Claudia

Siempre de blanco. Le encantaba ese color y cualquiera podría decir que iba con su carácter: dulce y educada, amable y respetuosa, inteligente y clara. Su madre, viuda desde poco después de que naciera, tenía los ojos siempre llenos de amor.

Mientras sus compañeros de clase en el instituto optaban por el negro para buscar su identidad, Claudia y su color blanco resultaban una forma diferente de rebeldía. La rebeldía del optimismo contra el gris que parecía poseer la vida a su alrededor.

La madre de Claudia trabajaba muy duro para poder mantenerlas a las dos en un pequeño apartamento cerca de las afueras de la ciudad. Vivían modestamente pero conseguían que no les faltara de nada. Pero cuando la abuela de Claudia empezó a debilitarse con la edad y ya no pudo ser independiente como antes, la situación se complicó.

Para ayudar, Claudia iba tres veces por semana a casa de su abuela. Llevaba en la cesta de su bicicleta algo de comida que su madre preparaba, luego calentaba un poco para dar de comer a la abuela y dejaba una porción en la nevera y otra en el congelador. Así la abuela tenía para los dos días siguientes. Mientras estaba allí, Claudia aprovechaba para hablar con la abuela, cuya memoria reciente fallaba pero no olvidaba las viejas anécdotas de su juventud y que su nieta adoraba descubrir.

El problema era la distancia. Para visitar a su abuela el camino era largo y cada visita le ocupaba a Claudia toda la tarde. No le importaba si hacía bueno: ir en bicicleta fuera de la ciudad y adentrarse en el bosque que la rodeaba siguiendo uno de los senderos le gustaba. El verde de las hojas en contraste con el marrón brillante del tronco de los árboles que cubrían la tierra salpicada de helechos y musgo; el olor a limpio en el aire; la luz, que parecía más clara y cálida allí, y que, aunque Claudia no era consciente de esto, hacía que la ropa blanca brillara creando el efecto de que una estrella fugaz cruzaba el bosque.

Uno de esos buenos días, antes de alcanzar la bifurcación que llevaba a casa de su abuela, avistó un chico de cuclillas junto al sendero. Al llegar a su altura pudo comprobar que estaba sucio de polvo del camino y con algunas heridas superficiales. A su lado una bicicleta yacía con una de las llantas totalmente doblada.

- Hola ¿estás bien?

- ¿Eh? - se giró el accidentado - Hola. Sí, sí. No es nada, tranquila, nada.

- ¿Qué ha pasado?

- Que soy tonto - trató de sonreír pero una mueca de dolor le cruzó la cara -. Iba demasiado rápido y me salí del trazado.

Le explicó que iba con un amigo y se habían picado. Empezaron a ir cada vez más rápido y ahora él estaba tirado en el suelo y su amigo, probablemente, todavía no se habría dado cuenta de nada y le estaría esperando más adelante. Había intentado caminar pero al llegar a la bifurcación no había sabido qué camino seguir. Recordaba haber visto en el mapa una casa, pero nada más.

Claudia sonreía mientras escuchaba, amable, pero al oír lo de la casa su sonrisa se ensanchó.

- ¡Esa casa tiene que ser la de mi abuela! Esta siguiendo el sendero por la derecha, no muy lejos de aquí.

Decidieron que el accidentado, "Javier, pero mis amigos me llaman Lobo, ya sabes, por las patillas estas que tengo", seguiría el camino en la bicicleta de Claudia y esperaría en la casa de la abuela mientras ella arrastraba la bicicleta rota hasta allí.

Así que Javier montó y empezó a pedalear. En cuanto terminó el giro del camino y quedó fuera de la vista de Claudia, sacó del bolsillo un teléfono.

- Sal ya del bosque y coge el camino de la derecha. Ten cuidado que no te vea y ven todo lo rápido que puedas. Sí, sí, seguro que por ahí. Venga, te espero en la puerta.

Claudia caminaba tranquila. Llevaba los ojos cerrados y sentía la caricia del calor del sol en la piel de su cara. Y entonces una minúscula gota de agua cayó en la punta de su nariz. Abrió los ojos y vio como unas nubes cada vez más negras y poco amistosas se acercaban.

