Las flores del cerezo. Recopilación (no postear).

Capítulos:

Las flores del cerezo.

I. El nacimiento de un samurai.

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II. Osaka.

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III. Dos ejércitos.

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IV. El sitio de Kyoto.

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Las flores del cerezo.




I. El nacimiento de un samurai.


Mi nombre es Ayao Kendo, mi vida, si puedo llamarla vida, es una espiral de violencia, crímenes y asesinatos. Desde mi más tierna infancia he vivido entre asesinos. A pesar de que todos los samuráis que me rodeaban, mataban siguiendo un código de honor, yo no encontraba una justificación. Ya no solo se requerían los servicios de los samuráis para la guerra, en aquellos tiempos comenzaron a ser usados por sus señores como asesinos a sueldo.

Mi padre y al igual su padre desciende de una familia de samuráis cuya fama se pierde en los tiempos. Mi educación fue un severo camino, a través de la disciplina del acero. Largas horas de entrenamiento hasta provocar la aparición de llagas en mis manos, hasta sentir la espada como una prolongación de uno mismo. Un samurai llega a amar tanto a su espada que siente que tiene alma, y la perdida o robo de la espada de un clan puede provocar una guerra civil. Así de duros eran los tiempos que me tocaron vivir, en un Japón medieval convertido en una espiral de violencia y conspiraciones, por conseguir un poder que desmembraba poco a poco el país.

Mi maestro es conocido en todo Japón como el samurai más famoso del país. Tuve el privilegio de estudiar con el por su amistad con mi padre. Miyamoto Musashi, no es solo un gran samurai, si no también un gran maestro. Las técnicas de Musashi son copiadas por al mayoría de maestros del país. La principal enseñanza que me transmitió es el sentido de la velocidad, en una batalla no gana el más fuerte, gana el más rápido. Mi padre me envió a los cinco años, a estudiar con su mentor. Recluido en su casa aprendí junto a él, todas las técnicas necesarias para alcanzar la perfección de movimientos y la armonía entre espadachín y espada. Musashi era un sabio maestro ya en el final de su vida, y a pesar de haber matado a muchos hombres, me inculcó el respeto y la paciencia como mis mejores virtudes. - Nunca ataques sin ser atacado, me decía, la mayoría de las veces las fuerzas de ambos oponentes están igualadas y vence el más concentrado y paciente.

Cuando terminé mi periodo de instrucción, tenía quince años recién cumplidos. Y ya podía considerarme un auténtico samurai. Esperaba con ansia poder acudir a la guerra que se libraba en las fronteras del norte del país. Pero mi Shogun tenía otros planes para mi, y como favor especial a mi padre por los servicios prestados, me alejaron del campo de batalla.

No podía dejar de pensar en que se me había tratado como a un niño, alejándome del frente para salvaguardarme. Con el pretexto de una misión importante, que el Shogun deseaba que fuera realizada por alguien de confianza. Y así fue como, fui enviado a Osaka, a buscar a la hija de un gobernador que debía contraer matrimonio con el heredero de mi Shogun.

Comencé mi camino acompañado por una pequeña escolta, que me acompañaría hasta la frontera sur de nuestras tierras. Partimos de noche y viajamos hasta el amanecer en el más absoluto de los silencios. Era necesario que no se supiese nada de nuestra partida ni de nuestros propósitos. El viaje hasta la frontera del sur era largo, tres jornadas a todo galope, y al menos cinco a un paso normal. Cuando los primeros rayos del sol asomaron en el horizonte, nos detuvimos a descansar y a comer algo. Setsu el samurai al mando de mi custodia, buscó un claro en el bosque apartado del camino. Encendimos un pequeño fuego de campamento y cocinamos un poco de arroz.

La mañana despertaba brumosa e invitaba al descanso y a comer algo caliente, y más después de cabalgar toda la noche. Cuando acabamos nuestro desayuno, Setsu nos mandó callar.

- Silencio haraganes, dijo en un susurro, alguien se aproxima por el camino. Con una mueca de preocupación se deslizó hasta el linde del bosque y se acurrucó detrás de un árbol.

Los demás nos tendimos instintivamente en el suelo y Amano el segundo de Setsu apagó el fuego con un puñado de arena. Lo normal pensé, es que se trate de algún granjero o comerciante madrugador que se dirige al pueblo más próximo. Pero Setsu nos hizo señas, para que estuviéramos preparados. Corrimos hacia él, y ocupamos los árboles junto al suyo, preparados para saltar al camino con las manos apretadas en torno a nuestras espadas. Nunca hubiera imaginado que podría entrar en combate en este viaje. Dos jinetes vestidos completamente de negro se acercaban al galope. Sus monturas no pertenecían a nuestros ejércitos ni llevaban ningún signo distintivo.

Por la expresión de Setsu comprendimos que se preparaba para detenerlos, y que no se iba a parar a preguntar quienes eran. Aunque éramos superiores en número, uno o dos espadachines diestros eran capaces de acabar con muchos hombres, no podíamos descuidarnos. Las figuras oscuras se acercaban, ya sentíamos el retumbar de los cascos, y los bufidos de los caballos al galope. Cuando la distancia era de aproximadamente diez metros Setsu saltó de su escondite, y de una zancada enorme se plantó en medio del camino, el resto de hombres lo seguimos dando gritos. Los caballos apenas tuvieron tiempo de detenerse, y estuvieron a punto de chocar contra nosotros. La confusión era tremenda, uno de los jinetes sacó la espada con la velocidad de una serpiente, y la cabeza de nuestro jefe, rodó por el suelo hasta los pies del caballo del otro jinete. El cual, ya estaba en tierra y de un veloz tajo había rebanado el cuello de Amano.

El resto nos quedamos paralizados, como hipnotizados por aquellas espadas vertiginosas. No habían pasado más que unos pocos segundos, pero a mí me parecieron años. Reaccione despacio como adormilado, con el tiempo justo de esquivar una estocada del enemigo de a pie. Pero esto bastó para activar mis instintos durante tantos años entrenados. Con un salto hacia atrás, caí de rodillas, y desenvainando lancé una estocada que penetró en el muslo de mi oponente. Con un aullido de dolor se precipitó hacia mí, alzando la espada, yo ya estaba preparado para la defensa, cuando una lanza lo atravesó de parte a parte. El hombre de negro escupió su último estertor sobre mi cara, y desde ese momento no pude librarme del olor de la muerte.

El jinete restante, aún permanecía sobre su montura, resistiendo a los lanzazos de dos de nuestros hombres. Cuando llegamos a su altura, otro de los nuestros caía atravesado de parte a parte. El guerrero enemigo había retirado de su cara el embozo negro, y nos miraba uno a uno tanteándonos. Aquellos ojos no parecían humanos, parecían los de un tigre, una criatura salvaje que solo sabe matar. Su espada se alzó de nuevo y antes de que una lanza atravesase su hombro el lancero perdió la vida con el cráneo abierto.

Saltó del caballo con una agilidad felina, y antes de que reaccionáramos estaba entre nosotros. Yo debía representar mayor amenaza porque su primera estocada fue para mí. Me traspasó la pierna y tuve que arrodillarme. Antes de que pudiera parpadear el último hombre de mi compañía yacía en el suelo con una nueva boca a la altura de la nuez. La verdad es que debía haber perdido la vida aquella mañana, herido y ante un espadachín experimentado, pero aún no había llegado mi hora. La herida de la pierna me ardía, y no creí que pudiera levantarme con la fuerza suficiente como para atacar con posibilidades. Rodé sobre mi pierna sana, hasta quedar a su costado, con el tiempo justo de parar su nuevo envite. Aquellos ojos reflejaban ahora curiosidad. Y aquel que había sido un león entre corderos, me miró asombrado cuando con un rápido movimiento trabé nuestras espadas, y con la mano libre abrí su costado con mi espada corta. Su sangre era caliente y espesa, y pronto mi manga estaba completamente roja.

Exhausto y dolorido me tendí en medio del camino hasta que recuperé el aliento. Al rato llevé el caballo al claro donde habíamos acampado, y me vendé la herida de mi pierna. Mientras lo hacía tuve que tomar una decisión, seguir adelante o volver con la deshonra de haber sido vencidos por dos hombres. La decisión era clara antes la muerte que el deshonor. Monté el caballo y continué mi camino hacia la siguiente aldea, donde poder descansar y reponer fuerzas con una buena comida.

Aquella noche después de una abundante cena y tendido en un jubón, en una granja a las afueras de una aldea de campesinos, no pude dejar de pensar en que aquella mañana siete hombres habían muerto sin conocerse y sin mediar una sola palabra entre ellos.

CONTINUARÁ.

Pasé alrededor de tres días en aquella aldea, antes de emprender de nuevo mi viaje. Me hubiera gustado partir antes, pero la herida de mi pierna tardó en cicatrizar, aunque tuve suerte porque no se emponzoño. El viaje me resultaba agradable, montaba toda la mañana hasta que sentía hambre, entonces elegía un lugar a mi gusto para comer. Preparaba un fuego y cocinaba una parte de las provisiones que adquirí en mi parada. Cuando podía pescaba, y cuando podía cazaba. Dormía al raso a no ser que encontrara un granero o alguien me hospedara. Las jornadas se sucedían tranquilas, no solía encontrar a nadie en el camino y la mayoría de las veces me ocultaba para no tener malos encuentros.

Avance bastante, ya que apenas me detenía, según avanzaba hacia la frontera del sur, las granjas eran cada vez menos. Esto era debido a que los granjeros no eran amigos de situarse cerca de las fronteras por miedo a las disputas de los nobles. Cuando llegara a la frontera con nuestro Shogunato vecino debería decidir que hacer si identificarme o intentar pasar desapercibido. Pero de momento aún tenía una jornada de camino por delante, ya me preocuparía cuando llegara.

En mi último día de viaje, acampe al mediodía cerca de un río, y estaba preparándome para pescar algo, cuando escuche un alboroto cercano. No parecía venir del camino, si no de un poco más adelante río arriba. Decidí acercarme sigilosamente siguiendo la línea de juncos que se erguía en la orilla. Avance despacio, y a cada paso el tumulto crecía, me pareció oír voces de mujer y gritos. Cuando por fin me asome a un claro al otro lado de los juncos, pude ver con claridad de que se trataba. Unas mujeres que lavaban en el río habían sido sorprendidas por dos hombres. Una de ellas yacía muerta en el suelo no muy lejos de mí. Las otras dos forcejeaban con los agresores que estaban cerca de lograr su propósito. Por un momento pensé en volver a mi campamento y no comprometer el resultado de mi misión por aquel incidente, pero eso no era lo que mi maestro me había enseñado.

Me incorporé despacio y abandone mi escondite, ninguno de los dos hombres se percató de mi entrada en el claro, ambos tenían otras preocupaciones. Me acerque al que tenía a mi derecha y le propiné una patada en las costillas que lo hizo rodar hasta el agua. El otro se levantó sobresaltado, y agarrando su bastón adoptó una posición desafiante.

- Puercos, les grité, no os da vergüenza aprovecharos de estás pobres mujeres. Ninguno de los dos se movió, ambos miraban fijamente mi espada. Luego se miraron el uno al otro y echaron a correr todo lo rápido que pudieron.

Me acerqué a las pobres mujeres, una estaba inconsciente y la otra lloraba sin consuelo. No sabía que hacer, ni que decir, tenía menos experiencia con una mujer que con una espada. Hice intención de asir por el hombro a la que lloraba para tratar de consolarla, pero ella se apartó bruscamente. Dudé un momento, y me volví. Ya había hecho lo que había podido, era mejor evitar problemas mayores.

Recogí mi campamento y seguí camino sin siquiera haber comido. Me mantuve alerta unas millas por si aquellos dos patanes habían decidido buscar ayuda y perseguirme, pero no me cruce con nadie. Cabalgue hasta bien entrada la noche, ya que sabía que estaba cerca de mi destino, una pequeña guarnición que servía de protección a las últimas granjas de la frontera sur. Subía con paso cansino una colina, y al coronarla pude divisar unos pequeños puntos de luz. Estaba cerca de la fortificación, y podría descansar unos días antes de seguir adelante.

Tuve que gritar dando el aviso de mi llegada varios metros antes de las puertas, para no quedar agujereado por los arqueros que estuvieran de guardia. Cuando di a conocer mi nombre y mi procedencia no tuve problemas para entrar. El jefe del destacamento era un hombre rudo, curtido por años de guerras, tenía en la mirada ese brillo que solo se aprecia en quien ha estado en un campo de batalla. Le llamaban Oromatsu, y cuando no estaba delante la tropa se refería a el como el viejo jabalí. Era gordo como un buey, pero también fuerte como tal. Cuando me condujeron a su presencia, estaba sentado a la mesa bebiendo sake. Me invitó a que le acompañara y me senté con el, pronto me habían traído una copa y ambos hablábamos de mi viaje y los percances en el sufridos.

Oromatsu el jabalí se retorcía de risa cuando le conté mi aventura en las márgenes del río. Aunque no le hizo mucha gracia el ataque de los dos hombres de negro, de los cuales me dijo eran espías enviados por nuestro enemigo del norte a las tierras del sur para conseguir aliados, sus hombres habían abatido a flechazos a uno que intentó cruzar la frontera unos días atrás. Ante mis dudas sobre como atravesar el territorio vecino, me respondió que el lo haría intentando pasar inadvertido. Las cosas no andaban muy bien entre nuestro Shogun Takada y el Shogunato del sur. La tensión crecía en todas nuestras fronteras, porque nuestro territorio, aislado, perdía poder frente a los que nos rodeaban esperando dominar nuestras tierras. Tener el favor del Emperador era algo imperioso, y a ello ayudaría mucho el enlace entre la hija de Kitano, gobernador de Osaka y el hijo de Takada nuestro señor.

El hijo de mi señor Takada de once años, era aún un niño incapaz de sostener un arma, pero en gran parte, de el dependía nuestro futuro, si algo llegara a pasarle a el o su futura esposa las cosas se pondrían muy feas. Ahora el propósito de mi misión adquiría una nueva importancia para mí.

Descansé dos jornadas en la fortaleza fronteriza, intentando preparar y planear el resto de mi viaje. La noche de mi segundo día allí, era la fecha elegida para mi partida. Saldría de noche y cruzaría la frontera por un vado poco vigilado que atravesaba un río y dividía ambos Shogunatos a unas millas del fuerte. Cuando partí, iba cargado con nuevas provisiones y un arco que me permitiría tener caza abundante en mi viaje. La noche era oscura, las nubes ocultaban las estrellas y la luna era apenas una fina raya en el cielo.

CONTINUARÁ.
Cruzar la frontera no resultó difícil, la noche era propicia, y la oscuridad ocultaba mis movimientos. Una vez vadeado el río, me oculte internándome en un bosque de abedules. No me hizo falta adentrarme mucho en el bosque para encontrar un lugar donde pasar la noche, y me preparé para dormir junto a unos peñascos que me ocultarían en caso de que alguien merodeara por allí. La noche fue fría y desapacible, un viento del norte soplaba entre los altos árboles, silbando y ululando sobre mi cabeza. De niño había oído muchas leyendas sobre espíritus y bosques y no concilié el sueño con facilidad.

Me despertó el rocío del amanecer, que de los árboles me goteaba en la cara. Un frío despertar para una fría mañana pensé, pero el sol ya asomaba entre las nubes y comenzaba a calentar lentamente. El viaje se endurecería a partir de ahora, porque como precaución y para pasar más desapercibido, mi caballo se había quedado del otro lado de la frontera. En los tiempos que corren un hombre a caballo es algo excepcional, y lo que pretendo a partir de ahora es no llamar la atención.

No me entretuve en comer nada, y comencé a andar buscando el final del bosque. Seguía dirección sur guiado por el musgo que crecía en la cara norte de las cortezas de los altos árboles. El bosque era espeso y parecía no tener fin, eran raros los claros, y tampoco se divisaba ningún sendero. Avance con dificultad por la espesura, sorteando raíces y ramas, hasta que creí oler algo que parecían los restos de un fuego. Me detuve alerta, y avancé con cautela hacía aquel rastro oloroso. Me acercaba a un claro, y pude divisar una pequeña casa muy antigua y destartalada. Me acerque con precaución, la mano presta en la empuñadura, llegué como una sombra hasta la entrada. La casa era realmente antigua, muchas de las maderas estaban carcomidas, y olían a humedad. Di un rodeo, para observar la parte de atrás, pero detrás de la casa no había otra puerta que era lo que yo iba buscando. Por el flanco derecho me asomé a una estrecha ventana.

En el interior ardía un pequeño fuego, y un anciana se sentaba junto al hogar. Parte de mis inquietudes se disiparon pero no todas. Terminé mi rodeo de la casa, y me acerqué a la puerta. La empujé con suavidad, y se abrió lentamente, mientras yo me agachaba junto al marco. Del interior llegó una voz como un eco.

- ¿Quién anda ahí?, ¿quién me molesta tan pronto?. Después de una breve pausa la voz continuó. No pienso salir, me da igual quien seas cierra la puerta y vete por donde has venido.

Aquella voz era de alguien muy viejo, mucho más aún que la casa, y seguro que casi tanto como algunos árboles del bosque. Me incorporé y entré en la casa, el olor era extraño, el tiro de la chimenea estaba medio cerrado y el humo se mezclaba con el olor a especies y a alimentos secos. La habitación apenas tenía muebles salvo una cama al fondo, una mesa y dos sillas, una de ellas ocupada por la anciana junto al fuego.

Cuando cerré la puerta, la luz disminuyó sensiblemente, por la única ventana de la casa apenas entraba la luz del sol, y la iluminación era solo la proporcionada por los pequeños troncos que ardían lentamente. Cuando dirigí la mirada a la anciana, me miraba fijamente, y pude ver lo realmente vieja que era, aquellos ojos habían visto muchas cosas a lo largo de muchos años.

- ¿Qué quieres, acaso no ves que no tengo nada?, gritó, ¿quieres comida, apenas tengo un poco de carne seca y un tazón de arroz?. Su expresión era ruda, estaba claro que esa mujer ya no temía a nada ni a nadie.
- No busco comida, ni pienso hacer daño a una anciana indefensa, contesté. Solo necesito un poco de orientación he entrado en el bosque y busco una salida hacia el sur.

La anciana volvió a una postura más relajada y dirigió su mirada hacia el fuego, como si yo ya no tuviera la más mínima importancia.

- Si quieres salir del bosque aún tienes mucho que andar, no pierdas el tiempo hablando con una vieja. Sus ojos se fijaban en el movimiento de las llamas, y sus pupilas parecían bailar con el ritmo del fuego.
- Tienes razón, pues el tiempo es precisamente mi mayor enemigo, por eso necesito el consejo de alguien que conozca el bosque. ¿No existe ningún sendero que pueda seguir?, eso me facilitaría mucho el viaje.
- En este bosque no hay senderos, ni caminos ni nada parecido, pero si te sirve de algo, encontrarás un riachuelo no muy lejos, al este de la casa, recorre el bosque de norte a sur y si sigues su curso no te será difícil salir del bosque.

Aquello era justo lo que necesitaba, el río me sacaría del bosque y no me encontraría a nadie que me preguntara nada. Le agradecí a la anciana su amabilidad y le di una moneda en compensación, que ella aceptó, no sin soltar un seco gruñido. Cerré la puerta detrás mía y me aleje despacio.

No me fue difícil encontrar el riachuelo, que efectivamente seguía la dirección indicada. Ahora solo me quedaba recorrerlo hasta salir de la espesura, que comenzaba a agobiarme con el calor de la mañana y la densidad que estaba tomando el aire. El sol no penetraba entre las copas y el ambiente bajo la cúpula de abedules era agónico. Me costaba respirar y el camino se me hacía cada vez más pesado, de vez en cuando me era necesario parar y refrescarme con el agua helada. Pero afortunadamente mi esfuerzo no estaba siendo en balde, poco a poco la densidad del bosque disminuía y el espacio entre árboles era mayor, pronto vería la salida y volvería a sentir el sol y el viento en la cara.

CONTINUARÁ.
Salir de aquel bosque fue como volver a la vida, ahora caminaba con alegría en el corazón y ánimos renovados. Cuando abandone el bosque de abedules me encontré en una senda ancha que se perdía a la vista muchas millas adelante al pie de unas montañas. Decidí tomar aquel camino atravesando los extensos arrozales que me separaban de las montañas. Y una vez llegara a esas moles de tierra y roca ya me preocuparía de encontrar la mejor forma para llegar al otro lado. El camino era ahora llano y regular, podría caminar a buen ritmo durante las próximas jornadas, y sin tomar demasiadas precauciones, porque por estos campos solo me cruzaría con campesinos, al menos ese era mi deseo.

Las jornadas de viaje se sucedían sin incidentes, atravesé dos aldeas, en las que no me detuve ya que aún tenía víveres para un par de días. Parecía que apenas me había acercado a las montañas, sin embargo si volvía la vista atrás no alcanzaba a ver el bosque de la anciana. Había decidido caminar todo el día, y acampar toda la noche, disfrutar de mis últimas provisiones y por la mañana desviarme un poco hacía el oeste, a una aldea de mayor tamaño que las anteriores, que se divisaba desde el camino.

Para llegar a la aldea tuve que dejar la senda y atajar campo a través. Por suerte no estaba lejos, porque caminar entre la maleza y las zarzas no era nada cómodo. La aldea estaba sumida en un gran silencio, la componían quince o más casas. E incluso había alguna de piedra, me dirigí hacia el centro a una pequeña plaza. No vi a nadie a simple vista pero si intuía que me observaban atentamente. Supuse que los hombres estarían en el campo y sus mujeres asustadas se habían encerrado en las casas ante la llegada de un extranjero. Cansado y harto del viaje pensé que era el momento de dejar a un lado la prudencia y comportarme como lo que era.

- Vamos salid de ahí cobardes, grité. Que tipo de pueblo es este que todos sus habitantes se esconden como gallinas. La única respuesta fue el eco de mi propia voz.

Maldije para mis adentros a los aldeanos, por ser tan temerosos. Elegí la casa más grande de las que me rodeaban. Un caserón de piedra, con dos alas y un pequeño patio algo descuidado. Mis gritos me habían animado y no tome ninguna precaución, cruce el umbral y me planté firmemente en el la arena del patio, y me dispuse a gritar de nuevo. Cuando me disponía a alzar la voz, vi un rápido movimiento por el rabillo del ojo, con el tiempo suficiente como para esquivar un garrote, que me pasó silbando cerca de la cabeza. Como una pantera me volví, y estaba ya dispuesto a derribar a mi adversario, cuando un segundo atacante salto detrás mía saliendo de detrás de un arbusto, pero yo ya estaba preparado rodé sobre mi mismo para situarme a un lado del segundo agresor. Por su aspecto comprendí que eran campesinos, y que no tenían muchas posibilidades contra un samurai. Sin desenvainar la katana, aseste un golpe en el costado al más grande que había salido del arbusto, con un soplido se dobló y cayó al suelo. Recuperé la posición de defensa, una mueca parecida a una fina sonrisa asomó en mis labios mientras me encaraba al campesino restante. Por supuesto ambos sabíamos que la emboscada había fracasado y solo nos quedaba dilucidar que pasaría ahora, bien a mi enemigo le quedaba algo de cordura y pedía clemencia, o bien era un autentico loco y se arrojaba a la muerte.

Ninguna de esas cosas ocurrió, el campesino se quitó el sombrero de paja y corrió a socorrer al caído, ayudándolo a incorporarse. Para mi sorpresa descubrí que se trataba de una mujer, y debía ser la hija del hombre al que yo había golpeado. Ayudé al corpulento campesino a ponerse de pie, momento en el cual ella me miró extrañada.

