Colección de Relatos: "Azul Riguroso" (por favor, no postear)

"Azul Riguroso" pretende ser una colección de relatos que no tienen cabida dentro de la serie "Polaroids". Son relatos algo más largos y elaborados, y que no renuncian a ningún estilo.




EVA

Un abrir y cerrar de ojos. La vida de Eva se puede narrar en un abrir y cerrar de ojos.

(el día)
Un nuevo ritual matutino. Eva se despereza lenta y pausadamente durante media hora. No pretende dormir más, pero la idea de sentir ese cansancio prematuro e inconsciente que anticipa otra dura jornada de rutina le agrada. Su compañero yace junto a ella, ajeno a todo lo que acontece. No quiere despertarle. Parece como si el simple hecho de dormir al otro lado de la cama creara una barricada infranqueable, una especie de muro, de aislante emocional que mañana tras mañana le impide a Eva recibir su beso de buenos días antes de salir de la casa. Él duerme plácidamente, y se mantiene al margen, reservando su aliento con sabor a sueño enmarañado con la almohada.
Aún es temprano para él. La última vez que Eva disfrutó de su consciencia fue anoche, mientras hacían el amor. Pero cuando los primeros rayos de sol esquivan las ranuras de la persiana Eva siente la tentación de despertarle y proseguir con esos momentos de placer intensos que sólo él sabe proporcionarle. Introduce lentamente la mano por debajo de la sábana. Le acaricia la pierna, cuidadosamente, para no despertarle todavía. Eva comienza a notar cómo la saliva puebla su lengua, abundante y dulce, impaciente por ser compartida. Desliza su mano por debajo del pijama y le acaricia las ingles. Nota el tacto de su pene, blando y suave, perezoso y lisérgico. Sin embargo, es demasiado tarde. El reloj despertador que vigila su mesilla de noche le avisa de que falta muy poco para entrar a trabajar. Eva procura no hacer más ruido, y con el deseo aún acumulado en sus papilas gustativas se dirige a la cocina a preparar una taza de café.
Eva enciende la luz de la escalera, y llama el ascensor. Abre el bolso para sacar su teléfono móvil, y lo enciende. Suena un pitido. Tiene un mensaje. Mientras desciende apoyada contra el espejo lee el texto:

03:18-JMóvil-"buenos días, t quiero, maravilloso lo d anoche. y ya t echo d menos! J"

Eva sonríe, abre la puerta del ascensor y se dispone a tomarle el pulso a la ciudad.

(la noche)
Cuando Eva llega a casa J está preparando la cena. Se acerca por detrás y le abraza.
-Hola. ¡Qué frío debe hacer en la calle! -le dice en tono jocoso.
-¡Claro que no! Te he echado mucho de menos, ¿sabes?
-Bueno, por eso te dejo un mensaje en el móvil todas las mañanas, para que no me eches de menos.
-Ya, pero es temprano cuando lo leo. El día se me ha hecho muy muy largo.
-Pues una buena cena, y como nueva. Ya verás.
-¿Qué tal tú? -y acaricia su pecho.
-Bien, ha sido un día tranquilo -y acaricia sus manos.
Y J se da la vuelta, y Eva le besa. Y J coge aire con fuerza. Y Eva comienza a flotar. Y J susurra:
-Se nos va a enfriar la cena. Y aún debo aliñar la ensalada.

(de madrugada...)
... Eva sueña. Sueña con todas las cosas que hacen feliz a J. Sueña con sus labios y el tacto de sus dientes cuando rozan su lengua. Sueña con los árboles de hoja perenne que fragmentan la luz antes de incrustarse en sus ojos. Sueña con el día de Reyes, cuando sale a la puerta, descalza (siempre descalza, y pura) a recoger sus regalos. Sueña con los días de vacaciones que le restan por vivir, con mil tardes de domingo gastadas en hacer crucigramas y autodefinidos. Sueña con cruzar océanos en business class. Sueña con las discotecas donde bailará, sueña con la discoteca donde conoció a J, espacio contemporáneo para el amor cortés. Sueña todas las noches.
Durante horas.
EL FIN DEL PRINCIPIO

