La Luna en el Crepúsculo (sin escribir please)

I: EL MENSAJERO

Esta noche acabará todo, pensó el jinete acelerando el paso de su oscuro animal. Las llanuras adquirían un tono delicioso en la madrugada; una claridad sometida a la umbría de la luna que tornaba aquel paisaje en un inmenso y cautivador jardín. Las colinas fronterizas se alzaban de forma estremecedora, convirtiéndose en testigos palpitantes del frenético galope; únicos testigos, consagrados en pleno silencio nocturno.
El jinete no era más que una sombra difuminada en los vastos campos de Crepúsculo, un pequeño pueblo agrícola y decadente, situado a las afueras de un frondoso bosquecillo de acacias y robles. Su atuendo era tan lúgubre y oscuro como su rocín. Vestía un traje negro de lino desgastado, cuya simetría de formas le otorgaba la apariencia de un largo sudario mortecino. Sobre los lomos del caballo descansaba una amplia capa de azabache que el hombre llevaba abotonada al cuello, y con la cual se embozaba para proteger su rostro del frío invernal. De tal forma iba vestido, que el único rasgo de expresión que dejaba al descubierto eran sus ojos, tan gélidos y apagados como aquella noche despojada de estrellas.
Los campos de cultivo comenzaron a agruparse en torno al jinete, delimitando su camino entre el ocre y el aceituna apagado de las tierras labradas. Junto a éstas se levantaban portentosas columnas de hojas secas que, en aquellas horas oscuras, enturbiaban cuanto podían alcanzar con sus inestables perfiles. El viento hacía danzar en su regazo a las briznas de hierba, que se confundían con pequeñas mariposas sonámbulas sin destino que alcanzar, ni rumbo que seguir; compañeras de alma inventada cuya presencia saturaba el aire de formas, y paliaba la soledad que rompía hasta el horizonte. Aquella extensión agrícola era indicio de que Crepúsculo pronto surgiría de entre las sinuosas lomas del sur.
El jinete conocía bien el lugar, y sintió agitarse su corazón al recordar las angostas callejuelas, apenas pavimentadas, que se enroscaban hasta perderse entre matorrales y tierra arenosa; las casas mal rematadas, cubiertas de una fantasmagórica y pálida tristeza; la fachada de aquella iglesia, empobrecida de falsedades y de sátira idolatría. Pero todo se hallaba empañado por un cabello oscuro y revoltoso agitado por el viento, un cabello bañado en tumultuosos ríos de sangre que se ocultaban en el olvido.
-Esta noche ha de ser oscura para Crepúsculo-murmuró el jinete, centrando su pensamiento en el pasado.
Tras quince minutos, el pueblo emergió entre las tinieblas con la estremecedora lividez de un difunto. El extraño personaje apenas se alteró al descubrir que nada había cambiado en los últimos ocho años. Le parecía estar contemplando una ajada fotografía en sepia, cuyos bordes se habían consumido en el ardor del tiempo.
El caballo se detuvo con brusquedad en lo alto de la colina más próxima al pueblo. Cabrioleó sobre sus patas traseras, pateando con furia el terreno baldío que se adentraba hasta el primer caserón de Crepúsculo. El jinete asió con fuerza las riendas y las crines del caballo, al tiempo que le susurraba palabras al oído para calmar su ánimo impetuoso. No pudo culpar al animal por su comportamiento, pues era consciente de que podía percibir el daño del pasado.
