Estás desaprovechado en el actual sistema escolar

Conseguí salir vivo del patio del colegio, a pesar de todo.
Mañana sí y mañana también, vestía lentamente las miserias al reflejo de la ventana-lienzo de mi habitación. Las camisetas no eran, desde luego, una prenda adecuada: –Castilla es fría hasta el 40 de Mayo-, solía decir mi madre. Así que el armario rebosaba de gruesas camisas de franela, más propias para afrontar el sol pegajoso que barnizaba el recreo y para ser el objeto de burla de los muchachos. Los cercos de sudor bajo mis brazos fueron de gran ayuda en la construcción de una abismal vida interior. Pero tenía suerte, algunas niñas pensaban en mí y vertían un gran chorro de colonia por mi espalda; yo les agradecía de corazón el detalle, su gesto me acercaba un poco a la Humanidad.
Afortunadamente, las épocas frías eran mucho más agradables; a excepción de cuando llovía, claro. En ocasiones tenía la osadía de salir de mi rincón secreto para dar un paseo por el patio; aquella era la oportunidad perfecta: algún amigo se acercaba a intercambiar opiniones conmigo, otro amigo se arrodillaba sigilosamente a mi espalda y… ¡Ale Hop!, bastaba un pequeño empujón del amigo nº 1 para dar a parar con mis huesos en un charco, previamente orinado por ambos. A mi profesora de primaria le pareció una broma muy ocurrente, y me llevó de la oreja a clase con una risita contenida.
Por suerte al llegar a casa, me ayudaban a olvidar los impactos del balón mojado en la cara, recordándome que eso de echar a perder el chándal nuevo y de traer las gafas rotas, me costaría caro. El celofán amarillento en la patilla me recordó la efeméride por un largo periodo de tiempo.
Un año privado de propina, me hizo buscar alternativas de diversión para los domingos por la tarde. Y las encontré. A hurtadillas, descubrí los primeros secretos con el consultorio sexual de la pila de revistas Mía del desván. Fue el primer contacto y último con la sexualidad femenina en mucho, mucho tiempo. De que no lo fuera así con la masculina, se encargó el peluquero del pueblo. Casado y con hijos gustaba de tocar un poco a los niños mientras preguntaba: – ¿Dónde te pongo la ralla? -. El pelo crecía demasiado rápido.
Lo del primer beso prepuber con una niña bonita en la casita del árbol, era mi particular Sueño Americano de televisión, a las 6 de la tarde.
Aprendí muy tarde a montar en bicicleta; era divertido para los chavales del barrio desequilibrarme mientras practicaba, y verme al día siguiente con una escayola protegiendo mi recién estrenada fisura en el húmero. Por cierto, nadie llegó a firmar aquella escayola; destellaba aquel blanco marfil de soledad.
Pero no era todo tan malo; recuerdo que solía escaparme al pinar para distraer las ideas enfermizas de la azotea, entre el perfume de la resina y el corretear de las ardillas.
En uno de aquellos paseos, me encontré con un grupo de 4 o 5 chicos mayores que me cortaron el paso de inmediato. Aquello no tenía buena pinta, desde luego. No me había percatado, pero con ellos iba un crío aun más joven que yo, que se acercó y me golpeó con violencia. Su hermano mayor me puso sobre aviso: - Si te defiendes, te las verás con nosotros-. Así que tuve que soportar los puñetazos como aguijones rubios, uno a uno. Aproveché un arroyuelo cercano para limpiar las heridas y regresé ahogado en sollozos a casa. Niego haber visto los primeros cabellos de mi barba en el reflejo de aquel agua. Lo niego.
A mi padre le prometí que me había peleado con un chico mayor que yo, de octavo, nada menos: -Tú pega antes, hijo- me dijo.
Te prometo papá que aprendí la lección; aunque a mi manera, como siempre. Ahora, tantos años después, consumo aquel primer golpe del que me hablabas mientras todos duermen. Todos menos la vieja Remington y yo, claro.
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