Cuentos Peligrosos (RECOPILATORIO, no escribir please)

I

Costa Cantábrica. Siglo XIX

Tres días sin noticias suyas fueron suficientes para alarmar a medio pueblo. La plaza, abarrotada como todas las tardes de verano por niños y no tan niños en busca de la tan preciada sombra de los frondosos árboles era un alboroto, y en multitud de corrillos el tema de conversación era el mismo. Mujeres cuchicheando en voz baja, y de vez en cuando una de ellas que echa una mirada furtiva, rápida, aguileña, en busca de posibles infiltrados en su grupo. Ancianos gritando, imponiéndose unos a otros cada cual a su manera, ya sea esta un bastón de madera o un temible gruñido. Y no se dan cuenta de que los gritos y las discusiones no resucitan a los muertos, aunque claro, ellos no saben que ella esta muerta, y es por eso por lo que discuten, y es por ello también por lo que discuten las mujeres, y también es por ello por lo que sus vecinos mas cobardes no salen de casa, atemorizados de lo que le haya ocurrido, y de paso, guardando sus espaldas.

La pescadera bajaba la calle estrecha y sombría que daba a su casa. Cargaba con un cajón vació. Había sido un buen día, pensaba, demasiado bueno para ser verano, mañana será diferente, seguro, mañana no venderé nada, y no tendré que darles a los míos que llevarse a la boca, porque ya se sabe, en casa de herrero, cuchillo de palo.
Tan inmersa en sus pensamientos iba, que al llegar al puerto ni siquiera echo una mirada a la multitud que se agrupaba en una cornisa del dique, la misma multitud que pocas horas antes había estado en la plaza, y la misma que probablemente esa noche llenaría el nuevo paseo de la colina. O quizás no. No ese día.
-¡Matilde, por dios, llama a tu marido!- Una mujer con pañuelo a la cabeza se había percatado de la presencia de la pescadera y la gritaba desde lo lejos. Matilde giro entonces la cabeza, aún metida de lleno en sus pensamientos.
-¡Matilde, deprisa, llama a tu marido!, ¡es tu sobrina!- Grito con mas fuerza la del pañuelo. Fue entonces cuando Matilde pareció volver en si, y fijando la vista en la multitud de curiosos que unos metros mas allá se agolpaban señalando el agua, sus ojos se abrieron como platos y una angustia la lleno por dentro. -La niña, ay mi niña, que me la ha tragado el mar.

Y así era. Minutos después, un joven, por orden del policía del pueblo , recogía el cuerpo sin vida de Marian y lo colocaba a duras penas en el pequeño bote. Tenía el cuerpo desnudo y completamente rígido, por lo que la única manta que llevaban en el bote no bastó para tapar todo su cuerpo. Los comentarios se oían a la vez que el cuerpo pasaba delante de los espectadores. Está llena de magulladuras, decían unos, sí, y también parece que tenga una herida en la cabeza, añadían otros. Las múltiples hipótesis de su muerte también comenzaron a surgir, más sino lo habían hecho antes era por simple vergüenza, no querían ser los anunciantes de una muerte ya prevista. Es más, no querían ser los primeros sospechosos de un asesinato sin asesino. O eso es al menos lo que ellos pensaban.

Una vez se hubo calmado el pueblo, o mejor dicho, una vez transportado el cadáver al almacén pesquero que hacía las veces de tanatorio y la muchedumbre se había disuelto, Matilde, en brazos de una de sus vecinas, prima para mas señas, avanzaba el pequeño trecho que había del muelle al almacén. A duras penas podía caminar, lloriqueaba y se abrazaba con todas sus fuerzas a su prima, que era la que la mantenía en pie, también ésta emocionada. Si eterno fue el camino hasta allí, mas duro sería el trámite legal aquel que, cruel, le obligaba a observar de nuevo el cadáver, para comunicar a un impasible doctor, que sí, que aquella era su sobrina.


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II

Todo el pueblo asistió al funeral de la joven , que se celebró al día siguiente. Las muestras de afecto a la familia se multiplicaban según iba llegando esta a la gran iglesia, templo este que se alzaba majestuoso y protector de todos los vecinos y sus almas en el centro del pueblo, apenas a varios metros del parque donde días antes, muchos días después y sobre todo ese día antes de que llegara la familia se murmuraba sobre las causas de la muerte de la niña. Heliodoro, el marido de Matilde (y tío de la criatura) había ido la noche anterior a la cantina, para tratar de apaciguar los ánimos de los pocos vecinos que temerosos se habían atrevido a ir hasta allí de noche. Poca gente había cuando entro, a todos ellos se dirigió sin siquiera fijarse en sus rostros, sin mirar si allí había amigos o desconocidos.

-Si tan siquiera se le ocurriera aparecer a uno de esos que va diciendo que mi pequeña fue asesinada mañana en el funeral, que tenga por seguro que iré a por él, y lo mataré. –Se veía la cólera que manaba de sus ojos, y todo el mundo bajó la cabeza, como si aquel asunto no fuera con ellos. Nadie hablaba, tan solo esperaban que Heliodoro se fuera, que no siguiera con aquella humillación a la que les estaba sometiendo, pues muchos de los que allí había se dieron por aludidos, y muchos mas aún cuando la historia corrió de boca en boca la mañana siguiente, antes de que el féretro de Marian fuera llevado al camposanto.

