Vaskarad, el eterno: Recopilatorio(no escribir)

VASKARAD, EL ETERNO




CAPITULO 1: Penumbra.


Como un silencioso bastión se elevaba majestuosa aquella necrópolis castigada por el tiempo. Los sillares de piedra de los panteones estaban cubiertos de musgo, todos ellos coronados por toscas figuras de piedra. Silenciosos guardianes que vigilaban con mirada funesta toda la superficie. Las pocas aves que cruzaban el lugar eran negras y ruidosas, como una raza de cuervos bastardos que jamás debieron haber nacido.
Retorcidos hierros a modo de puertas bloqueaban el paso a muchas zonas, lugares aun más oscuros donde toda clase de alimañas se arrastraban, esparciendo ponzoña y enfermedad. Los pocos árboles que poblaban el terreno habían perdido la vida hacía demasiado tiempo, convirtiéndose en una triste parodia de lo que en una época fue un cúmulo de vida. Las ramas retorcidas y los troncos huecos albergaban aun más seres, moradores silenciosos de un lugar muerto.
En medio de este panorama, una figura reposaba sentada en una columna que los años derrumbaron, paladeando los últimos rayos del sol de la tarde. Pinceladas rojizas coloreaban las negras formas del cementerio creando un contraste siniestro. Con los ojos entrecerrados y la mirada perdida en el horizonte, Lord Vaskarad jugueteaba con una sucia rata que había tenido la desgracia de cruzarse en su camino. El animal se retorcía entre sus dedos tratando de escapar. Sus desgastados dientes se clavaban una y otra vez en los guantes de cuero del hombre, que parecía complacido con el espectáculo. Por un momento soltó a su presa, dejando que cayera al suelo, pero con un movimiento imperceptible le propinó una patada que acabó con la vida del animal. Una bandada de pájaros se abalanzó sobre la nueva fuente de alimento como una marea negra de plumas. El animal cesó sus espasmos y comenzó a ser devorado con precipitación.
Con un sonoro crujido de huesos el hombre se puso en pie. Era notablemente más alto que un humano, quizá un palmo. Su constitución robusta no le hacía pasar desapercibido, parecía lleno de vitalidad. Encaminó sus pasos hacia un túmulo dejando tras de si el sonoro siseo de su abrigo de piel, viejo y desgastado por el uso, pero aun así majestuoso. Una fría corriente le golpeó en la cara, acompañada de un aroma desagradable digno de una pila de cadáveres en descomposición. Las escaleras talladas sobre la piedra viva conducían hacia abajo, donde la oscuridad era absoluta. Pequeños insectos correteaban por las paredes emitiendo desagradables sonidos sordos, sin saber que la mayoría acabarían devorados por los murciélagos que se revolvían nerviosos en el techo de la gruta. El frió y la humedad del ambiente consiguieron sacar finos hilos de vaho de la nariz de Vaskarad, que no se mostraba molesto con el lugar. Algo natural si consideramos que aquello era su morada.
El pasadizo se abrió súbitamente en una cámara mas espaciosa. Las paredes estaban pulidas con esmero, sin embargo grandes marcas las afeaban, líneas discontinuas y aleatorias similares a zarpazos. El suelo no se encontraba en mejor estado. Se trataba de una trama de ajedrez en la que el color blanco había perdido su intensidad tornándose ocre. Restos orgánicos se amontonaban en las esquinas. La tenue luz de una vela mostraba un mobiliario que a primera vista parecía exquisito. Presidiendo la sala se encontraba un trono dorado, con el forro de color rojo. El lugar donde las manos reposaban estaba desgastado y el relleno del respaldo asomaba caprichosamente por varios lugares. Por encima del cabecero estaba grabado el escudo de armas de alguna familia. A escasos metros de distancia una mesa daba soporte al candil. Sin duda estaba tallada en una sola pieza, era de madera noble, teñida y barnizada con esmero por algún maestro ebanista. Hoy era alimento y hogar de las carcomas. En la pared mas alejada se vislumbrada una reja, como si se tratase de una prisión aneja. La alargada sombra de los barrotes se proyectaba en la pared, danzando a cada soplo de viento en una interminable coreografía.

-Saludos mi señor- le anunció una voz sepulcral.

De una de las paredes surgió una sombra que poco a poco fue componiendo su forma. Se trataba de una grotesca criatura de aspecto fantasmal. Dos pequeños ojos brillaban blanquecinos en la oscuridad, vacíos, escrutando al hombre. Al avanzar un poco más hacia la luz dejó mostrar su aspecto, parcialmente traslúcido pero de color negro. Su cabeza se asemejaba a la de los brutales verdugos que saciaban las ansias de sangre del pueblo, jirones etéreos colgaban de su cuerpo y se arremolinaban en torno a su cintura, donde la figura desaparecía en un tronco sin piernas.

-Saludos Fidar, ya estaba oscureciendo y decidí volver- el hombre se recostó en el trono dejando escapar un pesado suspiro. Su ayudante de cámara se acercó hasta él ofreciéndole un viejo libro. Se trataba de un tomo encuadernado con esmero, las cubiertas eran de color azul y las hojas mostraban una textura mohosa. Vaskarad recogió el libro y con un gesto despectivo obligó a la criatura a retirarse. Aquellas palabras que había leído tantas veces volvieron a plantarse delante suyo. Todas esas ideas y fantasías de otras personas invadieron su mente como desde hacía años llevaba sucediendo. El placer de la primera lectura había pasado y para él no quedaba más que masticar todas aquellas obras una y otra vez. Deslizó sus dedos enguantados una vez más sobre aquellas paginas y bajó la cabeza. Largos mechones de pelo blanco cubrieron su rostro mientras volvía a aspirar con fuerza.
Con un golpe seco cerró el libro, creando una corriente de aire que apagó la vela. El espectro, siempre atento a los movimientos de su señor, encendió de nuevo la vela. Vaskarad ya no estaba sentado en el trono. Se encontraba de cara a la pared contemplando un viejo recuerdo que estaba colgado en ella. Una descomunal hacha de doble filo pendía de una herrumbrosa cadena, toscamente enrollada en su mango. El arma exudaba maldad, su tacto era gélido y el filo estaba sediento de sangre. Pequeñas manchas marrones daban fe de las carnicerías que se habían llevado a cabo con ese arma arcana. La empuñadura estaba recubierta con finas tiras de cuero, entrelazadas con cuidado hasta la mitad del mango donde el hierro quedaba desnudo. Los dos filos que la remataban tenían una anchura de más de dos palmos y aunque estaban mellados, cortaban tan bien como el día en que se forjaron. En el extremo de la vara se había colocado una punta de lanza, lo que le daba un uso adicional al arma.
Los ojos del hombre escrutaron el instrumento de punta a punta, como los de un chiquillo que acababa de encontrar su objeto de deseo. El tiempo pasó en el exterior, pero sin duda en aquella sala se encontraba detenido, detenido en los pensamientos de viejas glorias que un día fueron y que ahora habían caído en el olvido. Su nombre volvería a ser temido y odiado en la tierra, una nueva era se abría ante él. Posó su mano sobre la empuñadura, sintiendo todas las imperfecciones a través de su guante y giró la cabeza hacia el espectro.