1* (El fin del principio)

Todo el mundo intenta encontrar una actitud en la vida. Al menos es lo que yo creo. O eso imagino cuando salgo de casa por las mañanas y me cruzo con trabajadores más o menos liberales, muy bien vestidos, con una imagen impactante -recién duchados, con un look de dejadez perfectamente estudiado- que proyecta una imagen de éxito precoz. Cuando les veo pienso: "¡Qué emocionantes deben ser sus vidas!", aunque también me da por pensar que detrás de todas esas apariencias hay seres humanos completamente amargados. A veces creo que el momento en que paso junto a ellos significa el comienzo de una jornada intensísima, qué se yo, diez o doce horas de trabajo -sin contar la hora del almuerzo, que por supuesto no es remunerada- ocupadas en un sinfín de tareas de lo más pintorescas: informes, reuniones, inventarios, cuatro visitas al cuarto de baño, fotocopias, cafés en vaso de plástico, tabaco rubio, horas frente al ordenador, partidas de trivial en red para tomarse un respiro, botellines de agua fría, chats en el IRC con desconocidos, y alguna que otra cabezadita desafiando las leyes de la gravedad.
Incluso yo procuro encontrar una actitud ante la vida, no creáis que no formo parte de ese grupo heterogéneo que seguramente os ha engullido también a vosotros. Actitud ante la vida. Es una buena forma de expresarlo. Aún así no sé si todo lo que ha acontecido en mis 26 años de existencia ha sido premeditado, o simplemente llevo algo más de un cuarto de siglo cruzándome en el camino del destino. Supongo que esta cuestión no tiene demasiada importancia, lo cual denota en mí una actitud escasamente empírica. A veces es mejor no preguntarse cómo se ha llegado a un sitio. Lo importante es llegar, que ya es bastante. Incluso iría más lejos. Yo diría que lo fundamental no llegar, sino estar. Si con el tiempo acabas volviéndote imprescindible, o lo que es peor, famoso, ya se encargarán otros de diseccionar todos esos momentos excepcionales que te situaron en la cima -en realidad son dos o tres, lo que pasa es que llega un momento en que esta cuestión es por completo ajena a tu voluntad-
Y aquí me tenéis, raudo y veloz hacia un colegio de educación secundaria. Es posible que muchos de vosotros penséis que tengo una mierda de trabajo. Lo entiendo. Puede que algunos hayáis vivido ya todo lo que yo estoy experimentando por primera vez en estos meses. Probablemente tengáis hijos, al menos uno, quizás dos o tres, y me compadezcáis por tener que enfrentarme a una clase entera de mocosos imberbes que no te hacen caso, y que para colmo chillan bastante cuando tratas de comunicarte con ellos. Seguro que me compadecéis porque conocéis perfectamente el olor corporal de vuestros hermanos pequeños, ajenos por completo a unas normas de higiene que son las primeras en saltarse cuando empiezan a pensar por ellos mismos. En serio, lo comprendo. Pero seguro que si reflexionáis un poco, os daréis cuenta de que ninguno habéis elegido ser visitador médico, oficinista, viajante de una empresa de tetinas de biberón o dependiente en una tienda de edredones. A mí me pasa exactamente lo mismo, porque indudablemente fue el destino el que me eligió para ser lo que soy.
Adoro mi trabajo. Y no hay un ápice de ironía en estas palabras. Me encanta. Para moldear una idea global de un bien tan preciado como es la educación tienes que situarte en los dos lados de una misma moneda. Cuando era pequeño me sentía profundamente atraído hacia las personas que se ponían frente a nosotros y nos daban charlas de tres cuartos de hora. Con el tiempo ese concepto se fue estilizando, y empecé a aburrirme con algunos ponentes, aunque había otros que me fascinaban. Eran oradores natos, eruditos de la palabra, generalmente con vidas excitantes y, para mi deleite, con la capacidad de transmitir sensaciones. Quizás esa ansiada búsqueda de la actitud empieza aquí, cuando otras mentes captan tu atención e incrustan en tu subconsciente palabras que son imposibles de olvidar. Mi vida no difiere excesivamente de la de un futbolista que se excita la primera vez que ve jugar a Maradona y decide que eso es precisamente lo que quiere hacer el resto de su vida. Así de sencillo.