Nada más dijo aquella noche Heliodoro, por lo que igual que había llegado a la cantina, se marchó, dejando en ella a un puñado de hombres que aguardaban ese momento impacientemente. Alguno aprovechó, y también marchó, una vez claro esta, de percatarse de que no se cruzaría con el tipo que les acababa de abochornar. Otros, la mayoría, siguieron bebiendo, hasta que desde una esquina del bar alguien habló en murmullos, murmullos que fueron oídos por todos, claro está.
-Mala suerte que no se lo lleve a él también la mar, es lo que merece.-Por supuesto, todos le lanzaron miradas de desconcierto, y sólo el tabernero fue capaz de contestarle. Lo hizo sin tan siquiera mirar al tipo pequeño y encorvado que apuraba un whisky, y que minutos antes no había demostrado ser un tipo tan valiente.
-Sabes que no debes meterte donde no te llaman Ciano, mucho menos en los tejemanejes del Solitario.
-El solitario, bonito apodo, en poco tiempo le vendrá que ni pintado. –Contestó el tipo encorvado, engrandeciéndose ante lo fácil que se lo había dejado el tabernero.
-Que sea un perro solitario no significa que muerda. Es más, hay tienes a su mujer, la pobre tiene que estar destrozada por la muerte de la niña, y tendría la compañía de todo el pueblo sino fuera por...
-Sino fuera por los ladridos del perro, ¿verdad?. – Esta vez se la había dejado aún mas fácil, por lo que Ciano soltó una carcajada que sonó pavorosa en el bar. Tras ella se levantó, y dejando unas monedas en la mesa se dispuso a ir, no sin antes regalar un nuevo consejo a su auditorio.
-Cuanto mas alejado se esté de algunas personas, ¡mejor!, ahí tenéis a mi hijo sino, perdido en los mares del norte, por culpa del bribón este que encima nos culpa de conspirar. ¿no vamos a conspirar? Si has perdido una sobrina y una hija en circunstancias extrañas, una hija que para mas burla era la prometida de mi hijo, derecho tenemos a hacerlo, ¿que sino?.

Diciendo estas palabras cerró la puerta de la cantina y tomó el camino a su casa, mostrando una sonrisa en la boca cuando segundos después le llegaron las voces de las discusiones que había desatado su marcha en la taberna. Las discusiones, comentarios y habladurías se alargaron hasta bien entrada la noche, mas bien hasta que el tabernero tuvo bien calientes los cascos y los mandó a todos a dormir. Se llegó incluso a decir que Heliodoro abusaba de su sobrina, huérfana y poco querida por él tiempo atrás, pero bienvenida a la casa cuando la hija de Matilde e Heliodoro apareció muerta en el muelle. Pocos estaban a favor de esta versión, y menos aun con la que un forastero expuso la primera vez que habló y que fue la que definitivamente convenció al tabernero de mandarlos a todos a dormir. Según este, el haber perdido a una hija le había llevado a tal grado de locura, que hizo pasar a su sobrina por su propia hija y no ofreciéndole esta todo el cariño que debía, la maltrató hasta que esta decidió suicidarse por lo mal que lo estaba pasando. Este forastero fue el último en salir de la cantina, ya muy de madrugada, y despidiéndose del cantinero le dijo.
-No se sorprenda por mi hipótesis, tan solo la he creado escuchando las de los demás y juntándolas todas, pero tenga en cuenta que si es verdad solo la mitad que se dice de ese tipo, hay que tener mucho cuidado con el. Encantado de conocerle.

Así fue cómo se llegó a la mañana siguiente, con todo el pueblo volcado en apoyo de Matilde y tratando de no encontrarse con los ojos de Heliodoro. Después del entierro cada uno se fue a lo suyo, procurando no hablar de lo sucedido la noche anterior.


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III.

- No estoy para nadie, así que vete por donde hayas venido.
- ¿Ni tan siquiera quiere saber quien soy?-. El visitante no se enojó por el comentario del viejo Ciano, y siguió tocando la puerta. Una vez más. Otra. Una más...
-Mira chico, es la hora de mi almuerzo, y mi almuerzo es sagrado, así que como no sea algo importante, ya puedes salir corriendo, que las patas de este pobre viejo te alcanzarán.

El viejo titubeó un momento, pero dejó la navaja y la manzana que se estaba comiendo en la mesa y se levantó a abrir la puerta. Hacía mucho que no tenía una visita, sólo se atrevían a pasar por allí los odiosos tipos del ayuntamiento, siempre pidiendo dinero, y sino eran ellos, algún gamberro tratando de matar el tiempo haciendo gruñir a un pobre viejo estudioso concentrado en sus lecturas. Odiaba que eso pasara, y cuando sucedía ¡ay del pobre que hubiera llamado a su puerta!. De ahí venía esa fama de viejo gruñón, de ahí y de sus comentarios en público. Su mujer, antes de fallecer le decía que pensaba en voz alta, por lo que le regaló una boina, para que no le fluyeran los pensamientos tan alegremente y de paso no dijera las barbaridades que le decía. Que buena mujer era, recordó al ver la cara del joven que había en la puerta. Que gran hijo me dio.

- ¿No se alegra de verme Padre?. Ha pasado mucho tiempo, creí que no me conocería.-. El viejo no hablaba, solo le miraba de arriba abajo, y recordaba el pensamiento que acababa de tener, si su mujer viera ahora a su hijo, estaría satisfecha, estaba hecho todo un hombre.
- ¿Me va a dejar entrar o tengo que ir en busca de alojamiento a casa de Lucilina?
- ¿Cómo se te ocurre decir eso? Pasa Sebastián pasa, estas en tu casa. –Ciano le hablaba desde la puerta, que dividida en dos partes, impedía aun la entrada a Sebastián. Este la abrió él mismo introduciendo su brazo en la casa, y luego una vez dentro abrazo a su padre.
- Tenía ganas de volver a verte hijo, te necesitaba aquí. Están pasando cosas muy raras.
- Lo se Padre. Dos años son mucho tiempo, pero ya he vuelto.

