Surgió de algún lugar. Un grito desgarrado de angustia, impotencia y frustración. Acaso tuviera su origen en el interior de su persona y en ese momento recordó vívidamente las frases que aún no había recibido por parte de todo el mundo, aunque tal vez nadie las llegase a pronunciar jamás:
—Te lo advertí. Deberías haber sido más precavido.
Pero él confiaba.
—Te lo advertí. Yo tenía razón y no me hiciste caso.
Quería confiar.
—Te lo advertí. ¿Es que eres tonto?
Sentía la necesidad de confiar.
—Te lo advertí.
Pero el daño ya estaba hecho y nada cabía hacer ya salvo lamentarse y mirar hacia adelante. Sin solución. Sin marcha atrás. Y entonces se hizo claramente visible a sus pies el camino que debía atravesar. Era un camino de sinsabores, de desengaño y decepción, de sumisión y resignación, de odio y venganza.
Comenzó a andar. Había vislumbrado una luz, apenas un leve fulgor, al final de tan vasta oscuridad. Una luz de suaves caricias en noches de verano y olores entremezclados que se confundían con el alba.