Son muchas las sensaciones que produce cruzar la barrera que separa estos dos mundos. Cuando era niño pensaba que esa barrera debía tener una dificultad añadida: la vocación. En mi caso fue un obstáculo fácilmente superado, lo cual hace que me sienta aliviado por llevar una vida sin traumas ante la infeliz paradoja de tener un trabajo muy bien remunerado pero absolutamente miserable. Porque este es un dato a tener en cuenta. Me pagan por estar con niños y niñas de doce a dieciséis años, a quienes debo contar historias, leer poemas, corregir redacciones, acompañar al patio de recreo para comer galletas juntos, explicarles cosas que no saben... ¿sóis conscientes de que yo educo a los futuros médicos, arquitectos, aparejadores y chorizos? Estadísticamente hablando, una clase de veintiún niños es un microcosmos. Es una representación a muy pequeña escala de cómo funcionará la sociedad en, al menos, el barrio donde viven y se relacionan. De esos veintiún niños, dos morirán, uno tendrá problemas con las drogas y después con la justicia. Cuatro optarán por la universidad, pero abandonarán sus estudios porque no valen para hincar los codos, lo cual no ocurrirá con cinco de ellos, que acabarán su carrera universitaria, e incluso habrá dos de estos que comiencen un doctorado símplemente por motivos románticos. Tres serán parásitos sociales, viviendo en casa de sus padres hasta los treinta y siete años porque no saben qué hacer con sus vidas. Y los seis restantes tendrán que aprender un oficio, como Alazne, que seguro que será estilista, y nos cortará el pelo para dejarnos ese look tan británico y moderno que tanto nos gusta. O Edu, un apasionado del motor que acabará montando un taller para que podamos cambiarle el aceite a nuestros coches.
Nunca olvidaré el primer día que entré en una clase como el último reducto visible y autoritario de un sistema educativo eternamente cuestinable y profundamente cuestionado. Era una mañana a principios de septiembre. Recuerdo que era temprano. La noche se encargaba de recordarme tan solemne acontecimiento mientras yo trataba de escapar del nerviosismo aligerando el paso. Vivo a dos manzanas del colegio, con lo cual fue relativamente sencillo darle esquinazo. Abrí la puerta de la calle y subí las escaleras. En la sala de profesores me estaba esperando Mari Carmen, la profesora de inglés encargada de conducirme hasta el aula para presentarme ante mis alumnos. Mari Carmen fue mi profesora cuando yo era un niño. Aún mantiene el mismo físico delgado, esbelto y nervioso que la caracterizaba doce años atrás, y me alegré al comprobar que mantenía la buenas formas, tan coqueta y presumida como entonces. Seguía teniendo la paciencia infinita de maquillarse todas las mañanas para intentar convencer al paso del tiempo de que su labor era inútil, de que ella poseía el don de la eterna juventud. De momento lo consigue; el tiempo está de su parte.
Mientras nos dirigimos hacia la clase nos da tiempo a intercambiar unas palabras. Se interesa por mi situación: dónde estudié, qué rama elegí, por qué me sentía atraído hacia la enseñanza. La respuesta a la última pregunta era muy sencilla: "Pues sencillamente me gusta". Mari Carmen me mira sonriendo. Era una sonrisa extraña, irónica, y en ese momento intuí que esa sonrisa significaría algo en mi vida, quizás en los próximos veinte años, los mismos que ella lleva ejerciendo, los mismos que han sido testigos de su matrimonio y el nacimiento de sus dos hijas. Sin embargo, aunque sospecho exactamente qué quiso decir con esa sonrisa, soy incapaz de vislumbrarlo. Ni tan siquiera de sentirlo. Aún es demasiado pronto.
"Este es J, el nuevo profesor de inglés. Como podéis ver es un chico muy joven, y ha venido a trabajar con nosotros. Seguro que todos aprenderemos mucho con él." Me siento observado. Veintiún pares de ojos adolescentes se clavan en mi cuerpo. Hay murmullos, risas, comentarios inaudibles. La presencia de un elemento extraño a su mundo les incomoda y a la vez les excita. Sienten curiosidad. Es hora de que tome la palabra.
"Hola a todos. Como bien ha dicho Mari Carmen me llamo J, y seré vuestro profesor de inglés durante este curso. Aunque soy profesor, soy una persona muy perezosa (risas) y aún no me ha dado tiempo de aprenderme todos vuestros nombres (onomatopeyas y murmullos). Pero bueno, en un par de días lo conseguiré"
En ese preciso instante Mari Carmen abandona el aula, no sin antes desearme suerte. Justo cuando cierra la puerta les vuelvo a hablar:
"Bueno. Quiero que guardéis todos los libros en el cajón." Un halo de júbilo recorre la habitación. "¿Estáis todos? Bien. Ahora, cerrad los ojos." El silencio se apodera del grupo. Todos tienen los ojos cerrados. "Escuchad lo que os voy a preguntar. Quiero que lo penséis lo menos posible, porque a veces las respuestas rápidas y espontáneas son las mejores. ¿Qué queréis ser de mayor?"