- Es cierto que el honor y el respeto es algo difícil de ver en estos días, dije. Pero yo puedo jactarme de aunar ambas cualidades y nunca hubiera atacado a este hombre sin mediar una provocación. Pero que clase de aldea es esta en que no hay hospitalidad para un viajero y se le juzga antes siquiera de dejarle hablar.
- Lo sentimos de veras joven señor, me espetó la chica con voz temblorosa. Pero el pueblo pasa por serias dificultades, por aquí no pasa nadie que no sea un ladrón o un forajido desde hace mucho tiempo. Los extranjeros no son bien recibidos y si pasan de largo mejor que mejor.
- Llevadme dentro, susurró el hombre. Trataremos de disculpar nuestra falta, si es que este joven samurai es capaz también de perdonar.

Ayudamos al hombre a entrar, cosa nada fácil porque en verdad era de un gran tamaño. Una vez dentro, avanzamos por un pasillo que nos condujo a un patio interior. La casa no parecía la de un campesino, pero las ropas de sus habitantes si. Llegando a la mitad del pasillo nos detuvimos, la muchacha se adelantó para abrir una puerta corredera. Descalzos penetramos en la estancia. En la pequeña sala otra puerta estaba entreabierta dejando entrar la luz y el aire de un patio interior, este mucho más cuidado que el de fuera. En la habitación solo había una mesa para el té. El hombre se sentó primero y con un gesto me invitó a imitarle. Cuando estuvimos ambos sentados, la joven se retiro sin dejar de mirarnos, y salió con una ligera inclinación de cabeza en señal de respeto.

- Mi hija y yo sentimos mucho lo ocurrido ahí fuera, de haber sabido que se trataba de gente de bien, nuestro recibimiento hubiera sido distinto, lo sentimos de veras. La voz del hombre sonaba sincera y arrepentida.
- Por mi parte está olvidado, ha sido un incidente sin importancia, pero tened en cuenta para futuras ocasiones, que vuestra presa puede no ser compasiva como lo he sido yo.
- Olvidado entonces, dijo el hombre bastante aliviado por mi respuesta. Mi nombre es Aruko Igari, y soy el jefe del pueblo y el encargado de rendir cuentas al Shogun respecto a los impuestos a pagar por los aldeanos. Parecía que aquello le hacía sentir muy orgulloso, y a mi me puso alerta, debía desconfiar de alguien que trabajaba para el Shogun por muy insignificante que fuera.

No resultó difícil enterarme de muchas cosas, sin apenas preguntar, ya que Aruko era de palabra fácil, demasiado fácil para mi gusto. El Shogunato se preparaba para la guerra contra mi Señor, los impuestos se habían doblado y los jóvenes habían partido hacia el castillo para ser adiestrados y equipados como infantería. Estas eran malas noticias sin duda, otro frente se abría en nuestra frontera del sur.

CONTINUARÁ.
Después de hablar largo y tendido, sobre la aldea y sus habitantes, así como de los problemas de la región, Aruko me preguntó por mi procedencia y por mi destino. Durante mi viaje, nunca me paré a pensar que diría sobre mí mismo si alguien me preguntaba, y las preguntas del jefe de la aldea me pillaron desprevenido.

- Mi nombre es Miyamoto Tendo, respondí. Y vengo de muy lejos, sirvo en los ejércitos del Shogun Mizuno, en la frontera del norte de vuestro vecino el Shogun Takada, y como sabéis estamos en guerra. He sido enviado con la esperanza de encontrar ayuda en vuestro señor.
- Pues no era necesario vuestro viaje, pues es bien sabido, que nuestro shogunato se prepara para la guerra contra nuestro vecino del norte, con lo cual somos aliados joven samurai.
- Las noticias que me estáis dando no podrían ser mejores, pero ahora mi misión tiene más sentido que antes. Pero no por lo que tu crees viejo, pensé, si no me doy prisa no soportaremos mucho tiempo el ataque por ambas fronteras.

Habíamos hablado ya largo tiempo, cuando la joven entro de nuevo para servirnos la cena. Después de cenar me acomodaron en una habitación en el piso de arriba. Mi sueño esa noche fue ligero, y mi mano no se apartó de la empuñadura de mi espada. Cuando llegó el amanecer, recogí mis cosas y bajé sigilosamente la escalera. Salí al patio central, y salté la tapia trasera de la casa, asegurándome de no ser visto. Cruce la aldea en silencio y evitando las casas donde ya se oían ruidos o había luces encendidas.

Regresé al camino, y me puse en marcha cuando el sol apenas asomaba en el horizonte. Según Aruko este era el camino más corto hasta el castillo de su Shogun, me llevaría con facilidad hasta el pie de las montañas, y luego podría elegir entre rodearlas, o atravesarlas. Debería andar con precaución, porque según me había dicho grupos de aldeanos y samuráis seguían este camino hacia el castillo.

La mañana transcurrió sin novedad, y al mediodía me detuve a comer. Resultaba difícil ocultarse en aquel camino rodeado por arrozales, por lo que sí encontraba a alguien tendría que volver a mentir. Caminé toda la tarde hasta que el sol se ocultó y decidí que era hora de comer un poco. Me acomodé en la cuneta del camino el único sitio donde podía tumbarme a descansar. Cuando me estaba preparando para dormir, vi algo a lo lejos, en el camino a bastante distancia pero claramente visible titilaba un pequeño fuego de campamento.

Desperté cuando amanecía, y me puse en camino lo más rápido que pude, temiendo que los que hubieran encendido ese fuego estuvieran en marcha ya. De vez en cuando me volvía para atisbar el camino detrás de mí. Durante la mañana no tuve ninguna señal de mi perseguidor, pero cuando caía la tarde escuche lejanos gritos como de alguien que cantara. Aquella noche la hoguera estaba más cerca, pero no tanto como si mis perseguidores fueran a caballo. Pero aún a pie me recortaban ventaja, eso era evidente. El día siguiente fue una marcha sin tregua desde el amanecer hasta bien entrada la noche, lo cual me permitió mantener mi ventaja, y no dejar que aquella hoguera nocturna se me acercase. Estaba muy cansado y me dormí rápidamente, cuando desperté el sol ya había salido y empezaba a calentar con sus primeros rayos, ese estúpido descuido, me haría perder horas de ventaja.

Las jornadas se sucedían, y el fuego nocturno se acercaba cada día un poco más, me daría alcance antes de llegar a las montañas, debía tratarse de uno o dos hombres con poca carga o con un animal que les aliviara de ella. Mis esfuerzos por mantener la distancia habían sido inútiles, y ya no me preocupaba, solo vigilaba para estar preparado cuando me alcanzaran. Mis cálculos me indicaban que en un par de jornadas a lo sumo estarían a mi altura.

Mi ritmo al caminar había descendido notablemente ya rendido al encuentro no deseado. El fuego aquella noche estaba muy próximo a mí, y decidí abandonar mi campamento en mitad de la noche para espiar a mis seguidores. Me acerque entre los arrozales, en el más absoluto silencio, dando un pequeño rodeo para aproximarme por un lado del campamento. No podía acercarme mucho, pero si lo suficiente para ver algo a la luz del fuego. Un hombre corpulento se sentaba junto a la lumbre mientras comía. Llevaba un asno con él, no había otra explicación para que mi ventaja disminuyera tan rápidamente. Desde donde estaba tumbado entre las plantas de arroz, no podía ver mucho más, pero apoyada en el asno descansaba una pesada lanza, que delataba que mi perseguidor era hombre de armas.

De repente el asno dio un bufido y se agito inquieto, debía haberme olido, un fallo de inexperto por acercarme al campamento a favor del viento. El samurai tiró su comida y se puso de pie de un salto.

- ¿Quién anda ahí? gritó a la oscuridad. Su cara brillaba encendida por el resplandor del fuego que le daba un aspecto más que salvaje.

Permanecí tendido en el suelo, si me descubría ahora, el enfrentamiento estaba asegurado. Aquellos segundos me parecieron eternos, apretado contra el suelo con la katana presta para salir de su funda. En la hoguera, el samurai pareció calmarse, dio una patada al polvo del camino y volvió a sentarse. Me retiré a mi campamento más sigiloso que nunca, y escarmentado para toda la vida, que me cayese un rayo si otra vez cometía tal descuido.

Por la mañana me levanté temprano y caminé a buen ritmo con la intención de aplazar el encuentro un día más para evitar sospechas. Y aunque tuve que caminar sin descanso todo el día, por la noche había logrado mi objetivo, y mi compañero de viaje estaba a cierta distancia. Ya lo había decidido y al día siguiente me dejaría alcanzar.

Me pasé todo el día caminando como quien pasea por un bello jardín, dejando que el sol me calentase y el aire despejara mi cabeza. Ardía en deseos de ser alcanzado, para conocer el camino que tomarían los acontecimientos. No temía en absoluto un enfrentamiento, estaba preparado para morir con honor desde hace tiempo, y además era joven y deseaba adquirir experiencia en el combate. Pero algo me decía que eso no ocurriría, que aquel hombre era un samurai de la vieja escuela y evitaría una lucha a no ser que yo le provocara.

Cuando comenzaba la tarde, ya podía oír a lo lejos el avance de mi compañero y su bestia, avanzaban a buen paso no muy lejos de mí. Estaba convencido de que si me volvía, podría ver ambas siluetas recortadas contra el cielo gris. La tarde se cubría de nubes cuando escuche la primera voz.

- Eh, ahí delante, deteneos no corráis. ¿Quiénes sois y adonde os dirigís? Exclamó una voz a mi espalda.
- Quien soy y adonde voy es solo asunto mío no creéis, contesté sin volverme.
- Vaya carácter extranjero, más pareces un noble que un samurai. Se mofó. Al ver que me detenía su gesto se ensombreció. Me giré despacio, relajado y con ambos brazos tendidos junto al cuerpo.
- No soy noble como podéis observar, y mí destreza como samurai solo tenéis que ponerla a prueba. Mi compañero de tantos largos días de viaje me observó de arriba a bajo, y soltó una enorme carcajada.
- Arrogante jovenzuelo, veo que has tenido buen maestro, querrás compartir una comida de camino con un viejo samurai. Estoy más que harto de andar, y creo que es buen momento para comer algo.

Con un gesto acepté la invitación, y ambos nos sentamos a comer y a hablar sobre que nos había llevado aquel paraje. Mi historia fue la misma que le había contado a Aruko en la aldea. Y la suya parecida, su intención era la misma, unirse a los ejércitos del castillo, pero él no venía de tan lejos. Había estado combatiendo en la frontera, llevando acabo pequeñas escaramuzas junto a un grupo de samuráis. Pero su suerte se torció. Al intentar el asalto a la fortaleza fronteriza de Oromatsu, fueron rechazados por los samuráis del fuerte, y su grupo se dispersó. Bien por el viejo jabalí pensé, ese tozudo mantendrá su posición frente al mismísimo diablo.

CONTINUARÁ.
Decidimos continuar juntos, al menos hasta llegar al castillo. Sería más fácil atravesar estas tierras con algo de compañía, y además evitaría sospechas y preguntas inoportunas. El camino me resultaba mucho más agradable ahora, y la conversación de Takeshi, que así me dijo se llamaba, era entretenida. No paraba de contar historias sobre sus enfrentamientos, escaramuzas y correrías, lo cual a mí me fascinaba y me mantenía enganchado sin poder parar de escucharle.

Avanzamos a buen ritmo aquellos días, aliviada mi carga en la bestia, podía seguir el caminar de Takeshi. Y pronto estuvimos cerca de las estribaciones de la montaña. En la última aldea donde descansamos, nos advirtieron sobre los bandidos que abundaban por la zona, y nos aconsejaron rodear las montañas aunque el camino fuera más largo, era sin duda más seguro. Pero Takeshi al igual que yo tenía prisa, y decidió que seguiría el camino a través de la montaña, aunque todos los bandidos del Japón estuvieran allí esperándole.

No nos fue difícil encontrar el sendero que ascendía desde los pies de las montañas, hasta el paso elevado en las cimas escarpadas. No encontraríamos nieve por la época del año, pero si frío y un duro ascenso. Tomamos las provisiones necesarias en la aldea, y comenzamos la ascensión por la nueva senda. Las primeras jornadas, fueron una simple aproximación por la falda de la montaña, la senda transcurría bastante recta a través de un bosque que se espesaba según nos acercábamos a las primeras rampas. Por fin a los pies de la montaña, ya dentro de un profundo bosque, acampamos para descansar y poder enfrentar la jornada del día siguiente, que nos llevaría por un sendero serpenteante hasta alcanzar una primera meseta a bastante altura, pero aún lejos de la verdadera escalada. No sabíamos si el animal podría subir hasta arriba, pero de momento nos acompañaba, según los aldeanos no encontraría demasiados problemas pues el camino hasta el paso aunque complicado era transitable para las bestias.

Alcanzamos la planicie sin novedad, después de un día fatigoso. La altura ya era considerable, pero en esta meseta la vegetación era abundante todavía, y acampamos cómodamente cerca de un riachuelo. La noche fue fría, y una espesa niebla sé cerro sobre nosotros. El bosque parecía ahora embrujado por algún tipo de encantamiento y no podíamos ver nada a nuestro alrededor. El amanecer retiró la niebla muy poco a poco levantándola como un tupido velo, que huía del sol naciente. Cuando nos preparábamos para comenzar la marcha, y estábamos a punto de regresar a la senda, unos ruidos nos alertaron. Por fin un poco de acción pensé, si se trata de bandidos espero por su bien que no traten de asaltarnos. Nos agazapamos entre la maleza, sigilosos ayudados por los últimos jirones de niebla.

Un grupo nutrido de hombres armados no tardó en aparecer, debían ser al menos siete, y sus vestimentas no eran las de un samurai, si no las de un simple ladrón que no merece empuñar una espada. Unos eran mercenarios, y otros simplemente campesinos, ninguno parecía versado en la disciplina del bushido. Sus armas, habrían pertenecido a samuráis muertos, robadas en el campo de batalla, para deshonra de sus antiguos propietarios. No nos movimos, quietos como estatuas de piedra ocultas junto al camino, miembros de un código de honor hoy casi olvidado, de una tradición de guerreros que sería recordada con nostalgia por todo el Japón. Un Japón que prohibía el uso de la espada en algunas de sus grandes ciudades, espadas que habían sangrado para conseguir la paz y la unión de un país en constante lucha.

El grupo paso despacio, entre gritos y chanzas sobre sus correrías, no nos movimos hasta perderlos de vista y dejar de escuchar su griterío. Solo entonces nos relajamos, recogimos nuestras cosas y emprendimos la caminata, ahora sabíamos que les teníamos delante, y en cualquier momento nos oirían, y tratarían de tendernos una emboscada. Aumentamos nuestras precauciones según avanzaba el día, buscábamos entre los árboles y en las copas de estos un vigía que pudiera delatar nuestra presencia. Pasamos la noche turnándonos con las guardias, sin fuego para calentarnos y atentos a cualquier sonido.

Al amanecer todo estaba demasiado en calma, Takeshi estaba explorando los alrededores en busca de señales de alguna visita nocturna. Yo recogía todo y cargaba el asno, cuando una flecha me alcanzó en el hombro. El impacto me lanzó bruscamente hacia atrás y choque contra un gran árbol cercano, no tenía tiempo de preocuparme por la herida, si la flecha estaba emponzoñada más tarde lo sabría. Me lance tan rápido como pude detrás del asno, mientras otra flecha se clavaba en el árbol donde me había apoyado. Eché una fugaz mirada a unos riscos próximos, y vi el resplandor de la punta de una nueva flecha. Debía acabar con el arquero, antes de que los demás bandidos se precipitaran sobre mí. De mi derecha me llegaban gritos de lucha, sin duda Takeshi también tenía sus propios problemas. Zigzagueé entre los árboles lo más deprisa que pude, hasta colocarme fuera del alcance de las flechas, mi atacante estaría cambiando de posición al haber perdido el blanco, a mi espalda pude ver como tres hombres entraban en el claro que yo acababa de abandonar, pronto me verían si no me movía rápido. Salté hacia delante empujado por la desesperación y corrí como poseído a los riscos, trepé a lo alto de la peña y de un gran salto me precipité sobre el sorprendido arquero. El golpe resultó fatal y mi contrincante cayó abierto en canal. Por los gritos a mis espaldas supe que los hombres del claro habían visto mi ataque.

Me encontraba en clara desventaja, no ya por el número si no por mi herida. Pero no había alternativa. Busqué un sitio despejado donde poder moverme y me puse en guardia para recibir el primer envite. El primero de los hombres que me alcanzó empuñaba una katana corta, llegó hasta mí corriendo con la espada en alto dispuesto a dejarla caer sobre mí. Mi brazo se movió como el relámpago, describiendo una ese en el aire, y mi adversario quedó herido de muerte. Me sentía cómodo y los movimientos venían a mí de forma automática sin necesidad de pensarlos. Me desplacé unos pasos a mi derecha para recibir al segundo hombre, paré su estocada, trabé su katana con la mía y de un puntapié lo arrojé colina abajo. Giré sobre mí mismo para encarar al último bandido que ya se disponía a asestarme una lanzada, pude esquivar el golpe a duras penas, con la fortuna de que mi adversario quedó desequilibrado el tiempo suficiente como para que mi espada le traspasara de parte a parte. Solo quedaba uno vivo, y ya se reponía de mi patada, y comenzaba a trepar hacia mí. Lo observé tranquilamente, la altura me daba cierta ventaja y algo de tiempo, cargó con violencia pero torpemente, un movimiento lateral me bastó para abrir su defensa y provocarle un profundo corte en el costado, se quedó tendido en el suelo muy quieto y jadeante y comprendí que ya no representaba ningún peligro.

El hombro me ardía y ya apenas podía mover el brazo, pero la batalla no había acabado, al menos otros tres asaltadores debían estar atacando a Takeshi. Corrí en la dirección de los gritos, no tarde en encontrarme en medio de la refriega, un asaltante había caído y Takeshi se batía con los otros dos. Por un momento no supe si intervenir, podía resultar una ofensa para un samurai, permanecí unos segundos a la espera. Takeshi era sin duda un maestro, su destreza era indudable, se movía a gran velocidad como si sus pies no tocaran el suelo, esquivaba los golpes de ambos adversarios a la vez y parecía intuir el golpe siguiente con antelación. Corrió hacia atrás para distanciarse de los enemigos y envaino la katana, adopto una posición de ataque y se lanzó a gran velocidad contra sus dos objetivos. Como por arte de magia la espada abandonó la funda, serpenteó entre los enemigos y volvió a su sitio. El resultado fue devastador, los dos hombres cayeron al suelo fulminados y con los vientres abiertos.

Así acabó todo, y la amistad que estaba naciendo entre los dos se vio favorecida por el compañerismo y el respeto que da el compartir una batalla.

CONTINUARÁ.
Las flores del cerezo. (7º Capítulo).
Takeshi apenas había recibido algunos rasguños, pero la herida de mi hombro necesitaba reposo, una limpieza y un buen vendaje. Volvimos a acampar junto al riachuelo, decididos a pasar allí toda la noche y seguir nuestro viaje a la mañana siguiente. Mi herida por fortuna había sido limpia y no me afectaba a la movilidad del brazo, aunque durante todo el día de viaje sentí molestias y punzadas de dolor. Abandonamos la meseta al mediodía después de una caminata hasta encontrar de nuevo un sendero que continuaba la ascensión. El camino serpenteaba por la falda de la montaña, y ya empezaba a resultar trabajoso ascender. No avanzamos mucho, la montaña nos había ganado la partida, estábamos cansados magullados y hartos de caminar, a media tarde nos pusimos a buscar un sitio donde pasar la noche, y dimos por finalizada la primera jornada de ascenso.

La noche pasó tranquila y la mañana nos recibió con un sol espléndido que pronto comenzó a calentar y nos animó a reemprender la marcha cuanto antes. Caminamos mucho esa mañana, Takeshi abría la marcha a grandes zancadas caminaba sin pausa, mirando hacia el suelo, estaba acostumbrado a largas caminatas y sus músculos parecían de acero. No era muy alto, y sus piernas cortas y fuertes eran ideales para soportar las jornadas andando de sol a sol. A veces incluso me costaba seguir su ritmo, pero apretaba los dientes y le seguía para no mostrar debilidad. Mi cuerpo más alto y delgado, se estaba volviendo fibroso y flexible por las numerosas jornadas de marcha. Ambos estábamos muy morenos, la cara parecía la de un campesino del sur curtida por el sol y el viento.

Llevábamos dos o tres días de camino desde nuestro enfrentamiento, caminábamos en silencio, y solo hablábamos cuando nos sentábamos a comer. Takeshi siempre contaba anécdotas de sus diversas batallas o duelos. En una de nuestras comidas me contó como en una ocasión siendo más joven, se había enfrentado en una batalla con un samurai ahora famoso en todo Japón, Miyamoto Musashi. Musashi era hoy en día un samurai conocido en todo el país por su técnica y su leyenda de invencible. Había participado en numerosas guerras y no se le conocía ninguna derrota, hoy ya retirado con su mujer se dedicaba a adiestrar a jóvenes samuráis, aunque no era nada fácil ser su discípulo. Algo que yo había conseguido gracias a la amistad de Musashi con mi padre. No le dije a Takeshi nada de mi aprendizaje con el mejor de los samuráis. Y escuche su historia como si no lo conociese o hubiera oído hablar de él por cuentos narrados por mis mayores. Takeshi me contó como pudo resistir a duras penas los ataques de Musashi y la suerte le llevó a tropezar y caer rodando por una colina lejos del campo de batalla, salvando posiblemente de esta forma la vida.

En ninguna otra historia volvió mi compañero a hablar de mi maestro, y si hacia alguna referencia a su participación en alguna guerra o batalla fruncía el ceño con un gesto de rencor, recordando su enfrentamiento. Yo no tenía mucho de lo que hablar, en parte por mi mentira, en parte por mis pocas experiencias, pero escuchaba pacientemente y con interés las historias que me contaba Takeshi durante las comidas y antes de acostarnos. Por lo demás nuestra conversación no iba más haya, y eso me favorecía y me facilitaba el no tener que seguir inventando mentiras.

Cada vez ascendíamos con mayor dificultad, la temperatura era ahora fría a pesar del sol que nos acompañaba todos los días sin permitir que las nubes taparan sus rayos. El asno aún seguía con nosotros y nos era de gran ayuda, porque sin el parte de nuestro equipaje se hubiera quedado a los pies de la montaña. Era un animal noble y nada terco raro en los de su especie, era feliz rozando entre la hierba y soportaba pacientemente la carga cuando comenzábamos a caminar. De momento los pastos eran abundantes y el animal encontraba alimento allí donde parábamos a descansar o a comer. Avanzaba la mañana de un nuevo día de viaje, cuando reparamos en una pequeña abertura en la roca escondida entre unos zarzales, nos asomamos con prudencia, para descubrir que aquella pequeña abertura, era la entrada de una cueva bastante grande y llena de provisiones y acondicionada para alojar al menos a diez personas. Aquel escondite debía servir de guarida al grupo con el que nos enfrentamos en la meseta, con lo cual no se sentirían ofendidos si cogíamos algunos víveres.

Cargados de nuevas provisiones, descansados después de pasar la noche en un sitio confortable, continuamos nuestro camino con ánimos renovados. Ya no estábamos lejos de llegar al final del sendero y alcanzar el paso que nos llevaría al otro lado de la montaña, para descender a orillas del Castillo que era nuestro destino.

CONTINUARÁ.
El paisaje se tornaba ahora frío e inhóspito, no quedaba rastro de vegetación, ni de vida a aquella altura. El aire era pesado y parecía tomar un color plomizo según nos acercábamos al paso. El paso montañoso se alzaba ante nosotros como una herida en el corazón de la montaña, marcando una siniestra v negra. Los picos que se erguían ante nosotros se recortaban altivos contra el cielo, como estatuas de antiguos antepasados de los hombres ahora olvidados. El paso era sin duda el lugar perfecto para preparar una emboscada, y si aún quedaban bandidos en estos parajes, estaba seguro de que lo intentarían.

