-Pronto.
Los ojos de Jonathan se abrieron de golpe al oír aquella única palabra. Los había cerrado un instante al sentarse en el carruaje, pero su voz lo había devuelto al instante a la realidad. Esta vez no hubo preguntas, ni respuestas, nada salvo aquella palabra susurrada en sus oídos, o tal vez en su mente, tratándose de ella era difícil distinguir una cosa de la otra.
De todas formas, aquel no era un buen momento para pensar en sus enigmas. El carruaje que Atasha tenía esperándoles en el cañón viajaba despacio, principalmente a causa de la niebla y del nerviosismo de los animales que parecían dudar a la hora de dirigirse hacia la ciudad, pero sus muros se acercaban ya y pronto sabrían que los esperaba allí dentro.
Su joven guía no hablaba mucho, se había limitado a presentarse y asegurarles que no debían preocuparse por la cuarentena antes de subir al carruaje y sentarse a su lado. Esto último motivado principalmente por la apresurada forma en que Jessica había arrastrado a su hermano con ella al otro asiento dejando solo el espacio junto a Jonathan libre. Algo que no parecía reconfortar demasiado a Atasha puesto que esta se había apretujado en su esquina del asiento procurando no llegar a tocarle y evitaba su mirada a toda costa.
No parecía que fuesen a sacar mucho de ella y parecía incluso más nerviosa que ellos mismos, así que los tres prefirieron ignorarla por el momento y se concentraron en el exterior del carruaje. La bruma apenas dejaba ver, pero en cuanto abandonaron el paso las luces de los fuertes de Uldar y Ushar se hicieron visibles a ambos lados del camino y los tres observaron con admiración a los silenciosos guardianes de las colinas. Dos formidables torres gemelas levantadas cada una en el centro de una robusta muralla circular y cuyas superficies relucían pálidamente entre la neblina como gigantescas espinas de marfil.
Nada de esto, sin embargo, podía compararse con el sombrío esplendor de la propia Tarsis. Sus gigantescas murallas se alzaban entre las colinas como una colosal presa y sus torres repletas de arpilleras alumbraban la noche con la danzarina luz de sus antorchar que daba vida con sus sombras a las estatuas que adornaban la fachada de aquel formidable bastión. Pero aún así, aún con todas sus luces y la grandeza de sus blancos muros de roca tallada, algo en ella seguía fuera de lugar y a ninguno de los tres se les escapó el detalle de no ver a un solo guardia en sus muros.
Sus puertas, dos colosales hojas de acero y piedra, se abrieron lentamente en cuanto el carruaje se acercó y se cerraron secamente tras ellos, sin apenas sonido a pesar de su enorme tamaño y sin que los caballos tuviesen en ningún momento que cambiar el ritmo de su marcha. Allí tampoco había guardias, ni nadie que se ocupase aparentemente de abrir o cerrar las puertas. Toda la ciudad parecía desierta, ahogada en aquella extraña niebla y tan vacía como el propio cañón.
La calle principal llevaba directamente hacia el corazón de Tarsis y a ambos lados podían verse las fachadas grisáceas de los altos edificios que la flanqueaban. Extraordinarias construcciones de más de tres y cuatro pisos, totalmente diferentes de las pequeñas casas de Tírem, que se alineaban formando no solo aquella, sino toda una red de pequeñas y grandes calles perfectamente rectas que tejían una colosal tela de araña entre las colinas. Sin embargo, ni siquiera su perfección arquitectónica podía ocultar la sombra que la cubría en aquel momento. Sus calles estaban vacías, las casas tan aparentemente muertas como todo a su alrededor e incluso las farolas que se alineaban a ambos lados de la calle permanecían apagadas.
-Todo está muy tranquilo. –Murmuró Jonathan, más para si que para los demás, pero mirando de reojo a su compañera de asiento. -¿Es por la cuarentena?.
-Si.
La respuesta de Atasha fue tan seca y falta de explicaciones como este esperaba, pero para su hermana aquello no era en absoluto suficiente y ahora que había hablado decidió continuar ella con lo que este había empezado.
-¿Pero qué es lo que ocurre?. –Preguntó clavando los ojos en la joven que se sentaba frente a ella. –Has dicho que no nos preocupemos, ¿Por qué entonces todo esto?.
-La gente está enferma, por eso no salen de sus casas. –Respondió con desgana, tratando de evitar la mirada de Jessica. –Pero no es contagioso, no tenéis de que preocuparos.