El corcel descendió con lentitud por la escarpada ladera, resbalando en las partes terrosas y acelerando el trote en los conglomerados de rocas pulidas, que semejaban pétreos mantos de turquesas. Cuando alcanzó el pie de la loma, el jinete descubrió que el lugar estaba desierto, aunque no todos dormían; lo supo por el titilante resplandor que atravesaba ciertas ventanas enrejadas de las casas más trasnochadoras.
Se adentró a paso tranquilo en las callejuelas del pueblo. Los cascos del caballo chasqueaban con un eco desgarrador entre la quietud, atravesando quizás, incluso los oídos del taciturno rocín, que no dejaba de emitir suaves bufidos de protesta.
El jinete recordaba vagamente la primera casa que debía visitar; aparecía desdibujada en su memoria entre la iglesia y una taberna pobremente animada. Cerca de la entrada, el personaje divisó el alto campanario, casi diluido entre las nubes; con sus cuatro huéspedes guardando un respetuoso silencio nocturno. Se dirigió allí animando su galope, con el rostro febril y excitado por el fuego incombustible de su sangre.
Sobre el marco de la puerta pudo leer un mensaje: Casa Umlier. Era costumbre en los pueblos más antiguos de la región marcar las casas con el apellido de sus dueños, formaba parte de su enfermiza necesidad de conocer hasta el color de la ropa íntima de sus vecinos. Una forma de comunidad que nunca había agradado al hombre que ahora amansaba su caballo, una sociedad de la que era imprescindible huir para conservar la dignidad de una vida privada.
El jinete se apeó del corcel y llamó dos veces a la puerta. Su puño arrancó de la madera arcaica un sorprendente tañido hueco y rasgado. Ninguna luz se prendió en el interior, pero unos pies que se acercaban arrastrándose fueron indicio de la presencia del dueño. Tras cinco minutos de espera, el pomo de metal giró bruscamente y unos ojos inquisitivos asomaron en la penumbra. El jinete extrajo un sobre lacrado de su bolsillo, y se lo acercó al extraño.
-Un mensaje para el señor Umlier-dijo sin dar fuerza a sus palabras.
El hombre que observaba tras la puerta, cubierto únicamente por una holgada camisa de tela vieja, arqueó las cejas con expresión de incredulidad.
-¿Desde cuándo se reparten mensajes a estas horas de la madrugada?-inquirió, mezclando su asombro con furia-. Vuelve al amanecer si no quieres salir de aquí más aprisa de lo que esperabas.
-Es muy urgente, señor-insistió el jinete-. He de entregar la carta esta misma noche.
-Maldita sea, ¡trae aquí!-exclamó Umlier, al tiempo que arrancaba el sobre de las manos de su interlocutor.
El jinete retrocedió un paso e hizo una absurda reverencia.
-Buenas noches, señor Umlier-dijo con solemnidad-. Espero que sean buenas noticias.
Umlier sonrió sarcásticamente, y cerró con un portazo que aulló en todo Crepúsculo.
Tras unos segundos muertos, las oxidadas herraduras reiniciaron su ritmo acompasado, como un débil latido que subyacía bajo el camino. Era el palpitar de la noche oscura y vengativa que se abalanzaba sobre los tímpanos el pasado.
La sobriedad de la siguiente casa a visitar era asfixiante. Resaltaba una primera mano de pintura rojiza, que se había incrustado en la piedra de tal forma, que casi se perdía bajo la blancura inicial. El letrero rezaba el siguiente nombre: Karmack.
En esta ocasión fue un rostro femenino y de suaves perfiles el que emergió tras la puerta. Llevaba su pelo cobrizo recogido en una redecilla, lo cual le otorgaba un aspecto distinguido, aunque en cierto modo, demacrado. Cuando fue a hablar, un sonoro bostezo asaltó sus palabras.