-Fidar...
-¿Señor?- respondió solícito.
-Me aburro, voy a reunir a mis huestes.
CAPITULO 2: Invocacion.


Las hileras de lápidas y sepulcros adornaban la tierra estéril del cementerio. Emergiendo de las entrañas de la tierra, Lord Vaskarad y su acompañante Fidar se abrieron paso hasta el centro de la necrópolis. Un lucero centelleaba ya en el firmamento dando la bienvenida a la luna, que se encontraba en fase creciente.
-Supongo que todavía recordaré como se hace esto- musitó Vaskarad.
Las toscas losas de piedra y estacas de madera estaban rodeadas de hierba. La tierra no había sido removida desde hacía mucho tiempo y la sequedad propia del terreno abría pequeñas grietas por doquier. Con el abrigo de pieles ya en el suelo, el hombre hincó sus rodillas en la tierra y comenzó a elevar una plegaria al cielo. Sus fuertes brazos se extendían hacia la inmensidad mientras una cascada de palabras en lenguaje antiguo comenzaba a resonar por el lugar. El eco de su voz era fuerte y autoritario. La oración se tornó mas calmada cuando sus ojos quedaron en blanco.
El terreno de una de las losas cercanas comenzó a resquebrajarse. Algo estaba emergiendo desde el fondo de la tierra. Un murmullo espectral, apenas audible hacía unos instantes, se coreaba en cada tumba. Parodias de hombres trataban de abrirse paso hacia el exterior, moviendo los brazos con un ansia frenética. Manos descarnadas palpitaban en rítmicos espasmos, consiguiendo que aquel enjambre de criaturas surgiera de nuevo al mundo. Como tras un parto doloroso, cada uno de los seres abandonó su lecho para quedar reposando sobre la tierra recién removida.
En pocos minutos el lugar estaba repleto de cadáveres temblorosos. Algunos no eran más que un montón de huesos, pero muchos otros presentaban un aspecto más desagradable. Largos jirones de carne reseca colgaban de sus brazos, pequeños mechones de pelo blanco adornaban sus cabezas, y en algunos, unas diminutas bolas blanquecinas ocupaban el lugar de lo que en algún momento fueron un par de hermosos ojos.
-Excelente- dijo Vaskarad con una amplia sonrisa.
Aquella visión le satisfacía. El ritual era un completo éxito y el ejercito estaba postrado a sus pies. Viejos generales, campesinos e incluso algunos niños conformaban sus tropas. Cascarones vacíos de vida que mediante un pacto maligno volvían a caminar entre los mortales. Muchos de ellos conservaban el uniforme de batalla que se entregaba a las levas de ciudadanos, el uniforme de Hatternich. Las bandas azules y blancas y el águila bicéfala eran a duras penas apreciables a causa del peso de los años, aun así cualquier habitante de la zona lo habría reconocido.
El espectro conocido como Fidar recorrió de lado a lado la necrópolis, revisando cada uno de los sepulcros a fin de asegurarse que todos los efectivos estaban en pie. Exudando una ola de frió hacia su señor le indicó que podía dar el siguiente paso. Era la hora de equipar a la legión de cadáveres.
Lord Vaskarad abandonó la escena mientras aquella masa de recién nacidos trataba de ponerse en pie. A varios metros de distancia podía verse un antiguo panteón. Era de forma rectangular, con dos puertas de madera labrada. Grotescas gárgolas flanqueaban la entrada, mirando de manera despectiva a cualquiera que pasara. El tejado a dos aguas tenía un nido de ave en una de sus puntas y muchas de las tejas yacían partidas en pedazos a sus pies.
Las puertas crujieron al abrirse mientras pequeñas astillas caían al suelo. Aquel panteón no albergaba ningún tipo de sarcófago familiar. Al contrario, la tapa de la tumba había sido arrancada y abandonada junto a una pared. En el interior de la fosa no se encontraba el linaje de ninguna familia de nobles, sino armas y armaduras suficientes como para tomar un país.
-Mi señor, las tropas están formando con lentitud pero sin descanso, en unos instantes estarán listos- le susurró el espectro al oído.
-Bien, que se vayan equipando, yo tengo todavía asuntos pendientes- sin decir nada más, el hombre dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia la zona elevada de la necrópolis. Un lugar parecido a un risco donde reposaban los restos del corcel de Vaskarad. Lo que hace tiempo fue un hermoso caballo negro era hoy una criatura deforme. Sus ojos huecos emanaban un fulgor rojizo y de entre sus dientes descarnados brotaba un vapor pestilente. Una pesada silla de montar completada con una barda de color violáceo daban cuerpo a una bestia que era poco más que una osamenta. El animal reconoció a su amo y trotó ladera abajo con la cabeza gacha. Lord Vaskarad descansó su mano sobre los restos de las crines que quedaban en el cuello de aquella abominación. Como revitalizado por el toque de su señor, el caballo se irguió sobre sus patas traseras y descargó sus cascos en el suelo levantando una gran polvareda.
-Veo que estas en plena forma, espérame aquí.
Dejando su corcel atado junto a una barra de hierro, Vaskarad volvió a sus aposentos recorriendo el camino que tantas veces había hecho en todos estos años. Aquel hacha de doble filo entonaba el canto de la sangre ante la posibilidad de poder alimentarse de nuevo. El arma vibraba en la pared haciendo danzar las cadenas que tenía a su alrededor. El viejo nigromante sujetó con firmeza la empuñadura, arrancando el objeto de la pared. El filo silbo el trazar un arco completo sobre la cabeza del hombre. Aunque parecía un arma pesada, en manos de Vaskarad se movía con una facilidad pasmosa. Tras unos cuantos movimientos con los que aprovechó para desentumecerse las muñecas, el hacha dejó de vibrar. El filo estaba templado de nuevo bajo la voluntad de su portador, con lo que se dejó acomodar a su espalda sin mayores problemas.
El sol era ya una fina banda roja tras las montañas cuando salió del túmulo. Sus huestes formaban ante él impávidas. El sonido de oxidadas armaduras y escudos se entremezclaba con lastimeros aullidos del más allá. Fidar estaba al frente de todos ellos con los brazos cruzados, esperando las instrucciones de su maestro. Sus ojos refulgieron al ver el hacha que portaba a la espalda Lord Vaskarad pero mantuvo la compostura.
-A una orden suya estaremos listos para partir- le aclaró el espectro.
El hombre pareció no escucharle y se aproximó a su fantasmal montura. Sujetando con fuerza la silla de montar se impulsó hasta colocarse sobre los lomos del animal. Tras apartar un mechón de pelo blanco de su cara, asió el arma con la mano izquierda y elevó la mirada hacia sus tropas.
-¡Nos vamos!¡Fidar, encárgate de que ninguno quede atrás!¡Cumplid mi voluntad!- vociferó Vaskarad.
Aquella noche una manada de muertos comandados por un solo hombre partió de una de las muchas necrópolis de Hatternich. El hedor a corrupción y los lamentos de los difuntos eran tan solo el presagio de un mal mucho mayor que acababa de despertar de su letargo.
CAPITULO 3: Legado.