Entramos en el desfiladero, en un atardecer ya oscuro. Habíamos decidido cruzar de noche tratando de pasar inadvertidos a los ojos de posibles espías. Los cascos del animal tuvimos que taparlos con trapos para evitar que resonaran en la piedra La gruta era un cañón que atravesaba la montaña dividiéndola en dos altos picos, coronados por nieves perpetuas. Si todo iba bien al final de la noche nos encontraríamos del otro lado riéndonos de nuestros temores y precauciones, pero hasta entonces caminábamos en el más absoluto silencio buscando las sombras que nos ofrecían las lisas paredes del desfiladero. La luz de la luna apenas nos alumbraba, y nuestros ojos tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad casi absoluta según avanzábamos más y más al interior del paso.

Avanzaba la noche, y estábamos a la mitad del camino cuando Takeshi se detuvo bruscamente. Me hizo una señal con el brazo y se apretó contra la pared. Más adelante, me susurró, se levantaba una empalizada o algo similar. Aquello era un gran contratiempo, si volvíamos atrás, deberíamos descender y rodear las montañas, por lo que decidimos asaltar la empalizada y pasar por la fuerza.

Nos acercamos con sigilo, hasta situarnos al pie de la puerta del paso. El muro era de madera, y las estacas terminaban en puntas un día afiladas y hoy ya romas. La muralla de troncos no tenía gran altura, y nos ayudamos uno a otro a saltar, después de asegurarnos que ningún centinela estaba apostado del otro lado. No encontramos mucho detrás del parapeto, salvo un par de hombres que creímos dormidos, pero que al acercarnos vimos que se trataba de un sueño del que ya no despertarían. Había señales de lucha, posiblemente un grupo de hombres trataron de pasar, el otoño pasado, y estos cadáveres habían sido conservados por las nieves del invierno. Quitamos el cerrojo de la puerta, y volvimos a buscar a nuestro animal de carga. No encontramos ningún impedimento más en nuestro camino. Si alguien había custodiado este paso era sin duda para asaltar al que intentará atravesarlos y para controlar las montañas. Pero en estos tiempos de guerra, algún grupo que se dirigiera como nosotros al castillo, no dudó en escarmentar a los forajidos.

Descansamos toda la mañana al otro lado de los escarpados picos, lejos de la amenaza del desfiladero. Agradecidos a los que delante de nosotros nos limpiaron el camino aunque fuera hace ya un año. Con el comienzo de la tarde nos pusimos en marcha ahora descendiendo por el sendero, un gran bosque se extendía ante nosotros, llegando hasta el valle al pie de las montañas. El valle que se divisaba detrás del bosque se perdía en el horizonte como un gran mar de hierba. Y en el centro de ese valle, se podía divisar una enorme fortificación, rodeada por pequeñas aldeas, y alzándose entre ellas, y sobre las murallas, como un gigante de piedra, nuestro destino. El castillo era sin duda reflejo del poder del Shogun de estas tierras, y una gran cantidad de enemigos dispuestos a caer sobre mi señor y mi hogar se ocultaban tras sus puertas. Y yo me dirigía allí solo sin más compañía que un enemigo y su asno.

Aún no había decidido, que haría cuando llegara la hora de separarme de Takeshi, pero un enfrentamiento parecia inevitable. Pese a nuestra amistad, yo debía llevar a cabo mi misión, aunque ello me supusiera matar a un amigo. No sabía si mi brazo vacilaría, y por eso no pensaba en el tema, retrasando lo más posible la decisión a tomar. Si decidía abandonar a Takeshi en mitad de la noche, levantaría sus sospechas y alertaría a los guardias del castillo. Por lo que el enfrentamiento parecía cuestión de tiempo. Quien me hubiera dicho, que yo no tomaría la decisión, si no que sería el destino quien se reiría de mí, poniendo en nuestro camino unos acompañantes no deseados.

CONTINUARÁ.
Cuando logramos atravesar el espeso bosque y descender así hasta la llanura, nos dimos cuenta que no éramos los únicos que se dirigían al castillo, por todos los caminos se veían grupos de hombres armados en la misma dirección. Si hubiéramos podido elevarnos como un águila y contemplar el valle desde el cielo, habríamos visto la cantidad de hombres que se encaminaban al centro del valle, como hormigas que vuelven a su hormiguero. La actividad en la ciudadela debía ser frenética, y los preparativos para la guerra estarían ya avanzados.

Elegimos el camino más cercano a nosotros para continuar nuestro viaje, era una calzada ancha bien nivelada, a la que habíamos llegado desde nuestra senda de las montañas. Debía ser muy transitada, ya que la arena estaba muy compacta y los rastros de numerosos viajeros eran más que evidentes. Pronto tuvimos el encuentro del que ya he hablado, al día siguiente sin ir más lejos, alcanzamos a un grupo de samuráis que nos invitaron a unirnos a ellos. Este encuentro cambiaba las cosas, ya que ahora un enfrentamiento era un suicidio, por mucha que fuera mi destreza, ni mi maestro hubiera salido bien parado de aquel trance.

Formábamos un grupo de doce, todos samuráis, y casi todos experimentados, salvo dos jóvenes y yo mismo. La mayoría eran ronins que vendían sus servicios al mejor postor, samuráis sin maestro, sin señor y sin honor. El grupo era cuanto menos peculiar, ya que lo formaban hombres de todos los puntos del Japón. Y cada uno contaba sus aventuras y batallas en cuanto tenía ocasión, entre ellos no había ningún samurai de la vieja escuela como a mí me gustaba llamarlos, exceptuando a Takeshi y a mí mismo. Éramos los únicos que nos manteníamos alerta, desconfiantes, analizando las fuerzas de nuestros compañeros así como sus puntos débiles.

No reinaba precisamente el silencio, y las jornadas avanzaban entre chanzas, bromas y gritos. No hubiera querido tener a ninguno de mis nuevos compañeros en mi mismo bando en la batalla, eran todo lo contrario a lo que debía ser un samurai, y sin embargo representaban fielmente la situación de los guerreros actuales, alejados del honor y del camino del Bushido.
Entre nuestros diez acompañantes, había una mezcolanza de edades y personalidades. El de mayor edad, lejos de ser el más sabio era por el contrario un borracho y un pendenciero. Los dos más jóvenes, evidenciaban su falta de carácter soportando las crueles bromas del resto del grupo. Los demás eran los típicos mercenarios que engrosan las filas de muchos ejércitos y en los que nadie confía.

Mi situación había empeorado considerablemente, ya no solo tenía que preocuparme por Takeshi, si no por diez hombres más. No hubiera dudado ni un instante sobre mi decisión si en lugar de acompañarme Takeshi lo hubiera hecho cualquiera de los otros, le hubiera dado muerte deshaciéndome del cadáver, pero mi relación con Takeshi era de amistad y de respeto. Ahora me veía obligado a acompañar al grupo hasta al castillo, y esperar luego una oportunidad para continuar mi viaje sin levantar sospechas.

Ya no tardaríamos mucho en llegar, marchábamos todo el día, desde el alba hasta entrada la noche. Ya que las noticias que teníamos eran que la guerra era algo inminente, y que algunas tropas ya habían partido para realizar preparativos en la frontera. Según nos aproximábamos al centro del valle, las aldeas se sucedían con mayor frecuencia, y las poblaciones eran cada vez mayores.

El día que entramos en la ciudadela de la fortaleza, era caluroso y claro. Apenas se podían ver nubes en el cielo, y el sol calentaba con fuerza. Antes de encontrarnos realmente en la ciudad que rodeaba el castillo del Shogun, tuvimos que atravesar una innumerable cantidad de pequeñas casas que se extendían fuera de las murallas, buscando el abrazo de la protección de estas. Una vez cruzadas las murallas, se accedía a la verdadera ciudadela, que a su vez estaba separada por unas segundas murallas del castillo. El alboroto era enorme, por todos lados nos cruzábamos con samuráis, campesinos armados y adiestrados para formar la infantería, guardias y soldados, que esperaban en la ciudad su turno para partir a la guerra. La ciudadela era por tanto un lugar no muy seguro, y las reyertas eran frecuentes.

Las almenas de las murallas estaban jalonadas de arqueros, más atentos a vigilar lo que ocurría dentro que fuera de las murallas. En lo alto de la ciudad, como si fuera un mundo aparte se erigía el castillo del Shogun Kintaro Katsura, alto, silencioso y rodeado de jardines, como si el alboroto de la ciudad no pudiera alterar su calma.

Takeshi y yo decidimos no quedarnos en la ciudad, y después de ofrecer nuestros servicios a un capitán de la guardia que nos asignó una compañía, con la que partiríamos en breve, montamos un campamento en un bosque cercano fuera de la aglomeración de casas y chabolas. Las cosas se aclaraban, ahora debía elegir el momento más apropiado para continuar mi camino y separarme de mi compañero durante tantas leguas.

Al amanecer de la mañana siguiente me aleje del campamento para cazar mientras Takeshi comía algo. Una bruma espesa cubría el suelo del bosque, reinaba la calma y aún estaba oscuro, las condiciones eran idóneas para dar caza a una buena presa, pero nunca hubiera imaginado encontrar en ese bosque una de tal tamaño.

CONTINUARÁ.
Paseaba tranquilo y en silencio atento a cualquier señal que me alertase sobre una posible presa, cuando escuche un ruido a mi izquierda no muy lejos. Coloqué una flecha en mi arco y me acerqué sigilosamente. Me agazapé tras unos arbustos, preparado para disparar, la orilla del río no estaba lejos, y allí hablando en voz baja pude ver a dos hombres. Se trataba de dos guardias de palacio, y eso fue lo que me alertó, no era muy probable que el Shogun se encontrara cerca, pero si yo estaba en lo cierto, no era el único que cazaba en el bosque aquella mañana. Me alejé de los guardias por donde había venido y me interné más en el bosque, seguía teniendo la intención de cazar algo, pero mi actual presa era un mayor aliciente. Aún no sabía si mi intuición era correcta, y mis nervios aumentaban ante la posibilidad que se me planteaba, cuando encontré un rastro reciente, unas huellas claras sobre la tierra blanda del margen del río.

El rastro era reciente y muy claro, se internaba por un sendero hacia el corazón del bosque. Lo seguí con calma, sin apretar el paso, no podía cometer el error de ser visto, y es posible que estuviera muy cerca de mi objetivo. En el centro mismo del bosque los árboles cambiaban y sin darme cuenta me vi rodeado de cerezos. El suelo estaba tapizado de flores de cerezo, blancas y rosadas, y en el aire flotaban como si fueran nieve. Seguí caminando como hipnotizado, sin prestar atención a las huellas, internándome entre los cerezos y dejándome envolver por su aroma.

Desde la derecha me llegó una voz que me sacó de mi letargo como una bofetada.

- Precioso verdad, por eso vengo aquí muy a menudo. Me relaja y me ayuda a pensar contemplar tanta belleza. Era una voz joven la que me hablaba, pero denotaba carácter y autoridad.

Mi única respuestas fue un salto felino hacia atrás que me colocó frente a frente a mi interlocutor. Instintivamente llevé mi mano a la empuñadura de mi espada, dejando caer el arco y la flecha. Este gesto lejos de inquietar al joven, le hizo sonreír, y adoptar un gesto de curiosidad.

- ¿Acaso osarías alzar la espada contra mí?, ¿es que no sabes quien soy?. Al ver que mi gesto no cambiaba y persistía en mí la misma determinación, su sonrisa se torció en una mueca. Hace tiempo que no tengo la oportunidad de destripar a un rival, y parece que hoy tendré que emplearme a fondo, muchacho espero que sepas lo que haces.

Con estas palabras desenfundó su katana y comenzó a caminar lentamente hacia mí. Ambos girábamos en un amplio circulo observándonos y sopesando nuestras fuerzas. Las flores de los cerezos nos rodeaban, completando aquella danza de muerte. La belleza muchas veces oculta violencia y muerte en su seno, y la prueba estaba hoy en aquel bosque. Mi adversario debía ser tan solo unos años mayor que yo, era más alto y más robusto, de tez morena y cabellos castaños.

Fue él el primero en lanzar un ataque, se abalanzó con violencia sobre mí con la espada sobre su cabeza, y descargó un golpe terrible con ambas manos. Dando un paso atrás esquivé la estocada, y me dispuse a contraatacar, desenvainé y lancé mi espada contra su flanco derecho. Mi adversario se rehizo, y paró mi golpe sin demasiados problemas. Comenzamos de nuevo a girar, sin dejar de mirarnos a los ojos. El primer asalto estaba empatado.

Fui yo quien decidió probar esta vez, corrí hacia la izquierda hasta situarme paralelo a mi rival y con un golpe lateral, alcancé su pierna. No gritó, se limitó a retroceder y asestar un golpe certero, aprovechando mi ataque en su beneficio. Su espada penetró en mi hombro de arriba a abajo, abriendo una herida cerca de donde aún se curaba el flechazo recibido en las montañas. Ahora me encontraba en desventaja, pero aún podía igualar la pelea.

El sol penetraba entre las copas de los cerezos, y las flores parecían de plata, la sangre de un tono escarlata manchaba las espadas. Si quería salir victorioso de este enfrentamiento, no podía alargarlo más, tenía que acabar ya con mi enemigo antes de perder demasiada sangre. Con un gesto largamente aprendido envainé mi espada, y aferré con fuerza su empuñadura preparado para el golpe final. La espada de un samurai pierde toda su fuerza una vez se extrae de su funda, y es su primer golpe el más devastador. Si un samurai controla ese primer movimiento con maestría, será invencible.

Mi mente estaba en blanco y mis ojos fijos en los de mi adversario, con un grito se abalanzó sobre mí esgrimiendo su espada ante él. Le esperé inmóvil, fijo en su mirada, y cuando alzó su espada puse una rodilla en tierra desenvainé y mi katana penetró en su vientre. Las espadas de los samuráis tiene un alma, una pequeña acanaladura en su filo que hace que penetren mejor en la carne y a la vez permiten que entre aire en el cuerpo atravesado produciendo una mayor devastación. Y así fue como yo, Ayao Kendo, discípulo de Miyamoto Musashi, acabé con la vida del Shogun Kintaro Katsura.

CONTINUARÁ.
II. Osaka.

Herido, solo y desesperado. En mitad de un bosque, con el cadáver de un Shogun a mis pies. Mi misión no podía estar en peor situación. Ya se oían los gritos de la guardia a mis espaldas, alertados por los ruidos de la refriega y la alerta de su señor. Corriendo no podría ir muy lejos, y además no era un vulgar asesino si no un samurai, y no huiría aunque no hacerlo significara la muerte. Recogí la espada del caído, y la clavé en el suelo cerca de mí, por si llegara a necesitarla. Desenvaine mi katana, y también mi espada corta, y me planté firmemente en el suelo dispuesto a llevarme conmigo al infierno a cuantos enemigos entraran en el claro.

La ligera brisa matinal había cesado, las hojas de los cerezos estaban posadas en el suelo formando una alfombra blanca y rosa. Comenzaba a hacer calor y el tiempo parecía detenido en aquel bosque, como si algún Dios de la antigüedad posase su mirada sobre mí como un chiquillo curioso impaciente ante el final de un cuento. Los segundos se me hacían eternos, y mis adversarios se acercaban a mí muy despacio. Sentía correr la sangre por mi herida, quitándome las fuerzas y llevándome al borde de la conciencia.

Cuando ya todo parecía perdido, una flecha silbó desde mi derecha y atravesó el cuello del primero de los guardias. El segundo se detuvo perplejo, miró asustado en todas direcciones, y dando media vuelta salió corriendo. Antes de que pudiera llegar muy lejos otra flecha salió del bosque y lo traspasó de parte a parte.

Me preparé, para ser ensartado yo mismo, pero el bosque no disparó más flechas, de la espesura a mi derecha salía el misterioso arquero. El gesto de Takeshi era serio y la tensión era evidente, miró el cadáver a mis pies, y luego me examinó detenidamente. Poco a poco su gesto se suavizó, y por fin me habló:

- Muchacho no se te puede dejar solo, en cuanto me despisto, montas una carnicería. Que ha ocurrido aquí y quien es ese noble señor. Vamos responde, no podemos demorarnos mucho tiempo, enseguida vendrán más guardias.
- No sé quien es, supongo que algún noble de la ciudad, o algún capitán del ejercito, conteste con un hilo de voz.
- Espero que no hayas empezado tu, porque nos has metido en un buen lío. Bueno no digas nada, me interrumpió, no tiene sentido darle vueltas al asunto, no podremos razonar con nuestros perseguidores. Será mejor que recojamos nuestras cosas y nos marchemos lo antes posible.

Regresamos al campamento, lo más rápido que me fue posible. Recogimos solo lo imprescindible, y tomamos la decisión de que el momento de separarnos de nuestro compañero de viaje había llegado. Dejamos al fiel animal suelto y sin carga, y le azuzamos para que se alejara. Le costó emprender su camino, pero después de mirar hacia atrás un par de veces, emprendió un alegre trote hacia la salida del bosque. A pie no llegaríamos muy lejos, Takeshi estaba seguro de que nos perseguirían a caballo un grupo numeroso de hombres en cuestión de un par de horas.

Según Takeshi lo más prudente era esconderse en un lugar seguro, hasta la caída de la noche, y entonces intentar robar dos caballos para emprender la huida. Y así lo hicimos, pisoteamos todos los lugares por los que habíamos pasado para intentar confundir a los rastreadores, y buscamos un sitio por donde vadear el río. Encontramos el sitio adecuado río arriba, una pequeña playa de gravilla, donde sería más difícil seguir nuestras huellas. No cruzamos el río de lado, si no que avanzamos por el cauce poco profundo contra corriente y pasamos al otro lado alejados del sitio elegido para cruzar. Procuramos de esta manera cubrir nuestro rastro, pisando en lugares pedregosos o de tierra dura. Cuando habíamos recorrido un pequeño trecho del otro lado del río, encontramos unas peñas al pie de una colina. Aquello era perfecto para despistar a los perseguidores. Trepé a las rocas, ayudado por Takeshi, y continuamos alejándonos de piedra en piedra por aquella pequeña cordillera de grandes peñas, que se extendía perpendicular al cauce del río.

Solo quedaba buscar un lugar donde escondernos hasta la caída de la noche, y que nuestros perseguidores se demoraran el tiempo necesario en organizarse, otorgándonos una pequeña ventaja. Avanzaba la tarde, y escondidos en una pequeña abertura entre dos grandes piedras, Takeshi me vendaba la herida del brazo, maltrecho más aun si cabe después de una estocada y un flechazo. No habíamos oído ningún rumor, ni ruidos de persecución. O bien aún nadie de la ciudad había salido a buscarnos, o habían seguido alguna de nuestras pistas falsas.

Pero tarde o temprano darían con el rastro que los llevara hasta nosotros. Por lo que en cuanto oscureció lo suficiente, nos deslizamos fuera de nuestro escondite, y decidimos volver dando un rodeo hacia la ciudad, con la intención de robar caballos en alguno de los campamentos militares que se agolpaban a la entrada, ocupando toda la llanura.

Llegar hasta el primero de los campamentos no resultó difícil, y confundirse entre tantos samuráis tampoco. Ya habíamos elegido que caballos cogeríamos, cuando frente a nosotros pasaron dos hombres hablando sobre el asesinato del Shogun. Al oír estas palabras Takeshi se detuvo, me miró seriamente, y antes de decir nada meditó unos segundos sus palabras.

- Cuando vi a tu enemigo por un momento pensé en el Shogun, pero antepuse mi amistad hacia ti a la lealtad debida al señor. Vaciló un momento antes de continuar. Ahora que conozco lo sucedido, me encuentro ante una difícil decisión, acabar ahora con tu vida, o respetarla y dejarte marchar.
- Toma la decisión que creas conveniente, más si eliges luchar, no encontraras en mi un adversario, porque no alzaré mi espada contra quien acaba de salvar mi vida.
- Vete entonces, - y al decir esto su voz me llegó con una autoridad imponente -. Pero debes saber, que la próxima vez que nos encontremos no será como amigos, si no como enemigos en el campo de batalla. Y entonces descubriremos quien es de los dos el mejor espadachín.

Corrí hacia los caballos, monté y me alejé a todo galope. No miré atrás en ningún momento pero podía sentir la mirada de Takeshi clavada en mi espalda, y le imaginaba erguido en mitad del campamento mientras me veía partir.

CONTINUARÁ.
Galopé toda la noche sin descanso, al salir del campamento, había seguido un camino que giraba hacia el este alejándose de la ciudad, e internándose en la llanura. Mi objetivo ahora era llegar lo más rápido posible a la salida de este valle plagado de enemigos. Y no podía hacerlo por encima de las montañas esta vez, tendría que buscar una abertura entre ellas. Decidí que seguir el río que habíamos cruzado aquella tarde sería lo más fácil, porque la corriente tenía que escapar del valle por algún sitio. Abandoné el camino, y dirigí mí montura hacia el sitio por donde debería transcurrir el cauce, si seguía una línea más o menos recta.

Pasé dos días galopando paralelo al cauce, y en ningún momento sentí la presencia de perseguidor alguno. Aunque sabía que ya se habrían organizado numerosas batidas para buscarme. De momento nadie había seguido mi rastro, o al menos todavía estaban lejos de mí.

El río se ensanchaba cada vez más, y ahora era imposible cruzar al otro lado, tendría que seguir por esta orilla hasta encontrar la salida del valle. Mis pensamientos volvían con frecuencia al duelo con el Shogun y a las últimas palabras de Takeshi. Estaba satisfecho con mis actos, la muerte de Kintaro daría un tiempo precioso a mí pueblo y les permitiría aguantar un poco más el asedio. El ataque por el sur se retrasaría ahora, hasta que otro Shogun ocupara el cargo, y esto con algo de suerte podría provocar hasta disputas internas entre los nobles.

Había avanzado mucho desde que abandoné el campamento y me separé de Takeshi, ya podía ver la salida al valle, un gran paso entre la cadena montañosa, atravesado por el río, que abandonaba las montañas donde había nacido para buscar el mar. Los montes que rodeaban el valle formaban una gran circulo que se abría aquí para dar salida a las aguas.

Una vez fuera de aquel territorio oculto entre altos picos, me sentiría más seguro, aunque aún era posible que me persiguieran fuera del valle. Un gran camino corría ahora por la otra orilla del río, y a lo lejos y viniendo por el, podía divisar una columna de jinetes, demasiado grande como para ser una partida de persecución. Supuse que se trataba de algunas tropas que habían abandonado la ciudad para dirigirse a nuestra frontera sur. Esto me alertó sobre la posibilidad de encontrara a la salida del valle alguna fortificación, que sirviera de defensa y a la vez de acuartelamiento para los ejércitos.

Aquello podría complicar mi huida, si las noticias de la muerte del Shogun ya hubieran llegado a la guarnición. Estarían alerta, e interrogarían a todos los jinetes sospechosos. Pero de eso me preocuparía en su momento ahora debía darme prisa y no permitir que el regimiento que se aproximaba por la otra orilla me alcanzara.

Llegué al paso a la mañana siguiente, y oculto en un bosquecillo cercano al río, pude divisar la fortificación que había imaginado la víspera. Se trataba de un pequeño acuartelamiento, para aprovisionamiento de tropas y defensa del paso. Más halla se extendían tierras de cultivo y algunas aldeas dispersas. El camino que abandonaba el valle se dividía en dos uno hacia el norte, el cual llevaba a las tropas a la frontera de mi Shogun, y otro que giraba hacia el sur hacia los territorios del gobernador, y a mí destino la ciudad de Osaka, donde me esperaba su Gobernador.

Tenía dos posibilidades, esperar a la caída de la noche y pasar a galope tendido, o confiar en que todavía no tuvieran noticias y pasar como un soldado retrasado que va a unirse a su compañía. Me decanté por la primera posibilidad, acampé en el bosquecillo y dejé descansar al animal. Me mantuve alerta todo el día y divisé varias patrullas por los alrededores, pero ninguna se acercó a mi pequeño campamento.