-¿Qué es lo que desea?-preguntó, intentando disimular el sueño.
-Tengo un mensaje para el señor Karmack-respondió el jinete, al tiempo que acercaba a la mujer un sobre sin marca alguna.
-¿Un mensaje?-replicó asombrada la mujer-. Está bien, démelo que ya se lo llevaré yo.
-Lo siento señora, pero tengo instrucciones de entregarlo en mano.
-¡Mizla, quién diablos es a estas horas!-exclamó una voz que procedía del interior de la casa.
-Hay un caballero que dice traer un sobre para ti. ¿Sabes de quién puede ser?.
-No tengo idea-Karmack asomó su arrugado y duro rostro-. Tú, mensajero, dime quién te ha enviado a interrumpir mi sueño.
-El remitente desea permanecer en el anonimato-aseveró el jinete con sequedad.
Karmack dudó un instante, pero finalmente estiró el brazo y aceptó la carta sin esforzarse en buscar más preguntas sin respuesta.
-Un trozo de papel no puede hacer daño a nadie-explicó-, y lo mejor es que todos continuemos con nuestras vidas cuanto antes, aunque mucho me temo que esta noche ya está perdida para mí.
Fue imperceptible, pero el jinete sonrió bajo su capa.
-Entonces os deseo buenas noches-dijo con la misma cómica reverencia de antes
Karmack alzó la mano en señal de despedida y empujó a su mujer hacia el interior de su guarida. Por segunda ocasión en aquella noche, una puerta sellada se empañó con el velo de la muerte.
La luna continuaba deslumbrante en las alturas. Parecía oscilar tímidamente, como si se hallara consumida por la incertidumbre, como un juez hambriento de sangre que aguarda aspirar su aroma en la última carta de aquel hombre ensombrecido.
La casa de Frerench era la última de la calle más oriental del pueblo. Presentaba un aspecto sumamente descuidado, con la fachada y las puertas raspadas como de arañazos; y la techumbre, apenas sin tejas, que confería a la construcción un aspecto descarnado.
El jinete recordaba bien a Frerench, por lo que cuando llamó a la puerta, ya tenía preparado el sobre en la mano. Aquel lugar le revolvía las tripas y deseaba irse cuanto antes.
El reluciente metal de un rifle fue lo primero que asomó al exterior. El doble cañón semejaba dos ojos exámines y amenazantes. Una voz cascada, encendida por el eco de las paredes, habló como la boca desalmada del arma.
-¡Lárguese antes de que le abra la cabeza!. ¡Sólo un chiflado llamaría a esta puerta a las tres de la mañana!.
-Lamento importunarle, señor-el jinete controló su corazón con dificultad-, pero vengo a traerle un importante mensaje.
-¡Lárguese!-repitió Frerench con brusquedad-. ¿Merece la pena morir por un mensaje?.
-Mañana, esta carta no tendrá validez alguna, de lo contrario no me habrían enviado fuera de las horas de servicio. Creo que una urgencia semejante bien vale su atención.
El rifle se balaceó arriba y abajo con lentitud.
-Y aún vale más-prosiguió el jinete-si tiene un sello como éste.
Giró el sobre de forma que dejó a la vista un lacre con una K grabada en el centro. El jinete supo desde el principio que necesitaría un símbolo así para ablandar la rudeza del hombre que tenía enfrente.
-Karmack...-murmuró Frerench-. ¡Viejo maldito!.
Sin decir una palabra más, arrebató el sobre de las manos del mensajero, y cerró violentamente la última puerta que debía se golpeada en la oscuridad.
El jinete montó en su caballo y, a paso tranquilo, se dirigió hacia una de las pequeñas colinas que bordeaban el bosquecillo de este. Allí aguardaría, como una sombra ondulante más de la noche.