Charlaron mucho rato, Sebastián se pasó mucho hablando de sus peripecias por el ancho mundo, primero como cocinero de un barco de pescadores portugueses, mas tarde y gracias a un golpe de suerte, como medico en Haití. Allí se había convertido en una persona querida y respetada, y sobre todo, valorada por sus vecinos. Pero le faltaba algo, necesitaba una mujer, una mujer que no había conseguido allí, pues añoraba aun la muerte de su prometida. Ahora era el momento, se dijo, y volvió a casa, para buscar una mujer casadera, y poder llevarse a su padre con ellos.

- Así que es para eso para lo que has venido. Pues has de saber que no me moveré de aquí. Esta es mi tierra. Búscate tu mujer, pero yo no iré contigo. Me queda poco de vida, y quiero pasarla aquí.
- No allí. Allí de donde vengo yo los ancianos tienen tantos años como muy pocos aquí han podido vivir. Allí...
-¡Alto!. ¿No me estarás hablando de magia, verdad?. Sabemos que no soy un analfabeto, te he dado una educación, ¿sabes bien donde estas metido?.

Sebastián sonrió, sabía que su viejo padre no era ningún palurdo, había viajado y visto mucho mundo, pero en aquella ocasión iba mal encaminado.

- Nada de eso, aun aquí se tiene una idea equivocada de esa gente. No son monos que van en taparrabos realizando rituales para despertar a los muertos.
- No engatusarás a tu padre. Yo he presenciado rituales de esos de los que te mofas, y no son cosa de broma. Los piratas del caribe tenían un respeto excepcional a los brujos, por lo que puedo asegurarte que he visto cosas que te quitarían el sueño varias semanas. Es más temo que los horrores que allí viví, puedan llegar hasta aquí. Son ya demasiadas coincidencias.
- ¿Todavía sigue yendo a la cantina del viejo Ortuella? Me parece que como médico, le voy a tener que prohibir beber mas. Al menos el tiempo que yo esté aquí.

Ahí acabó la conversación. Sebastián se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación. Estaba intacta, tal y como la dejó. Encima del escritorio, algún retrato de su amor perdido le hicieron apenar un momento, pero esbozando una sonrisa, respiró una fuerte bocanada de aire. Tenía ganas de salir, de ver que había cambiado en el pueblo.


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IV

Dos chicos golpeaban la pelota contra la pared, uno era más habilidoso que el otro y hacía correr a este último por todo el frontón. Sebastián se divertía viendo el trepidante partido de pelota sentado en un banco de piedra, a la sombra de los árboles. Era media tarde y el sol poco a poco iba perdiendo fuerza, pero aun así se sentó a la sombra, y con las piernas estiradas disfrutaba de un espectáculo que casi tenía olvidado. Mientras veía las idas y venidas de la pelota y del pelotari menos bueno, se liaba un cigarrillo, quería fumarse uno allí placidamente.
- ¡Tanto! Y ya llevo dieciocho, cada vez te pesa mas el culo Algorta.
- ¡Pero que me dices, si has dejado dar dos botes a la pelota, no seas gárrulo y pásame la pelota, que me toca sacar!
- ¿Estás insinuando que soy un tramposo?
- No lo insinúo, lo afirmo.
Sebastián miraba con una sonrisa en la boca a los chavales. Tenían tanta afición estos que no les gustaba perder ni en los partillos que jugaban con los amigos. ¿y a quien si?. El que había empezado la discusión echó una mirada a Sebastián, y se dirigió a él.
- Señor, no habrá visto por casualidad el tanto.
- Si, si que lo he visto.-Contestó.
- ¿Verdad que ha dado dos botes la pelota cuando este tramposo la devolvió?
- No os voy a decir cuantos botes ha dado, en vez de eso porque no sacáis de nuevo este tanto.
- ¡Ha dado dos botes!.
- ¡Que ha sido solo uno!

Sebastián se levantó apresuradamente tratando de no ser visto por los chavales, que querían que hiciese de juez ocasional. Ni un cigarrillo tranquilo se puede fumar pensó. Dando una calada, giró en la primera calle a la izquierda, dando esquinazo lo más rápido posible a los crios. Era una callejuela pequeña, estrecha y empinada. Un olor a pescado invadió el ambiente. Conocía esa calle, había subido esa cuesta cientos de veces, y otras tantas la había bajado del otro lado, ya con carmen de la mano, camino del puerto, camino del paseo diario. Esos recuerdos invadieron su mente, le llevaron a tiempo atrás, no mucho, pero si lo suficiente como para no haber olvidado del todo. Una calada mas, un paso más, quería dejar atrás cuanto antes ese callejón, pero claro, las cosas nunca suceden como uno quiere.

- Al parecer sigues aun con ese mal hábito tuyo.
- Le prometí a su hija dejarlo cuando me casara con ella. Lamentablemente eso nunca pasó. Nunca dejaré de fumar. No.
Sebastián giró entonces la cabeza, y vio a una Matilde envejecida, doblada por las desgracias con las que la vida le había hecho enfrentarse. La vio y se apiadó de ella. Nunca la había visto así. Salió esta entonces de la puerta y Sebastián la abrazó. Había sido su madre antaño, mas aun cuando su verdadera madre murió y ayudado por ella y por Maria Fe (su prometida) había logrado pasar aquellos malos momentos.
- Son malos momentos Sebastián, acabamos de enterrar a nuestra pequeña. Pasa dentro, hay mucho que contar.

Sebastián no tuvo mas remedio que entrar. La casa estaba revuelta, no imaginaba como aquella mujer, tan ordenada y fiel a sus costumbres podía vivir allí. Definitivamente la muerte de la cría la había superado, y no podía contar con el apoyo de su marido, que desde la muerte de su hija vagaba por el mundo, se perdía meses y meses sabe dios por donde, y volvía, con el carácter mas huraño que cuando se fue. Y así era como Matilde debía mantener a su sobrina y a ella misma, y lo hacía como podía en la pescadería. Heliodoro no traía mas que problemas a casa. Últimamente ni venía por casa, se había instalado en la antigua casa de sus padres, y allí se reunía con unos tipos extranjeros, con los que supuestamente trabajaba. Y luego estaba Marian. La trajo un día a casa, diciendo que era la hija de su difunto hermano Lucas, y que quería que viviera allí con él. Sebastián escuchaba atento la historia de la buena mujer. Según avanzaba en la historia, el tono de esta se volvía mas y mas quebrado, e incluso al joven le entro una desazón en el cuerpo que le hacía erizarse su pelo por momentos. Era una historia muy dura.