El eco de unos pasos resonaba sobre las altas bóvedas del castillo. Tan solo un puñado de guardias se encontraba apostado en las almenas, pendientes de cualquier movimiento. Cada uno de ellos estaba equipado con un arco y montaba guardia al lado de un pebetero a fin de disparar flechas inflamadas que iluminaran los pastos cercanos en busca de intrusos. La ciudad se encontraba sumida en la oscuridad salvo por las luces de algunas tabernas, morada perpetua de bebedores. Los pocos soldados que tenían la desgracia de hacer la ronda de noche malgastaban sus ingresos en el juego con dados. En numerosas esquinas se podía contemplar como el dinero pasaba de la milicia al pueblo llano con tanta rapidez como podían segar la vida con sus espadas.
En el interior del castillo las habitaciones de los nobles eran vigiladas por mercenarios y guardias reales. Algunas doncellas provistas con candiles paseaban de arriba a abajo por los largos corredores tratando de atender cualquier necesidad intempestiva de sus señores. Mucho más abajo, en las cocinas, artistas del paladar comenzaban ya a preparar los alimentos que se habrían de servir en el almuerzo del día siguiente.
Sentada en la cama de su alcoba, Lady Irine jugueteaba con un pequeño peine plateado mientras contemplaba las estrellas. Su delicada melena cobriza se deslizaba por su espalda como un manto de luz. Cepillarse el pelo era un ritual que realizaba de manera automática. Cada noche ponía todo su empeño en cuidar su cabello, su posición como futura regente del país no solo exigía dedicación, sino también belleza. "No hay nada más impresionable que el pueblo llano", las palabras de su difunto padre todavía resonaban en su cabeza. Unos golpes sacudieron la hoja de madera de la puerta.
-Adelante- dejó escapar con desgana la joven.
La puerta se abrió dando paso a un hombre de mediana edad. Estaba vestido con un habito marrón y llevaba la cabeza tonsurada, completando su aspecto monacal. Pocas cosas llamaban en él la atención salvo sus ojos. Vivos, hundidos bajo las cejas, siempre alerta como los de un animal acorralado. Se trataba de una mirada fría e inteligente que en más de una ocasión había asustado a algún niño incauto que trataba de jugar con el clérigo.
-Buenas noches, mi señora- saludó con formalidad.
Un gesto cansino asomó en el delicado rostro de la muchacha. Bajó la cabeza hasta dejar que los cabellos cubrieran su rostro y procedió a cubrirse los hombros con una fina tela bordada que tenia a su lado. Ladeando levemente la cabeza le replicó.
-Buenas noches maese Stiers, que le trae a mis aposentos- preguntó con desgana, -esta costumbre de visitarme tan a menudo me empieza a resultar incomoda, espero que no sea tan solo una visita de cortesía.
El hombre no se dejó intimidar por la fuerza acusatoria de sus palabras –Pues me temo que así es, simplemente procuro continuar con la labor que su padre dejó iniciada para con usted- sonrió afable.
-Por supuesto que sí, si me disculpa...
-Claro mi señora, que descanse bien- tras pronunciar esta frase abandonó la sala cerrando la puerta tras de si.
La joven princesa dejó caer el peine al suelo, y sus manos, que ahora estaban blanquecinas por la presión ejercida sobre el mango, recuperaron poco a poco su tono natural. Tras desprenderse de la tela permitió que la brisa nocturna acariciara de nuevo su piel, cubierta tan solo por un fino camisón. Dejó que sus manos recorrieran sus brazos, palpando con delicadeza todas las finas cicatrices que los años de practicas con la espada le habían causado. Desde que era pequeña siempre había mostrado interés en las disciplinas marciales, y si bien al principio aquello no era más que una estrategia para pasar más tiempo con su padre, poco a poco había pasado a formar parte de su vida. Los hombres de confianza del rey gastaron largas horas en enseñarle tácticas de batalla, manejo de espada y todas las disciplinas de la equitación. A sus veinticuatro años era una de las combatientes más valerosas y respetadas de la nación, orgullo de sus tropas y justa soberana de sus vasallos.
-Buenas noches padre- dijo con tono inaudible hacia el cielo.
El dosel de la cama filtraba la luz de la luna, que palidecía la fina piel de la noble. El lujo de la habitación estaba limitado al lugar de reposo, pues el resto de muebles no eran especialmente valiosos, la princesa no era amante del lujo. Sus pensamientos vagaron entre imágenes de gloriosas gestas y abundantes banquetes antes de que el sueño doblegara su consciencia.

Algo se deslizó entre los verdes pastos que rodeaban el castillo y aquello no pasó desapercibido para los vigías. Tomando una flecha con la punta envuelta en tela, la prendieron a modo de antorcha. En cuestión de segundos dos flechas volaron hacia el objetivo cayendo a escasos metros. Lo que se movía entre los altos pastos era una persona envuelta en una capa negra que hacía gestos con su mano indicando que era amigo. Haciendo caso omiso los vigías cargaron dos flechas más, pero en este caso provistas de punta. Al mismo tiempo uno de ellos cogió una antorcha y la elevó por encima de su cabeza, ondeándola de izquierda a derecha.
-Maldita sea, se creen que soy un espía o algo así- rechinó entre dientes la figura embozada.
De las aspilleras del frente del castillo aparecieron nuevas puntas de flecha acompañadas con unas cuantas antorchas.
-¿Quien sois?- se perdió una voz en la brisa nocturna.
-¡Soy Nicholas, imbécil!¿Tan borrachos estáis que no me reconocéis?
Unas sonoras carcajadas resonaron por toda la muralla. Aquel hombre era uno de los exploradores de la milicia. Un novato que por su propios meritos se había ganado el corazón de los miembros y el reconocimiento del general. El pesado puente levadizo comenzó a bajar al ritmo de las traqueteantes cadenas que lo sujetaban. Una vez abajo la marea humana le rodeó, mientras jarras de cerveza le flanquearon como aparecidas por arte de magia.
-¡Apartaos todos!¡Es urgente!- pronunció entre risas, -por el amor de Dios, ¿como podéis estar tan bebidos?
-Vamos, acompáñanos a la cantina, que todavía quedará alguna mujer bonita para ti- le gritó alguien al oído.
-¡Fuera!, he de hablar con Lady Irine, ¡es urgente!- pronunció con ira. De un brusco empujón apartó a tres de sus camaradas, dando dos de ellos con sus huesos en el suelo.
Conscientes por fin de que se trataba de un asunto serio, los hombres hicieron rápidamente un pasillo. El joven se despidió con la mano sin girar la cabeza y echó a correr en dirección al castillo.
CAPITULO 4: Alarma.