Finalizaba ya la tarde, y pronto sería la hora de mi carrera. Recogí mis cosas, preparé el caballo, y observe la situación en el paso. El caballo piafaba nervioso presintiendo lo que iba a ocurrir, como si nos preparáramos para una batalla. Era un animal no muy alto, más bien pequeño pero de patas muy fuertes, sus crines eran cortas y su pelo castaño grueso y fuerte. Era un buen animal, veloz y acostumbrado a las guerras. Ahora dependía de él y de mí pericia como jinete. Si elegía el momento adecuado podría pasar sin muchos problemas, pero luego me seguirían y ahí empezarían los problemas.

La noche había caído ya, no era especialmente oscura, pero no tenía más remedio que intentar cruzar. Monté muy despacio para no encabritar al animal, y abandoné el bosquecillo al paso, muy despacio, avanzando hacia el camino. En cuanto entre en el sendero que conducía al paso, lancé el caballo al galope. Ya no había vuelta atrás, azuce al animal y a galope tendido nos acercamos al puesto de la guardia.

CONTINUARÁ.
Los gritos de alarma no tardaron en traspasar el silencio de la noche, y de pronto me encontré en un mar de flechas. Los dardos llovían a mí alrededor, y se clavaban delante y detrás de mí. En ese momento hubiera sido más peligroso que esas flechas alcanzaran a mi caballo que a mí mismo. Comenzábamos a alejarnos de los muros, y las puertas ya se abrían para dejar salir a mis perseguidores, cuando un trueno resonó en lo alto de una torre, y con una explosión de pólvora, un proyectil se alojó en el fardo de mis pertenencias.

Nunca había visto un arcabuz, pero si sabía lo que era, y también sabía que con cincuenta hombres armados con ellos se podía decantar una batalla. Eran llamados teppo, y aunque pesados y bastante voluminosos, sembraban el terror en las filas enemigas. Esperaba por mi propio bien que no tuvieran muchos, porque no me importaba enfrentarme a cinco hombres con espadas, pero un solo arcabucero podía acabar conmigo sin siquiera acercarse.

Miré hacia atrás y aunque ya estaba lejos del alcance de otro proyectil, un grupo de jinetes venía en mi persecución. Espolee al animal, para que no aflojara el ritmo, y dirigí su galope por el camino, buscando la desviación hacia el sur. Esto aparte de aproximarme a mi destino, me libraría de encontrarme con los ejércitos que acampaban más al norte. Giré por el camino, dejando el río a mi espalda. La distancia con mis perseguidores era mucho menor, y no tardarían en alcanzarme. Si me alcanzaban no podría hacerles frente, la partida era de al menos diez jinetes, pero no podía ser capturado, tenía que hacer algo y rápido. Si hubiera tenido mi arco, ya hubieran caído cuatro o cinco, pero lo abandoné en el bosque de cerezos.

No divisaba ningún bosque en el que poder internarme, ni peñas donde hacerme fuerte y enfrentarme a los soldados. El camino transcurría recto entre los cultivos. Y un poco más adelante subía en una pendiente pronunciada que me impedía ver más allá. El caballo no aguantaría mucho más y ya podía escuchar los cascos y los gritos detrás de mí. Al coronar la subida del camino, divisé algo a lo lejos, un grupo que cabalgaba despacio en nuestra dirección, pero desde tanta distancia no podía saber nada más.

Era mi única esperanza, si eran soldados, lo más probable en estos días, tendría que pasar a todo galope, y esperar que detuvieran a los perseguidores pidiendo una explicación. Si no eran soldados tendría que intentar conseguir un caballo de refresco o algo de ayuda. En cualquiera de los casos la situación era desesperada. Al menos moriría con honor y cumpliendo las ordenes de mi señor.

El grupo era más numeroso de lo que había pensado en un primer momento, al menos cincuenta hombres a caballo. No parecían soldados ni samuráis, más bien bandoleros, camorristas y demás calaña. Grupos que abundaban en el país, y que se dedicaban a asolar aldeas, extorsionar campesinos y asaltar a los viajeros. Ahora me encontraba entre los dos bandos, y si de algo estaba seguro es de que cuando se encontraran, no iban a pararse a hablar. Detuve mi caballo en mitad del camino, y me dispuse a esperar el desenlace de aquel encuentro. Los bandidos se detuvieron a unos pasos de mí, su jefe se adelanto, hasta dejar su montura frente a la mía.

- Buenas noches extranjero, - dijo con aire socarrón-, que asuntos te traen a estos parajes. Y el resto del grupo le acompaño con sonoras risotadas. Este comportamiento era normal en la gente de esta ralea, crecerse ante su adversario cuando eran superiores en número, y salir huyendo cuando sus presas demostraban un mínimo de valor.
- No pienso contestar ninguna pregunta de un ladrón y un cobarde. Ante esta respuesta, todos los rostros se tornaron serios y expectantes.
- Vaya, que tenemos aquí, un valiente o un loco, no puede tratarse de otra cosa. Como prefieres que acabemos con tu vida gusano, - y las risas se escucharon de nuevo-.
- En otras circunstancias esas palabras te hubieran costado la vida, pero sé que en breve me pedirás ayuda, porque los que me persiguen no van a tener tan paciencia como yo. - Me volví y le señale el grupo de soldados, que ya había llegado prácticamente a nuestra altura-.

No hubo tiempo para más, los soldados cayeron sobre nosotros al galope, y a pesar de su inferioridad abrieron brecha en las filas de los sorprendidos bandidos, eran hombres de armas, más experimentados y curtidos enfrentados a simples campesinos. Sin darme apenas cuenta, estaba en medio de mi primera batalla. Era inútil tratar de organizar aquella tropa de vagos y rateros, con lo que intenté nivelar las cosas a mi manera.

Los soldados bien organizados cerraban filas en torno a su capitán, y se abrían paso entre los desorganizados y sorprendidos forajidos, que rompían filas y retrocedían. El jefe que me había hablado había sido el primero en caer, y le habían seguido muchos de sus hombres. Pero aún así, los hombres del fuerte eran dos veces menos.

Mi objetivo era el capitán, me abrí paso como pude entre los hombres y los caballos, y situé mi montura paralela a la suya. Su mirada se cruzó con la mía y eso le bastó para comprender que yo no era un simple bandido. Con un brusco golpe trabamos nuestras espadas, y forcejeamos tratando de derribarnos mutuamente de la cabalgadura. Mi rival era fuerte y bien adiestrado, una cicatriz le cruzaba la cara recordando viejas batallas, vestía una armadura y un yelmo negros. Nuestros caballos se encabritaron, pero ninguno de los dos perdió el equilibrio. La mano de mi adversario se dirigió a su cintura, y aferró un pequeño tanto, la hoja del puñal centelleó, y la estocada pasó cerca de mi mejilla.

Solté mi mano derecha de la katana, y con un rápido movimiento, empujé la mano de mi enemigo apuntando el puñal hacia su cuello. El capitán, pudo a duras penas resistir mi empuje, y tuvo que soltar la espada para asir con las dos manos el cuchillo. Con mi katana libre en la mano izquierda, me fue fácil hundirla en el costado de la armadura traspasándola. Un grito de furia, y un estertor de sangre fue lo último que vi en su cara, antes de perderlo de vista entre las patas de los animales.

Me incorporé sobre los estribos, tratando de ver como se desarrollaban las cosas. A parte del capitán otros tres soldados habían caído y el resto unos trece estaban completamente rodeados. Mi enfrentamiento me había llevado a la retaguardia de los bandidos, y aprovechando el tumulto pude alejarme del grupo. Sin mirar atrás me aleje de la batalla, con un regusto amargo, no por las ansias de lucha, si no por abandonar a aquellos hombres a su suerte y en inferioridad. En otras circunstancias, hubiera tomado partido a su favor pero eran tiempos de guerra y ellos mis enemigos.

Más que una batalla, había sido una escaramuza, aunque al menos habrían muerto treinta hombres. La suerte me había sacado del atolladero en el que me había metido, poniendo aquellos bandidos en mi camino. Ahora nadie se acordaría de mí, y en el fuerte se preocuparían de los bandidos olvidando un hombre solo que se saltó su vigilancia.

CONTINUARÁ.
Al menos en algo había mejorado, había salido ileso, y mantenía la esperanza de que eso fuera lo normal en el futuro. No pude continuar mucho tiempo a caballo, el pobre animal estaba extenuado, y tuve que seguir a pie guiándolo por la brida. A ambos lados del camino se extendían las plantaciones, de arroz, de cereales, y en menor número las de pequeños árboles frutales. Intercaladas entre cultivo y cultivo se divisaban pequeñas casas de campesino, muy humildes, y edificadas de madera y adobe.

Llevaba ya toda la tarde andando, cuando me encontré con un pequeño sendero que se desviaba del camino hacia el este. Buscando un sitio donde poder acampar para pasar la noche, me interné por la estrecha senda, que transcurría entre dos plantaciones de arroz, inundadas por medio de diques. Siguiendo el camino no tardé mucho en avistar tres pequeñas casas.

Las casas parecían antiquísimas, y bastante destartaladas. Estaban totalmente construidas de madera, y se elevaban ligeramente del suelo por medio de anchos pilares. Una de las tres era algo más grande, y debía ser la vivienda principal, sirviendo las dos más pequeñas como almacén y como cuadra.

De la casa de mayor tamaño, salía un hilo de humo, y se adivinaba una pequeña luz por una de las sucias ventanas. Até mí caballo en un arbusto bajo delante de la cabaña más pequeña. Y mientras descargaba mi escaso equipaje, la puerta de la casa grande se abrió. Y en el umbral apareció un hombre pequeño, achaparrado, como vencido por los años en el campo. Su cara era dura, impenetrable, y de mirada inteligente.

- Que le trae por aquí noble señor, - y su voz sonó mucha más joven y clara de lo que se podría esperar-. Dio un paso al frente y cerró la puerta detrás de él.
- No mucho, - contesté-. Solo busco un sitio donde descansar y quitarme el polvo del camino.
- Si ese es su propósito, aquí podrá descansar, aunque somos muy pobres y no tenemos nada que pueda satisfacerle como se merece.
- No soy difícil de satisfacer, un tazón de arroz y un rincón donde dormir, serán para mi suficiente - respondí-. Hace mucho tiempo ya que viajo, y no recuerdo la última vez que dormí bajo techo.
- Pasad entonces a mí humilde casa, y trataremos de que os sintáis a gusto. - Diciendo esto abrió la puerta y con un gesto me invitó a entrar-.

La casa era realmente pequeña, pero cálida y seca, y un olor agradable lo inundaba todo. Era la típica vivienda de campesino, de una sola habitación dividida por ligeros cortinajes. En el centro de la estancia, ardía un pequeño fuego, donde una mujer vigilaba un guiso. No había muebles salvo un gran arcón, pegado a una de las paredes, al fondo de la sala. Pero abundaban los barriles y los haces de leña.

El hombre me ofreció un asiento junto al fuego, enfrente de la mujer que se afanaba en remover el puchero. Fue en ese momento cuando pude contemplarla, y para mi sorpresa, se trataba de una mujer muy joven. Llevaba el pelo recogido en un cuidado moño, que dejaba despejada una cara blanca como nieve pura. Sus oscuros ojos destacaban frente a unos labios muy rojos, y unas mejillas sonrosadas por el calor del fuego. En ningún momento levanto la mirada, y como si sintiera mi mirada clavada en ella, agacho un poco la cabeza. Vestía un kimono sencillo y sin bordados, gastado por el uso pero muy limpio. Daba la impresión de que en cualquier momento podría romperse, como sí fuera de porcelana.

Me pareció que llevaba una eternidad mirándola, cuando la voz de mi anfitrión me devolvió a la realidad:

- Esta es mi hija Yu, vivimos solos desde que mi mujer murió hace ya tres años, - dijo el campesino-. Gracias a ella puedo dedicarme enteramente a mis quehaceres en el campo.
- Esa es sin duda la labor de una buena hija, - contesté-. Y puedes sentirte afortunado de contar con tan bella ayuda.

Cenamos en silencio, y solo cuando terminamos la comida, el hombre pareció confiar lo suficiente en mí. Me dijo que su nombre era Saki, y que cultivaba estos campos desde que tenía memoria, y antes que él su padre, y el padre de su padre, y así hasta sus primeros antepasados. Hablamos del tiempo, de las cosechas y de la vida del campo. No me hizo ninguna pregunta, y solo habló de cosas vanas, quizá por miedo, quizá por prudencia.

No tardó mucho en retirarse a descansar junto a su hija, indicándome, que me acomodará donde mejor me pareciese. Preparé mi cama cerca del fuego, y no tarde en quedarme dormido.

CONTINUARÁ.
Desperté cuando a penas despuntaba el sol, en un amanecer frío y nublado. Estaba solo en la casa, que permanecía en absoluto silencio, salvo por el esporádico chisporroteo del pequeño fuego. Cerca de mi lecho, encontré un trozo de pan con manteca y un tazón de leche. Ya había acabado la leche y el pan cuando la hija del campesino entró en la casa. Me miró, y su rostro se inundó de rubor, sin poder mantener mi mirada más de unos escasos segundos.

Se acercó en silencio, muy despacio, y comencé a sentir calor, como si alguna herida ardiera en mi pecho. Esta sensación era nueva para mí, dedicado solo al arte de la espada, había descuidado otras facetas, y mi experiencia con las mujeres era nula. La joven se quedó de rodillas a mí lado, como esperando mi aprobación. Torpemente le pregunté por su padre, y ella con un susurro, me contestó que no había porque preocuparse. Algo en mi interior me impulsó a tomarla entre los brazos y a atraerla hacia el lecho, ella no opuso resistencia, y parecía satisfecha. Así conocí por primera vez el amor de una mujer, y entendí lo difícil que debía ser para aquella muchacha la vida solitaria en el campo con la única compañía de su padre.

Esa misma mañana me dispuse a continuar mi viaje, porque enseguida descubrí que lo que me había pasado podía ser para mi misión, más peligroso que cualquier enemigo. No me despedí de Saki el campesino, y a penas volví la cabeza para mirar a su hija, que observaba como me alejaba desde el porche de la cabaña.

Volví al camino y continué mi viaje, ya más próximo al final aumentaban mis esperanzas de solucionar pronto los tramites de la boda, y conseguir con el enlace el apoyo necesario para mí Shogunato. Pocas jornadas me separaban ya de Osaka, donde tendría que pedir audiencia ante el Gobernador para transmitirle los respetos de mi señor y entregarle una carta. Una vez entregada la misiva, tenia ordenes de obedecer al Gobernador en cuento el dispusiera. Tenía ganas de llegar a la ciudad, no solo por cumplir las ordenes de mi señor y honrar a mi padre y a mi maestro, si no también por conocer las noticias sobre la muerte del Shogun Kintaro Katsura, y la fama alcanzada por el misterioso samurai que lo venció en duelo.

Según me acercaba a la gran ciudad, las poblaciones eran más grandes y frecuentes, y se notaba un cambio en la forma de hablar y de comportarse de la gente. Estás pequeñas ciudades que rodeaban Osaka, estaban llenas de tabernas, casuchas, burdeles, posadas y sobre todo infinidad de comercios. Reinaba la pobreza y la suciedad, la mayoría de las casas estaban construidas con madera y eran frías y húmedas. Y las pocas edificaciones decentes pertenecían al gobierno a los nobles..

Me detuve en la posada de una de estas poblaciones, para pasar la noche antes de mi última jornada de viaje. La comida era aceptable, arroz abundante y algo de pescado acompañado por una sopa de mijo. Mi maestro siempre me decía que no sería un verdadero samurai, hasta que no bebiera sake, y pensé que aquella era una buena noche para empezar a ser un buen samurai. Tomé una botella durante la cena y me subí otra a mí habitación. El licor era fuerte y seco, y se servía tibio, casi caliente. Pero reconfortaba mis músculos y me adormecía haciéndome olvidar el cansancio del viaje. Sentado en el camastro de la habitación, apuré el último trago y me quedé dormido con la botella aún en la mano.

Por la mañana toda la habitación giraba entorno a mí cabeza, tenía la boca seca y un nudo en el estomago. Decidí que si un buen samurai debía beber sake, yo lo haría en pequeñas cantidades, y nunca en la víspera de una batalla. Pagué por mi estancia al posadero, preparé el caballo para la jornada final del viaje.

Pronto veríamos los muros de la ciudad de Osaka, y podría comprobar si era cierta su fama. Una de las ciudades más importantes de todo Japón, conocida por su número de habitantes y su apoyo incondicional al emperador, emblema de la Edad Media japonesa, Osaka representaba la grandeza de la ciudad fortaleza. Sus muros y sus casas de piedra eran el orgullo de sus habitantes, y alojaban a un gran número de nobles, sabios, políticos y militares.

CONTINUARÁ.
Las ciudades de Edo y Osaka, rivalizaban en grandeza e importancia, pero Edo era la sede del emperador, y la ciudad más importante del Imperio. Esto dejaba a Osaka en un segundo plano, lo cual había sido favorable para la ciudad, porque su gobierno había sido encomendado al Gobernador Kitano Yamada, hombre integro y justo que por añadidura era un grandísimo estadista.

La elección de Yamada como dirigente, fue un acierto y la ciudad prosperó con velocidad hasta ser la más importante de Japón. El propio Emperador estaba muy satisfecho con su consejero y amigo, y seguía los consejos de Yamada al pie de la letra. Kitano Yamada, tenía una preciosa hija, cuya belleza comenzaba a ser legendaria, y sobre ella existían ya multitud de canciones y poemas.

El Gobernador Yamada, sentía debilidad por su hija, y cuando esta contaba con la edad de once años, la hizo la solemne promesa, de que no concertaría para ella ningún matrimonio de interés. Y por una casualidad de la vida, aquella niña había pasado sus dos últimos veranos en un monasterio en el Shogunato de mi señor. Y allí había conocido al joven con el que ahora pretendía casarse. Aquella coincidencia, no habría sido de mucha importancia, si este Shogunato fuera poderoso, pero estando asediado como estaba por las guerras aquella unión era de vital importancia.

Con estos pensamientos en la cabeza, vi por primera vez los muros de la ciudad de Osaka. Murallas como nunca había imaginado, rodeaban a una ciudad fortaleza que daba cobijo a innumerables ciudadanos. En caminé despacio mi montura hasta las imponentes puertas, que permanecían todo el día abiertas y solo se cerraban por la noche con el toque de queda. Antes de cruzar la arcada desmonté y recorrí los últimos pasos a pie sujetando el caballo por la brida.

El transito de aquella puerta era enorme campesinos, soldados, comerciantes, centinelas, entraban y salían constantemente. Me acerque a uno de los centinelas de la puerta, para preguntarle por las dependencias del Gobernador. Un poco sorprendido y mirándome de arriba abajo y con expresión de “no conseguirás audiencia ni en un millón de años”, me informó de cómo llegar al castillo.

Continué a pie por las calles de la ciudad, que se encontraban atestadas de gente y de puestos de vendedores. Todo el mundo parecía animado, ante las expectativas de aquel día despejado y caluroso que invitaba a recorrer las calles.

Las casas se apilaban unas al lado de otras, aprovechando hasta el mínimo espacio. La mayoría eran casas pequeñas de madera, muy frías en invierno pero frescas en verano. Los más afortunados tenían un patio interior, decorado con un jardín, dotando a la casa de una gran armonía. Pero la mayoría eran casas de planta baja de una sola habitación habitadas por gente humilde. Las calles eran de arena, y solo algunas avenidas principales estaban adoquinadas. Entre las casas se formaban pequeños callejones que comunicaban una calle con otra, por los que a veces apenas podía pasar un hombre.

En los días lluviosos, las calles se embarran y encharcan, y resulta difícil en ocasiones el transito hasta para los animales. Pero en días como el de hoy, el gentío recorría las calles por todas partes. No tardé en sentir calor, mí boca estaba seca y comenzaba a sudar abundantemente. Até el caballo en el porche de una casa de comidas, y entré a comer algo y a saciar mi sed.

Me senté en una mesa alejada de las demás, en un rincón de la sala. Desde mi sitio podía ver el resto de mesas y escuchar muchas conversaciones. Apuré mi tazón de tallarines, y me serví la tercera taza de sake. En una mesa cercana, tres soldados hablaban en voz baja, sobre el asesinato del Shogun del Shogunato más cercano a la ciudad. Tendría que tener cuidado con lo que comentaba, o sería apresado y juzgado como un vulgar asesino.

Alquilé una habitación en el piso de arriba de la posada, y descansé toda la tarde, luego bajaría a cenar, y después de dormir toda la noche, iría a la mañana siguiente a visitar la ciudad.

CONTINUARÁ.
La ciudad de Osaka, era impresionante, o por lo menos eso me pareció a mí, puesto que era mi primera visita a una gran ciudad. Las casas se amontonaban, sin dejar espacio para las calles, formando auténticos laberintos de callejuelas. En mi primera mañana en la ciudad, me dedique a pasear, por aquellos laberintos, y a conocer poco a poco los lugares que me interesarían. Tracé diferentes rutas hasta el palacio del Gobernador desde la posada donde me alojaba, y también visité varias dependencias de la guardia de la ciudad.

Cuando estuve cansado de andar de un lado para otro, busque un lugar donde comer. En el mercado, me recomendaron una casa de comidas en la parte alta de la ciudad, a la espalda del palacio.

Caminé despacio hasta allí, y no tardé en encontrarla, era muy conocida, y a todo el mundo que le pregunté me indicó con precisión. Estaba ya cerca de la casa, cuando escuche un alboroto en un callejón a mi derecha. Unos chiquillos entraban corriendo por el, y dentro en un amplio patio interior se congregaba un considerable gentío. Me pudo la curiosidad, y me abrí paso entre la muchedumbre para poder ver que ocurría.

Allí en medio del patio, pude ver a dos samuráis dispuestos a pelear. Estos duelos eran frecuentes, a pesar de estar prohibidos en la ciudad. A veces el honor importaba más que un castigo, aunque a veces este fuera la muerte. Uno de los contendientes, era visiblemente mayor en edad que el otro, y de menor estatura y corpulencia. Vestía un kimono de seda, y en la espalda podía verse un bordado muy fino, que representaba un cerezo en flor, aquello me llamó fuertemente la atención, aquel árbol siempre me había transmitido gran serenidad, y empezaba a aparecer en mi vida cuando algo importante iba a pasar. El kimono era de color verde oscuro y en el solo resaltaba el bordado de la espalda, y el obi del samurai que era de un rojo brillante, en el iban prendidas dos espadas. Ambos sables eran de una belleza excepcional, la katana tenia una funda negra trenzada con hilos de oro, y hacia juego con el kodachi de menor tamaño. Las empuñaduras de nácar no eran frecuentes salvo en los nobles y nadie solía utilizarlas porque solían ser una reliquia familiar.

El samurai más joven parecía arrogante y seguro de su victoria, como si su adversario no tuviera nada que hacer de antemano. Se le notaba tenso y trataba de amedrentar a su rival con palabrería. Sus vestiduras contrastaban con las de su rival, estaban raídas y sucias y apenas se distinguía su color. El resultado de la contienda era claro antes de que empezara, estaba convencido de que el samurai con más edad terminaría con el duelo en breve, pero sentía curiosidad por verle combatir.

No podía apartar la vista del anciano, su gesto era serio y no denotaba tensión, parecía concentrarse en su adversario, y estar aislado de todo cuanto le rodeaba. En cierto modo me recordaba a mi maestro, tenía aquella serenidad que solo los grandes samuráis poseían, y que les diferenciaba de los demás.