Matilde continúo. Al parecer, Marian nunca se adaptó a vivir con ellos. Heliodoro decía que era por el tiempo que llevaba en el orfanato, que allí tratan muy mal a las pobres criaturas. Pero el tiempo pasaba y pasaba y Marian no mejoraba. No hablaba con nadie y solamente se dedicaba a vagar por el muelle. Allí se pasaba horas y horas sentada, mirando al horizonte, como si esperara la llegada de alguien. Matilde lloraba, sacó un pañuelo y se quitó las gotas que le caían por la mejilla, hasta que no aguanto más y se puso a llorar desconsoladamente. Sebastián la animó como pudo, pero poco pudo hacer. Se levantó del sillón y fue en busca de un pañuelo. Conocía la casa al dedillo, y cuando volvía, ya con el pañuelo en mano, se fijó en una pequeña foto que colgaba de la pared.
- ¿Era esta Marian?
Matilde levantó la cabeza. –Si, lo era.- Volvieron los sollozos.
Sebastián se quedo observando la foto un momento, le habían venido los recuerdos de nuevo. Y es que aquella chica de larga melena, ojos pálidos y mirada perdida se parecía enormemente a su Marife. En ese momento, el también lloró.


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V

Salir de la casa fue difícil para Sebastián . Tuvo que dejar a una mujer destrozada sola en su destartalado hogar, sufriendo con sus recuerdos. Por supuesto que su marido no apareció por casa durante toda la estancia de éste allí. Preguntándose que seria de él, Sebastián tomo la decisión de pasarse por la casa que había mencionado antes Matilde. Así, además, haría algo de tiempo, pues aún faltaba bastante para la hora de cenar.

La casa en sí, era algo más que eso. Era una pequeña mansión apartada del pueblo. Al borde de un acantilado y mas bien ruinosa, daba la sensación de que en cualquier momento una vendaval de aire la arrojaría al mar.

Rápido y sin motivo aparente ascendió y ascendió rápidamente, dejó la casa atrás y subió aun mas. Por fin se paró y se sentó en el suelo. La hierba era cómoda, el sol se ocultaba en el horizonte, justo de dónde el venía. La vista era maravillosa, el mar, el pueblo abajo y el puerto, dónde un par de barcos volvían de hacer su jornada. Entonces oyó los gritos. Instintivamente se echó al suelo, no quería verse metido en una trifulca como la que horas antes había tenido en el frontón con los chavales. Al parecer, aquella iba mas en serio. Dos hombres habían salido de la casa a empujones y se gritaban mutuamente. Uno de ellos era Heliodoro, el otro era un pequeño hombrecillo de raza negra, que parecía un poco enclenque. Al lado de Heliodoro llevaba las de perder. Sebastián trató de escuchar lo que decían, pero como gritaban los dos al mismo tiempo era difícil entenderles algo.

- ¡Un trato es sagrado, y no lo puedes romper!- gritaba el negro una y otra vez.
- Pues como ves, lo voy a hacer, no pienso dar explicaciones a nadie.
- No dirás lo mismo cuando vuelva el Houngan.- El negro se creció al decir estas palabras, e incluso trató de reducir por la fuerza a Heliodoro, que con un movimiento rápido cogió un tronco del suelo y le dio con el a su débil contrincante que acto seguido se desplomó en el suelo.

Sebastián no daba crédito a lo que estaba viendo, se preguntaba quien era el tipo que en esos momentos era arrastrado por Heliodoro hacía dentro de la casa, y más aún se preguntaba que pintaba en aquella situación un Houngan. Todo era muy extraño.

Tomó la decisión entonces de volver a casa, ya habría tiempo mas tarde para investigar lo que estaba sucediendo. Volvería a casa si, pero no por el camino, pensó que lo mejor era hacerlo por el monte, para que nadie lo viera e incluso por miedo a lo que acababa de ver. Trataba de mirar a todos los lados, por si aparecía alguien por allí, pero realizó la mitad del recorrido sin sobresaltos. Sólo la mitad. Cuando creía ya que nadie lo vería fue cuando él vio a alguien . Una persona agachada se encontraba a unos veinte metros de él, no lo veía bien, y estaba seguro de que quien fuera tampoco le había visto a él. Se acercó un poco mas. Otro poco. Ocultándose tras un árbol echó una mirada al tipo que allí se encontraba, llevándose una tremenda sorpresa. Un hombre cortaba hierbas arrodillado en el suelo. Era también un hombre negro como el que había visto en casa de Heliodoro, pero este era mucho más grande. Tenía en torso desnudo, mostrando un cuerpo atlético, y del cuello le colgaban varios objetos, parecían colmillos y plumas. El hombre no se percató de la presencia de Heliodoro y cuando hubo acabado su trabajo se levantó y metiendo las hierbas que meticulosamente había cortado en un pequeño saquito tomó un pequeño sendero que daba a la casa a la que temía Sebastián que fuera. Cuando se hubo alejado lo suficiente, Sebastián suspiró y pensó que no, que aquello no era normal, que allí estaba pasando algo muy raro.


