El fin del principio (2ª parte)

2* (Dormidos en el armario)

Los siguientes días estuvieron marcados por una profunda reflexión sobre la metodología de la enseñanza que utilizó mi antecesor. Los niños estaban absolutamente desmotivados. Les había abandonado a su suerte, aduciendo que no podía hacer nada por recuperar una autoestima decididamente destrozada. Los síntomas estaban claros: intenté comenzar las clases hablándoles en inglés, pero los niños estaban perdidos, a la deriva en un océano de palabras sin sentido concreto. Notaba el desconcierto en sus ojos, lo suficientemente fuertes para sostener una expresión de incredulidad ajena por completo a su voluntad. No es difícil darse cuenta de que estos pequeños detalles son los que empiezan a arruinar la vida de las personas. Cuando un profesor se sitúa frente a sus alumnos puede sentir dos cosas: un gran sentido del respeto, materializado en la responsabilidad que conlleva educar e infundir valores a unos niños en fase de formación, o un alivio infinito por ser consciente de que esos mismos niños son tan ajenos a su vida, a su círculo de amistades y a su familia que le da exactamente lo mismo lo que pueda ocurrirles en el futuro. Su función es ir todos los días a la escuela, soltar un monólogo necio e insultante y salir de clase para dirigirse a la sala de profesores donde le espera un cenicero lleno de colillas. Aplíquese este patrón a los veinte días lectivos de un mes escolar y se obtendrá el retrato de un ser humano despreciable pero con un montón de billetes en su cuenta corriente conseguidos sin ningún tipo de esfuerzo.
Conocí a Eva una tarde poco después de entrar a trabajar en el centro. Eva es una chica asturiana, de Oviedo, y tuvo que permanecer fuera unos días más por motivos familiares. Yo estaba corrigiendo unos ejercicios cuando entró por la puerta. En la sala de profesores no había nadie, y los dos nos miramos fíjamente, un poco confundidos.
"Hola, soy J, el nuevo profesor de inglés. Empecé hace unos días." Me levanto para recibirla y cuando nos damos dos besos noto la textura de su piel, suave, amante, perfecta.
"¡Hola!, yo soy Eva. Acabo de llegar ahora, aunque mañana me incorporaré con normalidad. Yo doy clases de literatura española. Entré en el colegio el curso pasado, ya ves, soy poco más experta que tú", bromea.
"Así que tú eres Eva... encantado, pero tengo que decirte que por tu culpa he tenido que dar tres clases extra esta semana. Creo que me voy a saturar muy pronto..."
Eva encontró muy divertido el comentario, y sin parar de reir nos sentamos juntos en la mesa.
Me gustó desde la primera vez que la vi. Me pareció una chica sencilla y encantadora, con el suficiente poder para raptar mi mente a medida que avanzaran los días. Tenía unos ojos grandes y expresivos, de un negro riguroso profundo. Sus pestañas, largas y arqueadas, brillaban por debajo de la capa de rímel que las cubría. Sus labios deseaban el aire que respiraba para pronunciar unas líneas melódicas encantadas por su dulce acento del noroeste. Vestía un jersey de cuello alto, que cubría una piel impregnada por un aroma de Cacharel que alegraba y despertaba mis sentidos, y me hacía sentir vivo. Cuando una primera impresión azota tu vida de esta manera deseas dormir para siempre.
Eran las cinco y media cuando abandono el colegio, y no me apetecía ir a casa. Lo malo que tienen los días lectivos es que todos tus contactos trabajan, y es difícil encontrar tiempo para charlar con los amigos. Atrás quedan los años en que íbamos al parque después de clase, a jugar despreocupadamente, con la conciencia limpia por haber hecho bien las tareas. Ahora somos moldeados al gusto de horarios insensibles. Somos seres dúctiles y maleables a merced de las obligaciones. Cuerpos flexibles quebrados por minucias inflexibles.
Me dirijo a la estación para coger el tren con destino a Bilbao. Me apetece comprar algún disco y pasarme la tarde viendo librerías. Hacía una tarde preciosa. El verano consumía sus últimos dias, mostrándose reacio a entrar en el armario hasta el año siguiente. Mientras el vagón se movía trataba de imaginar cómo irían las cosas si Eva y yo nos metiésemos en ese armario, junto al verano. El verano, Eva y yo. Y el olor a naftalina. Y los días, los días, los días.