Las escaleras de caracol que conducían a las plantas superiores estaban mal iluminadas. Las escasas antorchas que encontraba a su paso no alumbraban lo suficiente, lo que le causó más de un traspiés. Poco a poco iba perdiendo el resuello pero las funestas noticias que llegaban del norte exigían que no desfalleciera. Con el rostro enrojecido por el esfuerzo y la frente bañada en sudor, el joven espía alcanzó la planta superior, donde descansaba la princesa.
-Necesito que despiertes a su majestad, ¡aprisa!- vociferó al escolta personal de la misma.
El hombre se encontraba adormilado, sin embargo reaccionó al instante. Agarrando la pica con fuerza hizo un gesto solicitando paciencia al joven. Tras golpear suavemente con los nudillos la puerta varias veces, esta se abrió mostrando a una adormilada Irine.
-¿Qué ocurre?¿Va todo bien?- pronunció tras aclararse la garganta.
-Mi señora, un miembro de la milicia quiere hablar con usted, parece que es urgente- le respondió el fornido guardián.
La princesa miró a izquierda y derecha del pasillo y con un gesto le indicó al muchacho que entrara en sus aposentos.
La estancia estaba sumida en la oscuridad, bañada con un suave tono plateado digno de una noche de verano. Lady Irine le ofreció una silla al espía, que se dejó caer y respiró aliviado por primera vez desde hacía horas. Por un momento se permitió el lujo de recostar la cabeza hacia atrás y descansar los párpados. Llevaba días sin probar bocado y sin dormir. Su montura desfalleció mucho antes de llegar al castillo y tuvo que recorrer las ultimas millas a pie. Las botas de piel curtida estaban embarradas hasta la rodilla y desde luego su capa no ofrecía mejor aspecto. Cuando abrió los ojos se encontró con su señora sentada en la cama, mirándole atentamente en busca de tan urgentes noticias.
-Disculpadme- aclaró ruborizado, -lamento la intromisión, haberla despertado y demás, no era mi intención...
-Tranquilo- le atajó Irine con tono jovial- cuéntame que ha ocurrido.
El joven Nicholas le informó de como habían llegado a sus oídos las tristes noticias de los campesinos de las tierras fronterizas. Al parecer, tras una larga noche de juego en la cantina del puesto de vigilancia donde estaba destinado, apareció un anciano con el rostro desencajado. En un primer instante ni siquiera parecía que su mente siguiera en su cuerpo, pero tras unos cuantos zarandeos alcanzó a decir que los muertos estaban atacando el poblado donde vivía su hija. Las ingentes cantidades de alcohol consumidas por los soldados hicieron que nadie le diera mayor importancia al asunto, pero algo había llevado al joven a investigar.
El rostro de la princesa se tornó adusto mientras escuchaba aquella historia, los no muertos nunca atacaban de manera organizada. Alguien estaba comandando una fuerza invasora. El espía tomó un largo trago de la copa que ella le acababa de ofrecer.
-Me acerqué hasta el lugar que indicó aquel desdichado y para mi sorpresa lo único que encontré fueron los restos humeantes de un montón de casas- un nuevo sorbo acabó con el contenido, -allí no había ningún cuerpo, ni siquiera entre las cenizas, y las pisadas en el barro mostraban huellas de las que había oído hablar pero que jamás había contemplado con mis propios ojos.
-Parece que no se trata de una nimiedad- le acortó la mujer, –por favor, baja al puesto de mando y convoca a los hombres, estaré allí en cuanto me sea posible.
Tras despedirse con una sonrisa, Irine se levantó de la cama y salió al balcón. Lejos, en el horizonte, un enemigo invisible estaba avanzando. No podía ver mas allá de los muros del castillo pero su mente viajaba mucho mas lejos.

Ataviada con un largo manto bordado y escoltada por sus dos guardaespaldas, la joven salió al patio de la fortaleza. Las horas de oscuridad transcurridas habían enfriado ya el ambiente. El puesto de mando se encontraba cerca de la muralla norte y el brillo de sus antorchas refulgía en los sillares de piedra. Una cantidad considerable de soldados y algún ciudadano trasnochador aguardaban tanto en el interior del edificio como en sus alrededores.
El local era espacioso y estaba bien amueblado. Largas mesas de madera y muchas sillas alojaban a soldados y lideres de escuadra. Algunos mapas de la zona estaban desplegados sobre las mesas, en previsión del futuro uso que su gobernante les pudiera dar. El murmullo que llenaba el aire se acalló a la llegada de Lady Irine y todos se acomodaron en sus asientos de manera ortodoxa. Con movimientos pausados ocupó el salón presidencial mientras recorría la sala de esquina a esquina. Sentado en una de las mesas cercanas se encontraba Nicholas.
-Por favor levántate y expón a todos lo que viste- le ordenó la muchacha.
Tan solo unos cuantos minutos fueron necesarios para que los presentes comprendieran lo ocurrido. No se sabia el tamaño de aquella hueste ni su rumbo, pero los hombres de la fortaleza tenían que intervenir, en definitiva se trataba de la tercera más importante del reino. Por numero de tropas y extensión tan solo se situaba por encima el Castillo de Eriador, en el paso de las frías montañas del norte, y el Castillo de Hatternich, antigua sede real, abandonada ya al uso militar tras el fallecimiento del monarca.
-He decidido formar una tropa de exploradores a caballo- resonó la voz de la soberana, -un grupo de cincuenta hombres partirán al amanecer y traerán toda la información posible.
Gestos de asentimiento aparecieron en los rostros de los generales. El viaje a caballo no tomaría más de dos días y si a la expedición se unía una pequeña caravana de suministros no habría necesidad de efectuar paradas. Algunos hombres se levantaron de sus asientos con una solemne reverencia a fin de iniciar los preparativos.
-¿Voluntarios?- dejó caer la doncella.
-¡Seria un honor encabezar la expedición!- el joven Nicholas se encontraba de pie con la cara bien alta.
-Pues claro que si- una expresión de orgullo apareció en Irine -¿quien le sigue?
El tronar de sillas anunció una avalancha de voluntarios. La mayoría de los hombres se encontraba de pie. En gran parte soldados veteranos, la elite del ejercito que estaba deseosa de entrar en acción tras los largos periodos de paz vividos.