-¿Qué clase de enfermedad es esa?. -Preguntó esta vez Álbert, notando el nerviosismo de la chica al hablar de aquello. –Si no es contagiosa me sorprende la cuarentena.
-Por favor. –Pidió girándose esta vez hacia ellos y dirigiendo una rápida mirada a Jonathan. –Esperad a que lleguemos, allí os lo explicarán todo.
-Vamos a la catedral, ¿verdad?. –Jonathan ni siguiera se giró al hacer esta pregunta, sus ojos continuaron fijos en la ventanilla del carruaje y ni siquiera esperó a que ella respondiese antes de continuar. –Tus jefes deberían tener más cuidado, se supone que esta gente está bajo su protección.
Dicho esto, y para sorpresa de los tres, Jonathan abrió la puerta de golpe y saltó fuera sin decir una sola palabra. La reacción de Atasha fue también instantánea, gritó al chofer que se detuviese y se acercó de inmediato a la puerta buscándolo con la mirada entre la niebla que cubría la calle.
-¿Por qué ha hecho eso?. –Preguntó visiblemente nerviosa. -¿A donde ha ido?.
-Buena pregunta. –Respondió tranquilamente Álbert mientras Jessica sonreía burlonamente al ver la cara de la chica. –Seguramente habrá visto algo raro fuera, Jonathan nunca ha sido alguien al que le guste dar muchas explicaciones.
-¿Algo?. Ahí fuera no hay… -Las palabras de la Atasha se atragantaron en su garganta de pronto y los dos hermanos vieron como sus ojos se abrían de golpe de pronto al ver algo a lo lejos. –No…
Sin dar tampoco más explicaciones, la joven saltó también del carruaje y echó a correr entre la niebla dejando a los dos hermanos todavía más sorprendidos.
-¿Y ahora qué?. –Preguntó Álbert mirando a su hermana.
-Los seguimos o los dejamos aquí y nos vamos sin ellos. –Respondió Jessica sonriendo. –Ahora ya sabemos a donde vamos.
-Creo que será mejor que los sigamos. –Dijo Álbert saltando también fuera y mirándola desde la puerta.
-Siempre igual. –Se resignó Jessica siguiéndole. -¿No podríamos dejarlos volver solos?. Seguro que Jonathan cuidará bien de ella.
-Jess…
Jessica ahogó una risilla al ver la cara de su hermano y se adelantó a él entre la niebla siguiendo la dirección que Atasha había seguido antes. Jonathan se había detenido al borde de la calle, justo debajo del balcón de uno de los edificios, y cuando la joven monje llegó junto a él comprobó que este no estaba solo. Tal y cómo ella había supuesto por sus palabras, Jonathan había visto a alguien en la calle y ahora se encontraba a su lado, arrodillado en el suelo sosteniendo a un hombre que apenas parecía poder sostenerse de pie y trataba inútilmente de levantar un cubo de agua.
El hombre no parecía viejo, probablemente no pasaría de los treinta años, pero su piel estaba pálida como el mármol y sus ojos carecían por completo de vida al igual que su rostro, era casi como mirar a un cadáver a la cara. Y sin embargo respiraba, estaba tan vivo como ellos pero tan debilitado por aquella enfermedad que era difícil creer que se encontrase todavía entre los vivos.
-No debería estar fuera. –Dijo la chica ignorando por completo a Jonathan y acercándose a aquel hombre. –Está demasiado débil para salir de casa.
-Mi… hijo… -Tartamudeó débilmente el hombre al oírla, esbozando algo similar a una sonrisa al ver el cristal en su cuello. -..tenía sed… quería llevarle un poco de agua.
-No se preocupe, yo le ayudaré a llevarlo. –Dicho esto, Atasha cogió el cubo en una mano, pasó el brazo del hombre sobre sus hombros para ayudarle a caminar y miró a Jonathan antes de continuar. –Volveré en un minuto, vuelve al carruaje. Y por favor, esta vez quédate allí, cómo has dicho esta gente es responsabilidad nuestra.
Jonathan no respondió a estas palabras. Se quedó inmóvil unos segundos observándola alejarse por la calle con aquel hombre y el cubo todavía en la mano y pronto se dio la vuelta para regresar al carruaje. Sin embargo, nada más girarse encontró de golpe con sus hermanos y la sonrisa burlona de Jessica hizo que la mirase completamente serio al instante.