Nadie en sus cabales se hubiera enfrentado a aquel hombre sin mediar provocación, pero parecía que el otro samurai no estaba en su sano juicio. Increpaba sin cesar al anciano, y gastaba bromas con los que le rodeaban, acusando a su oponente de ladrón y diciendo que aquellas espadas que llevaba eran suyas.

Al oír aquella acusación, pareció reaccionar, y con voz firme, se dirigió a los allí reunidos sin prestar atención a su rival:

- No consentiré que nadie toque estas espadas, juré protegerlas y lo haré aún con mi vida-. - Este bastardo se aprovecha de ello porque sabe bien que no debo desenvainarlas, no estaríamos aquí perdiendo el tiempo, si yo tuviera un sable con el que destriparle-.
- Calla vejestorio, - respondió el aludido-. - No dices más que mentiras, seré yo quien te destripe, y recuperaré lo que es mío-.

Nada más terminar de hablar, se abalanzó sobre su oponente, dando un grito y esgrimiendo la katana por encima de su cabeza. El anciano permaneció impasible, daba la sensación de que se dejaría matar, antes que faltar a su palabra desenvainando para protegerse. Cuando todo el mundo creía que aquella estocada lo partiría por la mitad, se movió ágilmente hacia un lado, y zancadilleó al otro samurai, que cayó de bruces contra el suelo entre las risas de los allí reunidos.

A pesar de su destreza estaba claro que tarde o temprano el anciano no podría defenderse, y decidí que aquello no era justo, y cuando el caído se hubo incorporado y se preparaba para un nuevo ataque, me abrí paso hasta el centro del patio. Todos los asistentes, ambos contendientes incluidos, se quedaron en silencio, dirigiéndome miradas de curiosidad.

- Aquí tienes una espada, si es que quieres aceptarla, - le dije al anciano-, pero tendrá que ser mí kodachi, ya que no entrego a nadie mi katana-.
- La aceptaré con gusto, - respondió con una sonrisa-. Cogió con firmeza el sable que le tendía, y dedicó una cínica mirada a su agresor, que con pánico en los ojos contemplaba la escena.

El duelo debía haber acabado en ese momento, pero aquella imitación de samurai desarrapado debía apreciar muy poco su vida. Porque sus ojos se llenaron de ira, y dando una salto se precipitó sobre mi. Antes de que yo reaccionará, el sable que había entregado al viejo, relampagueó y detuvo la estocada. Con un rápido movimiento apartó la katana y girando la muñeca desarmó al atónito atacante. Envainó mi kodachi y me lo entregó.

Antes de que nada más pudiera pasar alguien gritó que se aproximaba una patrulla de la guardia. El patio quedó vacío en cuestión de segundos y hasta el samurai derrotado había desaparecido. Con un gesto el anciano me invitó a seguirle, y juntos nos dirigimos hacia la casa de comidas cercana Aquello me animó, porque estaba hambriento, y no quería perderme los famosos tallarines de Osaka.

Nos sentamos en una mesa apartada, y el anciano samurai se presentó como Riu Saeba, y me prometió contarme la historia de aquellas espadas, pero después de comer, porque no quería interrumpir con la conversación el deleite de saborear los mejores tallarines de todo el Japón.

CONTINUARÁ.
Después de comer, pedimos una botella de sake, para acompañar la conversación. Riu era un samurai de la vieja escuela, y muy experimentado, según me dijo llevaba al servicio personal del Gobernador once años. Aquello era algo admirable en un samurai, ya que prestaba servicio con uno de los hombres más importantes de todo Japón, quizás el más importante después del emperador. Aunque en pequeños círculos se comentaba que era el Gobernador de Osaka el que dirigía los designios del país.

Riu Saeba escuchó con interés mi historia, y el motivo de mi llegada a la ciudad, pareció complacido. Conocía muy bien a la hija de su señor y sabía que estaba muy enamorada de su futuro esposo. Toda la ciudad esperaba con impaciencia presenciar la esperada unión. Pero para que eso sucediera, primero había que proteger al futuro marido, y a su pequeño Shogunato. Y para conseguirlo estaba yo en Osaka.

Cuando terminé de contar mi historia, el viejo samurai me miró complacido, apuró un vaso de sake, y se acomodó para comenzar a hablar. Conociendo mi interés lo primero que hizo fue contarme la historia de aquellas espadas. Ambas habían sido forjadas por la misma persona, y eran un regalo para su señor. El maestro herrero que las había forjado, murió hace ya algunos años. Y antes de hacerlo ya llevaba enclaustrado en un monasterio otros muchos. Se decía de aquel hombre que poseía un espíritu tan fuerte que era capaz de dotar de vida a sus creaciones. Sus espadas parecían más brillantes, más afiladas y más perfectas que las de cualquier otro maestro. Su acero era tan fino y flexible que nunca se partía, y nunca se mellaba. El samurai que empuñaba una de esas espadas, sembraba el pánico en el campo de batalla, y era envidiado por todos sus camaradas.

Cuando el Gobernador era joven, había estudiado en el monasterio de aquel monje, e incluso le había ayudado a forjar espadas, y el viejo maestro antes de su muerte le comunicó a su aprendiz que tenía un regalo para él. Así fue enviado Riu Saeba, mano derecha del Gobernador en busca del preciado obsequio de su moribundo maestro. Viajó durante mucho tiempo hasta llegar al monasterio, no sin encontrar dificultades en su camino, aunque no tantas como encontraría a la vuelta.

Los monjes esperaban la llegada de un samurai de Osaka, y tenían instrucciones de entregarle un juego de espadas forjadas por el añorado herrero. Así fue como Saeba obtuvo las espadas, pero ahora debía entregárselas a su señor y protegerlas con su vida si era necesario.

A los pocos días de haber abandonado el monasterio, se percató de que le seguían. Debían ser al menos tres hombres. Trató en vano de despistarlos, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles, aquellos bandidos sabían seguir un rastro y de alguna forma conocían la existencia de las espadas. El viaje transcurrió en una constante persecución, alternada con pequeñas emboscadas y escaramuzas. Cuando el samurai estaba cerca de la ciudad, ya se había librado de dos de sus perseguidores, pero el tercero era persistente y no cejaba en su empeño. Saeba alcanzó las puertas de la ciudad sano y salvo, y tras dar aviso de su llegada en la casa de la guardia, deposito allí sus armas y se dispuso a llevar el preciado regalo a su señor. Y así es como fue asaltado por las calles cerca del palacio por el tercer perseguidor, que le había seguido en un último y desesperado intento por hacerse con el ansiado botín.

Esa es toda la historia de las espadas, concluyó, y en parte gracias a tu valor están aun conmigo. Me pidió que le acompañara al palacio, para informar a su señor, y para avisarle de mi llegada y mi misión. Y después de un corto paseo, nos dirigimos al palacio del Gobernador para pedir una audiencia.

Ya solo la visión de la muralla y las puertas resultaba grandiosa para mí, con lo que la entrada a los jardines resultó como un sueño. La perfección de aquellos jardines era absoluta, todo estaba en perfecta armonía, y se había cuidado hasta el detalle más insignificante. Y de nuevo me encontré con los cerezos, sus flores blancas y rosas flotaban por aquel dejando su fragancia por todos los rincones. Y entre los cerezos descubrí a la criatura más bella, que jamás habría podido imaginar. Al principio me pareció un fantasma todo vestido de blando, pero cuando la luz de los últimos rayos de sol se filtró entre los árboles, las sombras se apartaron y marcaron el contorno de su silueta. No se trataba de un fantasma si no de un ángel, un ángel blanco que me esperaba entre los cerezos. Entonces muy despacio, se volvió, y sus ojos verdes se encontraron con los míos, y una tímida sonrisa afloró en sus labios rojos. Permanecimos mirándonos lo que a mí me pareció una eternidad, y entonces las sacudidas de Saeba, me hicieron volver a la realidad.

- ¿Quién es esa chica, Saeba?, le pregunte aun embobado. No había visto nunca nada más bello.

- Ni lo verás, contestó él entre risas. Es la hija de nuestro Gobernador, por su culpa estas tu aquí. Tu señor ha tenido suerte de que nuestro ángel se enamorará de él.

Cuando volví la vista hacia ella, había desaparecido, y ahora las hojas de los cerezos me parecían lágrimas como si los árboles lloraran por que ella los había abandonado.

CONTINUARÁ.
El salón donde esperábamos la audiencia del Gobernador, era amplio y muy luminoso, a ambos lados de la estancia, las puertas estaban abiertas dejando entrar los olores del jardín. El suelo de madera estaba muy pulido y encerado, casi podíamos ver nuestro reflejo. La decoración era austera y apenas había muebles. En el centro de la estancia destacaba una pequeña mesa baja, para tomar el té. Y al fondo justo debajo de la única lámina de la habitación dos espadas descansaban en un oscuro soporte de roble. No parecían espadas muy valiosas, sus empuñaduras eran sobrias al igual que sus fundas. Pero tras preguntar a Saeba me enteré que eran las espadas de la familia, y un tesoro para la Casa Yamada. Aquellas espadas habían participado en numerosas batallas, y habían bebido de la sangre de muchos hombres para llevar a la familia Yamada a su posición actual.

La tradición guerrera de la familia era algo que me gustaba, no me hubiera sentido a gusto hablando con un diplomático. Tras unos minutos de espera, un sirviente muy anciano nos acompañó a un enorme patio interior. En el centro de patio la guardia de la casa se ejercitaba entre gritos y entrechocar de sables. En la parte del patio más alejada de nosotros un hombre alto, de gesto serio y sereno dirigía con voz firme los ejercicios.

Cuando advirtió nuestra presencia, hizo un gesto a un hombre a su lado para que continuara él con el entrenamiento. Cruzó lentamente el patio en dirección a nosotros, mientras nos escrutaba con una mirada de curiosidad.

- Esperaba tu llegada maestro Saeba, pero ¿quién es este joven? -. La voz del Gobernador era profunda y parecía la de una persona sabia y tolerante.
- Este joven señor, me salvó la vida esta mañana, y con ello también salvó las espadas de su maestro. Pero ese no es el único motivo que le ha traído hasta vuestra presencia, - terminó de decir el viejo samurai -.
- Veo que vuestra historia será larga -. Interrumpió el Gobernador. - Pero me la contaréis en la cena, id a cambiaros y a descansar, hablaremos más tarde -.

El mismo sirviente nos condujo a nuestras habitaciones y nos indicó que si deseábamos tomar un baño, se nos prepararía enseguida. En lugar del baño pedimos que se nos sirviera un té en la habitación de Saeba, para poder hablar tranquilamente antes de la cena.

Las horas hasta la cena pasaron deprisa escuchando las muchas anécdotas de Saeba sobre sus batallas y sus amoríos. El samurai del Gobernador mandó traer algo de ropa para los dos, y nos preparamos para la cena.

Toda aquella cortesía era muy agradable, pero yo estaba deseando encontrarme lo antes posible en camino de vuelta a casa. Pero antes debía esperar la decisión del Señor Yamada. Yo deseaba que mandara a sus hombres a ayudar a mi Señor y pusiera fin al asedio que sufría. Algo tendría que hacer si no quería que el futuro esposo de su hija, fuera asesinado o desterrado, o en el mejor de los casos muerto en una batalla.

Me esperaba una gran cena, y un gran salón lleno de daimyos* con kimonos de seda bordados a mano. Pero el Gobernador nos esperaba solo en una habitación pequeña, sentado al frente de una mesa donde ya estaba dispuesta la comida y la bebida para la cena. Al entrar a la habitación, ambos saludamos a nuestro anfitrión, que correspondió con un gesto, indicándonos que nos sentáramos.

*Nota del autor; daimyo es el término usado para denominar a los nobles en el Japón medieval.

CONTINUARÁ.
La comida llenaba la mesa, nada faltaba, arroz, tallarines, sopa de mijo, todo tipo de pescado y unas croquetas de carne. Comimos en silencio, los tres teníamos buen apetito y dimos cuenta de todos los platos. Terminada la cena, pasamos a una habitación más grande, donde según pude observar, el gobernador se reunía con sus señores de la guerra. Había mapas por las mesas, planos de fortificaciones y de estrategias, armaduras y numerosas armas. Arcos, lanzas cortas y largas, katanas y kodachis, y numerosos teppos.

Durante la cena el gesto del Gobernador había sido amable y relajado, pero ahora parecía turbado o enojado, como si los problemas le abrumaran. En silencio se dirigió hacia una de las puertas correderas de la habitación, y la abrió. Los aromas de la noche llenaron la habitación, y entre ellos un olor inconfundible la suave fragancia de los cerezos. Pensé que aquello ya no duraría mucho, pues los árboles pronto perderían su flor. A pesar de la frescura que emanaba el jardín, la tensión comenzó a apoderarse de la estancia.

Los tres nos sentamos alrededor de una mesa auxiliar cerca de la puerta. La mirada del gobernador paso lentamente de Saeba a mí y de nuevo a Saeba, y fue a este al que primero le habló, preguntándole por su viaje. Tras conocer los pormenores de la historia de Saeba, me miró con gesto de satisfacción, felicitándome por mi intervención en la disputa de su samurai y agradeciéndome el haber ayudado a proteger los sables enviados por su maestro. Cuando Saeba terminó, llegó mi turno, y tuve que poner al corriente de todo mi viaje al Gobernador, que puso mucho interés en conocer todos los detalles posibles de mi paso por la frontera y el fuerte, preguntándome por el número de hombres que estimaba estarían fortificados, así como por la situación de las defensas.

Cuando quedó satisfecho, nos miró con el ceño fruncido, y contó su historia.

- A los pocos días de irte fiel Saeba, recibí una misiva de nuestro emperador, y no se trataban precisamente de buenas noticias. Creo que no es necesario que os diga que vivimos en un país violento, de gente guerrera y ambiciosa -. Los dos asentimos y continuamos atentamente escuchando al Gobernador, que ahora parecía muy cansado y mayor de lo que me había parecido aquella tarde. - Nuestro país se agita, convulsionado por los ecos de la guerra. Los Shogunes más poderosos conspiran contra el Emperador y desafían su divino poder. Se avecinan malos tiempos para los que permanezcamos fieles al actual señor. Pero el Emperador aun es poderoso, y cuenta con muchos aliados, no sólo en Japón -.
Se levantó, y le seguimos a una de las mesas repleta de mapas. Escogió uno de la costa cercana, y trazó un circulo de tinta negra alrededor de un pequeño pueblo de pescadores.

- En este pueblo residen todas las esperanzas de victoria de nuestro emperador. Los diplomáticos de la capital, a logrado establecer una relación de amistad con una poderosa nación de Europa. Los españoles, son los dueños de medio mundo, y su armada extiende sus posesiones por el otro medio. Las relaciones entre nuestro Emperador y el Rey de España son excelentes, y cuando el Soberano español conoció nuestra situación nos ofreció sin dudarlo su ayuda.

Ahora el Gobernador Yamada sonreía viendo nuestras caras de asombro. Para dos samuráis como nosotros que solo podían pensar en el honor y en el camino del acero, aquello era sorprendente. Yamada volvió a su gesto serio y continuó.

- Pero he de deciros que los españoles no prestan ayuda a cambio de nada, con lo cual nuestro Emperador a firmado una alianza de ayuda reciproca entre el Reino de España y el nuestro. El imperio español, nos ha ofrecido sus navíos y sus soldados, pero un japonés es demasiado orgulloso como para permitir que los gaijins entren con sus tropas en nuestro país. Y entonces como nos ayudarán os preguntaréis, es muy sencillo, tienen algo que nos ayudaría a mantener la paz en todo el Japón, pólvora y mosquetones. Dos galeones cargados hasta los mástiles de pólvora y mosquetes atracarán este pequeño pueblo costero japonés, y tengo el encargo personal del Emperador de recogerlos, armar mi ejercito y marchar a la capital destrozando a todos los enemigos que la sitian -.

La capital sitiada, aquello era algo tremendo, y yo creía que mi shogunato tenía problemas. ¿En que me afectarían estos acontecimientos? Mientras pensaba en ello, el Gobernador pareció leer mi pensamiento.

- Tranquilo joven Kendo, ya he pensado en poner remedio a la situación de tu señor, mañana mismo mandaré parte de mis tropas a romper el cerco que sufre vuestro castillo. Y haré que traigan de regreso al futuro esposo de mi hija, para que se pueda consumar felizmente el planeado enlace. Pero para ti tengo reservados otros planes, de momento permanecerás en el castillo bajo la tutela de Saeba. Y más adelante tendrás ocasión de demostrar tu fidelidad a tu Señor, a mí y al mismísimo Emperador.

Las últimas palabras del Gobernador Yamada prendieron en mi ánimo, y encendieron mi corazón. Me había tomado a su cargo como samurai, y estaba seguro de que me esperaba más de una ocasión para demostrar mí destreza.

CONTINUARÁ.
Faltaban dos semanas para la llegada de los barcos, y el castillo bullía de actividad, por todos lados podía verse a gente realizando multitud de preparativos para la campaña militar que se avecinaba.

Había quedado bajo la tutela de Saeba y me hospedaba con él en el castillo, en un barracón de la guardia cerca de las caballerizas. Los primeros días los dedicamos a conocer las defensas del castillo y a los hombres de confianza del Gobernador. También visitamos al maestro herrero y a los encargados de los animales. El castillo estaba perfectamente pertrechado para soportar un largo asedio, había comida en abundancia, pozos y un pequeño riachuelo y su posición facilitaba la labor de los defensores.

Todas las mañanas practicábamos juntos el manejo de la espada. Saeba era muy bueno, pero le faltaba la técnica depurada de Musashi. En ese punto yo era superior, pero el lo suplía con una velocidad endiablada y una gran fuerza. Saeba hacia hincapié en que debía mejorar mí forma física, porque aunque curtido por el largo viaje, mí musculatura no estaba muy desarrollada. Siempre me recordaba que no bastaba con que la mente estuviera en armonía, además debía controlar el cuerpo y este debía responder con cada músculo a la perfección. Cuando lograra que mi mente y mi cuerpo fueran uno, entonces alcanzaría un estado superior que me permitiría usar toda la técnica que poseía.

Después de los duros entrenamientos con Saeba, dedicaba parte de la mañana a pasear por los jardines del castillo. La calma que se respiraba en aquellos jardines era total, reinaba una extraña sensación de paz y de sosiego. Los jardineros japoneses buscaban transmitir sensaciones con sus composiciones, con la forma de colocar las piedras, los dibujos de la arena y las plantas. Lograrlo era bastante difícil en espacios reducidos, cuanto más en grandes jardines. La mano de un jardinero experto no se notaba en los bosques de palacio, pero a la vez todo parecía estar en su sitio formando un todo.

Fue una de estas mañanas de paseo cuando volví a verla. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles, dibujando en el suelo del bosquecillo figuras caprichosas, y yo caminaba ensimismado, sumido en sueños de futuras batallas. De repente por el rabillo del ojo percibí un reflejo blanco, me volví rápidamente y apenas tuve tiempo de ver un kimono que se ocultaba tras unos arbustos.

Supe en seguida que era ella, y una sensación de querer verla y hablarla se apoderó de mí. Cuando llegue a los arbustos, ella se había alejado, como sabiendo que la seguiría. Estaba de pie en mitad de un pequeño puente que cruzaba un riachuelo. Me quede sin aliento al mirar la escena, era realmente preciosa y cualquier hombre hubiera dado su vida por aquella mujer. El pelo oscuro y abundante le llegaba hasta la cintura, y lo lleva suelto y sin adornos. El kimono era liso, de un blanco amarfilado y sin bordados, le ceñía la cintura marcando la curva de sus caderas. Al mirarla a la cara era inevitable mirarla al los ojos, que eran profundos como un estanque y de color verde oscuro. Me miró fijamente, y como la primera vez que nos vimos, sus labios me dedicaron una abierta sonrisa antes de volverse y alejarse en dirección al palacio.

Intente correr tras ella con la intención de seguirla, e incluso estuve a punto de gritar que esperara que quería hablarla. Pero antes de que pudiera moverme ella había desaparecido detrás de unas adelfas. Y como cuando despiertas de un sueño, escuche a mi espalda la voz de Saeba llamándome para ir a comer.

Ahora mis paseos matinales cada vez eran más largos, y siempre estaba atento, por si volvía a verla. Pero el día de partir a nuestra cita con los gaijins se acercaba y no había vuelto a verla. Se ultimaban los preparativos para la partida de la expedición que traería al castillo los mosquetes del Emperador. Partirían una treintena de samuráis a caballo, al mando de una tropa de infantería de cincuenta hombres, lo que representaba una pequeña parte de las tropas acuarteladas. Con la expedición partirían cuatro carros par el transporte de las cajas de mosquetes.

Y para orgullo de mi familia en esa expedición iría al lado de Saeba, en mí primera intervención militar bajo las ordenes del Gobernador. Ahora contaba con ropas de la guardia personal de la casa Yamada. El aikidogi es de color blanco, y lleva el kanji de la casa Yamada en la manga, el hakama es negro y bastante amplio en los tobillos. Para distinguir la antigüedad en el servicio, se cambiaba el color del obi*, que en el caso de los samuráis recién llegados era blanco. Los samuráis más expertos o que llevaban muchos años al servicio de la casa, vestían sus propios aikidogi, manteniendo el kanji de la casa en la manga.

Me habían ofrecido cambiar de sables, pero no hubiera cambiado la katana de mi padre, ni por las del mismísimo Gobernador. Ahora paseaba orgulloso e impaciente, vestido como un autentico samurai, y luciendo la katana de mi familia sujeta en el obi. Pensando en no defraudar el honor de mi familia, ni la confianza que puso en mí mi maestro.


*Obi: cinturón.

CONTINUARA.
La mañana despertó con una intensa lluvia, el gris plomizo nos amenazaba con una negrura imposible de traspasar. Los caballos avanzaban con las cabezas gachas, a un ritmo cansino, sumergiendo las pezuñas en el lodo blando del camino. Los hombres no hablaban, ni siquiera se miraban. Aquello era un mal presagio. Era el día en el que debían atracar las embarcaciones españolas, y no había parado de llover en toda la noche. El pequeño ejercito que había salido de Osaka, en busca del preciado cargamento, había cumplido con lo previsto y hoy arribaría al puerto pesquero.

Era poco probable que aquella información hubiera llegado a malas manos, pero no imposible. Avanzábamos por tanto con la cautela del que teme una emboscada, y nuestros exploradores salían a diario como avanzadilla, para evitar sorpresas desagradables.

Aquella tormenta no tenía visos de parar en todo el día, y la lluvia formaba delante de nosotros una fina cortina, que impedía la visión más allá de un metro a nuestro alrededor. Nos detuvimos en lo alto de una colina, desde la que se podía apreciar como un borrón en el paisaje nuestro destino. El pueblo era una pequeña mancha en el horizonte rodeada por el mar, y parecía como si una ola pudiese venir y llevarse consigo todas las casas. Aunque a pesar de la tormenta el mar aparecía ante nosotros en calma, como una alfombra verde golpeada por la intensa lluvia.

Llegamos al pueblo mediada la tarde, era un conjunto de casa humildes de pescadores, donde vivía gente pobre y tranquila, cuya única preocupación era que la pesca fuese buena o mala. El samurai al mando de la expedición escogió diez hombres para acompañarle hasta el puerto, y dejó al resto a la entrada del pueblo. Avancé junto a Saeba y otros ocho samuráis, hacia el puerto, por las intrincadas casas del pueblo. Las casas estaban cerradas, y no había nadie por las calles. En principio aquello no era raro, dado que los habitantes del pueblo no estaban acostumbrados a aquel tipo de visitas.

El puerto, si se podía denominar así, era una ancha bahía, donde se encontraban atracadas numerosas embarcaciones, todas ellas pequeños botes de pesca.. Desmontamos en mitad de la playa, y fue entonces cuando a través de la lluvia vimos los barcos.