II-LAS CARTAS.

Umlier desplegó la hoja, concienzudamente doblada, y se dispuso a leer. Su mirada recorrió saltarina todo el papel hasta que fue a para a la firma del remitente. En cuanto la divisó, sintió que sus piernas le fallaban y se vio obligado a dejarse caer. Tan sólo observó dos letras, (FR): Frerench. El mensaje decía lo siguiente:
“Umlier, decidido como estoy a zanjar nuestra enemistad, te mando este desafío. Tus afrentas son imperdonables, y por tal razón te reto a un auténtico duelo de hombres, un duelo sin testigos ni parafernalia alguna; hoy mismo, en esta misma noche, bajo la luz de la madrugada. Si todavía quedan agallas en ese cuerpo maltrecho que tienes, nos vemos a las 5:30 en las cuevas del bosque Grimslock”.
-Ya comprobarás si me quedan agallas-murmuró Umlier, haciendo añicos la hoja.-. ¡Y todavía tienes el valor de proclamar que tú eres el ofendido!.
Abrió el antiguo cajón de su escritorio y sacó una pequeña pistola con el cañón a medio oxidar. Con cuidado se la enfundó en su cinturón y salió de la casa bufando, como una animal herido.


Cuando terminó de leer el mensaje, Karmack se llevó las manos a la frente. Umlier le desafiaba aquella misma noche en el patio de robles del bosque Grimslock.
-¿Qué te ocurre, cariño?-le preguntó su mujer-. ¿No te acuestas?.
-Es la maldición-su arrugado rostro se ensombreció-. Nos perseguirá hasta que acabe con nosotros.
Mizla permaneció pensativa unos instantes.
-¿La maldición?, ¿te refieres a aquello que presenciasteis hace años?. ¡Pero qué culpa podéis tener vosotros!. Eso es algo que tendríamos que haber olvidado hace mucho tiempo.
-Pero aún lo recuerdo bien, al igual que tú-Karmack rió desquiciadamente-. ¿y sabes por qué?. Porque soy culpable, porque los tres somos culpables, porque eres la esposa de un hombre viejo y culpable.
Karmack se aseguró el revólver en uno de sus bolsillos de paño, y se caló el sombrero de ala ancha.
-He de salir, Mizla-dijo besándole el rostro-. No me esperes despierta.
-¡Jamison Karmack!, ¡no creerás que voy a permitir que te vayas en el estado en que te encuentras!. Dime al menos qué decía ese mensaje.
-Decía que ha llegado el momento de ser valientes.
Al salir de su casa sintió un agudo punzón de aire gélido que atravesaba su cabeza. Un coro de grillos marcaba su triste paso frente a él.


Frerench se paseaba con ansiedad a lo largo de las habitaciones, recolectando todos los cartuchos que encontraba para su escopeta, y farfullando palabras sin sentido. A menudo lanzaba sus brazos hacia la Thomson que colgaba a su espalda, como si en su suave tacto hallara más ánimos o improperios con los que amoratar el aire.
-Por fin te has decidido, viejo idiota-murmuró-. Nunca debiste hablar, tus remordimientos nos condenarán a todos.
Salió de su casa tan aprisa que se dejó encendido el fuego de la chimenea. Entre los rescoldos ardía una carta lacrada, en ella se distinguía una hora y un lugar: las 5:30, y la catarata del bosque Grimslock.



III-LA CACERÍA


En crepúsculo estalló la tormenta. Pronto se desató una lluvia demencial que empapó la tierra, y enjuagó su aroma en una turbadora humedad. El viento que arremetía del norte se volvió huracanado, inclinando los árboles más débiles hasta el punto de quebrarse en dos: Todo el campo se mecía como un juguete vanidoso en manos de una desgarradora pasión, que ahora mostraba toda su fiereza.
Cuando Frerench llegó a la espléndida cascada de los bosques, descubrió con nerviosismo que había llegado tarde a su cita. La cortina de agua era un orgulloso espejo de cristal que, entre la penumbra, aún era capaz de reflejar los interminables gestos de vileza y asombro de su visitante. La estremecedora luna marcaba su rostro como un sello de perdición. Buscó con angustia a Karmack, investigando cada rincón de la zona en la que habían acordado batirse, pero no halló rastro de vida.
-¡Así que has decidido jugar sucio!-masculló, pensando que su rival podía oírle perfectamente-. ¡No me cogerás a traición, si es eso lo que pretendes, decrépito animal!. ¡Yo te daré el castigo que mereces por tu deslealtad!. No pudiste mantener la boca cerrada, ¿verdad?. ¿Cuánto crees que tardará ese mojigato confesor en hablar, estúpido?-rió con un balbuceo casi apagado-. ¡Cuando acabe contigo destruiré a ese malnacido de Umlier!, ¡no puedo permitir un nuevo error de vuestras débiles voluntades!.
Con estas palabras, puso a punto su escopeta y la cargó sobre sus brazos, dando comienzo así la búsqueda de su acechor, que él creía oculto. Avanzaba lentamente, cubriéndose con cada árbol que se cruzaba en su camino, sin asomar más que un ojos enloquecido y entornado antes de dar el siguiente paso. Apenas era consciente de que cada vez se aproximaba más a las cuevas naturales, que bordeaban las paredes de los montes más suaves y accesibles; para él, el bosque sólo era una sucesión de posibles escondrijos que apabullaban sus sentidos de forma agobiante.
Cerca de la zona más oriental de Grimslock, escuchó sobresaltado el ruido seco de una rama al quebrarse bajo un pie descuidado. Rápidamente se llevó la Thomson al hombro y apuntó hacia la oscuridad, sin importarle no vislumbrar más que la agitada espesura, que encharcaba con su balanceo el campo. El disparo sonó en el aire como un trueno divino, iluminando por un instante el rostro enfermo del cazador. El tiro recibió como respuesta el chillido de un animal agonizante. Frerench resopló con enfado, pero cuando fue a bajar el arma, otro ruido se hizo audible: un arrastrar de hojas que huía hacia el interior de las cuevas. Un nuevo trueno asoló el viento; la escopeta había vuelto a rugir.