-¿No es encantadora?. –Dijo mientras la observaba alejarse. –Parece un angelito, aunque es un poco tímida.
-Todavía es nueva, seguramente no sea más que un acólito. –Respondió Jonathan aún serio. –Dale tiempo, ya aprenderá, todos lo hacen.
-¿Qué se supone que significa eso?. –Preguntó su hermana un tanto desconcertada ante aquella respuesta.
-Lo comprenderás pronto me temo. –Explicó Jonathan. –Ahora vamos, ha dicho que la esperásemos en el carruaje, creo que le estamos buscando problemas con sus superiores al deambular así por la ciudad.
Tal y como acababa de hacer Atasha, Jonathan empezó a caminar nada más terminar aquellas palabras y se dirigió hacia el carruaje. Jessica, sin embargo, se quedó allí un instante pensando en lo que acababa de decir y miró a su otro hermano en busca de respuestas.
-¿Tu le has entendido?.
-Parece mentira, tantos años juntos y todavía intentas comprender a Jonathan. –Se burló Álbert. –Anda, volvamos con él, ya lo entenderemos cuando tengamos que hacerlo, como siempre.
-Sigo pensando que habría sido mejor dejarles aquí. –Insistió siguiendo a su hermano. –No esta tan mal a pesar de llevar esa ropa, y Jonathan hasta se ha preocupado por ella.
-Jonathan se preocupa por todo lo que lleve una falda, no puede evitarlo. –Aclaró Álbert. –Y deja eso de una vez, de todas las estupideces que se te han ocurrido la que estás pensando es la peor.
-No es ninguna estupidez. –Replicó Jessica. –Ya lo verás.
-Jess, no, ni se te… -Antes de que pudiese continuar, Jessica aceleró el paso alejándose de Álbert y este bajó la cabeza con resignación. –Realmente no sé por qué me molesto. En fin, mejor él que yo.
Sin más que decirse, los tres regresaron al carruaje y Atasha no tardó en volver también con ellos tal y como les había dicho. La calle era larga, probablemente el doble que la propia Tírem, lo que daba una idea aproximada del colosal tamaño de aquella ciudad, pero pronto llegaron frente a la catedral.
La sede de los monjes blancos era un edificio tan imponente como cabía esperar, una gigantesca construcción de planta triangular que se levantaba en el extremo sur de la ciudad apuntando con uno de sus vértices hacia la calle y con su base hacia la entrada a Narmaz, en la puerta principal de la muralla sur. El edificio en sí no parecía nada fuera de lo normal, tan solo la típica construcción longitudinal tan frecuentemente usada en los grandes caseríos o castillos, pero dividida en este caso en tres fragmentos para formar aquel triangulo. En los vértices de este, sin embargo, se alzaban tres formidables torres hexagonales de metal y cristal translúcido que convergían sobre el centro del triángulo formando un ángulo de casi sesenta grados y le daban al complejo un aspecto realmente sobrecogedor.
-Hemos llegado. –Dijo Atasha respirando tranquila y esbozando una orgullosa sonrisa al señalar hacia la catedral. –Uno de mis maestros os espera dentro.
Ninguno de los tres respondió. Nada más bajar del carruaje, los hermanos se dirigieron hacia la torre en cuya base podía verse la entrada y se detuvieron un instante para observarla mientras su acompañante los miraba con impaciencia. La puerta estaba abierta y no había ningún guardia, tan solo dos grandes estatuas de mármol blanco apoyadas sobre al gran arco de roca que la formaba, cada una de ellas del tamaño de un hombre y representando a un monje en cuyas manos podían verse un cristal y una espada.
-Parece que la enfermedad ha llegado hasta aquí. –Dijo Jonathan más atento a la ausencia de guardias que a los grabados del arco que sus hermanos contemplaban en aquel instante.
-Ha llegado a todas partes. –Asintió Atasha bajando la cabeza. –Por favor, seguidme.
Aparentemente afectada por aquellas palabras, la joven entró en el edificio y los tres la siguieron. La puerta comunicaba con una gran sala que ocupaba toda la base de la torre y a cuyos lados podían verse las puertas hacia las alas este y oeste de la catedral, pero lo verdaderamente impresionante no estaba allí, si no en su centro. Cada uno de los lados del hexágono estaba ocupado por un inmenso mural representando la antigua guerra que casi había arrastrado a Linnea a la destrucción y por dos colosales columnas que sostenían no el segundo, sino el tercer piso de la torre puesto que esta carecía por completo de segunda planta. En su lugar, la torre contaba con un gran espacio vacío en el que se alzaba una colosal estatua de plata, una estatua similar a la de los inmóviles guardianes de la puerta, pero cientos de veces más majestuosa y cuyas manos sostenían hacia el cielo un único objeto: un cristal tan blanco como el propio mármol.