Con las primeras luces el portón del castillo bajó hasta quedar a la altura del foso. Una expedición de milicianos esperaba con aire glorioso la señal de Irine. Los caballos cargaban con las sillas de montar y pertrechos de los hombres. Espadas y arcos iban a la espalda, sin embargo ninguno portaba escudos a fin de aligerar peso. Se habían escogido los corceles mas rápidos y ligeros. No existía necesidad de entablar combate de momento, lo que no evitaba que se tomaran precauciones al respecto. Una pequeña carreta cargada con barriles llenos de alimentos y otros bienes se encargaría de proveer al contingente. Uno de los jinetes llevaba consigo el estandarte, una fina tira de tela bicolor, blanca y azul, con un águila estampada en negro; en sintonía con los atavíos de los guerreros.
-Os doy mi bendición valientes soldados, volved cuanto antes- fueron las palabras que iniciaron la marcha de la tropa de exploración. Un largo y brillante día les aguardaba.
CAPITULO 5: Diluvio.

Una espesa cortina de agua ocultaba el perfil de las extensas llanuras por las que avanzaba aquella penosa legión. La lluvia empapaba los ropajes cambiando la tonalidad hacia matices mas oscuros. El barro era espeso y el avance de los difuntos resultaba torpe y parsimonioso. Lord Vaskarad comandaba la expedición subido en su caballo. El pelo le caía hasta los hombros por el peso de la humedad. Cabalgaba con la cabeza baja y la mirada firme en el horizonte. El iris de los ojos quedaba recortado por el perfil de sus cejas dándole un aspecto severo. Respiraba con la boca entreabierta mientras pequeñas gotas de agua caían desde su nariz hasta el labio inferior.
-¡Fidar!- vociferó -¡no podremos aguantar mucho así!
Sus tropas comenzaban a tropezar y el peso del barro y las armaduras provocaba numerosos incidentes. Apenas avanzaban unas pocas millas cada hora. El fuerte viento sacudía la raída barda de la pesadilla sobre la que montaba haciendo que ondease como una vieja bandera.
El espectro no se encontraba cerca ni respondió a la llamada de su señor, hacía rato que no flotaba a su lado. Aquello no era habitual y la voz cada vez más enojada de Vaskarad se escuchó de nuevo por encima de la lluvia.
-¡Fidar!¡Hay que buscar refugio!- pronunció sin apartar la vista del frente.
La criatura fantasmal se manifestó a su lado. Estaba levemente encorvado y movía los dedos de manera nerviosa. Sus pequeños ojos centelleaban y un suave murmullo emanaba de su garganta.
-Buenas noticias maestro, a menos de dos millas al este hay otra aldea humana.
Lord Vaskarad alzó la cabeza hasta recibir la lluvia de pleno en el rostro. Su boca dibujó una sonrisa retorcida mientras acariciaba con la lengua el filo de sus dientes.

Las casas de madera aguantaban con estoicismo el vendaval, intenso pero habitual en la época de siembra. Los postigos de puertas y ventanas se encontraban cerrados a conciencia. En las calles nadie paseaba y lo único en movimiento era la veleta del campanario. La tosca figura que representaba a un labrador se movía en interminables círculos. En la casa de la familia Gupton el fuego, avivado por la leña aromática del pino, mantenía congregado a toda la familia. El suave crujido de la madera resultaba relajante y aquel chaparrón era la excusa perfecta para abandonar temporalmente las tareas de labranza.
Súbitamente algo golpeó la puerta. Demasiado fuerte como para tratarse de algún resto arrastrado por el viento. Johan, orgulloso padre de dos hijos y felizmente casado se levantó de su silla. Echándose por los hombros una manta que tenia a mano se aproximó a la puerta y retiró el cerrojo.
Un horrible ser se abalanzó sobre sus él mordiendo con ansia inhumana. La manta cayó al suelo manchada de sangre mientras los gritos de dolor del padre se unieron a los de espanto de su familia. Las mugrientas fauces de un cadáver aprisionaban con fuerza el cuello de aquel desdichado. Unas fuertes manos huesudas se aferraban a sus brazos temblorosos hundiéndose en la carne. Mientras el viento y la lluvia seguían bailando en el exterior, una segunda criatura apareció por detrás y clavó sus dientes en el brazo izquierdo de Johan. Vencido por el peso de los dos seres se dejó caer al suelo donde continuaron aquel festín impío. Los fluidos no tardaron en mezclarse con el agua y las pieles muertas de las dos criaturas.
En una esquina la esposa del recién fallecido sujetaba las cabezas de sus hijos para que no contemplaran aquel dantesco espectáculo. Por la puerta de la casa asomaron tres criaturas más. Su andar era torpe pero implacable. Pasando por encima de Johan y de sus camaradas, que seguían alimentándose, se internaron en la casa. Mantenían las manos extendidas al frente y la boca abierta, dejando escapar lastimeros quejidos semejantes a los de un moribundo pero angustiosos como los de un recién nacido. La mujer cerró los ojos y sintió como unas manos rígidas se posaron sobre su cabeza y tiraron de ella con fuerza. Los chillidos de sus hijos y el sonido de la carne al desgarrarse se perdieron entre las nubes de tormenta.

El puesto de vigilancia del poblado era similar a una cantina. Tan solo cuatro centinelas montaban guardia, y aquello era una manera peculiar de definirlo. La tarea consistía en jugar a las cartas mientras miraban por la ventana de vez en cuando. Tres golpes secos interrumpieron la mano ganadora del oficial.
-Adelante, está abierto.
La puerta se abrió y un hombre notablemente alto entró embozado. Estaba cubierto con una capa negra y equipado con botas de montar. Se quitó con tranquilidad el barro que quedaba pegado a las suelas y retiró el embozo mientras se sacudía el agua del pelo.
-Vais a morir todos para uniros a mi, vivos sois débiles- anunció Vaskarad con frialdad.
Al terminar de pronunciar la frase tiró la capa al suelo revelando el hacha que llevaba oculta a la espalda. En un primer movimiento cercenó el torso de uno de los soldados por la mitad y el brazo del más cercano, a la par que unas cuantas estanterías y adornos salían despedidos en múltiples direcciones. Con los brazos aún en tensión por el esfuerzo, descargó un segundo golpe que desgarró el estomago de otro de ellos y arrancó la cabeza del ultimo, quedando atrapada entre el filo del hacha y la pared. Deshinchó sus pulmones con un profundo suspiró y tiró del arma para desclavarla del muro. Usando la ropa de uno de aquellos pobres desdichados limpió el filo negro de toda impureza.
-Escoria, ahora me serviréis mejor- farfulló escupiendo al suelo parte de los restos orgánicos que le habían salpicado en la boca.
El edificio que albergaba la sala de reuniones estaba ahora ocupado por Vaskarad que daba buena cuenta de las provisiones del poblado. La carne seguía cruda pero eso no le importaba. A su vez, en cada una de las casas sus legiones hacían lo propio con los restos de los aldeanos. Fidar se encontraba al lado de su señor contemplando con atención cada gesto. Más de tres jarras de vino descansaban vacías en el suelo, sin embargo aquello no parecía nublar en absoluto la mente del hombre.
-¿Que estas mirando?- pronunció torpemente con la boca llena de un jugoso trozo de venado.
-Nada mi señor, tan solo le observaba- le replicó el espectro.
-No me gusta que me miren mientras como, ¡largo!
El espectro se disipó en el aire y Vaskarad quedó solo en la estancia, rodeado de manjares y bebida. Pese a parecer concentrado en la comida, mantenía los ojos puestos en la puerta. Su intuición trataba de indicarle algo pero no podía discernir que ocurría.