Dudo mucho que algún japonés haya visto barcos tan impresionantes. La flota del Emperador, no era más que un montón de cascarones al lado de aquellos monstruos. Las cubiertas de ambos barcos se alzaban a más de diez metros sobre el nivel de las olas. Y los mástiles ahora con el velamen recogido eran comparables con los árboles más altos del país. Los dos galeones flotaban imponentes, negras moles recortadas contra el cielo ceniciento, a unos cien metros de la costa, y a mitad de camino se podían divisar tres botes remeros que bogaban hacia nosotros.

Los botes desaparecían rítmicamente detrás de las olas, mientras pasaban de ser puntos diminutos, a grandes botes de quince pasajeros. Pronto pudimos escuchar el canto de sus voces, siguiendo el ritmo de boga, arengados por los timoneles. Nos mantuvimos expectantes de pie, al lado de nuestras monturas, como hipnotizados ante aquella extraña visión.

Las barcas no tardaron en ser arrastradas hasta la arena, en una maniobra muchas veces repetida en años de desembarcos, por todos los rincones del mundo. No en vano aquella era la flota más poderosa y sus hombres los mejores marinos.

CONTINUARÁ.
Mientras los remeros se ocupaban de colocar los remos y afianzar los botes, el capitán y los oficiales formaron ante el grupo de samuráis. El capitán era un hombre de gran estatura y gran barriga. Vestía un traje de seda color granate, muy adornado y recargado al estilo de la corte. A una señal suya, de entre los oficiales se adelanto un hombre pequeño, vestido con un kimono negro de aspecto vivaz y de ojos brillantes. Sin duda alguna aquel hombre era oriental, aunque conversaba con el capitán en perfecto castellano. Cuando terminaron de hablar se adelantó unos pasos y se dirigió a nosotros.

- ¿Los enviados del Gobernador Yamada, supongo? -, y su voz sonó lejana apagada por la lluvia. - Soy el ayuda de cámara de mi señor Hideo Kojima, embajador del Emperador de Japón en España-. - Y estoy aquí para servir de interprete en esta transacción -.
- Soy Koji Mifume, General de los ejércitos del Emperador en Osaka. El emperador y el Gobernador de Osaka os están muy agradecidos por vuestros servicios -. Hizo una breve pausa antes de proseguir hablando, como para dar más seriedad a sus palabras. - Espero que vuestro viaje haya transcurrido según lo previsto y no hayáis tenido el más leve percance -.
- Dentro de lo que supone un viaje marítimo de estas características, hemos tenido una placida travesía -. Contestó el embajador, sin poder reprimir que una sonrisa aflorara a sus labios.
- A pesar de lo cual estaréis cansados, os rogaría que nos acompañéis a nuestro improvisado campamento, mis hombres habrán dispuesto ya algunas tiendas donde refugiarnos y comer algo -.

El embajador asintió bajando levemente la cabeza, y tradujo su conversación al capitán. Tras cruzar unas breves palabras con el español, volvió a dirigirse a nuestro general.

- El capitán don Alfredo de la Cierva, le está muy agradecido por su ofrecimiento, pero piensa que lo más importante en estos momentos es la carga de sus buques. Y solicita a tan noble comitiva, le acompañen hasta su buque insignia para supervisar le descarga y tomar una frugal cena -.
- No tomaré el rechazo de mi ofrecimiento como un deshonor porque ya había sido advertido del carácter de estos gaijins -. Con gesto serio carraspeó y colocó su mano en la empuñadura de su sable. - Aun así será para nosotros una grata experiencia él poder ver de cerca tan poderosos buques -.
- Partamos pues, hay sitio en los botes para ocho pasajeros, cuanto antes comencemos antes estarán desembarcados los mosquetes -.

Dos de nuestros hombres se quedaron en tierra, uno par esperar el desembarco y el otro para ir a buscar los carros y al resto de los samuráis. Mientras tanto los demás partimos en los botes junto a los españoles.

A pesar de estar en calma, el mar golpeaba con fuerza contra el casco de los barcos. El galeón del capitán se alzaba ante nosotros como una mole de tablas y brea, que parecía flotar gracias a algún tipo de hechizo. Colocaron los botes paralelos al barco, y por las paredes de este descendieron dos escalas de gruesa cuerda.

Ninguno de nuestros hombres tuvo el menor problema para trepar por las escalas, quizás no con la gracia de los españoles, pero sí con soltura y velocidad. Muy distinto fue una vez en cubierta, los marineros parecían tan cómodos como en tierra firme, mientras que nosotros caminábamos inseguros por los suelos resbaladizos.

El camarote del capitán, era un gran salón situado en lo más alto del castillo de popa, justo debajo del puesto del timonel. La decoración, era algo digno de verse sobre todo si uno era japonés. Los muebles, todos de caoba, estaban recargados con multitud de volutas, las paredes adornadas con coloridos tapices habían sido barnizadas y reflejaban la luz de los numerosos candelabros. Presidía la estancia una gran mesa, de un aspecto muy sobrio, en la cual cenaban todas las noches el capitán y los oficiales. La mesa estaba repleta de todo tipo de alimentos, así como grandes jarras de vino español.

- Señores en breve podrán disfrutar de este refrigerio, pero antes permítanme que me presente y que les enseñe el preciado cargamento que traigo para su guerra -. Detrás de la voz del capitán, apenas podíamos oír la traducción de embajador, que se afanaba en seguir el ritmo del marino. - Mi nombre es Alfredo de la Cierva, y soy capitán de la armada española desde hace diez años -. Las palabras del capitán sonaron altaneras y orgullosas, pero no podíamos llegar a entender plenamente su significado, acostumbrados como estábamos a vivir en un país pequeño con sus pequeños problemas, para nosotros la gloría del Imperio Español quedaba muy lejos.

Tras hablarnos de los peligros del viaje, la importancia de la armada española en el mundo y demás bravuconadas, el capitán se decidió por fin a mostrarnos las bodegas del barco y a proceder a ordenar el desembarco de las cajas. Operación que según nos informó duraría bastante tiempo ya que las cajas debían descargarse a los botes y poco a poco ser llevadas a tierra.

Después de ver a partir a los primeros botes cargados, nos retiramos de nuevo al salón del capitán a comer algo. Todo cuanto comimos resultó exquisito, pero si algo me gusto por encima de todo fue el vino. Nunca podré olvidar el sabor del vino español, según me explicaron al muy preciado por todo el mundo.

El desembarco duro aproximadamente tres horas y se desarrollo sin ningún incidente. Cuando todas las cajas estuvieron en tierra firme, el capitán nos acompañó en los botes de vuelta. Y así terminó nuestro contacto con los extranjeros. Más tarde cuando tuve la oportunidad de hablar con Saeba, nos reímos juntos de sus ropas, sus peinados, sus pelos en la cara y en el pecho, su forma de hablar. Pero también alabamos sus riquezas, lo esplendoroso de sus aceros, las excelencias de su comida y lo extraordinario de su fuerza y altura. Esto último nos sorprendió a ambos, bien es cierto que había japoneses altos, pero era habitual, y aunque entre los españoles, la mayoría no era de estatura elevada, si había gente en verdad muy alta.

Sobre los sables españoles hablamos largamente. Uno de los oficiales nos había mostrado su arma, pidiéndonos que le permitiéramos ver una de nuestras katanas. Saeba accedió al intercambio y pudimos observar de cerca aquella maravilla comparable a nuestros mejores aceros. Era a la vez fuerte y flexible, pero mucho más fina y manejable que nuestros sables. El puño estaba bruñido con profusión de adornos y una cazoleta enorme. El manejo era totalmente distinto en técnica y colocación, los españoles eran maestros en un arte que ellos denominan esgrima y que al igual que el bushido busca acabar con el adversario en una sola estocada.

El regreso a Osaka transcurrió tranquilo, y aunque tardamos algo más porque los carros nos retrasaban, ese fue nuestro único problema durante todo el viaje de vuelta. Nuestra llegada fue aclamada por todos, y la gente salía de sus casas para vernos pasar y darnos la bienvenida.

Saeba y el general Mifume, se reunieron enseguida con el Gobernador par informarle sobre la expedición. Y yo aproveché para correr a los jardines, con la esperanza de volver a ver a la que sería mi señora. Porque a pesar de saber que ella era inalcanzable para mí, no por su estatus, sino porque antes me arrancaría las venas antes que traicionar a mí señor, tenía la irrefrenable necesidad de volver a verla.
Paseaba con estos y otros pensamientos en la cabeza, cuando la vi, arrodillada junto a un pequeño árbol que apenas tenía unos cuantos brotes. Ella se percató de mi presencia y se levantó sobresaltada.

Avance despacio hacia ella, y cuando abandoné las sombras se tranquilizó, y adoptó esa fría postura, con la que la había conocido. Esta vez no trato de escapar y permaneció quieta junto al pequeño árbol.

- Hola, creo que aun no nos conocemos, permitidme que me presente. Soy Ayao Kendo samurai del Shogun Takada -.
- Lo sé. Hablé con mi padre tras vuestra llegada y me puso al corriente de todo. ¿Cómo se encuentra el hijo de vuestro señor? -. Su voz era tan bella como su rostro y por un momento no supe contestar.
- Cuando abandoné el Shogunato, gozaba de una excelente salud, y luchaba valientemente contra nuestros enemigos al lado de su padre. Espero que pronto podáis verle -.
- Así lo espero también yo, como también espero que tengamos la ocasión de hablar más a menudo, para poder conocer más noticias de tus señores. Si le desagrada podremos hablar mañana, durante su paseo después de entrenar con Saeba.
- Para mí será un placer -.
- Hasta mañana entonces -. Y suavemente se giró y se marchó en dirección al pequeño puente.

CONTINUARÁ.
Sus verdes ojos se clavaban fijamente en los míos, y parecían penetrar en mis pensamientos. La joven estaba mucho más relajada, sonreía abiertamente y estaba a gusto en mi compañía. Cuando nos encontramos aquella mañana aun estaba fría y distante, pero fue relajándose a medida que hablábamos. Se llamaba Yukio y ahora que había conseguido estar cerca de ella, sentía que era mucho más bella si es que era posible.

Nos sentamos en un banco junto al riachuelo no muy lejos del puente, a la sombra de los árboles aunque el sol que lograba traspasar el follaje manchaba su pelo negro azabache. Sus ojos eran los más verdes y sus labios los más rojos que jamás había visto, y su voz era cálida, como un susurro que te invitaba a soñar.

Al principio no hablaba apenas y se limitaba a escuchar mis historias sobre su prometido y luego sobre mi viaje. Pero luego se soltó, y charlamos tranquilamente sobre como éramos, lo que nos gustaba y lo que no.

Se convirtieron en costumbre nuestros encuentros, y si uno de los dos no acudía a la cita, el día pasaba largo y tedioso hasta la mañana siguiente. Yukio y yo éramos muy parecidos, a los dos nos gustaba la lectura y los dos disfrutábamos con la naturaleza. Pero a pesar de todo lo que nos unía, ella siempre desaprobaba la violencia que conllevaba el ser un samurai. Podía llegar a entender la necesidad de un ejercito en determinadas ocasiones, pero no era capaz de comprender el sentido del bushido.

Poco a poco descubrí que no era una chica corriente o una noble mimada, Yukio era una mujer fuerte, instruida y a la vez rebelde aunque respetuosa con las costumbres milenarias de nuestro país. Era una mujer de la que podría enamorarme con facilidad, si es que no lo había hecho ya.

Los días pasaban en calma, entrenamientos, paseos con Yukio, largas horas de estudio con Saeba, sobre tácticas y situaciones de combate. Hace unos meses aquello hubiera sido insoportable ávido como estaba por probar mi valía, pero en aquel momento no hubiera querido partir de Osaka por nada del mundo.

Y he comprobado que en esta vida cuando uno encuentra la felicidad, debe aprovecharla porque es un bien escaso. Y en esta ocasión también lo fue, pues a los pocos días llegó la orden del Gobernador de formar un ejercito de mil hombres para partir al frente, en ayuda del Emperador. Mil hombres, por fin un ejercito y la oportunidad de comprobar si los entrenamientos con mi maestro habían servido de algo, era mí oportunidad de comenzar a convertirme en el samurai más famoso de todo el Japón.
Un ejercito de mil hombres no es algo que se prepara de la noche a la mañana, pero las tropas de la casa Yamada estaban sobre aviso y pertrechándose desde la llegada de los mosquetes. Y habían llegado hombres de todos los destacamentos del territorio, así como gran número de samuráis vagabundos atraídos por las expectativas de una gran batalla.

Las últimas noticias eran desalentadoras, la capital se encontraba en peligro y se temía por la derrota del régimen del Emperador. Las últimas batallas habían sido favorables a los señores de la guerra que habían formado un clan en contra del Emperador. Si antes íbamos a partir para imponer la paz y asustar a unos Shogunatos rebeldes, ahora debíamos correr a sofocar una rebelión.

En unos días se ultimaron todos los preparativos para la partida. Trescientos samuráis a caballo, quinientos soldados de a pie y doscientos fusileros acampaban en las afueras de la ciudad. Y aquella mañana partirían hacia la guerra, y Saeba y yo iríamos con ellos.

Hacía días que no veía a Yukio, y no sabía que debía hacer, mi corazón me pedía volverla a ver antes de partir, pero algo en mi interior me advertía que no podía enamorarme de aquel ángel, porque estaría traicionando mi honor, a mi familia y a mi señor. Estaba decidido a no verla y a partir hacia la batalla. Y cuando me dirigía a buscar a Saeba, la vi, toda vestida de blanco, de pie junto a nuestros caballos. Estaba pálida y muy seria.

- Ayao, ¿sabes una cosa? -, la voz le tembló por un instante, pero consiguió dominarse, - mi padre me hizo una promesa cuando yo era muy pequeña -.

- Lo sé - contesté con un nudo en la garganta.

- Esa promesa me da libertad, una libertad que no poseen otras mujeres -. Sus ojos estaban vidriosos y temblaban a la luz del amanecer.

- Me entristece oír esas palabras, porque ninguno de los dos es libre, nos atan promesas que hemos hecho a un mismo hombre -. - A partir de hoy no volveré a ser feliz hasta que vuelva a verte y con eso me contentaré porque antes que faltar a mi honor y mancillar tu nombre me quitaré la vida.

Lentamente Yukio bajó la cabeza y dando media vuelta se marcho. Y como yo ella también lloraba y por primera vez en mi vida supe a que saben las lagrimas, y su sabor no me gustó lo más mínimo. Acababa de aprender algo importante, en la vida nunca logramos lo que queremos, todo lo contrario lo que queremos suele estar muy lejos de nosotros.

Mi maestro siempre me decía que los samuráis son seres tristes por naturaleza, si aquello era verdad, ahora era un poco más samurai. También me decía que el buen samurai debe prepararse para morir en cualquier momento y no temer a la muerte, yo estaba preparado para morir, pero ahora no quería hacerlo hasta no haber vuelto a mirarla a los ojos.

CONTINUARÁ.
III. Dos ejércitos.

Los caballos piafaban, y arrojaban chorros de vapor por sus ollares, al respirar el aire frío de la mañana. En el ambiente flotaba una clama tensa, que hasta los animales podían percibir. Todas las miradas convergían en un hombre el General Koji Mifume. El general estaba reunido con sus capitanes, dando las últimas instrucciones, y pronto daría la orden de partir.

Saeba había sido puesto al mando de la compañía de fusileros, a pesar de haber manifestado al General que él prefería un puesto en la vanguardia. Pero Mifume era sabio y sabía que sus fusileros podían ser un factor desequilibrante en cualquier batalla por eso había elegido a Saeba.

Yo cabalgaría con los samuráis al frente del ejercito bajo las ordenes del capitán Himura, y según Saeba había tenido suerte pues Himura era de entre los capitanes el más intrépido y era respetado por su valor en el combate.

Al cabo de unos minutos los capitanes partieron a sus puestos y con un gesto Mifume indicó la marcha. Un clamor de cascos y repiqueteos de metal lo lleno todo, cuando nos pusimos en movimiento. Los estandartes de cada compañía ondeaban con la brisa de la mañana, al igual que las pequeñas banderas de los hombres de infantería. El ejército avanzaba por la llanura cubriéndola, como una marea de hombres, animales y carros.

Aquel primer día de marcha fue agotador, cabalgamos todo el día y toda la noche, parando apenas para comer algo. Y no pudimos dormir hasta la noche del segundo día. Sin embargo a pesar de la dura marcha no avanzamos mucho, un hombre solo, hubiera cubierto una gran distancia pero un ejército como aquel avanzaba despacio como una enorme serpiente.

Los exploradores iban y venían desde la vanguardia y la retaguardia, trayendo noticias de lo que ocurría a nuestro alrededor y de cual sería el mejor camino a seguir. Para mantener un ritmo constante, no parábamos a comer más que un momento y hasta bien entrada la noche no dormíamos. Los hombres estaban descansados pero llevábamos un ritmo infernal, y pronto las fuerzas menguarían.

La situación no debía ser muy favorable, cuando era necesario que llegáramos tan rápido a prestar nuestra ayuda. Y más adelante descubriríamos que las últimas batallas ganadas por los señores de la guerra habían dejado en muy mala situación a los ejércitos Imperiales. Y aquello debía saberlo Mifume, porque cada día avanzábamos más deprisa. A este paso, no tardaríamos en llegar a la frontera que guardaban las tropas del Shogun Kintaro Katsura con el que yo me había enfrentado y dado muerte. Allí encontraríamos la primera resistencia, aunque esperábamos que fuera fácil romper sus defensas porque salvo que hubieran recibido refuerzos, apenas contabas con unas centenas de hombres.

Cuando nuestros espías informaron que estábamos lo bastante cerca de nuestros enemigos acampamos, esperando noticias sobre su número y posición.

En mitad de la noche regresaron dos exploradores con la información necesaria, los capitanes trazarían ahora una estrategia y posiblemente aprovecháramos la claridad del alba para el ataque. Las tropas enemigas estaban situadas a lo largo de una planicie y estaban formadas por cerca de doscientos hombres, la mayoría de ellos a pie. El ataque lo llevarían acabo nuestro samuráis que a caballo rodearían al enemigo por sus dos flancos para caer sobre ellos por sorpresa.

Cubrimos los cascos de nuestros caballos con trapos para amortiguar su sonido. Y al amanecer nos pusimos en marcha. Avancé con el grupo que atacaría el ala izquierda, cabalgando al lado de Himura. Los ojos del capitán brillaban mientras dirigía su montura a la batalla. Llevábamos caballos ligeros y no muy grandes, de patas cortas y resistentes, acostumbrados a participar en batallas. Al principio galopamos despacio, sin forzar la marcha, pero cuando estuvimos situados en perpendicular al campamento enemigo, Himura espoleó su caballo y se lanzó a galope tendido. Y así sin un grito y lo más en silencio que pudimos caímos sobre nuestros enemigos. Los caballos entraron en el campamento como una gran ola, arrasando todo a su paso. Los hombres salían de las tiendas y de los barracones dormidos y asustados y se encontraban con la muerte.

En unos segundos me encontré sumergido en el fragor de la batalla, y antes de darme cuenta había traspasado a dos hombres con mi sable. La resistencia era inútil, en unos instantes estábamos en el centro del campamento, y el enemigo había sido destrozado. Sus mejores samuráis plantaron batalla en el barracón principal, y tuvimos que desmontar para poder reducirlos. Cuando me disponía a bajar del caballo alguien lo cogió por las riendas y lo obligó a tumbarse, caí al suelo despedido por el animal. Cuando me levanté tuve que evitar una estocada girando sobre mi mismo. Lo más rápido que pude me incorporé y encaré a mi rival. Su cara era la de alguien desesperado que sabe que va a morir y tiene miedo, estaba empapado en sudor y las manos que sostenían la espada le temblaban. Pero aquello solo lo hacía más peligroso como un animal cuando está herido. Mantuve la calma y dejé la mente en blanco esperando su primer movimiento. Como era de esperar cargó como un loco a toda velocidad sosteniendo la katana sobre su cabeza. Con dos rápidos pasos laterales esquivé su ataque, desenvainé y me preparé para atacar. Cuando mi enemigo se volvió descargue mi golpe, el filo de mi katana penetró entre su hombro y su cuello y noté como se partía la clavícula. El hombre cayó de rodillas con el rostro pálido y los ojos en blanco, extraje mi espada y se desplomó hacia atrás inerte.

Cuando volví la vista hacia donde resistían los últimos samuráis todo había terminado, Himura daba ordenes y mandaba a dos emisarios a buscar al resto de las tropas, el camino estaba despejado.

CONTINUARÁ.
Para mí aquello no fue una batalla, si no una carnicería, antes de que nuestros enemigos pudieran enterarse de lo que ocurría, ya estaban muertos. Hicimos unos cuarenta o cincuenta prisioneros, que desarmados fueron enviados a Osaka con una patrulla, para evitar que delataran nuestra posición. El resto, unos ciento cincuenta, eran cadáveres que yacían esparcidos por todo el campamento, con los rostros lívidos y los ojos fuera de sus cuencas. Cuando avanzara la mañana y el sol comenzara a calentar, aquel páramo se convertiría en un infierno, las alimañas acudirían a recibir su parte del botín.

No tardamos en reanudar la marcha lo cual fue un alivio para todos, ningún hombre se quejó por tener que volver a cabalgar y todos agradecimos la fresca brisa del amanecer en nuestra cara. El día pasó tranquilo y nadie habló de la escaramuza, ni bromeó sobre cuantos enemigos había abatido.

El general Mifume había extremado las precauciones doblando el número de espías y exploradores, ahora nos adentrábamos en territorio enemigo, y aunque ocultar un ejército como el nuestro era imposible, al menos retrasaríamos cuanto pudiéramos el ser descubiertos. Aunque todos sabíamos que pronto seríamos avistados por algún explorador o por alguna patrulla, y entonces el enemigo se agruparía y comenzaría de verdad la guerra.

Avanzábamos más lentamente ahora, como temiendo lo que pudiéramos encontrarnos delante. Los exploradores no traían noticia alguna de ejércitos, ni de fortificaciones, ni siquiera de pequeñas patrullas en los caminos.

El general evitaba las aldeas, y obtenía alimento mandando emisarios a las más pequeñas y a través de la caza. Ninguna población fue saqueada y todos los víveres que obteníamos habían sido debidamente pagados. Gracias a todo esto la tropa conservaba las fuerzas y estaba preparada para cualquier situación. Esto era muy importante y una de las lecciones que me había dado Saeba, “los soldados no luchan bien con el estomago vacío”, solía decirme.

Por más que nos internábamos en dirección a la capital, más tranquilo encontrábamos todo. Los capitanes que se reunían todos las noches con Mifume empezaban a estar nerviosos. Sus últimas noticias hablaban de un gran ejército en esta región y exceptuando la escaramuza de la frontera no habíamos vuelto a ver ni a uno solo de los hombres del Clan.

Era arriesgado avanzar más, y se dio la orden de acampar unos días en mitad de una amplia llanura. Se montaron los turnos de las guardias, y se enviaron numeroso exploradores. No nos moveríamos hasta que nuestro enemigo apareciera

Transcurrió una semana entera sin noticias de ningún tipo, el estado de ánimo de la tropa, sobre todo de los hombres de infantería estaba por los suelos. Todo era impaciencia y nervios, y a menudo surgían discusiones y pequeñas peleas.

La noche del primer día de la segunda semana en nuestro improvisado campamento, pasó algo que interrumpió la tranquilidad. Durante la noche nadie advirtió nada, ni ningún guardia dio la alarma, pero con el amanecer se descubrieron dos hombres muertos en sus camastros. Los capitanes se reunieron con el General y decidieron encargar a Himura la investigación de aquel asunto. El capitán Himura convenientemente alentado por Saeba me encargó a mí la tarea de descubrir que había ocurrido.

