponían que estaba uno de los antiaéreos había un gran cultivo de hortalizas y unos cuantos senderos de tierra que lo cruzaban. Los setos altos a ambos lados de los caminos les proporcionarían una cobertura de avance excelente. La noche caía y la visibilidad se reducía a cada segundo.
- Si no encontramos a nadie más tendremos que hacerlo nosotros mismos -le dijo a Dómine.
- No hay nada mejor que una noche de acción, ¿no es cierto? -aquel tipo no dejaba de sonreír nunca. Era en cierta forma un don porque tranquilizaba a los hombres más nerviosos, aunque Woodland no necesitaba de ese tipo de apoyos por su condición genética.
Avanzaron unos metros por el camino cuando escucharon unas voces hablando inglés. Se tiraron al suelo y corrieron el cerrojo de sus fusiles, apuntando al frente por lo que podría venir. A unos doscientos metros una pareja de americanos transportaban unos cajones de madera entre carcajadas y bromas, estaban montando un buen escándalo. Dómine le miró desconcertado a los ojos no pudiendo creer lo que estaba viendo.
- Esos imbéciles están de paseo por aquí como si nada. ¿No saben que estamos en una maldita guerra? -decía agitando la cabeza. El casco le bailaba un poco-. Oye Woodland, ¿crees que desde aquí les acertarías?
Pero él ya estaba calibrando la mira y apuntando delicadamente a los soldados americanos. Cuando tuvo un buen blanco contuvo la respiración y apretó el gatillo lentamente, como si fuera una cosa muy delicada que se rompería a la mínima de cambio. El disparo retumbó en el ambiente y el casquillo de gran calibre salió humeante hacia atrás. Más allá uno de los soldados caía de súbito doblado por las rodillas. Pocos segundos después y sin darle oportunidades de escapar al otro americano, el segundo disparo alcanzó de nuevo el objetivo, esta vez en el cuello. A su lado Dómine observaba la escena como quien observa una obra de teatro bien interpretada.
- Muchacho -le dijo cuando se relajó y dejó de apuntar-. Lo tuyo es de película.
A Woodland no le hizo gracia el comentario. Se acercaron sin levantar demasiado la cabeza a los dos cuerpos tendidos en la tierra y pudieron comprobar que lo que llevaban en aquellas cajas eran botellas de vino, ahora la mayoría rotas derramando su contenido granate en el suelo. En aquel punto el camino cruzaba paralelamente con otro que llevaba a una granja donde se suponía estaba una de las baterías. Aceleraron el paso trotando siempre en el linde del camino, con las armas preparadas para abrir fuego en caso de necesidad. A diez metros del gran portón de madera apoyado en un mojón de piedras había un cuerpo inmóvil. Las piernas abiertas y los brazos reposados en el regazo se podía observar un riachuelo de sangre seca que descendía por su pantorrilla hasta los setos. Al pasar por su lado Woodland se percató que era el cadáver de Jean, todavía con el equipo de salto puesto. Por eso no le gustaba hablar en el avión antes de saltar.
Más adelante media decena de soldados americanos regaban con su sangre el césped del jardín delantero, el edificio de madera presentaba una fachada totalmente destruida por el impacto de un mortero o algo por el estilo, pero se podían vislumbrar luces en su interior. Sin querer Woodland pisó la mano de uno de los americanos y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Todos los muertos tienen el mismo aspecto, tan quietos y congelados que parece que en cualquier momento se van a poner a bailar, a pegarte un susto. Los ojos siempre son vidriosos, entornados al infinito del suelo donde yacen con la boca semiabierta y las mejillas manchadas de polvo o gravilla. Por mucho que veía esa estampa nunca terminaba por acostumbrarse. De repente el sonido de una explosión le sacó del ensimismamiento. Un resplandor le obligó a girar la cara para ver una columna de humo unos metros más allá, en alguna parte del jardín trasero. A continuación unas breves ráfagas y unos disparos sueltos.
- Woodland, yo me adelanto. Seguramente serán los chicos de la compañía explotando el camión con la batería antiaérea -le dijo Dómine mientras echaba a correr en esa dirección.