-Lord Alexander. –Susurró Atasha con voz solemne al ver que los tres se habían parado a mirar la estatua. –Nuestro fundador, uno de los cinco salvadores que destruyeron a Árgash en la gran guerra.
-Un mago. –Concluyó Jonathan en un tono muy distinto. –Uno de los “herejes” a los que perseguís por usar la magia para fines distintos a los vuestros. Curiosa paradoja, ¿verdad?.
Aquellas palabras sorprendieron casi tanto a Atasha como a los hermanos del propio Jonathan. Ninguno de los dos esperaba algo así de él, y la forma en que el rostro de la joven palideció al oír aquello hizo que se preocupasen durante un breve instante por como reaccionaría esta.
-Mi tarea no es explicaros el por qué de las acciones de mis hermanos. –Respondió con calma, desviando la mirada de Jonathan y dirigiéndose hacia la puerta al otro extremo de la sala. –Debo llevaros ante mi maestro, seguidme.
Álbert y Jessica miraron a Jonathan antes de continuar, pero la respuesta de este fue una simple y burlona sonrisa que los desconcertó aún más. Parecía que aquello hubiese sido un simple juego, algo que no les encajaba demasiado con el carácter de Jonathan, aunque después de lo que les había dicho en la calle ya no estaban tan seguros. Su hermano conocía a aquella gente de algo, posiblemente de Lusus ya que aquel era el único lugar en el que había estado sin ellos, y estaba claro que no tenía una buena impresión de los monjes.
Pese a todo, los tres siguieron a Atasha tal y como esta les pedía y atravesaron aquella nueva puerta para salir esta vez al jardín interior de la catedral. No había flores, ni ningún aroma que pudiese relacionar aquel lugar con un verdadero jardín, tan solo los toscos arbustos que se alineaban a ambos lados de los caminos y la hierba que tapizaba el suelo, como si incluso las plantas hubiesen sucumbido ante aquella niebla y solo las más resistentes sobreviviesen. Y en el centro de este, justo bajo el espacio que las tres torres dejaban entre sí en el cielo, se encontraba el lugar al que se dirigían: una pequeña capilla tan blanca como el resto del complejo con la cúpula formada por un gigantesco y perfecto cristal semiesférico.
Atasha no los esperó esta vez, parecía bastante molesta por el comentario de Jonathan y cuando estos entraron en la capilla la encontraron ya junto a sus superiores en el centro de la misma. La edificio en sí estaba vacío casi por completo, aunque sus muros eran verdaderas obras de arte en los que cada centímetro había sido esculpido dando forma a una infinidad de estatuillas, grabados y columnas que se alzaban hacia el límite en que la roca cedía paso al cristal. Incluso el suelo había sido cuidado al detalle en aquel lugar y sus baldosas formaban un formidable mosaico de color blanco, negro y dorado tomando la forma de dos gigantescas manos de oro que se juntaban en el centro de la misma como para sostener el único objeto de esta: el trono del sumo sacerdote.
Tras haber visto el resto de la catedral, ya ni el hecho de que el trono estuviese totalmente hecho con cristal blanco ni las formidables cabezas de león talladas en los reposa-brazos de este consiguieron sorprenderlos. Lo que sí lo hizo, sin embargo, fue el comprobar que este estaba vacío en aquel instante y que quien los esperaba no estaba allí, sino al pie de las escaleras de mármol que conducían a este, esperándolos junto a Atasha.
Se trataba de dos monjes, aunque ninguno se parecía en absoluto a aquella chica y Jessica comprendió al instante lo que Jonathan había querido decir. El más joven debía tener unos treinta años, pero su mirada era la de alguien con muchos más, serena, fría, impasible, como si sus ojos fuesen dos inertes pedazos de carbón engarzados en su rostro. Su cara era alargada y sus rasgos afilados como los de un ave rapaz, aunque la extraña sonrisa dibujada en sus labios parecía romper de alguna forma el aspecto intimidatorio que esto y su carencia total de pelo le otorgaban. Llevaba una túnica blanca, no gris como la de Atasha, con dos elaboradas estrías plateadas en sus hombros que debían marcar su rango, obviamente superior al de la joven pero por lo que parecía inferior al de su compañero.