Umlier se retorcía de dolor, tirado sobre el suelo al pie de la montaña. Se agarraba la pierna con una expresión de absoluto sufrimiento. Su muslo derecho no hacía más que escupir sangre, herido por una bala desconocida que Umlier maldijo con todo su corazón.
-¡No debí pensar que seguirías las reglas, Frerench!-exclamó dolorido, al tiempo que se ponía a salvo contra una de las acacias que tenía junto a él-. ¡Sabes que nunca me puse del lado de Karmack!. ¡No sé qué diablo te habrá metido en la cabeza que yo sería capaz de traicionarte y condenarme. ¡Tu rabia y orgullo te impiden ver con claridad, Frerench!. ¡Nunca fui un verdadero enemigo, pero ahora puedes apostar a que sí lo soy!.
Desenfundó su pistola, y se preparó para usarla en cuanto fuera preciso.

Ninguno de los dos reparó en lo alto del monte; ni en la erguida figura, envuelta en una capa de azabache, que desde allí contemplaba con atención la nocturna cacería.

Karmack había abandonado con prontitud el patio de robles, alarmado por dos lejanos disparos que achacaba el revólver de Umlier. Sabía que guardaba deseos de matarle desde el momento en que visitó a aquel hombre jesuita, por haber despertado los recelos en el espíritu torturado de Frerench, y haberlos enfrentado en un duelo de desconfianzas. De cualquier modo, no estaba dispuesto a morir en sus manos, aunque en ocasiones pensaba que el descanso eterno sería la única forma de hallar la paz que tanto ansiaba.
Avanzó hacia el norte con precaución, buscando la procedencia de los dos tiros, guiado únicamente por el recuerdo del eco, y el aroma a pólvora que traía en viento enrabietado. Cuando el olor se hizo más fuerte, se detuvo en busca de algún indicio que le permitiera continuar con seguridad. No había hecho más que empezar su investigación, cuando le sorprendió el murmullo de una voz en la distancia; era tan suave y sibilante, que a Karmack le resultó imposible determinar a su dueño. Pero fue suficiente para marcar una dirección concreta, el preciso camino que debía seguir su primera bala. Sacó su revólver y provocó un tercer estallido en la noche de Crepúsculo. Al rato sintió que algo se golpeaba bruscamente contra uno de los recios troncos, y el viejo sonrió triunfante.

Frerench retuvo el gemido de dolor que ascendía hacia su garganta, transformándolo en continuos resoplidos, apenas audibles. Su brazo izquierdo era un río de sangre que iba inundando lentamente su ropa. Sacudió la cabeza, olvidando por un momento la punzada de sus músculos, asombrado ante la procedencia del disparo, pues había situado el arma enemiga en la dirección contraria.
-¡Ya veo que te mueves rápido, Karmack!-exclamó, maldiciéndose por haber fallado su tiro anterior.
Se agachó y se cubrió con una gran roca que le servía de parapeto, protegiéndose en la dirección que había tomado la última bala.
Karmack oyó el rumor de su nombre pronunciado a lo lejos y de nuevo apretó el gatillo, aunque pronto supo que había fallado, al escuchar cómo rebotaba su proyectil contra una piedra.
Frerench gruñó e hizo gemir su escopeta, apuntando hacia el atacante invisible. Un aullido desgarrador quebró el eco del disparo, lo cual provocó que el cazador arrojara al aire su arma y gritara de auténtico gozo.
-¡Toma eso, Karmack!. ¡Ahí tienes el pago por tus favores!.