Al día siguiente llego temprano al colegio. Son las ocho y media de la mañana, y aunque no tengo clase hasta las nueve y veinticinco decido que la mejor forma de acostumbrarme a mi nueva vida es tomar contacto directo con el centro, con el espacio y sus gentes. Cuelgo mi cazadora en el perchero y tomo asiento en un extremo de la mesa, el más cercano a la puerta. Hay un considerable alboroto en la sala de profesores. Algunos buscan desesperadamente las cintas de casette que deben usar para sus ejercicios de comprensión. Otros están sentados tranquilamente, criticando a los alumnos que, según sus filtros morales, son unos sinvergüenzas.
"Barragán. ¡Ese sí que es un cabrón! Cuando le invito a que salga a la pizarra para acabar el ejercicio me dice que me vaya a tomar por culo. ¡No te jode! ¡El hijo de la gran puta! Pues voy y me acerco y el cabrón me echa un escupitajo y me pringa la camisa!"
"Siempre es la misma historia. Ya no se conforma con escupir a sus compañeros. Ahora también escupe a los profesores. Y da lo mismo que le digas algo. Se lo pasa por el forro. Le importa una mierda."
Me acerco, mostrando curiosidad por el tema. "¿Y no le podéis llamar a casa? Quizás sus padres deberían estar al corriente"
"Cierto, pero no funciona", me contesta Amaia, una chica menuda y vivaracha con unos gestos muy dulces. "No es la primera vez que nos ocurre. Aquí somos bastante severos con la disciplina. No es muy común que echemos a alguien de clase, pero cuando lo hacemos llamamos siempre a su casa para mantener informada a la familia."
"¿Y qué ocurre? ¿Vienen luego a hablar con nosotros?"
"Sí, sí que vienen", responde Alberto, el director pedagógico del centro. "Pero hay de todo. Hay padres que incluso niegan que sus hijos se comportan mal en clase. Dicen que son ángeles en sus casas, incapaces de hacer daño a nadie. Luego, cuando les dices que su hijo escupe a sus compañeros, y que también escupe a los profesores, te toman por loco. Piensan que estás pirado, que lo que quieres es expulsarle del colegio para siempre, o al menos un par de días. Yo pienso que en el fondo no aguantan a sus hijos. No soportan tenerles cerca. Si tuviésemos una cámara filmando los pasillos en los cambios de clase algunos padres querrían morirse de la vergüenza"
"O del susto", apuntó Mari Carmen, produciéndose una carcajada general.
Son reflexiones muy interesantes y bastante graves, pero cuando las oigo no puedo evitar esbozar una sonrisa. La verdad es que la situación, por muy dramática que sea, tiene un contrapunto cómico y grotesco. Es posible que mi pasado como estudiante sea aún reciente, y que el hecho de ver volar un gargajo verde hasta impactar en la camisa del profesor me haga mucha gracia. Pero trato de ir más allá, intentando meditar sobre la extraña reacción que lleva a un chaval a cometer semejante barbaridad.
Poco a poco la sala se va quedando vacía. El timbre suena, y los pasillos se llenan de voces, de pasos, de adrenalina. Mientras meto unos céntimos en la máquina de café oigo pasos cerca de la puerta.
"Vaya vaya. Si estás muy estresado no te conviene tomar café. Te vas a poner más nervioso", dice Eva, que acaba de entrar en la habitación.
"Lo sé, lo sé. Es con leche. Yo, ante todo, soy un profesional y sé cuidarme", le digo, feliz por verla tan pronto.
"Ya veo que sabes cuidarte. Te dejo, que tengo clase. Luego te veo"
"Hasta luego"
Es que ya no se que mas decirte apañero...fantastico, como todos...sigo deseosa de leer el último..que pasara???
Y por cierto, eso de los escupitajos....yo tambien me pregunto muchas veces que clase de problemilla mental tiene q tener una persona para comportase asi... [nop] [nop] (y eso q soy alumna)
salu2
bien, bien interesante capitulo me gustaria ver por donde van los tiros para poder decirte algo.postea el siguiente;-)
2 respuestas