2* (Dormidos en el armario)

Los siguientes días estuvieron marcados por una profunda reflexión sobre la metodología de la enseñanza que utilizó mi antecesor. Los niños estaban absolutamente desmotivados. Les había abandonado a su suerte, aduciendo que no podía hacer nada por recuperar una autoestima decididamente destrozada. Los síntomas estaban claros: intenté comenzar las clases hablándoles en inglés, pero los niños estaban perdidos, a la deriva en un océano de palabras sin sentido concreto. Notaba el desconcierto en sus ojos, lo suficientemente fuertes para sostener una expresión de incredulidad ajena por completo a su voluntad. No es difícil darse cuenta de que estos pequeños detalles son los que empiezan a arruinar la vida de las personas. Cuando un profesor se sitúa frente a sus alumnos puede sentir dos cosas: un gran sentido del respeto, materializado en la responsabilidad que conlleva educar e infundir valores a unos niños en fase de formación, o un alivio infinito por ser consciente de que esos mismos niños son tan ajenos a su vida, a su círculo de amistades y a su familia que le da exactamente lo mismo lo que pueda ocurrirles en el futuro. Su función es ir todos los días a la escuela, soltar un monólogo necio e insultante y salir de clase para dirigirse a la sala de profesores donde le espera un cenicero lleno de colillas. Aplíquese este patrón a los veinte días lectivos de un mes escolar y se obtendrá el retrato de un ser humano despreciable pero con un montón de billetes en su cuenta corriente conseguidos sin ningún tipo de esfuerzo.
Conocí a Eva una tarde poco después de entrar a trabajar en el centro. Eva es una chica asturiana, de Oviedo, y tuvo que permanecer fuera unos días más por motivos familiares. Yo estaba corrigiendo unos ejercicios cuando entró por la puerta. En la sala de profesores no había nadie, y los dos nos miramos fíjamente, un poco confundidos.
"Hola, soy J, el nuevo profesor de inglés. Empecé hace unos días." Me levanto para recibirla y cuando nos damos dos besos noto la textura de su piel, suave, amante, perfecta.
"¡Hola!, yo soy Eva. Acabo de llegar ahora, aunque mañana me incorporaré con normalidad. Yo doy clases de literatura española. Entré en el colegio el curso pasado, ya ves, soy poco más experta que tú", bromea.
"Así que tú eres Eva... encantado, pero tengo que decirte que por tu culpa he tenido que dar tres clases extra esta semana. Creo que me voy a saturar muy pronto..."
Eva encontró muy divertido el comentario, y sin parar de reir nos sentamos juntos en la mesa.
Me gustó desde la primera vez que la vi. Me pareció una chica sencilla y encantadora, con el suficiente poder para raptar mi mente a medida que avanzaran los días. Tenía unos ojos grandes y expresivos, de un negro riguroso profundo. Sus pestañas, largas y arqueadas, brillaban por debajo de la capa de rímel que las cubría. Sus labios deseaban el aire que respiraba para pronunciar unas líneas melódicas encantadas por su dulce acento del noroeste. Vestía un jersey de cuello alto, que cubría una piel impregnada por un aroma de Cacharel que alegraba y despertaba mis sentidos, y me hacía sentir vivo. Cuando una primera impresión azota tu vida de esta manera deseas dormir para siempre.
Eran las cinco y media cuando abandono el colegio, y no me apetecía ir a casa. Lo malo que tienen los días lectivos es que todos tus contactos trabajan, y es difícil encontrar tiempo para charlar con los amigos. Atrás quedan los años en que íbamos al parque después de clase, a jugar despreocupadamente, con la conciencia limpia por haber hecho bien las tareas. Ahora somos moldeados al gusto de horarios insensibles. Somos seres dúctiles y maleables a merced de las obligaciones. Cuerpos flexibles quebrados por minucias inflexibles.
Me dirijo a la estación para coger el tren con destino a Bilbao. Me apetece comprar algún disco y pasarme la tarde viendo librerías. Hacía una tarde preciosa. El verano consumía sus últimos dias, mostrándose reacio a entrar en el armario hasta el año siguiente. Mientras el vagón se movía trataba de imaginar cómo irían las cosas si Eva y yo nos metiésemos en ese armario, junto al verano. El verano, Eva y yo. Y el olor a naftalina. Y los días, los días, los días.