Umlier estaba absolutamente desconcertado. Por un instante creyó oír voces que provenían del interior del bosque, pero el viento se tragaba las palabras con sus descomunales fauces, y no llegaba a captar más que sonidos que bien podrían haber sido provocados por animales salvajes. Había escuchado tres tiros, aunque uno de ellos no procedía de la misma dirección que el resto. Supuso que Frerench estaba dando palos de ciego, disparando desde varias posiciones con la vaga esperanza de dar en el blanco; prueba de ello era que ninguna de las balas le habían rozado.. Decidió disparar hacia donde había escuchado el último tiro, confiando en que su enemigo no hubiera tenido tiempo aún de desplazarse. El hosco sonido de un cuerpo al caer sobre la hojarasca confirmó sus sospechas.

El hombre embozado, que observaba desde su privilegiada posición, contempló absorto el cuerpo ensangrentado y sin vida de Frerench. El disparo de Umlier le había alcanzado en el centro del pecho, abriendo un agujero de tamaño estremecedor. El extraño parecía estar paladeando la escena, sin apartar los ojos de la exámine víctima, pero finalmente comenzó a desdender por la ladera del monte. Pronto entraría en el bosque.

Karmack terminaba de vendarse un pie herido cuando escuchó el nuevo fogonazo que, en esta ocasión, provenía de un lugar más apartado. Seguidamente creyó oír algo parecido a un grueso tronco que se desplomaba.
-¡Has fallado, Umlier!-exclamó divertido!-. ¿Acaso crees que me parezco a un tronco?-con tranquilidad preparó de nuevo su revólver.

Umlier se puso en pie con difilcutad, apoyándose en el árbol que hasta ese momento le había protegido. Ahora que había sentido el cuerpo de Frerench derrumbarse ante su proyectil, se mostraba absolutamente confiado. Incluso se permitió sacar un cigarrillo del bolsillo de su camisa, para saborear aún más su victoria. Murió antes de poder encenderlo, sin comprender exactamente lo que ocurría. Antes de caer en la inconsciencia, lo único que alcanzó a contemplar fue una herida de bala que desdibujaba su estómago, y una sombra que pasaba a su lado sin ni siquiera mirarle.

