cuento

El verdugo no había afilado bien su hacha, dos veces me golpeó para decapitarme; desde entonces en los días húmedos, o cuando la temperatura baja un poco, siento molestias en el cuello.
Mi ejecución fue injusta. No era yo quien cazaba ciervos en las tierras del duque; y si hubiese sido así, la pena era cortar una de mis manos, pero el Gran Señor decidió cortar mi cabeza porque (cosas de la vida) me encontraron durmiendo a la sombra de un roble centenario. A nadie se le ocurrió que un cazador furtivo no se quedaría dormido en el lugar del crimen. Mi arco y mis flechas bastaron para condenarme.

La mañana de mi ejecución fue preciosa, desde mi celda vi salir el sol iluminando poco a poco el día; a la hora señalada me llevaron a la plaza. A pesar de toda la podredumbre que me lanzaron noté el cielo tan azul como pocas veces he vuelto a ver, nubes escasas de insólita blancura, perfecta luz sin frío ni calor, agradable temperatura para despedirme (otra vez) de la vida; sólo en verdugo incapaz de afilar bien su hacha malogró tan bello momento. Mi cabeza no cayó en la cesta, rodó por las tablas y me causó náuseas y mareo, si no hubiese estado separado del resto de mi anatomía nada habría impedido el vómito.

Injusticia y torpeza fueron suficientes para –de manera excepcional- regresar transitoriamente y ajustar cuentas con el duque y el verdugo.

Las primeras cinco veces son las peores; cuesta acostumbrarse a la rutina de morir, pasar años de inmovilidad pensando en lo bueno, lo malo de la vida y regresar a un tiempo, una época y un lugar desconocidos.
No se trata de nacer de nuevo; cuando se nace uno aprende las costumbres, los hábitos… todo lo del momento.
Esto es distinto. Un día, noche, momento estás flotando en la inmutabilidad y al siguiente sientes el estremecimiento, el escozor que te escupe en algún sitio sabiendo tu nombre, tu oficio, hablando la lengua nativa y con todos tus recuerdos.
Eso es lo complicado. Los recuerdos. Es difícil no tenerlos.
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