Al día siguiente llego temprano al colegio. Son las ocho y media de la mañana, y aunque no tengo clase hasta las nueve y veinticinco decido que la mejor forma de acostumbrarme a mi nueva vida es tomar contacto directo con el centro, con el espacio y sus gentes. Cuelgo mi cazadora en el perchero y tomo asiento en un extremo de la mesa, el más cercano a la puerta. Hay un considerable alboroto en la sala de profesores. Algunos buscan desesperadamente las cintas de casette que deben usar para sus ejercicios de comprensión. Otros están sentados tranquilamente, criticando a los alumnos que, según sus filtros morales, son unos sinvergüenzas.
"Barragán. ¡Ese sí que es un cabrón! Cuando le invito a que salga a la pizarra para acabar el ejercicio me dice que me vaya a tomar por culo. ¡No te jode! ¡El hijo de la gran puta! Pues voy y me acerco y el cabrón me echa un escupitajo y me pringa la camisa!"
"Siempre es la misma historia. Ya no se conforma con escupir a sus compañeros. Ahora también escupe a los profesores. Y da lo mismo que le digas algo. Se lo pasa por el forro. Le importa una mierda."
Me acerco, mostrando curiosidad por el tema. "¿Y no le podéis llamar a casa? Quizás sus padres deberían estar al corriente"
"Cierto, pero no funciona", me contesta Amaia, una chica menuda y vivaracha con unos gestos muy dulces. "No es la primera vez que nos ocurre. Aquí somos bastante severos con la disciplina. No es muy común que echemos a alguien de clase, pero cuando lo hacemos llamamos siempre a su casa para mantener informada a la familia."
"¿Y qué ocurre? ¿Vienen luego a hablar con nosotros?"
"Sí, sí que vienen", responde Alberto, el director pedagógico del centro. "Pero hay de todo. Hay padres que incluso niegan que sus hijos se comportan mal en clase. Dicen que son ángeles en sus casas, incapaces de hacer daño a nadie. Luego, cuando les dices que su hijo escupe a sus compañeros, y que también escupe a los profesores, te toman por loco. Piensan que estás pirado, que lo que quieres es expulsarle del colegio para siempre, o al menos un par de días. Yo pienso que en el fondo no aguantan a sus hijos. No soportan tenerles cerca. Si tuviésemos una cámara filmando los pasillos en los cambios de clase algunos padres querrían morirse de la vergüenza"
"O del susto", apuntó Mari Carmen, produciéndose una carcajada general.
Son reflexiones muy interesantes y bastante graves, pero cuando las oigo no puedo evitar esbozar una sonrisa. La verdad es que la situación, por muy dramática que sea, tiene un contrapunto cómico y grotesco. Es posible que mi pasado como estudiante sea aún reciente, y que el hecho de ver volar un gargajo verde hasta impactar en la camisa del profesor me haga mucha gracia. Pero trato de ir más allá, intentando meditar sobre la extraña reacción que lleva a un chaval a cometer semejante barbaridad.
Poco a poco la sala se va quedando vacía. El timbre suena, y los pasillos se llenan de voces, de pasos, de adrenalina. Mientras meto unos céntimos en la máquina de café oigo pasos cerca de la puerta.
"Vaya vaya. Si estás muy estresado no te conviene tomar café. Te vas a poner más nervioso", dice Eva, que acaba de entrar en la habitación.
"Lo sé, lo sé. Es con leche. Yo, ante todo, soy un profesional y sé cuidarme", le digo, feliz por verla tan pronto.
"Ya veo que sabes cuidarte. Te dejo, que tengo clase. Luego te veo"
"Hasta luego"