Este, mucho mayor que él, rondaría ya los ochenta años y su rostro era totalmente opuesto al de su discípulo. Sus rasgos eran suaves, su barbilla y su nariz eran mucho menos acentuadas que las del primero y por toda su cara podían verse las marcas que el tiempo había ido dibujando en su piel con el paso de los años. Tal vez por esto, o simplemente por lo tranquila y apacible que parecía su mirada, su aspecto resultaba mucho menos intimidatorio, provocando en quien lo miraba no miedo, sino respeto. Tenía pelo, al menos en la mayor parte de su cabeza ya que su frente se había prolongado notablemente con los años y este ya no alcanzaba a cubrirla por completo, pero lo que quedaba formaba una pequeña cortina de seda plateada y negra que caía sobre sus hombros y se mantenía lejos de sus ojos gracias a una extraña diadema dorada.
Su túnica, al igual que la del más joven, también era blanca, pero las marcas de sus hombros eran doradas y fue precisamente esto lo que los hizo dirigirse a él suponiendo que aquel sería a quien buscaban.
-Bienvenidos a la gran catedral de Tarsis. –Dijo con una voz que sonaba tan vieja como las rocas de los muros que los rodeaban pero a la vez suave y perfectamente entonada. –Espero que hayáis tenido un buen viaje.
-¿Es usted quien nos ha contratado?. –Preguntó Jonathan en un tono casi brusco que se ganó una nueva mirada de sus hermanos.
-No exactamente. –Explicó el anciano sonriendo ante la actitud de Jonathan y centrando su mirada en él. –La suma sacerdotisa Amaranda ha sido quien os ha contratado, yo soy solo uno de sus diáconos.
-¿Cuándo podremos verla entonces?. –Preguntó Jessica adelantándose a su hermano y tratando de suavizar la rudeza de este con una sonrisa.
-Ahora mismo no se la puede molestar. –Respondió el diacono sin quitar sus ojos de Jonathan. -Yo me ocuparé de daros vuestras instrucciones en su lugar.
-Adelante entonces. –Continuó Jonathan sin suavizar en absoluto su tono. -¿Qué es lo que quieren de nosotros?.
El diacono sonrió ante una pregunta tan directa, miró a sus dos discípulos durante un instante como para decirles algo y volvió a mirar a Jonathan sin decir una sola palabra.
-Queremos que acabéis con la plaga que ha afectado a Tarsis. –Dijo finalmente. –Ese será vuestro trabajo.
-¿La plaga?. –Repitió Álbert mirando con interés al diácono. –No somos sanadores, ¿Qué espera que hagamos para curar una enfermedad así?.
-Curarla es sencillo. –Afirmó el diácono ahora totalmente serio al ver que, a diferencia de sus hermanos, en el rostro de Jonathan no había sorpresa, sino una sombría sonrisa. –Pero para hacerlo necesitamos algo, y vosotros seréis los responsables de conseguirlo.
-Eso ya tiene más sentido. –Aceptó Álbert. –Pero le agradeceríamos que se dejase de rodeos sin sentido, si vamos a trabajar para usted preferiríamos saber en qué nos estamos metiendo. Supongo que no esperará que busquemos simplemente “algo”.
-No, por supuesto que no. –Sonrió el anciano apartando al fin su vista de los ojos color escarlata del joven al que había estado mirando hasta entonces. –Todo tiene una explicación, pero antes quiero saber con seguridad si aceptáis o no el trabajo.
-¿No esperará que respondamos sin saber antes cual será el pago?. –Señaló Jessica hablando todavía con una sonrisa, pero obviamente mucho más en serio de lo que el diácono había creído. –Tal vez seamos nuevos en esto, pero no somos tan estúpidos.
-Recibiréis mil monedas de oro por cabeza. –Respondió secamente el diacono ocultando su satisfacción al comprobar que el dinero era su principal preocupación. –Una cuarta parte ahora, y el resto cuando nos entreguéis lo que necesitamos.
Los rostros de Álbert y de Jessica cambiaron al instante al oír esto. Sus expresiones hasta entonces relajadas se volvieron completamente serias al comprender por la suma de dinero de la que hablaba aquel hombre que no se trataba de algo sencillo y se miraron un instante antes de responder, como si todavía dudasen sobre si aceptar o no. Algo que no sucedía con su hermano.