En una colina y todavía bajo la lluvia, la patrulla de exploradores que Lady Irine había enviado hacía unos días contemplaba con horror como la muchedumbre de cadáveres apilaba cuerpos parcialmente devorados en la plaza del pueblo, a la espera de un nuevo ritual de invocación.
Los hombres aguantaban las nauseas a duras penas pero era el momento de detener la horda de muertos.
CAPITULO 6: Choque

Avanzando en punta de flecha los valerosos guerreros descendieron la colina. El continuo espolear sobre los flancos de los caballos se unió al chapoteo de los cascos de los corceles. Dejando tras de si una estela en el agua, el contingente desenfundó sus armas al grito de su capitán.
La plaza central se encontraba ocupada por más de una veintena de los efectivos de Vaskarad, que recibieron el brutal impacto de la carga de caballeria. Los poderosos equinos golpeaban con sus herraduras a las pestilentes legiones de muertos mientras sus jinetes cortaban miembros aprovechando la inercia de la colina. En cuestión de segundos el barro acogió a muchas de esas criaturas sin que los humanos sufrieran una sola baja. Cuerpos de nuevo sin vida yacían esparcidos bajo la lluvia cuando la tropa exploradora comenzó lentamente a reagruparse sobre si misma en aquel lugar.
-¡Estos no pueden ser todos!- se escuchó decir.
El desconcierto apareció en los rostros de los veteranos que sin duda esperaban una feroz resistencia. Nicholas se mantenía expectante, tirando ocasionalmente de las riendas de su caballo a fin de mantener la posición. El piafar de los animales comenzó a resonar en la plaza. No se escuchaba nada más.
Sin previo aviso uno de los milicianos soltó un alarido. Al girar todos la cabeza observaron como un grotesco espectro de color negro introducía sus etéreas manos en el pecho de la victima. Si se le hubiera preguntado a cualquiera de ellos habrían jurado que esa cosa acababa de arrancar el alma de su camarada. Tan pronto como sacó sus garras del torso del hombre, se esfumó entre la lluvia. El cuerpo sin vida de aquel desdichado cayó de la montura con una espeluznante mueca de dolor en la cara.
-¿Que era esa cosa?- preguntó uno de ellos con voz temblorosa.
-No lo se, ¡abrid bien los ojos y sujetad las espadas!- gritó Nicholas.
La formación se cerró aun más a la espera de un nuevo ataque del espectro. Una acometida que no llegaría.
En la entrada oeste de la plaza una figura comenzó a acercarse al grupo. Se encontraba a unos veinte metros y la lluvia no permitía que se apreciara con claridad su rostro. Era un hombre grande de mediana edad. El pelo de color blanco pegado a la cara ocultaba aun más sus rasgos. Por un momento se detuvo y pateó uno de los cadáveres sin obtener respuesta. Los hombres dudaron por un instante, pues parecía un superviviente del poblado. La tremenda hacha que sacó de su espalda confirmó sus temores.
Avanzando lentamente entre la lluvia, Lord Vaskarad contemplaba con autentico odio a sus rivales. Mantenía el arma sujeta con la mano derecha, baja y pegada a la pierna. Sus ojos acusadores permanecían fijos en el estandarte de la compañía. Por un momento se detuvo y señaló con la punta de su arma al contingente.
-Vosotros, os conozco...hace tiempo que pagasteis por vuestra osadía- dijo el guerrero, -y sin duda volveréis a pagar, ¡servidme en muerte!.
Pronunciada esta frase Vaskarad comenzó a correr hacia el grupo a mayor velocidad de lo que ningún caballo lo hacía. Tomando impulso en el último instante saltó hacia el atónito tropel que no esperaba nada parecido. Tres caballos dieron con sus cuerpos en tierra con sonoras costaladas mientras los jinetes corrían peor suerte. Sin saber bien como, heridas y desgarros acababan con sus vidas.
Nicholas observó con horror como con unos movimientos imperceptibles acababa de partir en varios pedazos a tres de sus hombres, monturas incluidas. Aquella cosa inhumana giró de nuevo la cabeza hacia el grupo con un gesto sanguinario en el rostro y los ojos relucientes como dos estrellas fugaces.
-¡Devoradlos!- pronunció con tono sarcástico.
De improviso legiones de muertos comenzaron a entrar en la plaza. Por cada una de las cuatro entradas penetraban muchedumbres de fanáticos seres sin mente. El grupo se vio rodeado y los caballos comenzaron a ponerse nerviosos. Manos huesudas palpaban las piernas de los soldados tratando de derribarles, por mucho que cortaran un nuevo cadáver ocupaba el lugar del caído. Poco a poco los jinetes comenzaron a ser derribados. Los caballos recibían mordiscos en el cuello y estomago, donde la barda no ocultaba la piel.
Un chillido inhumano desgarró el aire. Nicholas vio como de nuevo el espectro que minutos atrás mataba a un camarada, volvía a hacerlo.
-¡Retirada!¡Retirada!- gritó, dejando que la lógica se impusiera.
De los siete hombres que aun quedaban en pie, solo dos consiguieron salir de aquel pueblo. Magullados y doloridos cabalgaron sin detenerse hasta la colina desde la que iniciaron el ataque. Nicholas y un compañero acababan de escapar de una muerte segura. El resto de la expedición no había corrido el mismo destino. Desde donde estaban situados podían ver la plaza pública, convertida en un cementerio improvisado donde el barro y la sangre teñían de un color peculiar el terreno. Entre todas las formas que se movían, los dos supervivientes pudieron ver a un hombre de pelo blanco con un hacha cargada al hombro que les contemplaba entre la lluvia. Sin duda les estaba mirando.
-Nos ha dejado marchar- pronunció Nicholas con voz temblorosa, -estoy seguro, quiere que reportemos lo sucedido.
Espoleando los caballos dieron media vuelta en dirección al castillo. Varios días les separaban de su destino, Lady Irine no esperaría nada parecido a lo que iba a escuchar.

En la plaza del pueblo Vaskarad se encontraba arrodillado con las manos extendidas al cielo. El ritual era un éxito de nuevo. Los hombres que yacían aun calientes en el suelo comenzaban a levantarse con la mirada perdida e hilos de saliva cayendo de sus bocas. Su legión no había disminuido, es más, acababa de aumentar por cortesía de la milicia de Hatternich.
CAPITULO 7: Escribano.