3* (El paso del tiempo)

De noche, el sonido de los coches se cuela entre las ventanas cerradas, incapaces de guardar un secreto, cómplices de las marejadas ambientales que difuminan las calles. Los coches vuelan, ansiosos por llegar a casa, y no se detienen ante la fina película de agua que cubre el pavimento. El calor que marcó el pulso a la ciudad durante el día yace ahora en el suelo, indefenso, preso ante el poder persuasorio de la lluvia. Advierto todos estos indicios desde el sofá, bebiendo una copa de vino blanco. La televisión murmura a lo lejos, en estéreo, mientras noto cómo el ruido se va haciendo cada vez más débil hasta que desaparece por completo. Ya no recuerdo nada consciente.
Cuando vuelvo a abrir los ojos me encuentro en un lugar desconocido. Ni siquiera tengo la sensación de haber estado aquí antes. El paisaje es indescriptible. Tengo ante mí un gran valle verde, cubierto por unas flores rojas que emanan un olor familiar. Al fondo, un gran lago preside la escena. Hace calor, y noto cómo el sudor escapa de mi cuerpo desnudo para fundirse con el paraíso. Aparentemente estoy solo. Me dirijo hacia el lago, fascinado por el brillo de los rayos solares reflejados en el agua. Deseo tocarla, para comprobar que está caliente, que se encuentra al menos a treinta y seis grados, como mi espíritu, anestesiado por el influjo del silencio. Cuando el agua besa mis pies veo a cuatro chicas chapoteando, moviéndose con gracia, a cámara lenta, como si alguna figura divina hubiera restado movilidad a sus músculos para permitirles vivir una adolescencia eterna. Las muchachas son hermosas, y me hacen señas con la mano para que me una al grupo. Justo cuando me adentro en el lago se sumergen. Mientras llego a su altura trato de localizarlas en la superficie, pero es imposible. Cojo aire, y me sumerjo en el agua azul, cristalina. Han desaparecido. Me dirijo de nuevo a la superficie para respirar. Quizás estén allí de nuevo, esperándome. Pero no están. Alzo la vista hacia el valle, con con la esperanza de verlas tumbadas sobre la hierba, secando sus cuerpos al sol, eclipsando con sus sexos la anatomía de la naturaleza. Pero el valle está vacío. Cojo aire con fuerza, y vuelvo a purgar las profundidades del lago. Entonces veo una sombra que se acerca poco a poco, rítmicamente. Trato de no perderla de vista. Afortunadamente la sombra se hace cada vez más grande y resulta difícil escapar a su influjo. La intuición inunda mi mente. Tengo ante mí al imán que regirá mis mareas durante el resto de mi vida. Cuando está lo suficientemente cerca reconozco el rostro de Eva, sonriendo, con su piel perfecta hidratada por el líquido transparente. Eva me toca la cara, y lleva sus dedos hasta mis ojos, para cerrarlos. Me besa en los labios. Empieza un contacto sensorial tan intenso que me olvido por completo de la existencia de una superficie que tan sólo sirve para tomar aire, perdiendo así completamente la perspectiva. Noto cómo me abraza, cómo me rodea con sus piernas. Noto su cabeza apoyada en mi cuello, y la oigo susurrarme al oído. Una nana, una nana. Me acaba de hacer suyo para siempre.
Así durante diecinueve mil noches, para despertar rodeando su cintura.
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