La tv en este país no está sabiendo evolucionar y están cavando su propia tumba. La media de edad de los televidentes fijo que se situa entre 40 y 70 años y a ellos va dirijida la mayor parte de la programación.
¿Dónde están los contenidos para atraer a los jóvenes? Y diréis, coño, en cuatro echan series en condiciones y en la sexta también.
El target al que van dirigidas esas series hace ya meses que ha visto esos capítulos por internet. Que compren series NUEVAS y las emitan al mismo tiempo que las emiten en USA, de esa forma igual me planteo verlas en tv en lugar de descargarlas... y creo que ni aún así, porque para que tragarnos los anuncios pudiendo ver los capítulos de un tirón y cuando queramos??
Los programas de entretenimiento son estúpidos. No se a que clase de personas va este tipo de programas pero dan pena. Guaypaut o ese último de correr para responder preguntas tontísimas que emiten en A3 son algunos ejemplos.
Luego, una cosa que me toca las narices es la poca cabeza de la gente. ¿¿Habéis visto El Internado?? Pero que mierda de serie es esta?? Nadie se da cuenta de que la alargan todo lo posible con estupideces para mantener la audiencia?? Y los hombres de paco?? Como se diría en forocoches esto es 'de migrante'.
Y por qué emiten esa mierda?? Porque la gente lo ve y parece ser que les era rentable pero ya se ve que no por mucho tiempo.
Me da palo decirlo pero la tercera edad es el cáncer de este país no solo en política sino también en entretenimiento.
Podríamos hablar también de los anuncios. Me hago la misma pregunta que antes... ¿A quién va dirijida esta bazofia? Si se creen que voy a comprar esos productos con esa mierda de anuncios la llevan clara. Si se limitasen a decir la verdad y no la verdad a medias (que al fin y al cabo es mentir) otro gallo les cantaría.
Y los Telediarios?? Hay alguno que no esté politizado?? Se puede uno informar sin tener que aguantar las opiniones de 4 mamelucos?? Y lo peor es que la culpa no es de esos mamelucos, es de los de arriba...
Aquí os dejo un artículo de Reverte que leí el otro día mientras esperaba para la revisión de la vista.
LA COLUMNA
Eché los dientes profesionales al principio de los setenta, dando tumbos entre lugares revueltos y un periódico de los de antes; cuando no existían gabinetes de comunicación, correo electrónico ni ruedas de prensa sin preguntas.
En aquel periódico, los reporteros buscaban noticias como lobos hambrientos, y se rompían los cuernos por firmar en primera página. Se llamaba Pueblo, era el más leído de España, y en él se daba la mayor concentración imaginable de golfos, burlangas, caimanes y buscavidas por metro cuadrado.
Era una pintoresca peña de tipos resabiados, sin escrúpulos, capaces de matar a su madre o prostituir a su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el pulso. Y que a pesar de eso –o tal vez por eso– eran los mejores periodistas del mundo.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, como en aquel garito de la calle Huertas de Madrid, que incluía todos los bares en quinientos metros a la redonda.
Algo que no olvidé nunca es que los periodistas –los buenos reporteros, sobre todo– corren juntos la carrera, ayudándose entre sí, y sólo se fastidian unos a otros en el esprint. Ahí, a la hora de hacerse con la noticia y enviarla antes que nadie, la norma era –supongo que todavía lo es– no darle cuartel ni a tu padre.
Eso no excluía el buen rollo, ni echar una mano a los colegas. Los directores y propietarios de radios y periódicos tenían sus ajustes de cuentas entre ellos, pero a la infantería esa murga empresarial se la traía bastante floja.
Hasta con los del ultrafacha diario El Alcázar nos llevábamos bien, y cuando estábamos aburridos en la redacción y telefoneábamos diciendo «¿El Alcázar? Somos los rojos. Si no os rendís, fusilamos a vuestro hijo», reconocían nuestra voz y se limitaban a llamarnos hijos de la gran puta.
Eran otros tiempos. Y nosotros, a tono con ellos, éramos cazadores de noticias de primera página, conscientes de que la vida nos había llevado a Pueblo como podía habernos llevado a La Vanguardia, Ya, Arriba, Diario 16 o –ignoro si había uno– el Eco de Calahorra.
Sabíamos incluso que un día u otro, por azares de la vida, podíamos ir a parar a cualquiera de ellos. Cada cual tenía sus ideas particulares, por supuesto; pero estamos hablando de periodismo. De pan de cada día y de reglas básicas.
Éstas incluían aportar hechos y no opiniones, no respetar en el fondo nada ni a nadie, y ser sobornables sólo con información exclusiva, mujeres guapas –o el equivalente para reporteras intrépidas– y gloriosas firmas en primera. En el peor de los casos, los jefes compraban tu trabajo, no tu alma.
Ser periodista no era una cruzada ideológica, sino un oficio bronco y apasionante. Como habría dicho Graham Greene, Dios y la militancia política sólo existían para los editorialistas, los columnistas y los jefes de la sección de Nacional. A ellos dejábamos, con mucho gusto, la parte sublime del negocio. El resto éramos mercenarios eficaces y peligrosos.
Con tales antecedentes, comprenderán que ahora, a veces, largue la pota. Es tan perversa la política actual que la frontera entre información y opinión, alterada en las últimas décadas por un compadreo poco escrupuloso con los partidos y la gentuza que en ellos medra, se ha ido al carajo.
Contagiados del putiferio nacional, algunos periodistas de infantería se curran hoy el estatus sin remilgos. Tal como está el patio, según el medio que les da de comer, se ven obligados a tomar partido, de buen grado o por fuerza, alineándose con la opción política o empresarial oportuna.
Antes podían manipularte un titular o un texto; pero al menos lo defendías como gato panza arriba, ciscándote en los muertos del redactor jefe, que además era amigo tuyo. Un buen periodista podía pasar sin despeinarse de Arriba a Informaciones, o al revés. Lo redimía el higiénico cinismo profesional.
Ahora, el salario del miedo incluye succionar ciruelos con siglas e insultar a los colegas como si la independencia personal fuera incompatible con el oficio. Secundar a la empresa hasta en sus guerras y disparates.
Así, redactores culturales que antes sólo hablaban de libros o teatro escriben también columnas de opinión donde atacan a este partido o defienden a aquél; y hasta el becario que trajina noticias locales debe meter guiños en contra o a favor, demostrando además que se lo cree de verdad, si quiere seguir empleado.
El otro día me quedé patedefuá cuando, en el programa del tiempo de una televisión privada, su presentador –meteorólogo o algo así– introdujo un chiste político a favor de la empresa donde curra.
También resulta educativo comprobar que dos o tres columnistas de un prestigioso diario afecto al actual Gobierno, hasta ayer mismo dispuestos a tragárselo todo, han bajado unánimes, como un solo hombre y una sola mujer, el incienso a un punto más tibio, adoptando cautas distancias desde que la página editorial de su periódico empezó a incluir críticas hacia el presidente Zapatero.
Obligaciones de empresa aparte, los hay también que nunca pierden ningún tren, porque corren delante de la locomotora.