Bajo la luz de una vela delicados trazos de tinta se extendían sobre una hoja de papel. La escritura era larga y elegante, su autor parecía deleitarse en su obra. Las letras mayúsculas eran autenticas obras de arte, recargadas hasta el punto de ser prácticamente ilegibles. Dando por terminada la hoja la situó junto a una pila de manuscritos. Además de los interminables textos, pequeñas imágenes estaban insertadas entre ellos. Realizadas con el mismo esmero, representaban grotescas criaturas y maquinarias arcanas. Retorcidos demonios enseñaban sus dientes con una sonrisa lasciva, animales antropomórficos miraban hacia el lector, todos ellos acompañados de notas explicativas. Las maquinas descritas se componían de toscos engranajes y tubos de piel curtida. En ocasiones guardaban un cierto parecido con aparatos de tortura.
Stiers hizo crujir sus nudillos con un gesto de placer en el rostro. Le dolía la espalda y se encontraba con la vista nublada pero había terminado la tarea diaria. Con movimientos torpes recogió todos aquellos documentos y los guardó en un pequeño cofre. Era una caja de madera pulida, de diseño sencillo. Tras guardarla dentro de una alacena de su despacho personal, escondió la llave del mueble en uno de los bolsillos de su hábito.
A la salida le esperaba uno de los numerosos sirvientes de la fortaleza con una nota lacrada sobre una bandeja.
-Para usted maese Stiers- le anunció con voz queda, -por orden de Lady Irine.
-Gracias, puedes retirarte.
La misiva dejó temblando al hombre. Al parecer la expedición enviada días atrás había terminado aniquilada por la supuesta fuerza invasora. Tan solo dos supervivientes pudieron escapar con vida y uno de ellos falleció en el trayecto a causa de la infección en las heridas sufridas. La descripción del comandante enemigo coincidía según Irine con la de Lord Vaskarad.
-Vaskarad- musitó el clérigo con la mirada perdida.
Un nombre, una leyenda, una pesadilla que se daba por olvidada. Las madres todavía utilizaban ese nombre para atemorizar a los niños, porque aunque estos no entendieran toda la maldad que encarnaba, bastaba para hacerles cesar en sus correrías. Sin saber con exactitud hacia donde se dirigía comenzó a ascender las escaleras que conducían a la primera planta. La escasa luz de los fuegos no permitió a los que se cruzaron con él observar la amplia sonrisa que enmarcaba su cara.

Lady Irine contemplaba los trofeos de la sala de armas del castillo. Cabezas de animales muertos atrapados en el tiempo con gesto de perpetua fiereza. Osos y lobos con la boca abierta enseñando sus dentaduras, con los ojos reemplazados por finas piezas de orfebrería y el hocico untado de barniz. Aquellas figuras la habían asustado de niña, recordaba como pasaba horas mirándolos mientras mantenía la certeza de que terminarían por moverse. Aunque no compartía la afición de su padre por la caza no podía ocultar el orgullo que sentía al ver de lo que fue capaz su progenitor. En esa misma sala, en la pared norte, un gigantesco escudo de dimensiones evidentemente decorativas presidía la chimenea. El emblema de la familia sobre el motivo bicolor que aun mantenían las tropas reflejaba la luz que entraba por los amplios ventanales.
Casi sin darse cuenta estaba rodeada de sirvientes que retiraban en silencio los utensilios y alimentos que acababa de disfrutar. Sin dejarse distraer contempló de nuevo a través de la ventana.
-Así que vienes hacia aquí- pensó con gesto severo, -mi padre te expulsó hace años y yo haré lo mismo.
Tras recogerse el pelo en un tosco nudo se dirigió hacia la chimenea. Debajo del escudo descansaba la espada del antiguo rey. Era un arma de más de un metro de longitud, equilibrada y ligera. La empuñadura era larga y estaba rematada con una cuña enjoyada. La guarda era recta y forjada en oro, con el nombre de su difunto portador grabado en letra gótica. La hoja cortó el aire con un silbido mientras lanzaba fulgores irisados sobre las paredes de toda la sala.
-Apenas dos días nos separan de la batalla si no se retrasa- musitó.

Tras dos golpes secos la puerta de la sala se abrió de par en par. Stiers se encontraba con la cara empapada en sudor y el corazón latiendo frenéticamente. Trató de articular palabra pero el cansancio le provocó un acceso de tos. Tan solo fue capaz de enseñarle la nota a Irine, que ya se había encargado de que dos asistentes acompañaran al hombre hasta un asiento.
-Deduzco que ya sabe lo que ocurre- pronunció la joven con tono sarcástico.
-Si- replicó todavía falto de resuello, -pero no tiene de que preocuparse. Deje ese asunto en mis manos.
-¿Como?, yo comandaré las tropas como hasta el día de hoy y yo expulsaré al invasor.
Por la puerta entró un grupo de hombres. Vestían largas túnicas marrones y empuñaban mazas de guerra. El brazo izquierdo desde el hombro hasta la mano estaba acorazado con planchas de metal. En sus cabezas, medio casco ocultaba sus ojos y un fino velo de tela les caía hasta el cuello. Casi al unísono inclinaron la cabeza hacia el maese Stiers que les devolvió el saludo.
-Ellos se encargarán de Vaskarad si es que de verdad acude- añadió con firmeza, -usted ocúpese de sus tropas.
La muchacha negó con la cabeza y dirigió una fría mirada a los gigantescos monjes guerreros. Sin mediar palabra abandonó la sala. El hombre se levantó de su asiento para situarse a la altura de sus guerreros. Componían una visión terrorífica, perfectamente formados y silenciosos, sin mostrar ni un solo rasgo de su cara. Su mentor se acercó hasta el que parecía ser el capitán del grupo y levantó parcialmente el velo que cubría la parte inferior del rostro. Unos rasgos antinaturales le dedicaron una mueca desagradable.
-Acompañadme.
El grupo de clérigos abandono la sala por la misma puerta que lo había hecho su princesa, sin embargo descendieron a estancias inferiores. Los preparativos de las tropas comenzaron esa misma tarde por orden de la soberana.

En el horizonte, a varias millas de distancia los pájaros contemplaban con deleite como un enjambre de insectos seguía con devoción a la tropa de Vaskarad. Negros cuervos devoraban con frenesí a los tambaleantes cadáveres que no hacían el más mínimo esfuerzo por apartarlos de sus rostros. Diminutos mosquitos se cebaban con los cuerpos de los antiguos exploradores y en ocasiones con su hastiado líder, que desde hacía un rato había decidido desistir en el empeño de apartar a los insectos de su piel. Aquella patética legión enfilaba ya el paso natural que daba acceso a las grandes praderas que rodeaban la fortaleza de Lady Irine.
Capítulo 8: Legión