Lo primero que hice fue examinar los cuerpos de los dos soldados. Ambos tenían profundos cortes en el cuello, de similar profundidad hechos sin duda por el mismo arma. En la espalda de uno de ellos encontré las marcas de tres arañazos, de aproximadamente medio centímetro de profundidad, que cruzaban la espalda de arriba abajo.

Lo normal en estos casos es que se trate de un ajuste de cuentas, los soldados son gente pendenciera y sin honor. Pero pronto descarté esa hipótesis porque a la mañana siguiente se encontró otro cuerpo, en esta ocasión un fusilero de la compañía de Saeba. El cuerpo del hombre presentaba la misma herida en el cuello hecha sin duda con un puñal de bastante tamaño. Después de la comida me reuní con Saeba, para hablar de lo ocurrido. Saeba era un samurai de reconocido prestigio, un hombre curtido por las batallas y con mucha experiencia, su grupo era el más disciplinado de todos los que formaban nuestro ejército. Además él personalmente dormía al raso con sus hombres y no había oído ni el más mínimo ruido en toda la noche. Descartamos por tanto que fuera alguien de dentro y tampoco era ningún tipo de animal puesto que las heridas eran claramente de un arma de filo.

Informé a Himura y al General de lo que había descubierto y ambos pidieron mi opinión. Les dije que aunque pareciera una locura alguien nos estaba atacando, quizás con el objetivo de desmoralizarnos, tal vez en busca algo. Mifume, Himura y Saeba estuvieron conformes con mis deducciones y decidieron trazar un plan para descubrir al enemigo. Puesto que era muy difícil verle y se trataba de alguien muy experto decidimos que lo mejor sería vigilar desde fuera del campamento para tratar de descubrirle cuando se aproximara.

Antes de que anocheciera me preparé para salir del campamento sin ser visto. Me ocultaría a cierta distancia con la esperanza de ver llegar al asesino. Mientras Saeba patrullaría el perímetro asegurándose que no era nadie de nuestras tropas.

Me oculté tumbándome en una loma desde la cual podía ver todo el campamento, la noche se presentaba propicia, el cielo estaba despejado y la luna brillaba iluminando todo el valle. Nada ocurrió hasta bien entrada la noche, fue entonces cuando ayudado por la luna me pareció ver algo. Al principio pensé en algún tipo de animal, por lo rápido que se movía, pero cuando me fije más pude apreciar dos sombras que corrían hacia el campamento, agachadas, apenas visibles en la espesura de la maleza. Abandoné mi escondite y corrí en su dirección, debía alcanzarlas antes de que entraran en el campamento o luego sería aun más difícil verlas.

A pesar de lo mucho que yo corría, aquellas sombras eran inalcanzables, sus movimientos eran rápidos y silenciosos como los de un felino, y en dos ocasiones estuve a punto de perderlas de vista. El campamento estaba cerca y yo aun no me había acercado lo suficiente, tendría que seguirlas e intentar detenerlas dentro.

Burlaron con facilidad la mirada de un vigía, y yo hice lo mismo, no podía pararme a dar explicaciones. Una vez en el campamento se detuvieron, mirando alrededor como buscando una presa, eso me dio tiempo a recuperar terreno, pero pronto siguieron adelante. Me pareció como si supieran a donde se dirigían y su presa no hubiera sido elegida al azar. Y así era, las dos sombras se precipitaron a toda velocidad hacia el centro del campamento y fue en ese momento cuando comprendí que su objetivo era Mifume. Aquellos dos asesinos venían esta noche a por el General, dándole muerte asestaban un duro golpe a nuestro ejército, dejándolo sin su líder.

Me encontraba extenuado por la carrera y aun me encontraba unos metros por detrás de los dos ninjas, que ya se aproximaban a la tienda de Mifume. Cuando llegue estaban arrodillados en la parte de atrás y uno cortaba la lona con su cuchillo. Saqué mi sable que emitió un ruido al salir con velocidad de la vaina y la hoja quedó iluminada por la plateada luz de la luna. Aquello bastó para alertar a los ninjas, que se giraron con asombrosa velocidad. Al verme no pensaron en plantar batalla ni por un instante y corrieron alejándose de la tienda.

De mi garganta apenas salió un hilo de voz cuando traté de dar la alarma, pero bastó para que Saeba lo oyera, por desgracia su voz me respondió desde el otro extremo del campamento, por más que corriese no llegaría a tiempo para ayudarme. Con un suspiro envaine la espada y me lancé de nuevo a la carrera. Los divisé acercándose a la salida del campamento, ahora avanzaban más rápidos, pero también más descuidados y uno de los hombres que cubría su turno de guardia estuvo a punto de atravesar a uno de un flechazo. La respuesta fue violenta y precisa, de la mano de uno de los hombres sombra salió un rayo de plata, y a unos metros de distancia el guardia caía con un suriken clavado en su frente.

Sin duda me enfrentaba a dos ninjas de los mejores, asesinos a sueldo silenciosos y sin escrúpulos. No sería nada fácil eliminarlos a los dos, además ellos sabían que si escapaban podrían intentarlo en otra ocasión. Los perdí de vista a la entrada de un pequeño bosquecillo, y una duda me asaltó de pronto, huirían o preferirían emboscarme para no irse con las manos vacías.

Era inútil seguir corriendo si me precipitaba y me estaban esperando en el bosque sería presa fácil. Decidí ser precavido, aun a riesgo de perder su rastro, frené mí carrera y avance con cautela hasta internarme en la espesura. Debajo de los árboles la oscuridad era casi absoluta. Estaba en clara desventaja, además de ser dos, los ninjas están entrenados para aprovechar la noche. A mí alrededor todo era silencio, un silencio casi reverente, como si todos los seres vivos de aquel bosquecillo estuvieran pendientes de mis movimientos. Caminé muy despacio un largo trecho, sin ver ni oír nada salvo mi respiración y mis pasos. Y cuando ya daba por hecho que los dos ninjas habrían huido, un hilo como escupido por una gran araña se enredó en mi muñeca. Con un brusco tirón el hilo se apretó con fuerza, y el fino nylon cortó la carne. Noté la sangre húmeda y caliente deslizarse por mi brazo hacia el codo.

El tiempo parecía no pasar, intuí unos movimientos a mi espalda y a mi derecha. Con la mano libre busque la empuñadura del sable, que pendía en mí cadera, cuando logré asirlo con mí diestra, una sombra pasó corriendo a mí izquierda golpeándome en la rodilla. La pierna me falló y por un momento quedé suspendido en el aire colgado del delgado hilo. El dolor de mi mano se hizo insoportable y apenas pude reprimir un grito de dolor. A duras penas conseguí incorporarme, afanándome en desenvainar la katana para poder liberarme de mí atadura.

Ruidos de carrera a mí derecha, pero esta vez estaba preparado, me giré y cuando pude ver a mi atacante salté esquivando su golpe. Estaban jugando conmigo, si hubieran querido ya estaría muerto, pero a veces esa prepotencia es la perdición de los mejores guerreros. Caí de pie, con un ágil movimiento de mi mano libre saque la espada y corte el hilo. No había tiempo para preocuparse por la herida ya lo haría más tarde si lograba salir de aquel lugar con vida.

Apoyé mi espalda contra un gran árbol cercano, e instintivamente cerré los ojos. Cuando era pequeño mí maestro solía jugar conmigo tapándome los ojos y lanzándome objetos que yo debía atrapar si dejarlos caer, ahora comprobaría si aquello había servido de algo. Afiné mis sentidos y me coloqué en posición de ataque. El bosque se dibujó claramente en mí mente y guiado por mi oído situé a mis adversarios, uno corría a mi espalda sin tomar precauciones para no hacer ruido, trataba de despistarme para que su compañero se acercara lo suficiente. De repente todo quedó en silencio, desconcertado me esforcé en oír algún movimiento. Procuré calmarme y concentrarme, y cuando me disponía a abrir los ojos, noté algo, de manera casi imperceptible, justo frente a mi, un susurro o una débil respiración. El asesino se encontraba justo delante de mí, blandiendo el poderoso puñal, que pretendía hundir en mí garganta. Pero aquel ligero jadeo había bastado para alertarme y con un movimiento descendente de mi brazo derecho introduje el filo de la katana entre las costillas y el riñón del sorprendido ninja. El golpe fue fatal, con un alarido el hombre se tiró al suelo y se retorció de dolor hasta perder la vida.

Sin tiempo para poder reaccionar algo se clavó en mi pierna derecha. Acerqué la mano al suriken para desprenderlo, pero antes de que pudiera alcanzarlo otro proyectil se hundió en mí costado. Las fuerzas me fallaron y tuve que apoyar una rodilla en el suelo, mi adversario se había desplazado corriendo hacia la izquierda, lo cual me dio tiempo para extraer ambos surikens, pero dejó desprotegido mi flanco izquierdo el tiempo suficiente como para recibir un nuevo ataque. El cuchillo relumbró en la oscuridad del bosque, y trazando una amplia curva cortó mí brazo entre el codo y el hombro. El brazo quedó inmóvil colgando junto al cuerpo, sentía las yemas de los dedos muy frías y el brazo rígido.

Nunca me había sentido tan cerca de la muerte, pero acababa de descubrir que no tenía ningún miedo a morir, solo sentía una desazón porque no la volvería a ver. Pero un guerrero no esta vencido hasta que no exhala su último aliento, o al menos eso me decía mí maestro Musashi. Reuní todo el coraje que me quedaba y conseguí ponerme en pie. Clavé el sable en el suelo justo delante de mí y desenvainé mi pequeño puñal que había permanecido oculto en la chaqueta. De la oscuridad me llegó algo parecido a una risa de burla, seguida de sonido de pasos corriendo hacia mí.

Lo que ocurrió a continuación no duró más que unos segundos pero para mí fue toda una eternidad. Alcé mi brazo sano y con todas mis fuerzas lancé el puñal hacia el asesino, este debió interceptarlo pues prosiguió su avance, pero yo había logrado mi objetivo que no era otro que ganar tiempo para arrodillarme y cogiendo firmemente el sable apuntarlo hacia mi enemigo. La carrera y la fuerza del rival hicieron el resto. La afilada hoja penetró en la carne hasta la empuñadura, cortando músculo y hueso a su paso. El hombre sin rostro comenzó a temblar y a escupir sangre allí de pie, mirándome como si aun no se explicara que había salido mal. Cuando retiré el sable cayó sin vida a mi lado.

Me derrumbé sin aliento contra el árbol, y comencé a sentir los efectos del veneno. Mi cabeza ardía, y el brazo izquierdo era un témpano de hielo. También empezaba a perder la sensibilidad en la pierna derecha, y no tardé mucho en perder el conocimiento.

Cuando por fin me desperté habían pasado dos días desde mi enfrentamiento con los ninjas, me dolía la cabeza y mi boca estaba seca como si llevara un mes sin beber una gota. Estaba tumbado en una tienda y fuera era mediodía. Todas mis heridas estaban perfectamente vendadas y olían a ungüento. Me sentía como si dos campesinos furiosos me hubieran aporreado hasta romperme todas las costillas, pero estaba vivo.

CONTINUARÁ.
Dos días después de que despertará en la tienda de Saeba, las cosas habían empeorado bastante. Nos habíamos metido en una trampa de la que difícilmente podríamos salir victoriosos. La mañana del primer día que permanecí inconsciente, se levantó con una espesa niebla, que tardó en disiparse. Cuando por fin las brumas permitieron ver algo, ya era demasiado tarde. Frente a nosotros formaba un ejercito, los destellos de las armaduras cubrían toda la llanura delante nuestra. Mifume dio orden a sus capitanes para que se dispusiera todo para la inminente batalla. Pero nuestros enemigos no atacaron permanecieron frente a nosotros inmóviles. Aunque no nos superaban en número, su caballería era más numerosa, teníamos alguna posibilidad si aprovechábamos a nuestros fusileros. Lo que no podíamos saber es que a la mañana siguiente un ejercito aun mayor nos sitió por la retaguardia quedando encerrados en el valle.

Sin forma de salir de allí solo nos quedaba llevarnos al infierno el mayor número posible de enemigos. Y esperar que cuando el Gobernador tuviera listo el grueso de sus ejércitos no fuera tarde para acabar con la rebelión. Aquello era mucho más de lo que esperábamos, gran parte de los Shogunes del Japón habían traicionado al Emperador y se unían ahora en su contra para destronarle.

El día que me desperté tras los efectos del veneno, Mifume y los capitanes recibían a un emisario de El Clan. Las condiciones eran la rendición total y absoluta a cambio de perdonarnos la vida. Aquello era una clara provocación, Mifume nunca rendiría su ejercito sin pelea.

Era muy pronto, el sol apenas comenzaba a despuntar. Hacia unas horas una fina lluvia había cubierto el valle, dejando a su paso una bruma a ras del suelo. Los caballos se agitaban nerviosos como sabiendo lo que iba a pasar, los cascos golpeaban el campo de batalla, los hombres aguardaban en silencio las ordenes, los rostros en tensión, los ojos fijos en el enemigo.

- Mifume es un viejo testarudo, estará pensando en como hacernos tragar nuestra oferta -.
- Si mi señor, pero hemos tenido suerte de que no se moviera antes de la llegada de los hombres del Shogun Mizuno -. - Ahora está atrapado, será una batalla fácil.
- Nunca hay batallas fáciles, - respondió el General -. - Manda una señal a Mizuno atacaremos cuando el sol haya salido completamente -.
- Sí mi señor -.
Tres ejércitos, tres generales y solo una salida de aquel valle. Mifume nos dio las ordenes aquella noche y dispuso todo para por la mañana, la caballería se lanzaría a la carga contra el ejército a nuestro frente y la infantería contendría el ataque en nuestra retaguardia. El ataque estaba planeado justo al amanecer y nuestra única esperanza era golpear con fuerza y por sorpresa al ejército del General Tendo, para luego volvernos contra las fuerzas del Shogun Mizuno.

Cuando los primeros rayos de sol bañaron nuestras caras el General Mifume se irguió en su montura, se volvió y con un movimiento de su brazo lanzó la primera carga. Todos los samuráis a caballo cargamos con violencia, salvo el General y su escolta de lanceros. Esta parte sería más fácil puesto que aunque preparados nuestros enemigos irían a pie.

Cabalgamos lo más rápido que pudimos, y como una oleada chocamos contra las filas de hombres, algunos caballos cayeron arrojando a sus jinetes que indefensos en el suelo eran traspasados por las lanzas. Pero la mayoría atravesamos las primeras líneas sembrando el pánico y la destrucción a nuestro paso. El objetivo fue el grueso de la infantería, mucho más vulnerable ante nuestros caballos. Una vez asestado el golpe nos retiramos, y como estaba planeado sus jinetes ya preparados nos siguieron. El ayuda de campo de Mifume trepó a una loma y hondeó una bandera amarilla con el kanji de los Yamada. Obedeciendo a esta señal un grupo de arqueros se levantó de su escondite en la espesura. Una lluvia de flechas se precipitó sobre la caballería de Tendo que nos perseguía, hombres y bestias cayeron atravesados por los dardos. Con un grito volvimos nuestras monturas, y las lanzamos contra los sorprendidos samuráis, irrumpimos entre ellos con una furia desmedida, esquivando una lanza me abalancé sobre el capitán y lo traspasé con el sable. A mí alrededor los hombres luchaban, gritaban y morían. Acudí en ayuda de Himura que se batía con tres hombres, con un grito dejé caer la katana sobre el primero de ellos y el acero atravesó casco, cuero cabelludo y cráneo con pasmosa facilidad. Himura se deshizo del segundo y el tercero cayo atravesado por una flecha.

La batalla se nivelaba, la caballería de uno de los ejércitos había caído, pero aun nos quedaba lo más difícil enfrentar al ejército en retaguardia sin descuidar la infantería que permanecía a nuestro frente.

Cuando regresamos al lado de Mifume nuestros hombres comenzaban a tener problemas para aguantar los envites de los samuráis a caballo y las lluvias de flechas. Habíamos perdido muchos hombres pero resistíamos con bravura. Mifume ordenó a varios de los samuráis que acudieran a reforzar nuestra retaguardia. Y reorganizó al resto para volver a atacar lo que quedaba del ejército de Tendo. Y el mismo se puso al frente de sus lanceros y capitaneó el ataque. El General Tendo había reorganizado a sus tropas que cargaban a la carrera contra nosotros, pero sin su caballería y mermados por nuestro primer ataque se dirigían hacia una muerte segura.

Justo antes de llegar a las primeras filas de guerreros Mifume elevó el brazo agitándolo. Yo seguí a Himura hacia la derecha, mientras otro grupo se separaba hacia la izquierda. Mifume y su guardia penetraron en las filas enemigas que se abrieron para rodearles. Aun debían quedar unos quinientos soldados fatigados por la carrera pero sedientos de venganza. Los cincuenta jinetes de la guardia, todos lanceros experimentados lucharon con fiereza dándonos tiempo para llegar hasta los flancos. La batalla fue terrible, junto a Himura luchaba por abrirnos paso hasta el centro para ayudar al General. Nuestro grupo estaba formado por al menos sesenta buenas samuráis, y otros tantos atacaban el ala izquierda. Pero nuestros enemigos estaban bien entrenados y pusieron cara su derrota.

Cuando alcanzamos el centro, había más hombres muertos que vivos, al menos dos centenares de hombres habían caído antes de acabar con Mifume y su guardia. El general yacía junto a su montura, la mirada orgullosa fija en el cielo. Ninguno de sus hombres aguantó en pie hasta nuestra llegada. La llanura se teñía ahora de rojo, y los cadáveres lo cubrían todo. Llegamos a tiempo de ver como el General Tendo se retiraba junto con algunos de sus capitanes. Apenas quedábamos cien hombres a caballo, cansados, heridos y sin fuerzas. Pero aun debíamos seguir adelante si queríamos ganar aquella batalla.

Nuestra infantería no aguantaría mucho más los ataques del Shogun Mizuno y aunque quizás en vano debíamos acudir en su ayuda. Himura tomó el mando y nos condujo de nuevo a la batalla. Cabalgué de nuevo a su lado, sin prestar atención a lo cansado que estaba. A lo lejos podíamos oír el fragor de la batalla pero solo veíamos una nube de polvo.

- Vamos Ayao, - gritó Himura -. Y en su voz me pareció percibir un tono de alegría, como si se encontrara feliz en aquella masacre.
- No llegaremos a tiempo. - Miré hacia delante tratando de ver que ocurría -. Acabarán con nuestra infantería igual que hemos hecho nosotros con la de Tendo.
- Tranquilo, el viejo General aun guardaba una última jugada, o acaso crees que dejaría solos a sus hombres -. Echó hacia tras la cabeza y dejó escapar una sonora carcajada. - Mira esto -. - Y tomando el estandarte que llevaba prendido en su silla de montar, lo enarboló, haciéndolo girar sobre su cabeza.

Ya llegábamos al centro de la batalla, nuestra infantería viéndonos llegar hizo un esfuerzo por agrupar sus fuerzas, los pocos samuráis que quedaban daban ordenes yendo de un lado para otro, para que los soldados mantuvieran sus posiciones. La caballería de Mizuno estaba preparada para lazar un último asalto. Pero cuando todo parecía perdido a la señal de la bandera de Himura el grupo de fusileros salió corriendo del bosque cercano colocándose entre nuestros hombres y la caballería enemiga, y prendiendo las mechas de los teppos, los arcabuces rugieron como dragones escupiendo proyectiles de fuego. Media centena de hombres y caballos cayeron fulminados. Nuestros soldados gritaron uniendo sus voces en un clamor de victoria, y como recobrando el ánimo y la esperanza de repente, olvidado el temor a una muerte inminente, se lanzaron en una frenética carrera por aquellos campos ensangrentados. Cuando un hombre que espera la muerte recobra tan solo una mínima esperanza, se aferra a ella con todas sus fuerzas y lucha por retenerla porque es lo único que le queda. Nuestros enemigos sorprendidos por nuestros arcabuceros, por el despertar de aquella furia incontenible y por la llegada de nuestros hombres a caballo no resistieron mucho.

Las batallas suelen ganarlas los mejores estrategas. Y los generales japoneses siempre han sido grandes estrategas, nuestro general Koji Mifume había demostrado ser uno de los mejores de todo el país. En el centro de aquella llanura maldita, se irguió su túmulo y junto al suyo, los de su fiel guardia.
Abandonamos aquel lugar cabizbajos y extenuados, habían muerto demasiados compañeros como para estar alegres por la victoria. Aquella noche cuando por fin acampamos, los capitanes se reunieron por ultima vez. Nuestras tropas habían sido diezmadas, los hombres que quedaban estaban extenuados. De mil hombres que partieron de Osaka menos de la mitad había escapado a la muerte. Con aquel número era inútil que siguiéramos adelante, el enemigo era más poderoso de lo que se pensaba y no sabíamos contra que podíamos enfrentarnos a partir de ahora.

Se decidió que lo más prudente era esperar a recibir refuerzos de Osaka y se mandaron mensajeros para alertar al respecto al Gobernador e informarle sobre la gravedad de la situación.

Llevábamos tres días acampados curándonos las heridas, cuando los vigías avisaron de la llegada de un jinete. El caballo llegó desbocado al campamento, bamboleando con fuerza al hombre que forcejeaba por mantenerse sobre la silla. Estaba muy delgado y ojeroso, parecía que no había dormido en siglos.

- ¿De dónde vienes, que noticias traes? -. Mientras le interrogaba Himura ordenó que se preparara un camastro, algo de comer y agua fresca. - Pero primero debo saber que vienes a decirnos, puede ser de vital importancia -.
- Lo es -, y la voz del hombre no fue más que un susurro lejano. - Me manda el Emperador, la casa Meiji se tambalea en un país de revueltas populares y violentas batallas -. Un fuerte ataque de tos interrumpió sus palabras, pero el mensajero hizo un esfuerzo por recobrarse. - Osaka es la última esperanza de Japón, los clanes... - se interrumpió dudando un segundo. - Alguien se ha hecho muy poderoso y ha embaucado a muchos Shogunes con falsas promesas, ahora el Emperador se enfrenta a un gran ejercito unido bajo un solo mando. El emperador resiste como puede, ha tenido que retirar a sus ejércitos y ahora se encuentra en Kioto esperando la ayuda de Osaka -.
- La situación es entonces extremadamente grave, Saeba reúne a los demás capitanes, asumo el mando, partiremos en cuanto estemos listos -. - Quizás no seamos muchos pero el Emperador podrá contar con nuestra compañía de teppos y hasta con la última de nuestras espadas -.

Un nuevo mensajero partió hacia Osaka para informar de nuestra decisión de seguir adelante, para llegar lo antes posible a Kioto. Y así sin apenas tiempo para atender a los heridos nos pusimos de nuevo en marcha, unos cuantos samuráis guiando un ejército de menos de trescientos soldados malheridos y una compañía de fusileros que portaban extrañas armas españolas.

Cuando paramos la marcha para comer algo y dormir unas horas, tuve por fin ocasión de hablar con Saeba, que me contó la conversación con el mensajero. Saeba quiso saber que conocía yo de los clanes, ya que él solo había oído rumores acerca de su existencia. Yo solo sabía lo que mi maestro Musashi me había contado. Se dice que los Tokugawa, son un grupo de Shogunes que quieren dirigir el Japón, devolviendolo al respeto a las costumbres y tradiciones, con un ideal de cómo debería ser el país, y para lograr ese ideal son capaces de todo. Si un miembro de los Clanes Tokugawa está detrás de esto, no se detendrá hasta que logre su objetivo. Musashi siempre me decía que luchar por unos ideales era algo noble y respetable, pero cuando para conseguirlo era necesario extender el terror y la muerte ninguna convicción tenía justificación. Los Tokugawa odian el régimen actual y por lo que veo harán lo que sea para acabar con él.