La euforia y la despreocupación de Karmack impidieron que percibiera al hombre que se le acercaba, hasta que una mano, fuerte como una tenaza, agarró su hombro. El viejo se giró completamente en tensión; casi había perdido el aliento.
-Oh...eres tú-susurró aliviado-. Pensé que te habías ido hace siglos. ¿Te has perdido intentando salir del pueblo?.
El mensajero negó con la cabeza.
-Después de todo no eran tan malas noticias, ¿verdad?-dijo asestando una patada a la muñeca de Karmack, desarmándole; al tiempo que sacaba una pequeña pistola, oculta en uno de los pliegues de su capa.
-Tienes suerte, Karmack. Esos dos estúpidos nunca sabrán por qué han muerto. En cierto modo, eso debe hacerte sentir especial, ¿no?. Pero si uno de los tres merece tal privilegio, sin duda eres tú; el único que ha dado muestras de algo parecido al remordimiento. Pero siento decirte que no es suficiente para expiar tu culpa-sus ojos se encendieron en la noche con una ira aterradora-. He venido a hablarte de otra noche, Karmack, de otra cacería en la cual tuviste el honor de participar. He venido a mostrarte mi rostro de diablo, para que contemples en su furia el fruto de la desesperación.
El mensajero alzó su mano enguantada y apartó su capa, descubriendo sus facciones. Era de piel morena y curtida. La dureza de su rostro sólo era comparable al desprecio que ofrecía su mirada.
-Santo cielo-murmuró Karmack, retrocediendo horrorizado-. Joseph...todos te dábamos por muerto.
-Es un alivio que aún me reconozcas. Pensé que tendría que recordarte toda la historia.
-¿Cómo diablos voy a olvidar algo así, Joseph?. No ha pasado un solo día sin que el recuerdo me atormentara la conciencia. Aún hoy no puedo creer lo que hicimos. ¡Debió ser un sueño!, ¡debió ser un sueño!-exclamó llevándose las manos a la cara, sollozando.
-¡Calla, calla, viejo inútil!. Tu debilidad me repugna. El solo hecho de contemplarte me enardece. ¡A qué vienen ahora esas lágrimas de cobardía!. ¿Acaso no es mayor mi ofensa, y aún así he aprendido a endurecer mi rostro?. Al menos eso he de agradeceros: vosotros impulsasteis el único consuelo que fue capaz de paralizar mi sangre; el sueño de la venganza ha congelado todo mi ser, y lo ha alimentado durante ocho años de temblores. Estoy seguro de que el camino elegido me llevará directo al infierno, pero qué importa. ¡Si ahora tuviese a Dios delante, no dudaría en susurrarle al oído el placer que estoy sintiendo al estar a punto de acabar con un viejo miserable como tú!.
-¡No...!-chilló Karmack, tembloroso-. ¡No fui yo!, ¡Frerench...!.
-Ya sé que Frerench apretó el gatillo, pero igual e culpable fuiste tú al permitir que ocurriera. Cazasteis buenas piezas en aquella noche, ¿eh?. Dime, Karmack, ¿crees que mi mujer se parecía a un animal salvaje?.
-Estaba muy oscuro, Joseph-balbuceó-. Pensamos que aquella sombra pertenecía a un ciervo. ¿Quién podía imaginar...?. ¡Cielos, fue un espantoso error!.
-¿Eso fue lo que le dijisteis a mi hija: “cielos, es un espantoso error”.? ¿Se lo dijisteis antes de abrirle un agujero en el pecho?. ¡Supo ella, antes de morir, que se trataba de un espantoso error!. ¡Contenta, canalla!.
-Fre...Frerench dijo que no debíamos permitir que hablara, que haría que nos matasen a los tres-se echó al suelo, llorando nuevamente.
-Y entonces inventasteis esa ridícula historia sobre cuatro criminales fugados de prisión, ¿no?. Me das náuseas.
-¡No me mates, Joseph!-suplicó el anciano, que ahora parecía más viejo que nunca-. ¡Recuerda que hubo un tiempo en que fuimos amigos!.
-¡Clemencia!-exclamó enloquecido.. Los carbones de sus ojos ardían-. El amor que sentía por ellos; el amor que siento por ellos y que ha consumido mi corazón, no es nada comparado con el odio que se ha alimentado de mi alma en cada noche, tentándome con el delirio y la locura, hasta que convertí el tormento en mi única forma de existencia. Así que no me pidas misericordia, maldito, pues ¿qué clase de perdón puede albergar el cuerpo de un hombre sin alma?.
Karmack negó con la cabeza en un gesto de evidente desesperación, pero el arma del mensajero tronó entes de que pudiera decir una palabra más. El tiro le atravesó el cuello, desgarrándole la garganta. Joseph arrojó el revólver sobre el cadáver, y maldijo en voz alta el alma del difunto.
Su caballo le recibió con un relincho de amistad, cuando le vio aparecer junto a las cuevas arenosas. A pesar de su naturaleza indómita, permitió que el jinete montara sobre su lomo sin una sola señal de protesta; y se dejó conducir por los oscuros senderos del bosque.
Así abandonaba Grimslock el siniestro mensajero, buscando un alba imaginario tras el horizonte; observando el frondoso paraje, bombardeado por la tormenta. Tan sólo la noche le vio temblar en la lejanía; y susurrar una antigua oración profana, dirigida a asaltar la paz de aquel cementerio palpitante. La luna le vio partir sin dirigirle ningún rayo de su luz, camuflando en su tristeza la misma mirada pétrea del jinete, cuyo único reflejo de vida era una lágrima de cristal.
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