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VI

Heliodoro no se había percatado de la presencia que oculta en el monte unos metros hacia arriba había presenciado la reyerta con el negro. Sabía que nadie pasaba por allí, mas le valía al valiente que lo hiciera que no le cogiera espiando o merodeando por los alrededores. Estaba seguro que nadie había visto lo ocurrido, aún así trabajó rápidamente. Cogió de los pies a su victima y la introdujo en la casa. Una vez allí pensó donde esconderlo. Los nervios estaban aumentando, temía la llegada de alguien y finalmente decidió dejar allí en medio, inconsciente al negro. Tomó un pequeño bolso y metió algo de ropa, comida y el poco dinero que pudo reunir. Entonces salió de la casa corriendo. El miedo podía con él, los pies no le respondían, quería avanzar rápido pero la sensación de que no llegaría a ninguna parte le angustiaba. De una u otra manera, sabía que fuera dónde fuera no estaría lo suficientemente lejos del Houngan, que estaba atado de manos y pies a lo que aquellos tipos quisieran hacer con él. Pero siguió huyendo, antes perder las fuerzas que la esperanza, pensó.

Minutos después el tipo negro con el que se había topado Sebastián llegaba hasta la mansión. Antes de entrar se alarmó, sus sentidos le decían que algo trágico había sucedido, su mente palpaba la tensión que poco antes había invadido la casa. Entró en la casa y vio al otro hombre en el suelo, boca abajo, un pequeño hilo de sangre salía de su oído. Se arrodilló ante él y comprobó que aún estaba vivo, palpando la sangre que le salía del oído le dibujó con ella una especie de estrella en la frente. Luego se levantó y murmuró unas palabras para sí mismo. Se cercioró de que el hombre que buscaba no estaba en la casa y sacó del bolsillo un pequeño muñeco de trapo. Era una especie de persona en miniatura, los brazos, las piernas, todo hecho con una magnífica destreza. El pelo era tan real que a muchos produciría pavor, debido a lo real que parecía. Era tan auténtico cómo lo el pelo de los ancianos, blanco y a punto de perder toda su vida. En ese momento el Houngan se llevó una mano al pelo, y una larga melena le cayó sobre los hombros. Con el alfiler que sacó del pelo en las manos pronunció de nuevo unas palabras en voz baja, una especie de oración, y punzo el alfiler varias veces en el muñeco de trapo.

- No escaparás Solitario. Pagarás con sangre romper el trato.

Se guardó de nuevo el muñeco con el alfiler clavado en el bolsillo y salió fuera de la casa. Allí, a la puerta fijó su vista en el mar, en el aire que éste traía del norte, el mismo aire que le dijo que camino tomar. Habilidosa y rápidamente, tomó el mismo camino que Heliodoro había tomado tiempo atrás y en poco tiempo se perdió de vista entre la vegetación. Bien sabía Heliodoro que no podría dejarlo atrás, pues a ese ritmo en poco tiempo estaría en manos del Houngan. Más seguro estuvo aún cuando un pinchazo en el pecho le hizo caer por un terraplén. Un nuevo pinchazo en la rodilla, mas agudo aún que el primero, le impidió ponerse en pie. La desesperación se apoderaba de él, allí tirado en un agujero en medio de la nada, sin poder ponerse en pie, y con la noche cayendo sobre él. Lo peor estaba por venir.


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VII

El tiempo había cambiado, al igual que las impresiones que le había causado la vuelta al pueblo; todo se había ennegrecido, se había vuelto mucho más oscuro. Primero fue la extraña muerte de Marian, las alucinaciones de su padre, más tarde la disputa de Heliodoro con el primer hombre de color, y luego el enorme y corpulento negro, Houngan para más señas. Sebastián quería pensar que aquella palabra no era la que nombró el negro, que habían sido imaginaciones suyas. Pero una y otra vez la razón le hablaba en su interior, y le hacía recordar su pasado mas presente, el que pasó en el Caribe, tan próximo y a la vez tan alejado de aquel folklore. Como médico, había dado la espalda a aquellas majaderías que tan alegremente se practicaban, como persona, evitaba en cualquier modo un contacto con ellos, no le gustaba la religión, y menos aún llevada a aquellos extremos. Entonces fue cuando decidió actuar, quiso saber que hacía allí un supuesto Houngan, ya que estos, según tenia entendido, practicaban sus ritos con gente de su raza, con aquellos que creían y tenían fe y esperanza en lo que un chalado les pudiera ofrecer. Pero él y sus vecinos eran personas cerradas de pensamiento, ancladas en su cultura y cómo se estaba viendo, la llegada de un par de personas extrañas les descolocaba por completo. Decidido a volver a la casa a investigar, a ver si allí encontraba alguna pista que le dijera que pintaban esos tipos tan lejos de sus casas, que hacían con Heliodoro y sobre todo, quería comprobar si el enorme negro era un Houngan.

La casa estaba totalmente destartalada, había ropa sucia por el suelo, la suciedad se amontonaba en los montones, pero no había ni rastro de ser vivo por allí, incluso las ratas parecían haber escapada de tan siniestro lugar. Había ya inspeccionado casi todas las habitaciones de la parte alta, disgustándose al encontrar la mayor parte de las puertas cerradas, cuando se dispuso a hacer lo mismo en la parte baja. Una de las habitaciones le llamó la atención; de la puerta entreabierta salía un pequeño haz de luz, por lo que fue hacía allí donde fue primero, silencioso y precavido, pues aquel signo le había puesto en alarma, y quizá no estuviera como el creía, sólo en casa. La puerta era pesada, y le costó moverla, cuando por fin cedió, los goznes soltaron un ruido indeseable, rompiendo el silencio y la tranquilidad que hasta el momento había logrado mantener. La primera sensación fue de calor, luego de sorpresa. La habitación no era otra cosa que una especie de sala de caldera de vapor, un pequeño lujo para estas personas, pensó Sebastián, observando el inventó que a su parecer ninguna utilidad tenía en aquella época del año, por muy mal día que hubiera salido aquella mañana de mediados de agosto. Extrañado por la puesta en marcha del artilugio pasó dentro de la sala observando atónito el porque del calor. Apilados en el suelo, cerca de una de las aberturas de la sala, se encontraban un buen numero de libros y documentos, que alguien con demasiada prisa, había dejado allí olvidados. Sebastián echó una mirada al interior de la boca, de la que aún apagada seguía manando algo de calor. Entonces se dio cuenta, Heliodoro y sus compinches trataban de destruir pruebas, algo tramaban pues este trío, pensó.