Intentó acelerar el paso pero fue inútil: la bicicleta se arrastraba penosamente por culpa de aquella rueda torcida. Empezó a llover con fuerza sobre Claudia y su ropa blanca se le pegó al cuerpo: la blusa empezó a transparentar y la falda a pegarse a las piernas y mancharse con el barro que salpicaba con cada paso.

Cuando finalmente llegó a casa de su abuela estaba empapada y se sentía desnuda y expuesta. Sabía que su ropa interior podía verse pero ¿qué podía hacer? Se apartó los mechones mojados de pelo que le cubrían la cara y dejó la bicicleta a un lado de la puerta, junto a la suya, y entró en la casa.

La tormenta había oscurecido tanto el cielo que dentro de la casa apenas se veía nada.

- ¿Abuela? ¿Javier? - preguntó a las sombras mientras se quitaba los zapatos sucios y alargaba el brazo hacia el interruptor de la luz. Sin embargo, no llegó a encenderla.

Una mano salió de entre las sombras a su derecha y agarró su brazo extendido, tiró de ella haciéndola girar sobre sí misma y la pegó a un cuerpo fuerte y masculino. Una mano le cubrió la boca y la voz de Javier dijo: Silencio, niña.

Claudia sintió que el pánico la atenazaba. El aire se negaba a entrar en su pecho, sus miembros estaban rígidos, solidificados por el miedo. Consiguió articular un gruñido de asentimiento y Javier empezó a empujarla hacia el centro de la sala. Otra figura salió de un rincón al fondo y se acercó con una sonrisa afilada y un cuchillo en la mano. - Ahora -susurró- calladita. E hizo un gesto de silencio con su dedo. Luego, despacio, llevó ese dedo hasta Claudia y lo posó sobre sus labios que temblaban de miedo.

Con los ojos muy abiertos, buscó alguna señal de su abuela pero no veía nada. Sus ropas mojadas empezaban a enfriarle la piel. La sentaron en una silla y le ataron los brazos por detrás. A continuación, empezaron a revolver entre los muebles del salón. Claudia los veía moverse por la habitación, salir para ir a la cocina o el dormitorio de la abuela y volver con cajones y cajas cuyo contenido desparramaban por el suelo. ¿Qué buscaban? ¿Por qué allí, si su abuela era mayor y no tenía nada? No había nada de valor, seguro, pero las preguntas y la incertidumbre aguijoneaban a Claudia.

Javier volvió hacia ella, le tomó la cara entre las manos y se la levantó. Clavó sus ojos en ella, buscando algo. Disfrutando del temor que veía también. Claudia notó como aquellos ojos entraban en ella y respondió a la pregunta que le habían formulado.

-No sé qué queréis. Pero aquí no hay nada. Por favor, dejadnos en paz.

- Oh, tranquila. Pronto estaréis en paz. Bueno, tu abuela ya lo está... - y dejó caer estas últimas palabras arrastrando una sonrisa.

- ¿Qué le habéis hecho? - gritó Claudia - ¿Qué le habéis hecho a mi abuela?

- Shhhh, calla - respondió Javier, terminando la frase con una bofetada que dejó la cara de Claudia con una marca roja y caliente -. Calla.

Su mirada bajó y Claudia casi pudo sentir físicamente como bajaba por su cuello y se posaba sobre su pecho mojado, transparente ahora y agitado por la respiración. Se sintió indefensa, frágil, abatida y perdida. Sintió que se rompía por dentro mientras aquellos ojos la dejaban ya completamente desnuda, abierta e inerme. Si Javier la hubiera lamido lentamente dejando saliva sobre su piel, no habría sentido la diferencia: estos ojos la violaban. Descubrió que las lágrimas corrían por su cara cargadas de miedo, frustración, asco y odio. Un sabor nuevo para ella. Emociones nunca vividas.

Claudia endureció el rostro y devolvió a Javier una mirada firme y desafiante. Javier miró alrededor y tras comprobar que su socio estaba en otra habitación, volvió a abofetear a la joven. Sonrió al comprobar que Claudia no cambiaba de expresión y se acercó más a ella hasta rozarle la mejilla con su cara. Ella sintió la aspereza de aquella piel cubierta por una barba corta y sucia, y se esforzó en contener una arcada cuando la lengua húmeda y caliente de Javier le entró en la oreja.