-Sabía cual sería nuestra respuesta cuando nos envió esos billetes. –Dijo con calma Jonathan adelantándose a estos. –Deje los enigmas para sus monjes, simplemente díganos lo que necesita y se lo traeremos.
-Explicarlo no es tan sencillo como puedas creer. –Replicó el viejo monje con la misma serenidad que hasta entonces. –No nos enfrentamos a una enfermedad común, su origen es mágico y es precisamente con magia con lo único que puede curarse.
-No veo cual es el problema entonces. –Lo interrumpió Álbert. -Tarsis es famosa precisamente por la magia que sus monjes usan para curar, ¿Para qué nos necesitan a nosotros?
-Me temo que esto escapa por completo a nuestras habilidades. –La respuesta del monje sorprendió de nuevo a los tres jóvenes y esta vez incluso el propio Jonathan lo miró con atención, lo que pareció animar al diacono a continuar. –Los tres sois alumnos de uno de los orfanatos del reino, así que doy por sentado que conocéis la historia de Linnea y lo sucedido durante la gran guerra.
-No somos unos ignorantes. –Replicó esta vez Jessica visiblemente molesta por aquel comentario.
-En ese caso… –Continuó el monje. -…sabréis también de la existencia de los cinco cristales que se usaron durante la guerra contra el demonio Árgash y del sexto cristal que apareció cuando este fue derrotado. Pues bien, es uno de esos cristales lo que necesitamos que recuperéis para nosotros.
-¿Para qué?. –Preguntó Álbert intentando buscar una relación entre estos y la plaga. -Se supone que nadie sabe como usar esos cristales salvo los grandes maestros de las escuelas, pero estos murieron durante la batalla contra Árgash y los cristales se perdieron años más tarde cuando el rey disolvió las escuelas.
-Cierto. –Afirmó el diacono mirando ahora con interés al joven. –Pero lo que la gente supone no es siempre la verdad muchacho, hay cosas que el pueblo no necesita saber y no aparecen en los libros de historia.
-¿Quiere decir que sí saben como usar los cristales. –Se sorprendió Jessica.
-No. –Respondió el diácono. –Pero si sabemos donde encontrar dos de ellos… o lo sabíamos hasta hace poco.
-¿Qué quiere decir?. –La voz de Jonathan se volvió brusca de nuevo, cómo si notase que el diacono trataba de ocultarles algo. –Hable claro, si vamos a trabajar para usted necesitamos saber en que nos estamos metiendo.
-Está bien. –Los ojos del monje cambiaron de pronto al decir esto, su mirada serena y tranquila se volvió fría como la de su discípulo y tanto Jessica como Álbert empezaron a darse cuenta del por qué de la actitud de Jonathan. –Nuestra orden conocía el paradero de dos de los cristales. Uno de ellos, el cristal negro, se guardó aquí mismo, en un templo subterráneo construido bajo las criptas de la catedral y se nos encomendó la tarea de protegerlo. Ese cristal no era como los demás, el poder del demonio sellado en su interior era demasiado grande y llegó incluso a fragmentarse hace varios siglos, por eso se puso a nuestro cuidado en lugar de sellarlo en un lugar apartado como los demás. Pero...
-Fracasaron. ¿Correcto?.
La mirada del monje más joven se centró de golpe en Jonathan al oír aquellas palabras y este pudo ver como apretaba con rabia uno de sus puños, pero la voz del diacono habló de nuevo antes de que pudiese decir nada obligándolo a calmarse.
-Me temo que así es. –Admitió aparentemente apenado. –Hace unos días alguien entró en el templo y robó el cristal negro. No sabemos quien era ni cómo lo hizo, lo único que sabemos es que uno de nuestros guardias vio a un hombre aparentemente herido en uno de los corredores del subterráneo esa noche. Llevaba un manto negro y el guardia no pudo verle la cara, solo la sangre que manaba de la herida en uno de sus brazos, pero sabemos que no era alguien cualquiera. Fuese quien fuese, ese hombre conocía el cristal mejor incluso que nosotros y consiguió usar una parte de su poder… así empezó la plaga.
-¿Cómo sabe que solo puede usar una parte?. -Preguntó Jessica un tanto preocupada.