Echando mano a uno de los pocos documentos que se habían librado de la cremación fue leyéndolos por encima, descartando los que creía a su juicio menos servibles, y guardando en un montón los más servibles. Cuando acabó, el montón de los inservibles triplicaba en tamaño al otro, por lo que a fin de cuentas, no hicieron tan mal trabajo destruyendo las pistas. Muchos papeles acumuló, pero sólo con uno de ellos su rostro cambió, uno escrito a mano, una especie de diario, fechado en año nuevo del año anterior, y firmado por Heliodoro. Se lo metió al bolsillo, pensando que aquél no era el mejor sitio para leerlo, y echándose el resto bajo el brazo, salió de la casa, tratando de no ser visto por nadie. Camino a casa pensó en lo que diría la carta, si aquellos tipos no serían mas que unos piratas tratando de asustar al Solitario, si éste no se habría metido en embrollos lejos de casa, si..., trató de dejar de pensar, pronto llegaría a casa, y lo descubriría.


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VIII

“...estos tipos están locos, aun así confiaré en ellos. El Houngan Samuel me ha dicho que no habrá problema, que el viaje será rápido y que nadie nos entorpecerá en nuestro camino. Aún así tengo miedo; miedo de ellos y miedo de mí mismo, me avergüenzo de lo que he hecho, pero ya no hay marcha atrás. La caja está en la bodega, a buena temperatura, quiera Dios que a ningún miembro de la tripulación le de por mirar su contenido, porque sino... sería el fin...”

“...parece que hace una eternidad desde que partimos, los días se me hacen tremendamente largos, más aún teniendo que soportar el peso de lo que la bodega transporta y en lo que ya he perdido plenamente la confianza. Ya he perdido una vez a mi hija, y pienso que lo que vamos a hacer será una estupidez ,pero Samuel y Lapan me dicen que no hay marcha atrás, que el rito comenzó cuando desenterré a mi hija, cuando la saqué arrastras de su lecho, arruinando su descanso eterno para un fin en el que ya no creo...”

Sebastián paró de leer en esta parte, estaba totalmente impactado por las palabras de Heliodoro. Un escalofrío le recorrió el cuerpo tratando de imaginarse el cuadro; el Solitario empuñando una pala una fría noche diciembre, para desenterrar el cuerpo, todavía templado de su hija, fallecida pocos días antes. Un nuevo escalofrío más tenebroso aún, acabó por erizarle el vello cuando al cuerpo del interior del ataúd le puso el rostro de la mujer que hacía dos años había enterrado, la mujer con la que debió compartir su vida. Sebastián no daba aún crédito al escrito de Heliodoro, tan sólo se preguntaba el porque, ¿por qué se había juntado con semejante calaña, y con el fin de que?, Sebastián se hacía una y otra vez estas preguntas, pero en el fondo de su mente la respuesta aparecía, ya conocida por él, como una voz que hace eco en una pared, tan solo que esta vez la siniestra voz aumentaba poco a poco, en vez de perder fuerza, para atormentarle de por vida. Trató de seguir leyendo, necesitaba saber qué había ocurrido cuando estos personajes llegaran a su destino.

“...Ya está hecho. Por fin toda esta pesadilla ha acabado. Ahora, según Samuel, sólo queda esperar, y cómo dice él con sorna, rezar en cualquier idioma, todos valen. Más me vale en verdad rezar, pues lo que acabo de presenciar escapa a cualquier cosa que el común de las personas puede entender. Ayer noche entraron en mi habitación, si es que así se le puede llamar al cuchitril que compartíamos a las afueras del poblado. Lapan me tapó los ojos diciéndome que era mejor no saber el lugar dónde nos dirigiríamos, para no molestar a los espíritus en otra ocasión. Oí mas voces cuando tenía tapados ya los ojos, por lo que supuse que habría mas personas en nuestro aquelarre. Así era, cuatro tipos a los que solamente oía se ocupaban de llevar la caja, una caja que había perdido totalmente de vista en cuanto bajé del barco, el día anterior. Así que me tranquilicé al saber que alguien se ocupaba de ella y les seguí. El camino acabó y comenzó la vegetación, una vegetación que se hacía mas espesa como podía comprobar por mis tropiezos según avanzábamos. Andamos alrededor de media hora, hasta que alguien, en la cabeza de la expedición dijo unas palabras en un lenguajes que no entendí, debía de ser portugués. Allí paramos y mi venda fue retirada. Estábamos en claro de la selva, se veían los restos de los árboles talados, así como restos de fuego de lo que supuse fueron rituales anteriores.
-Siéntate ahí, blanco-me ordenó Lapan. Por supuesto obedecí, sentándome en un tronco talado que servía de asiento. Pude ver a cinco tipos andar de un lado a otro, aunque puede que fueran menos, las antorchas que iluminaban el claro estaban tan alejadas de ellos que no era posible distinguirlos. El rito comenzó, habían hecho una especia de dibujo en el suelo y me llevaron hasta su interior. Sólo allí metido, sentí miedo. Me dieron algo para beber y después se alejaron de mí. Mirara donde mirara ya no veía a nadie, solamente los lograba oír, seguramente fruto del trago largo que bebí de aquel alcohol tan fuerte. Oía voces que entonaban especies de cánticos, música que provenía de una especie de tambor, y entonces fue cuando tuve la visión. El claro se iluminó con una luz blanca, pequeña pero muy brillante, tuve que ponerme de rodillas y agachar la cabeza pues el daño que me hacía en los ojos era espantoso. Entonces habló.
-Sálvame Padre, llévame a casa de nuevo.
Levanté la cabeza y vi el cuerpo de mi hija suspendido en el aire, con el rostro afligido, pero iluminado por aquella cegadora luz. Entonces extendió su mano, y yo por supuesto la tomé con la mía. No noté nada, pero sentía su presencia, así que poco a poco, la traje de la mano al centro del dibujo. Cuando ya estaba en él sonrió, y el haz de luz se convirtió en una especie de sol, tal era su fuerza que hizo que perdiera el conocimiento.
Cuando desperté, estaba de nuevo en la cabaña, me dieron de comer a toda prisa y me montaron en un barco, desde el que ahora escribo estas letras. Me dijeron que sólo tenía que esperar, esperar y rezar, que todo llegaría, así que eso hago mientras vuelvo a casa, espero y trato de rezar.”