Abrió la boca para gritar pero en lugar de eso, respiró hondo, giró la cara y apretó entre los dientes la carne de Javier, con fuerza, hasta sentir el sabor a óxido de la sangre de él. Javier apartó la cara violentamente y con un aullido de dolor pero Claudia no relajó su mordisco y la carne de Javier se desgarró. La sangre brotó salpicando el rostro de ella mientras escupía con asco aquella masa rojiza y blanda que le había llenado la boca.
Un fuerte golpe por detrás tiró a Claudia contra el suelo. El socio de Javier había lanzado una patada contra la silla, que se rompió sobre la chica al recibir una segunda patada. Claudia sintió cómo algunas astillas se clavaban en su piel pero también cómo la cuerda que apresaba sus manos se soltaba. Una nueva patada en la espalda casi la dejó sin respiración y mientras boqueaba tratando de alzarse, Javier le propinó un puntapié en el estómago. Claudia se retorció de dolor por el suelo. La habitación, llena de gritos de dolor y rabia, se manchaba con la sangre que caía de la herida de Javier a pesar de que intentara contener la hemorragia con una mano. Los insultos no alcanzaban ya a Claudia. Le resbalaban igual que la sangre por su cara. Entre el pelo que le cubría la cara, vio como Javier se sentaba y su socio trataba de ayudarlo.

Muy despacio, alargó la mano a un lado y alcanzó una de las patas de la silla. Estaba astillada, afilada, perfecta. Todavía despacio, se arrastró poco a poco hacia los dos hombres, dobló las piernas, se preparó para levantarse. Todo sucedió muy rápido pero ella lo vivió a cámara lenta.

Se levantó, dio dos pasos con el brazo en alto sosteniendo la pata de la silla y pudo ver la expresión de sorpresa en la cara de Javier justo antes de clavarla en la espalda del otro hombre. Sintió como entraba entre dos costillas y perforaba el pulmón. sacó su arma y le clavó otra estocada. Cuando él trató de llevarse las manos a la herida, Claudia le arrancó de las manos el chucillo, se giró agachada y mientras el puño de Javier fallaba el golpe y pasaba sobre su cabeza, le clavó el cuchillo en el costado. Una vez. Y otra. Y una más. La sangre brotaba de la espalda de uno, creando en el suelo un charco empapaba la falda blanca de Claudia y trepaba tiñéndola de rojo. La sangre saltaba del costado de otro, salpicando los brazos, la cara y la camisa de Claudia cada vez que esta sacaba el cuchillo del cuerpo ya inerte de aquel desalmado.

Cayeron al suelo los tres. El socio agonizante, Javier muerto y Claudia con el brazo goteando sangre, apuñalando primero un cuerpo y luego otro, duchada de rojo caliente, con el pelo ya pegajoso, hasta que se le acabaron las fuerzas. Cuando se levantó tambaleante, el suelo era todo sangre y un amasijo de carne abierta en el que apenas se distinguían dos cuerpos. Se dirigió hacia el dormitorio. El cuchillo resbaló entre sus dedos y cayó al suelo. Llegó a la puerta y miró dentro. En la cama, un cuerpo estaba cubierto por las mantas que dos manos sujetaban.

-¿Abuela? - consiguió decir con un hilo de voz pegajosa por el miedo y la respiración insuficiente.
Las manos en la cama se movieron y bajaron las mantas para descubrir una cara anciana, arrugada, asustada y temblorosa que empalideció aún más al ver a su nieta. Y fue esa mirada lo que más hirió a Claudia: ver el miedo que provocaba en aquella persona que tanto la había querido.

Se giró llevándose las manos a la cara, sintiendo cómo se manchaba de sangre mientras las lágrimas corrían imparables.

Abrió la puerta. Salió a las últimas gotas de lluvia que la tormenta dejaba tras de sí. El rojo que ensuciaba su ropa brillaba contra el gris oscuro de las nubes que se alejaban. Su cara, inexpresiva. Sus brazos, laxos a ambos lados. Cayó de rodillas sobre el barro y sollozó. Un cazador que se llegaba corriendo después de haber oído los gritos la encontró así. Roja completamente, con la cabeza cubierta por la capucha de sangre que era ahora su pelo.





Y de ahí le viene el nombre a la paciente, doctor. Bienvenido a Arkham.
Maravillosa re-interpretación del clásico y una postilla final que le saca la sonrisa a cualquier friki... :)
Mola, me ha gustado un montón, es como si fuese la protagonista :D.
2 respuestas