Él se quedó de pie inmóvil junto a los americanos muertos, contemplando el humo que se perdía en la negrura de la noche. Tenía la sensación de haber vivido aquello con anterioridad, en alguna otra parte. De vez en cuando recuerdos fragmentados le venían a la cabeza para recordarle que era un genboy, algo artificial carente de existencia propia. Había solicitado al Cuartel General un permiso especial para poder leer los archivos de su nacimiento pero siempre le denegaban la petición. Vivía con la sensación de ser el sustituto de otra persona, alguien que no se pertenecía a sí mismo pero que estaba allí, de pie en medio de la guerra matando a otras personas. Todos los genboys que conocía pasaban por lo mismo que él, así que la explicación colectiva se limitaba a pensar en efectos secundarios de la modificación genética. Pero Woodland tenía la certeza de ser la reencarnación de un soldado muerto, el sustituto artificial de un soldado de capacidades excelentes y que el Alto Mando no podía desperdiciar por el simple hecho de que muriera. De ser así, de poder el ejército galiano clonar a los mejores soldados en caso de baja… ¿cuántas veces habría sido clonada la persona que se suponía que era? ¿Tenía él derecho a llevar la vida de otro? Tal vez los continuos cambios de compañía que sufrían los genboys explicaban la clonación, para que los compañeros del soldado muerto no se dieran cuenta que había vuelto a la vida en forma de vida artificial.
Solía pensar mucho en aquel tipo de cosas, sobre todo cuando tenía tan de cerca la muerte. El hecho de pisar la mano de aquel cadáver le había conectado con algún tipo de recuerdo de su yo verdadero, de la persona clonada. Eran esos momentos en los que no dudaba de su condición de copia genética, el resto del día se tiraba las horas dubitativo sobre qué era real y que era ficción simulada. No se enteró de que por detrás del muro derruido un superviviente americano le flanqueaba silenciosamente para terminar abalanzándose sobre su espalda. El primer impactó lo recibió en la nuca con la culata de madera de su arma. Le tiró al suelo con un dolor punzante en toda la espalda que terminaba por disiparse en los dedos de los pies. Evitó caer de bruces con las muñecas y notó fresco el césped. Esquivando el segundo ataque del americano se incorporó y bloqueó al atacante con su hombro, cayendo ambos a la hierba y perdiendo su enemigo el control del arma en las manos. Los dos forcejeaban intentado bloquear las manos de su adversario, pero Woodland era más rápido y pudo alcanzar la garganta de su enemigo con su antebrazo. Ejercía presión con fuerza en un intento de asfixiarle pero el americano palpando a ciegas el suelo, dio con un casco de uno de sus compañeros muertos y asestó varios golpes con él a la espalda del galiano, quien no tuvo más remedio que dejar de presionar para evitar el dolor dorsal. El soldado americano aprovechando la oportunidad se quitó a Woodland de encima con una patada en el pecho, quien gimió cayendo de espaldas golpeándose la cabeza en el césped blando. Entonces brilló la hoja afilada del cuchillo bayoneta que terminó rasgando la carne del americano que se había abalanzado de nuevo rifle en alto hacia él, quedando frenado en seco a pocos centímetros de su cara. Podía sentir en la cara el aliento del moribundo soldado, quien comenzó a escupir sangre manchándole el rostro a Woodland. El invasor extranjero temblaba y sin fuerzas intentaba sacarse del pecho el cuchillo, pero su asesino lo seguía sujetando firmemente mientras le miraba a los ojos. Finalmente la vida se apagó y pudo retirar el cuchillo manchado de rojo, el cual arrojó al suelo en un acto de rechazo. Se quedó allí sentado unos segundos antes de levantarse y recoger su arma, decidió que el cuchillo se quedaría en aquel césped para siempre oxidándose con el paso del tiempo. Al menos él no lo quería volver a ver.
Una voz a gritos le llamaba desde el otro lado de la granja. Era Dómine diciéndole que seguían adelante. Woodland miró una última vez al ser humano que había acuchillado y se dio la vuelta, preguntándose eternamente si su yo verdadero hubiera sido capaz de hacer aquello.