Los documentos acababan allí. Sebastián se encendió un cigarrillo. Quería creer que aquella historia no tenía ni pies ni cabeza, y más aún viniendo de Heliodoro, un tipo tan fiel a sus creencias. Pensaba y pensaba, tratando de llegar a algún lado, pero su mente no hacía sino recordarle una y otra vez en un molesto eco el atroz acto de barbarie que Heliodoro había practicado con MariaFe. Para Sebastián, aquella historia se estaba convirtiendo más en una historia de honor que en algo personal. No perdonaría ni siquiera al padre de su prometida profanar su tumba. En ese momento Matilde le apareció en la cabeza. Se imaginaba que ella no tendría nada que ver con aquella historia, e incluso estaba seguro de que no tenía noticias de ella. Así que el siguiente paso era hacer una nueva visita a Matilde, tratar de sacar algo pero sin comentar nada de su hallazgo.


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IX

Sebastián guardó bien aquellos documentos. No quería dejarlos a la vista de su padre, bastante tenía ya el viejo Ciano con sus conjeturas como para ponerle todavía las cosas mas claras. Aún no era el momento de contarle aquella historia a su padre, aunque Sebastián sospechaba que éste sabía ya muchas cosas de lo que estaba ocurriendo. De aquella manera salió de la casa, con las manos vacías, esperando traer alguna noticia que aclarara aquel embrollo. De camino se preguntaba una y otra vez cómo demonios habría sido capaz Heliodoro de tramar tal horrendo acto, y más aún, se preguntaba cuál había sido el desenlace de éste.
Subió de nuevo la cuesta que daba a la casa de Matilde, dejando atrás de nuevo a Algorta, que esta vez jugaba con un rival más a su medida. No había nadie en la casa, por lo que tuvo que rodear toda la calle para llegar a la pescadería. Allí, una multitud llenaba el pequeño establecimiento. Unos por curiosidad, otros por pura necesidad y también los había que por morbo habían acudido a visitar a la pobre mujer que acababa hacía tan poco tiempo de enterrar a su sobrina. El alboroto era mayor que cualquier día normal y Sebastián se sorprendió tanto al verlo que decidió no entrar hasta que estuviera más calmado.
Paseaba de un lado a otro de la calle tranquilamente, esperando su turno, el gentío continuaba entrando y saliendo y cuando al fin vio que Matilde salía de la tienda, no era la hora del cierre, pero posiblemente estuviera ya hartada de el agobio de la gente del pueblo. Nada más salir, se percató en que Sebastián estaba por allí, y se dirigió hacia él.
-¿Vienes tu también a ofrecer tu hombro para que esta desgraciada llore a gusto?
-No soy como ellos, sólo quiero charlar un rato.
-Habla pues, pero no me calientes más la cabeza, no quiero que te apiades de mí como esos falsos de ahí adentro.
Llegaron al muelle, donde días antes comenzaron los hechos de esta historia. La mujer paró entonces sus pasos, y miró a los barcos que esperaban la hora para salir a faenar, fue entonces cuando recordó a su marido, y le habló a Sebastián.
-Heliodoro se ha marchado. No espero su vuelta. La última vez me dijo que aquí ya no le quedaba nada... yo ya no era nada para él. –Matilde hablaba y no dejaba entrever sus sentimientos en sus palabras. Solamente anunciaba los hechos, como alguien que se sienta a observar ver pasar su vida.
-Ya lo había hecho otras veces, ¿verdad?. El marcharse sin decir nada.
Matilde lo miró a los ojos. –Veo que te has informado ya de lo que ocurría en mi casa. Sí, ya lo hizo antes, pero siempre volvía. Antes era distinto. Con esos tipos con los que venía, llegaba un día y al día siguiente se iba, y se llevaba todo el dinero. No se para que lo quería, nunca me atreví a preguntárselo, desde que murió nuestra hija estaba muy distante y yo con sacar adelante la pescadería tenía suficiente.
Sebastián presintió entonces que la conversación iba por donde el quería que fueran. Era mejor no preguntar, Matilde se desahogaría ella sola, y le contaría todo lo que sabía. Se sentaron en un banco del muelle y siguieron charlando. Matilde hablaba sin parar, y Sebastián escuchaba atento, atando cabos ahora que veía las cosas mas claras.
-Cuando murió Marife, Heliodoro estuvo insoportable. Tu te fuiste, no creo que huyeras, pues ya no había nada aquí que te atara, así que no lo viste, pero su carácter fue cambiando, se convirtió en una bicho sin sentimientos. O eso creía yo. Dejó su trabajo, y de vez en cuando aparecía con ese tipo negro. Mala gente. No se en que estarán metidos, no me importa. Ahora ya nada importa. Solo la tenía a ella.
Sebastián esperaba que le dijera algo más, algo que le indicara que tramaba Heliodoro en sus viajes. Entonces, se decidió a preguntarle. Trató de que no descubriera lo que sabía, pero Matilde en ningún momento sospecho, su estado de debilidad la dejaba abierta a hablar de cualquier cosa. Así que siguió hablando.
-Como ya te he dicho, se había ido sin decir nada en más ocasiones, pero cuando murió nuestra hija ni se dónde fue ni porque. Nunca quería hablar de ello. Volvió un día, en un pequeño barco pesquero que decía venir de Francia. No creo que estuviera allí trabajando. El trato que les dan a los pescadores de aquí lo habría soportado Heliodoro. Y él vino acabado. Estuvo tres semanas vagabundeando de aquí para allá, no quería hablar con nadie. Se levantaba pronto a la mañana y se acercaba al cementerio. Allí pasaba la mañana. Me lo han contado muchos que lo vieron. Se sentaba en el suelo y dejaba pasar la horas muertas mirando fijamente el sepulcro de su hija. Sin decir nada. Sin dejar caer una lagrima. Cuando el hambre, el frío o la lluvia lo devolvían a la realidad, pasaba por casa, comía algo o se arreglaba un poco y entonces se iba al puerto. Y allí mirando al horizonte, maldecía una y otra vez a los barcos que llegaban a puerto y no eran sus deseados.
Entonces, un día, me dijo que tenía una buena noticia que darme. Una buena y una mala, pero que la mala no le preocuparía para nada. Había estado algo inquieto los días anteriores, siempre de aquí para allá, hablando entre dientes. Pensé que tramaría algo, pero nunca me imagine que fuera algo así. Me hizo sentar a la mesa, le brillaban los ojos, juraría incluso que había estado llorando. Le temblaban las manos, entonces agarró las mías y me hablo.
-Mira Matilde, esta cosa que te voy a contar es muy importante. –No sabía ni por donde empezar.- Te he hablado muchas veces de Ángel, que en paz descanse.
-Si Heliodoro, Ángel, tu hermano mayor. ¿verdad?
-El mismo Matilde. Tu no lo conociste, ni a él ni a su hija. La muy pobrecita se ha pasado toda su vida en un orfanato y ahora que es mayor de edad no tiene donde ir. Así que he decidido adoptarla y que nos haga compañía.
Matilde sonrió. –Estaba tan ilusionado con la llegada de su sobrina que no dije nada. Y así fue como Marian llegó a casa.
Entonces su sonrisa desapareció de su cara.- Era una chica muy callada, demasiado diría yo, pero Heliodoro decía que había que darle tiempo, que no me preocupara, que sería como una hija para mi. Pero nunca lo fue. Me hacía compañía a las noches, cuando Heliodoro desaparecía, yo le contaba historias de la mar y de sus antepasados, ella solo me miraba y asentía. A veces incluso dejaba escapar una tímida sonrisa, cuando le hablaba de su prima pero nunca decía nada, pero al menos era mejor aquello que nada, y la cogí cariño.