-Nadie ha conseguido nunca dominar ese cristal, ni siquiera en la antigüedad. Si fuese realmente capaz de hacerlo, la ciudad habría dejado de existir ese mismo día. –Sentenció el diacono. –Probablemente fuese solo un pequeño truco para ganar tiempo y cubrir su huida, algo insignificante para el poder que encierra ese cristal, pero por desgracia demasiado poderosa para que nosotros podamos curarla. Todos los que estaban en la ciudad ese día cayeron víctimas de la plaga y se debilitan poco a poco sin que podamos hacer nada por ellos. La enfermedad no infecta a nadie más, afortunadamente, pero la gente está cada vez peor y algunos ya han muerto.
-Entiendo. Entonces lo que quieren es que recuperemos ese cristal para ustedes, ¿Correcto?.
La pregunta de Jessica parecía la más obvia en aquel instante, pero la extraña sonrisa que apareció en los labios del diacono y de su pupilo nada más oírlo los hizo cambiar de idea al instante.
-Esa tarea ya ha sido asignado a otros. –Dijo el diacono hablando ahora sin ocultar el desprecio en su voz. –Es algo demasiado importante para dejarlo en manos de simples mercenarios y dudo que vuestras… “habilidades” se acerquen siquiera a lo necesario para llevarla a cabo. Ese ladrón burló nuestra vigilancia y mató a varios de nuestros guardias antes de lanzar el hechizo que liberó la plaga, no seríais rival para él.
-Ya veo. –Respondió tranquilamente Jonathan. –Bien, ¿Cuál es entonces esa tarea sin importancia para la que sí son suficientes nuestras limitadas habilidades?.
-Como ya os he dicho, nuestra orden conoce el paradero de dos de los cristales. –Continuó el diacono, ignorando el sarcasmo del joven y centrándose de nuevo en lo que realmente le interesaba de ellos. –El segundo es el cristal de nuestro fundador, el cristal blanco. Ese cristal tiene el poder de anular la magia negra a su alrededor y estamos convencidos de que traerlo a la ciudad sería suficiente para disolver la niebla que la cubre y acabar con la plaga. Puede que no sepamos como usarlo y que su poder sea insignificante frente al de so análogo oscuro, pero como ya os he dicho esta plaga es solo un juego de niños comparado con lo que los cristales pueden hacer y no debería suponer un problema. Vuestra tarea será precisamente ayudarnos a conseguir ese cristal.
-¿Por qué nosotros?. –Preguntó Jessica un tanto sorprendida al comprender la responsabilidad que aquel trabajo suponía. –Usted mismo ha dicho que no confía demasiado en nuestras habilidades.
-Por discreción jovencita. –Aclaró mirándola con la misma serenidad que antes, cómo si el breve cambio de hacía unos segundos hubiese sido solo un espejismo. –Nuestros monjes están demasiado ocupados buscando el cristal negro y ocupándose de los enfermos, por eso necesitamos a alguien del exterior. Pero no podemos permitir que toda Linnea sepa lo que ha pasado con los cristales o el pánico se extendería por los reinos, de ahí que hayamos elegido a alguien cuya presencia pase totalmente desapercibida.
-En otras palabras, somos tan insignificantes que nadie se preocupará por investigar que hacemos aquí. –Resumió Álbert. –Muy amable de su parte.
-Me alegra que lo entendáis. –Sonrió el diacono sin preocuparse en absoluto por su comentario. –Bien, todo aclarado entonces. Mañana por la mañana partiréis hacia el sur escoltando a dos de mis discípulos. Lardís y Atasha se ocuparán de recoger el cristal para que no sufra ningún daño.
-Gracias por la confianza. –Masculló Jessica mirando de reojo al monje más joven. -¿Y el dinero?.
-Por supuesto.
Visiblemente satisfecho por que los tres pareciesen comportarse como los mercenarios que esperaban y dejasen de hacer preguntas, el diacono sacó una bolsa de terciopelo negro de uno de los bolsillos interiores de su hábito y se lo lanzó a Jessica.
-Eso será todo hasta que nos traigáis el cristal. Espero que comprendáis la importancia de vuestra misión y lo habáis lo más rápido posible.
-No se preocupe, cuidaremos de sus cachorros. –Respondió Jonathan bruscamente al tiempo que se daba la vuelta. –Pero asegúrese de que estén en la puerta sur cuando amanezca o partiremos sin ellos. Si el tiempo es tan importante como ha dicho no podemos perderlo esperándoles.
