Algunos de vosotros me habréis visto comentar en varias ocasiones mi experiencia laboral, y sabréis que no hablo bien de ella. No la he contado nunca completa, y hoy me he decidido a compartirla con vosotros, ahora que muchos ya me conocéis. Perdonadme si me enrollo demasiado, aunque espero poder contarla de forma amena para que no os aburráis, y os aseguro que he tratado de resumir todo lo posible.
Yo trabajaba para una empresa consultora de informática en Sevilla. Desde que entré hasta que me echaron yo estuve asignada a diversos proyectos para la misma empresa cliente. Pasé momentos muy duros, hubo días que me quedé sin comer para arreglar cosas, jornadas de 14 y 15 horas de trabajo (y al día siguiente otras tantas), semanas de 70 horas, sábados, domingos... Y allí estaba Lady Starlight, dando todo lo que tenía, pensando que sería recompensada algún día de alguna forma. Pero no, ni subida de sueldo decente, y ni tan siquiera las gracias.
Después de cuatro años lógicamente yo era ya una experta en su sistema, y así me tenían considerada, puesto que mi nombre sonaba cada vez que pensaban en iniciar un proyecto nuevo. Afortunadamente los cuatro años no fueron siempre como he dicho antes, si no no habría aguantado allí tanto tiempo.
En verano de 2002 comenzamos un proyecto nuevo, y ya desde el principio la cosa no fue bien. Nos pidieron 7 horas extra semanales, pagándolas a precio de hora normal, pero al menos no eran gratis. La cosa se fue poniendo peor, el proyecto se retrasaba y en octubre nos empezaron a pedir que fuéramos los fines de semana. Yo me negué, mi paciencia se había agotado. La cosa se ponía cada vez más fea a medida que pasaban las semanas, pero yo siempre lo achaqué a fallos de gestión y a la falta de experiencia de gran parte del equipo, no fue por culpa de la gente, que trabajaba muchísimo.
A partir de ese momento, aquellos que no accedimos a realizar ese esfuerzo adicional en su totalidad comenzamos a ser presionados. Si se hacían más horas pero no todas las que se pedían, a los jefes no les parecía suficiente. Había que explicar qué hacíamos los fines de semana que no trabajábamos, a lo que yo me negué sistemáticamente alegando que no tengo por qué contar lo que hago fuera de mi horario laboral.
Un buen día el gerente nos pidió de nuevo que fuéramos a trabajar el sábado, siempre en función de la disponibilidad personal. Hasta aquí era lo que venía ocurriendo habitualmente desde hacía varias semanas. Pero un poco más tarde, todo el equipo fue convocado de forma individual a una reunión en la que mi jefe directo nos comunicó, uno a uno, el siguiente mensaje que transcribo casi literalmente, que según me dijo procedía directamente del director de la oficina (el más alto de la jerarquía en Sevilla, un tío muy importante, vamos).
El esfuerzo que ha pedido el gerente no es suficiente para cumplir los plazos. Tu empresa EXIGE que vengas a trabajar el fin de semana y que además la semana que viene trabajes 12 horas al día. Sólo se pagarán las horas que pide el gerente, las que está pidiendo la empresa no se pagarán ni se disfrutarán. Aquel trabajador que no cumpla esta exigencia se encontrará con un problema. La respuesta a este mensaje será transmitida directamente al director.
Ante este panorama, la mayoría de la gente dijo que no estaba de acuerdo pero que si no había otro remedio vendría. Pero yo contesté lo siguiente: Primero, las horas extra no se exigen, se piden por favor. Segundo, no entiendo cómo una empresa que cada vez que me lleva a una reunión me cuenta el incremento de beneficios con respecto al año anterior (o lo que es lo mismo, cada año gana más), me pide que trabaje gratis. Por lo menos podría pagarme ya que me exige el trabajo. Tercero, mis circunstancias personales y de salud me impiden trabajar a ese ritmo, por lo tanto no voy a venir el fin de semana y la semana que viene haré lo que pueda, pero no llegaré a las doce horas al día porque mi cuerpo no puede más.
Y entonces fue cuando vinieron a hablar conmigo el jefe de mi jefe primero y el director después (imaginaos las caras de mis compañeros, el director en persona venía a verme), para convencerme de que me echara atrás. Me amenazaron, me aconsejaron que no me destacara del resto de mis compañeros, me dijeron que al negarme a dar una buena excusa para no ir a trabajar el fin de semana estaba aceptando una serie de consecuencias. Mientras todo esto ocurría, algunos compañeros de trabajo (e incluso algún jefe) se dedicaban a meter cizaña entre la gente del equipo en contra de mí. Como si yo fuera la que les obligaba a ir los fines de semana. Por si fuera poco, trataron de desprestigiarme procurando que todo el mundo se enterara de todos mis errores. Admito que mi trabajo tenía fallos. Lo que no admito es que el trabajo de los demás estuviera mejor que el mío. La diferencia es que cuando yo encontraba un error ajeno lo arreglaba en lugar de publicarlo en los periódicos.
Tuve que soportar que se pusiera en duda mi profesionalidad, y que se magnificaran mis errores (que todos tenemos) a la vez que se me pedía colaboración: si lo hacía tan mal, ¿por qué todo el mundo venía a mí cuando necesitaba ayuda?
Un buen día me enteré de que ya no contaban conmigo, aunque nadie tuvo el detalle de decírmelo a la cara, lo supe porque había una mudanza y yo no aparecía en el plano de la oficina a la que íbamos.
Después de pasar dos días sin recibir una explicación de la razón por la que no se contaba conmigo, e incluso negárseme los buenos días, al tercero fui requerida para hablar con el director, al que acompañaba el jefe de mi jefe. Eso es a lo que yo llamo la "táctica del dos contra uno”. El director me dijo entonces que los jefes del proyecto no querían volver a trabajar conmigo, y que por lo tanto mis posibilidades de asignación en un proyecto en Sevilla eran prácticamente nulas a corto y medio plazo. También me dijo que si no encontraba nada para mí en un periodo de tiempo razonable, se "rescindiría la relación laboral".
Dos semanas más tarde me dijeron que habían encontrado sitio para mí en Barcelona y que el proyecto duraría seis meses. Este era mi castigo: seis meses de destierro en la otra punta de España. Días más tarde, el viernes anterior a mi viaje, me puse enferma y me di de baja. Al día siguiente de reincorporarme me encontré con la carta de despido. Y así acabó aquella pesadilla.
Lo único bueno de todo esto fue que la empresa reconoció el despido improcedente sin poner ningún problema.