Sebastián se estremecía por momentos. La carta de Heliodoro, los tipos del caribe, y ahora la aparición de esta chica tan... distinta. Todo parecía conectar y sus sentimientos de odio hacía Heliodoro se juntaban con los de lastima hacia Matilde, su ignorancia ante lo que suponía estaba pasando delante de sus ojos, algo que incluso el mismo se atrevía a debatir.
Entonces una explosión se escuchó a lo lejos. Provenía del monte, la casa de Heliodoro estaba en llamas. Una enorme nube negra se extendía hasta el cielo y muchos curiosos se acercaban al puerto, desde donde la visión de la casa envuelta en llamas era estremecedora.
Sebastián cogió de la mano a Matilde y ambos corrieron en dirección a la casa. Cuando llegaron, varios muchachos rodeaban a Heliodoro. Juntos lo habían logrado sacar de la casa arrastras. Respiraba con dificultad y tenía la ropa quemada por completo. Sebastián apartó de allí a los jóvenes, que casualmente eran los chicos del frontón. Heliodoro abrió los ojos, tosía mucho y tenía la piel completamente incandescente. Matilde le agarró la mano y trató de hablarle.
-Lo siento, Matilde, sólo quería lo mejor para nosotros.
-¿De que me hablas?. Las lagrimas empezaban a recorrer su mejilla.
-Eso no importa, sólo quiero que me perdones.
-¿Qué te perdone porque Heliodoro?, ¡contéstame, no te vayas tu también!.
-Quizá su padre te lo pueda contar mejor-dijo Heliodoro señalando a Sebastián.
-¿Mi padre?. Que tiene el que ver en todo esto.
-Es una larga historia, pero has de saber que toda ella comenzó por su culpa, sino fuera por él, no me habría topado con esos desalmados. Eran monstruos sin civilizar.
Sebastián se quedó de piedra. No podía creer lo que estaba oyendo. Su padre también metido en esto. Entonces corrió, corrió a su casa en su busca.
Abrió entonces la puerta y otra sorpresa llegó a sus ojos. El cuerpo de su padre, suspendido sin vida, colgaba de uno de los grandes lamparones de la casa. El cuerpo giraba sobre si mismo, dejando ver la cara blanca, e inanimada del viejo. Sus manos, rígidas, agarraban un papel, el mismo que Sebastián escondió aquel mismo día para alejarlo de su vista. Se los arrancó con furia de las manos y distinguió unas letras escritas en él.
Lo siento hijo, tan solo buscaba lo mejor para ti.



[url="http://www.elotrolado.net/showthread.php?s=&threadid=117166"]HILO ORIGINAL[/url]
Bueno, actualizado el hilo y finalizado el relato. Ahora a esperar a que algun moderador cambie el titulo del relato por LA DAMA ERRANTE.

Saludos.
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