Dicho esto, Jonathan se alejó en dirección a la puerta y sus hermanos no tardaron en seguirle. Ninguno de los dos comprendía el por qué de aquel comportamiento, aunque las miradas de los dos monjes les hacían comprender que no todo era lo que parecía y los dos se mantuvieron en silencio hasta llegar de nuevo a la entrada de la catedral. Una vez allí, y seguros ya de que ninguno de los monjes los seguía, Jessica aceleró el paso hasta colocarse frente a su hermano y se detuvo obligándolo a hacer lo mismo.
-¡Ya está bien!. –Dijo en un tono bastante serio. –No pienso dejarte dar un paso más hasta que nos digas que demonios está pasando. Tú no eres así, jamás te había visto ser tan brusco con nadie.
-No conocéis a esa gente. –Respondió Jonathan sonriendo tranquilamente, en parte orgulloso al ver la firmeza con que esta le hablaba. –He sido mucho más amable de lo que se merecen.
-¿Tú sí les conoces?. –Preguntó Álbert con calma, en absoluto sorprendido ya por lo que Jonathan pudiese decir.
-Toda Lusus los conoce. –Afirmó Jonathan. -¿Recordáis lo que me dijisteis en Tírem sobre la Orden del Corazón negro y lo preocupados que estabais?.
Aquella pregunta cogió por sorpresa a los dos hermanos. Ni Jessica ni Álbert alcanzaban a relacionar una cosa con la otra y Jonathan sonrió de nuevo al ver como se miraban.
-Para ellos son lo mismo. –Dijo finalmente consiguiendo que lo mirasen aún más desconcertados. –La Orden y los monjes son exactamente lo mismo, pero bajo una máscara distinta. A los que aquí llamáis asesinos en Lusus los llaman caballeros, y a nuestros “venerados” monjes se les considera tan peligrosos o más que cualquier asesino.
-Si eso es cierto este trabajo es todavía más extraño de lo que pensábamos. –Comprendió Álbert. -¿Para que nos necesitan a nosotros entonces?. Entiendo que la plaga del cristal los haya debilitado, pero si han podido enviar a un diacono aquí seguro que no les habría supuesto un gran problema enviar a un grupo de monjes para recuperar su cristal. No me creo ese cuento de que todos estén ocupados buscando al ladrón, los monjes blancos no son precisamente una congregación pequeña.
-Ojalá lo supiese. –Respondió Jonathan. –Estoy convencido de que no nos lo han dicho todo a cerca de ese templo, pero me temo que tendremos que esperar a llegar allí para saberlo.
-Bueno, ¿Y qué?. –Los interrumpió Jessica sonriendo tan despreocupadamente como siempre. –Vamos, si envían a Atasha con nosotros no puede ser tan peligroso. Parece demasiado tímida para ser alguien acostumbrado a estas cosas.
-Ya. –Se burló Álbert. –Seguro que esa es la razón por la que te alegras de que la manden con nosotros.
-¡Metete en tus asuntos! -Para sorpresa de Jonathan, nada más decir esto Álbert recibió un fuerte codazo de su hermana a la altura de las costillas. –Ahora vamos, seguro que el chofer sabe donde podemos pasar la noche a pesar de la plaga, y ahora por fin tenemos algo de dinero.
Al tiempo que decía esto, Jessica lanzó al aire la pequeña bolsa que les había dado el diácono haciendo tintinear las monedas del interior y se alejó en dirección al carruaje mientras Jonathan procuraba no reírse y Álbert le dirigía una sombría mirada doliéndose todavía del golpe.
Mientras tanto, en el interior de la capilla, el Diacono terminó de dar las últimas órdenes a su discípulo y, cuando este abandonó la estancia, se acercó a Atasha que continuaba todavía en el mismo lugar aguardando en silencio sus propias instrucciones
-Ya sabes lo que tienes que hacer. –Dijo el diácono mirándola con una extraña sonrisa. –Procura no fallarnos.
La joven acólito no dijo nada. Asintió con la cabeza comprendiendo el significado de aquellas palabras y se dio la vuelta para irse. Sin embargo, antes de que pudiese salir también de la capilla, la voz de su superior la llamó de nuevo.
-Una última cosa. –Ordenó. –Cámbiate.
-Si… señor.
La voz de la chica fue casi un susurro, aunque suficiente para que su superior la escuchase y sonriese sombríamente mientras ella se alejaba hacia el jardín. Las órdenes habían sido dadas y la voluntad de Amaranda sería cumplida, ahora solo quedaba esperar a que todo marchase según lo planeado. Y no tenía la menor duda de que así sería… de una forma o de otra.