Más de medio día fue necesario para que la tropa saliera del desfiladero. Desde donde se encontraban el paisaje era de una belleza sobrecogedora. Las vastas praderas de cultivo ondeaban al viento como un mar de vegetación cubierto de olas plateadas. Detrás de los prados se alzaba el majestuoso castillo, cuyas dimensiones empequeñecían la gallardía de cualquier torre de asedio. Las piedras eran de tonos grisáceos, castigadas durante años por el viento y la lluvia. Sobre las almenas ondeaban banderas bicolores con el escudo de armas de la nación. Aún más atrás se podía contemplar una cadena montañosa cubierta de nieve en sus cumbres. El viento helado azotaba la cara de Vaskarad.
-Bien, es allí- pronunció el líder,- Fidar organiza el ala derecha, ¡el castillo caerá antes del anochecer!
Los cadáveres reaccionaron al unísono ante el vigor de sus palabras con gemidos funestos. Algunos levantaron sus armas en dirección a la muralla y otros siguieron avanzando. La hierba les llegaba hasta las rodillas donde chocaba con sus andrajos produciendo un ruido sordo. Detrás del batallón solo quedaba un rastro de hierba pisoteada y cubierta de restos orgánicos. Vaskarad comandaba sus huestes montado en aquel caballo espectral, que pateaba la hierba con fuerza mientras resoplaba las briznas que se introducían por sus fosas nasales.
Los vigías pudieron contemplar como cerca de setecientos efectivos se acercaban de forma implacable a sus murallas. El portón levadizo comenzó a deslizarse lentamente, rugiendo con un sonoro traqueteo metálico. Justo detrás esperaban formadas las tropas de caballería. Relucientes guerreros acorazados de pies a cabeza. Sus monturas salieron con un trote ligero con toda la elegancia que las pesadas bardas de tela les permitían. Detrás de ellos la infantería procedió a abandonar la fortaleza. Alabarderos, espaderos y lanceros desfilaban bajo la sombra de los estandartes. Entre ellos cabalgaba Lady Irine sobre un corcel blanco ataviado con media barda delantera. Una armadura ligera cubría sus formas y sedas blancas ondeaban desde las placas de metal que protegían sus hombros. El casco era de diseño sencillo, más parecido a una diadema que a un elemento protector, permitiendo que el pelo se deslizara hasta la espalda, donde descansaba la espada de su padre.
Stiers no se encontraba entre el grupo que lentamente se desplegaba a lo largo de todo el frente de las murallas. Ni él ni sus monjes guerreros habían hecho acto de presencia todavía y eso era algo que inquietaba a la princesa.
En apenas unos minutos más de quinientos hombres del ejercito de Hatternich cubrían la entrada. En el centro la caballería pesada sujetaba con fuerza las bridas de los caballos mientras mantenían las lanzas enarboladas. Un núcleo de espaderos les acompañaba, hombres duros acostumbrados al combate cercano a los que su predilección por combatir sin escudo les había granjeado una reputación terrorífica. Lady Irine se encontraba junto a estos, flanqueada por dos de sus escoltas personales también montados a caballo.
A los lados aguantaban la posición los alabarderos en largas filas de a cinco. Aquellas armas permitían repeler una carga del enemigo y a la vez contraatacar con el filo que acompañaba a la punta de lanza. Por delante de todos dos hileras de lanceros cubrían la totalidad del frente. Ellos serían los primeros en recibir el envite enemigo y posiblemente los primeros en caer pero el orgullo que hinchaba sus corazones bastaba para que no abandonaran la posición. Por detrás de todos ellos, desde las almenas, los arqueros esperaban el momento de rasgar el viento con sus flechas. La caballería ligera aguardaba todavía dentro del castillo.
-¡Soldados!- resonó como un trueno la voz de Irine, -el enemigo que tenemos delante no es solo peligroso por su maldad, sino por su apariencia. Recordad que aunque veáis a vuestros antiguos camaradas esgrimiendo un arma hacia vuestro cuello, ya no son ellos, no son más que marionetas al servicio de un hombre.
Todas las miradas se encontraban clavadas en tan esplendorosa figura, que impartía ánimos con una habilidad innata. Gestos de asentimiento y aprobación le indicaban que la moral de sus hombres no sería el punto débil de su fuerza de combate.
-Seguid mi espada y os conduciré a la victoria- al acabar de pronunciar esta frase desenfundó el arma de su padre y apuntó hacia la triste legión que cada vez se encontraba más cerca. Un coro de voces dio por terminada la arenga.

Sin prestar demasiada atención al bando enemigo, Lord Vaskarad cabalgaba con la mente nublada de recuerdos. Sus ojos se mantenían fijos en los estandartes rivales y apenas ejercía fuerza sobre las riendas de la pesadilla. Su ejercito se encontraba menos organizado, no era más que una marea de deformes conatos de hombre que avanzaban con un ansia de sangre perpetua en sus bocas. Aquellas cosas comenzaban a mostrarse excitadas ante la inminente batalla y su señor no hacía nada por calmarles. Casi sin darse cuenta estaba empuñando su terrible hacha de doble filo mientras apretaba los dientes causando un sonido desagradable. Detrás de él, un grupo de caballeros funerarios le seguía montado en los corceles de la tropa exploradora, bestias con los rostros descarnados a mordiscos y las vísceras volcadas millas atrás.
-¡Cargad!¡Cargad!¡Cargad!
Aquellas palabras provocaron un aumento de la actividad de los difuntos, que vieron como sus cuerpos se revitalizaban con la energía arcana de su invocador. Saturados como estaban de poder mágico comenzaron a avanzar entre la hierba de modo constante, dando largas zancadas. La caballería arrancó de improviso el trote despedazando el terreno de cultivo en grandes terrones de tierra salían despedidos tras los cascos de los animales. Vaskarad espoleó los flancos de su montura y enseguida se situó a la cabeza de sus tropas montadas.
Un grito de ardor guerrero resonó en el lado opuesto del campo de batalla. La caballería pesada acababa de ponerse en movimiento seguida de los lanceros. Las armas se encontraban ahora apuntando directamente hacia el contingente enemigo, tanto las de unos como las de otros. Poco a poco el perfil de los dos ejércitos fue definiéndose. Lady Irine se encontraba en el centro de la briosa caballería pesada con la mirada puesta en la cabecera enemiga.
Por un instante el tiempo pareció detenerse, acaba de ver al comandante invasor. Era un hombre grande y robusto, con el pelo blanquecino y alborotado. Empuñaba un hacha desmesurada y vestía un largo abrigo de pieles. Su rostro era inhumano, con las facciones deformadas por el odio y un brillo antinatural en los ojos. Un escalofrió recorrió la espalda de la joven, que por un momento se vio desmesurada por la maldad que emanaba aquel ser.
-¡Vaskarad!- elevó su voz por encima del ruido de los cascos –voy a acabar con tu penosa existencia.
Apenas veinte metros separaban las dos unidades de caballería que, al contrario que el resto del ejercito, entrarían en combate en unos instantes. El hombre alzó la cabeza lanzando un rugido y miró a lo que parecía ser una doncella guerrera con ganas de poner fin a su vida.
-¡Serás la primera en regar este filo, niña!- un nuevo rugido animal surgió de su garganta mientras giraba el hacha en amplios círculos. Las lanzas de muertos y vivos se cruzaron con la misma rapidez que se extingue una chispa.
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