CONTINUARÁ.
Los primeros días de marcha tras la batalla fueron penosos. Nos arrastrábamos por los caminos entre los lamentos de los heridos y las quejas por la fatiga. Pero nadie quería en el fondo dejar la marcha, aunque fuera una marcha suicida. Entre los soldados corría el rumor de que acudíamos en ayuda del Emperador, para enfrentarnos a los terribles ejércitos de los Shogunes Tokugawa, y ya se fantaseaba sobre su número, diciendo que medio Japón les apoyaba. Y que eran invencibles y derrocarían al mismísimo Emperador.
Las cosas no marchaban muy bien entre la tropa y hasta los capitanes estaban desilusionados. El pesimismo nos invadía y parecíamos derrotados de antemano. Los días de viaje se sucedían sin que nada ocurriera, los heridos se recuperaban y avanzábamos más aprisa, el alimento comenzó a ser un problema y no tuvimos más remedio que abastecernos en alguna de las aldeas que atravesamos.

Los capitanes estaban divididos, Saeba y Himura querían seguir la marcha cuanto antes, pero Kikujiro había convencido al resto para que esperáramos a la llegada de refuerzos, acampados en un valle cercano. La decisión se había aplazado, ya que no eran capaces de llegar a un acuerdo, acamparíamos un día para tomar la decisión más apropiada.

Se acercaba el alba, el cielo rojo fuego parecía desafiarnos, un viento del sur agitaba con fuerza la lona de las tiendas. Sería una mañana calurosa, llena de decisiones. Finalizaba mi guardia, pronto llegaría mi relevo y podría dormir unas horas. Entonces lo vi por primera vez, ayudado por la claridad del alba. Un reflejo, apenas perceptible, a mi derecha, parpadeo un segundo y se extinguió. Por un momento el recuerdo de los ninjas me estremeció, y el veneno pareció retorcerse de nuevo por mis venas.

Me quedé muy quieto esperando un segundo destello. Y al poco tiempo, un poco más a mi derecha, otra vez el pequeño reflejo apenas visible. Alerta ahora por la posibilidad de un ataque, mis músculos se tensaron al iniciar la carrera. Corrí describiendo un amplio circulo alrededor del brillo, para evitar ser visto. El viento del sur azotó mi cara, seco y cálido, el sudor me cubrió el rostro con un sabor salado.

Logré llegar sin ser visto hasta una loma justo detrás de mi objetivo. Me tumbé en la hierba y escrute las brumas buscando alguna nueva señal. Allí estaba, un bulto negro tumbado en la espesura. Estaba muy quieto pero por la forma parecía un hombre, agitaba algo levemente en una de sus manos, pero no alcanzaba a ver que era.

No cabía duda se trataba de un espía, pero que hacía aun no podía saberlo. Decidí esperar, aun pudiendo caer sobre él por sorpresa y eliminarlo sin dificultad, algo me empujó a mantenerme a la espera un poco más.
Al poco tiempo un bulto se deslizó del campamento, sin duda se trataba de otro espía, que volvía después de robar o asesinar, maldije para mis adentros a aquellos asesinos sin honor. Me disponía a actuar cuando escuche un susurro a mi espalda, me quedé paralizado esperando un golpe fatal. Pero cuando me volví, vi a Saeba acercándose con cautela. Cuando llego hasta la loma, se tendió a mi lado y me hizo gestos para que mirara a los espías.

Para mi sorpresa, el hombre que llegaba desde el campamento no era un ninja, no vestía las ropas negras, si no que llevaba las ropas de un samurai. Miré a Saeba y una sonrisa fina y malévola le cruzaba la cara. Permanecimos a la espera un poco más. El samurai llegó hasta donde se encontraba el espía y lo saludo con un movimiento de la mano. Mi sorpresa aumentaba por momentos, y fue aun mayor cuando escuche la voz del hombre.

Saeba se preparó para el ataque y yo le imité. Abandonamos la loma de un salto, cayendo entre el espía y su confidente. No tuve muchos problemas para inmovilizar al ninja en el suelo. Cuando giré la cabeza para ver como le iba a Saeba, este tenía un corte bastante profundo en la mejilla y su rival llevaba un brazo colgando. Ambos giraban en círculos sin perderse la cara, con las espadas enfrentadas.

Ensimismado como estaba en el combate afloje mi presa, y el ninja se revolvió, consiguiendo escapar. Aunque no fue muy lejos. Una flecha silbó, cortando el viento del sur y el cuello del asesino. Al mirar en la dirección del arquero pude ver a Isashi mi relevo que corría hacia nosotros dando la voz de alarma.

Cuando volví a prestar atención a Saeba, el combate estaba decidido. El arma del traidor estaba partida y Saeba parecía un animal salvaje, sus ojos encendidos por el rojo del amanecer. Como un cazador que ha seguido durante mucho tiempo a su presa y por fin la da alcance. Esquivó con facilidad una última estocada desesperada y asestó el golpe final, deslizando su cuerpo con un suave movimiento hacia la izquierda, atacó el flanco descubierto cortando con su sable el costado hasta la mitad del vientre.

Cuando por fin me acerqué a Saeba, mis sospechas se confirmaron, a sus pies yacía el cadáver del Capitán Kikujiro.

Kikujiro había estado pasando información a los Tokugawa sobre nuestro número, posición y sobre los planes que seguíamos. De hay su interés en retrasarnos lo máximo posible, para que nuestra ayuda no llegase a tiempo o porque se preparaba un nuevo ataque contra nosotros.

Los capitanes se reunieron de urgencia en la tienda de Himura, tenían que decidir rápido cual sería nuestro próximo movimiento. Lo lógico era seguir adelante para acudir en ayuda del Emperador en Kyoto. Aunque sin el factor sorpresa y con las escasas fuerzas que nos quedaban era prácticamente un suicidio. Antes de que la mañana concluyera la decisión estaba tomada, seguiríamos hacia Kyoto, con la esperanza de que tras nosotros vinieran las tropas de Osaka.

CONTINUARÁ.
Cabalgué los días siguientes junto a Himura y a Saeba, orgulloso por mi nuevo puesto como capitán de los hombres del traidor Kikujiro. Aquella responsabilidad podía haber sido otorgada a otro samurai pues lo había capaces y con más experiencia que yo, pero el valor demostrado y la confianza que tenía en mí Himura hicieron que los capitanes me dieran la responsabilidad a mí.

Los días pasaban monótonos en nuestro camino a Kyoto, la impaciencia ante la llegada de la inminente batalla. Se sentía en todos los rostros. Solo los más experimentados, los samuráis de la antigua escuela, nacidos en una época en la que un samurai lo primero que aprendía era a no temer a la muerte, mantenían la frialdad en sus miradas.

No habíamos sufrido nuevas emboscadas, pero de vez en cuando, los hombres que estaban de guardia, decían haber visto pequeños destellos en la noche, lo que nos advertía sobre el conocimiento de nuestro enemigo de todos los movimientos que realizábamos.

Teníamos establecido unos turnos para salir a cazar, y todas las mañanas varios hombres se apartaban del grupo para ir a buscar algunas presas. Yo había decidido formar parte de los turnos, porque me ayudaba a romper la monotonía del día a día, y me separé de Saeba y Himura, y me dirigí a un gran bosque que flanqueaba nuestro avance por la izquierda. Me interné con mi montura, hasta encontrar un lugar donde acampar. Dejé al caballo atado en un claro y me adentré en la espesura con mi arco.

La caza con arco requiere gran experiencia y practica, son pocos los samuráis que adquieren la destreza suficiente, sin embargo son muchas las mujeres que son magníficas arqueras. Aquel pensamiento me recordó a Yukio y sin quererlo mi corazón se aceleró y mi respiración se entrecortó. Odiaba el haberla conocido, pero a la vez sabía que si encontraba la muerte estaría feliz por poder haberla visto y hablado. Sin lugar a dudas Yukio no era una mujer corriente, en nuestras numerosas charlas demostró tener un agudo sentido para los temas militares, así como un amplio conocimiento de tácticas y una excelente puntería con el arco. Pero a la vez existía una Yukio femenina, que había leído a la mayoría de grandes maestros y filósofos japoneses y era capaz de demostrar una gran ternura hacia todo cuanto la rodeaba. Ningún hombre sería tan afortunado como aquel que conquistara su corazón.

Sumido en este y otros pensamientos me había internado profundamente en el bosque, sin prestar atención a las posibles presas, cuando un crujir de ramas me alertó. Me agazapé junto a unos arbustos y miré en la dirección del ruido. Un ciervo pacía tranquilo en el centro de un claro. Era un macho de considerable tamaño y portaba una gran cornamenta. Comprobé mi posición respecto al viento, esperando que un cambio repentino no llevara mi olor hasta el animal.

Mi escondite era perfecto, el arbusto que me cubría era lo suficientemente alto como para ocultarme mientras me erguía para disparar. Tendría una única oportunidad para atravesar la garganta del ciervo y no podía permitirme el dejar escapar una presa de ese tamaño. Escogí una flecha y la coloqué con cuidado en la fina cuerda. Tensé el arco muy despacio para evitar cualquier crujido por pequeño que fuera, apunte a mi objetivo, los músculos de mis brazos ardían al soportar la tensión. Ahora debía relajarme y esperar el momento preciso para soltar la flecha. Me disponía a efectuar el disparo cuando el animal movió nerviosamente las orejas, giró la cabeza en mi dirección escudriñando los alrededores con sus agudos ojos y su fino olfato. Me quedé inmóvil aguantando la respiración y esperando que mi olor no me delatara.

El ciervo se relajó, pero como no quedándose del todo contento, abandonó el claro con un trote ligero. Decepcionado guardé la flecha y corrí en pos de mi presa. Aquel ciervo nos daría carne seca durante una temporada y hacía tiempo que nadie traía un animal de ese tamaño. No alimentaría a un ejercito pero ayudaría, decidí que era buena idea seguirlo al menos un rato.

Entré en el claro y encontré con facilidad las huellas recientes, el trote del animal era corto y no debía andar muy lejos. Seguí las huellas hasta un riachuelo. Allí se había arrodillado a beber un instante antes de seguir hacia el otro lado del riachuelo. Las señales en el barro eran claras, y marcaban la dirección del ciervo hacía un grupo de olmos jóvenes de finos troncos y hojas muy verdes. El viento seguía soplando a mi favor ocultando mi olor, lo que me permitió acercarme con sigilo hasta los primeros árboles. El ciervo se encontraba a unos metros, comiendo tranquilo los verdes brotes de un pequeño árbol. Para poder acertarle tendría que desplazarme unos metros a su derecha, rodeándolo hasta colocarme a su espalda.

Me descalcé muy despacio y abandone mi calzado a los píes de un árbol, la hierba aún mojada por el rocío era tupida y blanda, el caminar descalzo me recordó a mi infancia cuando salía a cazar con mi padre y los dos nos descalzábamos para avanzar en silencio por los bosques. Avance con sigilo un par de metros, medio en cuclillas, midiendo cada movimiento y vigilando los movimientos del ciervo. Después de una breve pausa avancé otro par de metros y conseguí colocarme en el lugar propicio.

Cerré los ojos mientras colocaba la flecha en la cuerda, tensé muy despacio el arco hasta rozar con mi mano mi mejilla. Me encontraba allí de pie en mitad de un bosque como muchas otras veces, los ojos aun cerrados, el viento contra mi cara casi me permitía oler a mi presa, esos momentos siempre me habían parecido mágicos. Abrí los ojos con la certeza de que el animal seguía allí, di gracias a los bosques del bosque por permitirme alimentarme con uno de sus hijos y solté la flecha. El dardo abandonó el arco con un silbido y atravesó el cuello del gran macho que cayó abatido.

Cuando mataba a un hombre me sentía siempre mal, pero sabía que si yo no lo hubiera matado, mi enemigo me hubiera matado a mí. Cuando mataba a un animal el sentimiento era parecido pero siempre que lo hacía recordaba las palabras de mi padre, “ Ayao, me decía, muestra respeto por todo ser vivo, hombres y animales, y nunca quites una vida por capricho, si observas esta premisa en tu vida serás un gran samurai, sin embargo si matas por placer podrás ser un buen samurai, pero serás un samurai cruel que no ha sabido encontrar el camino correcto y algún día sentirás desprecio por ti mismo”. Siempre que abatíamos una presa por pequeña que fuera ambos rezábamos una oración de agradecimiento, siempre elegíamos los animales más adultos y solo cazábamos por necesidad.

Preparé con cuidado el animal atándolo por las patas y lo cargué con esfuerzo. Lo lleve hasta el caballo lo amarré a la grupa y partí al galope para alcanzar al ejército antes de la hora de comer.

CONTINUARÁ.
Largos días de marcha y ya no sabíamos cuantos, sin noticias, sin saber que ocurría detrás o delante de nosotros. Cada vez más cerca de Kyoto, nuestras fuerzas flaqueaban, los hombres reclutados como soldados a sueldo comenzaban a decir que aquello no les importaba y que habían elegido el bando equivocado. La comida cada vez era más escasa, las granjas y aldeas por las que pasábamos estaban arrasadas y saqueadas, los pozos envenenados. Avanzábamos gracias a nuestras pocas provisiones y a la caza, pero las raciones eran mínimas dado el gran número de hombres.

Ante este panorama todos mirábamos hacía Himura, pero su rostro no reflejaba preocupación, todo lo contrario en su mirada brillaba la determinación. Himura nos conduciría hasta Kyoto aunque llegara allí con cincuenta hombres. Los capitanes apenas comíamos para dar ejemplo al resto. Los samuráis más fieles de la casa Yamada no se quejaban y estaban dispuestos a morir por su señor, pero entre los ronin y gran parte de la infantería comenzaban a aflorar quejas y protestas aunque por temor nadie las manifestaba abiertamente.

Mis hombres eran todos samuráis que habían servido a la familia del gobernador durante generaciones y constituían la guardia privada de la casa Yamada, sirviendo dentro de Palacio. Yo estaba orgulloso de ser su capitán y más cuando ellos defraudados por el traidor Kikujiro se habían declarado fieles a mí hasta la muerte. Formábamos un grupo de veinte hombres a caballo, todos samuráis de gran experiencia salvo Kikuyo y yo que éramos los más jóvenes.

Kikuyo era menor que yo un par de años y su cara delataba a las claras su edad. No era muy alto y estaba bastante delgado, pero su cuerpo era fibroso y robusto. Desde que me hice su capitán, habíamos trabado una buena amistad. Solíamos practicar juntos todas las noches antes de acostarnos. Kikuyo era muy hábil con el sable, pero carecía de mi técnica, aunque lo suplía con una velocidad endiablada. Siempre me imponía en nuestros entrenamientos pero Kikuyo aprendía rápidamente.

Fue Kikuyo quien me alertó por primera vez sobre las quejas de los ronin y la infantería. Un grupo de hombres planeaba algo, debían ser unos quince aproximadamente según kikuyo, y los había visto reunidos más de una noche susurrando entre ellos. Cuando Kikuyo y yo terminábamos los entrenamientos él siempre buscaba un riachuelo donde refrescarse y relajar los músculos, y ya eran varias las noches que de regreso al campamento observaba las reuniones de aquellos hombres.

Le pedí a Kikuyo que me ayudará y él aceptó orgulloso. Por lo que acordamos que la próxima vez que viera una de esas reuniones tratara de acercarse lo más posible para averiguar que tramaban. Y así ocurrió que al cabo de un par de noches Kikuyo logró acercarse al grupo y escuchar sus intrigas. Me habló de un hombre tosco, grande y pesado, con la cara cruzada por una gran cicatriz. Y de cómo este hombre alentaba al resto para que se sublevaran y desertaran junto a él para dedicarse al bandidaje por aquellos montes.

Decidí actuar con cautela y antes de nada hablar con Himura y Saeba. Nos reunimos aquella misma tarde y les expuse el tema. Saeba más enérgico y decidido era de la opinión de que se debía de dar la más dura reprimenda a aquellos hombres para no mostrar debilidad ante el resto. Pero Himura era mucho más sereno y antes de tomar una decisión se dirigió a mí hablando con calma.

- ¿Cuál es tu opinión joven Kendo? Y sus palabras sonaron a prueba, como si quisiera saber de que era capaz -. - ¿Qué crees que debemos hacer? -.
- Creo que al cortar la cabeza muere la serpiente -, contesté. Al menos eso decía mi maestro.
- Tu maestro es un hombre muy sabio, dejaré este asunto en tus manos Ayao Kendo pero... -. Y antes de proseguir soltó un largo suspiro. - Has de saber que me jacto de conocer a mis hombres, y ese “cicatriz” que has descrito no va a ser fácil de manejar. Es posible que quiera probar tu espada y en ese caso no tendrás más remedio que luchar.
- Comprendo - asentí con un gesto y abandoné la tienda.

Después de mi charla con Himura, hablé con Kikuyo y le pedí que guardará silencio hasta que todo hubiera terminado. Aunque de mala gana Kikuyo aceptó, pero a cambio me pidió poder acompañarme. En un principio me negué, pero luego pensé que en caso de necesidad sería importante tener a alguien que pudiera dar la voz de alarma, aunque si todo salía como yo quería eso no sería necesario.

A la caída del sol, Kikuyo y yo nos encaminamos hacía el lugar que solía ocupar el grupo de conspiradores. Al vernos avanzar hacia ellos los murmullos cesaron y el grupo que debía ser de al menos unos treinta hombres pareció dispersarse. Y entonces lo vi, un tipo enorme sentado en la mitad del circulo cerca del fuego. Su aspecto era el de un hombre salvaje y sin escrúpulos. Sus hombros eran enormes y recubiertos de bello negro. Sus largos brazos estaban exageradamente musculados y sus manos eran enormes. Estaba sentado en taparrabos y sudaba abundantemente por la proximidad del fuego. Junto a él en el suelo yacía un Nodachi* de grandes proporciones. Pero eso no fue lo que más me impresionó, fue su cara. Cuando fijó su mirada en mí un escalofrío me recorrió la espalda. Su cara quedaba enmarcada en una cabellera larga y descuidada y atravesada por una enorme cicatriz que casi la deformaba por completo.

Cuando se puso en pie los que le rodeaban se apartaron presumiendo lo que iba a ocurrir. Cuando “cicatriz” y yo nos miramos a los ojos los dos comprendimos que no había nada que hablar. Aquella bestia no se atendría a razones. Entonces y antes de que pudiera reaccionar, Kikuyo se adelantó como una flecha, desenvainando su katana con un grito.

Las voces de los hombres se alzaron en un grito de júbilo, y pronto se había formado un corro entorno a los contendientes. “Cicatriz” se había visto sorprendido y además sabía que aun ganando debería huir y abandonar el ejército con los hombres que quisieran seguirle. La primera embestida de Kikuyo le hizo trastabillar y estuvo a punto de caer, el gigante esperaba un ataque por mi parte y la fiereza de Kikuyo le descolocó por completo. Pero no tardo en imponer su gran fuerza y después de cubrirse de dos estocadas pasó a la acción. Su mandoble fue demoledor y obligo a Kikuyo a doblar una rodilla.

Me veía impotente, intervenir sería una deshonra para mi amigo y además me sería muy difícil abrirme paso entre aquella multitud vociferante. El combate era favorable a “Cicatriz”, que una vez repuesto de su sorpresa parecía jugar con su oponente. Ya había una herida abierta en la pierna de Kikuyo y manaba de ella mucha sangre.

Conocía bien a Kikuyo y sabía que no retrocedería, y así fue. Dando unos pasos hacía atrás se preparó para intentar un último golpe. Adoptando una postura que habíamos practicado juntos llevó el sable hacia atrás a la altura de su cara. Era un golpe arriesgado porque herido como estaba no podría esquivar el contragolpe de su enemigo. El gigante se abalanzó sobre él, Kikuyo no se movió hasta el último momento y entonces dando un salto hacia delante alzó el sable y lo descargó sobre la cabeza de “Cicatriz”. Pero antes de lograr su objetivo el enorme nodachi atravesó a Kikuyo a la altura de los riñones. El hombre con la cara cortada tenía la cabeza abierta en dos y se desplomó al instante, a Kikuyo aun le quedaba un aliento y lo guardó para decir entre esputos de sangre que ese sería el castigo que recibirían los traidores. Logré abrirme paso hasta él, lo recogí del suelo y me alejé hacia la tienda de Himura.

*Nodachi, sable de gran tamaño (nota del autor).

CONTINUARÁ.
IV. El sitio de Kyoto.


No nos conocíamos desde hace mucho, pero teníamos una buena amistad y su muerte significó a la vez la perdida de un amigo y de uno de mis hombres. El grupo de conspiradores fue severamente castigado, y yo fui convocado ante el consejo de capitanes en la tienda de Himura. Aquel día todo fueron reproches por mi descuido, pero se me mantuvo en mi puesto aunque se me castigó de la misma forma que a los traidores, haríamos turnos de guardia durante un mes, cubriendo los del resto de soldados. Y sería el encargado de que el castigo se cumpliese a rajatabla. Para mi no había peor castigo que el no haber podido impedir la muerte de Kikuyo, ahora las noches de guardia parecían durar eternamente, solo en la oscuridad no podía pensar en otra cosa que no fuera que por mi culpa dos hombres habían muerto. Así avanzamos hasta Kyoto, duras marchas por el día e interminables guardias por la noche.

Estábamos a un día de marcha de la ciudad Imperial y se tomó la decisión de seguir avanzando por la noche, hasta aproximarnos lo suficiente como para saber cual era la situación del sitio. Según nos acercábamos la oscuridad de la noche nos permitía distinguir el resplandor de las hogueras. Acampamos cerca del lado norte de Kyoto, y los capitanes ascendieron a una colina para poder ver el sitio. Como capitán fui con ellos, y lo que vimos desde aquella colina no fue muy esperanzador. Los ejércitos del clan Tokugawa se extendían por toda la llanura a los pies de las murallas de Kyoto. Las tiendas y las hogueras lo ocupaban todo, al menos cinco mil hombres debían formar aquel asedio. Y nosotros ni siquiera éramos la quinta parte, tratar de entrar en la ciudad como habíamos planeado sería un suicidio. Se barajaban dos opciones y las dos ofrecían grandes complicaciones, podíamos esperar los acontecimientos, y en el momento en que comenzara la batalla intervenir por sorpresa, o bien tratar de dar a conocer nuestra llegada a los ocupantes de la ciudad para trazar un plan conjunto. Esperar podía ser bueno porque nos otorgaría el factor sorpresa, pero podía significar que viéramos morir lentamente a los habitantes de la ciudad sitiados durante meses. Ponerse en contacto con alguien de dentro parecía más complicado aun, aunque la ventaja era poder planear un ataque conjunto que nos diera una oportunidad de romper el cerco e igualar las fuerzas.

No nos poníamos de acuerdo en cuanto el plan a seguir, los capitanes más conservadores preferían esperar, sin embargo Saeba y yo queríamos actuar lo antes posible. Himura había mandado montar el campamento a varias leguas de Kyoto, extremando la precaución, cualquiera que descubriera nuestra posición, no debía escapar con vida. No podíamos encender fuego y todo el campamento estaba en continuo estado de alerta. Las discusiones habían derivado a que en el caso de elegir la opción de contactar con la ciudad, como se haría y quien lo haría. Saeba propuso entrar sin ser visto al amparo de la noche, mientras que Hisaishi había sugerido la opción de confundir algunos hombres entre las tropas enemigas para que aprovecharan alguna ocasión para infiltrarse. El peligro de ambas propuestas era doble, ser descubierto por las tropas que formaban el sitio o tomado como un espía por los ejércitos del Emperador.

Saeba estaba empeñado en entrar sin ser visto, yo sabía por mis conversaciones con él que tenía familia en Kyoto y por eso sus intereses eran mayores que los de ningún otro. Fue tanto su empeño que no pudimos oponernos, pero Himura le pidió que no fuera solo, la mirada de Saeba se traslado rápidamente hacia mí. No creía que nadie estuviera conforme con que yo acompañara a Saeba y menos después de lo sucedido el día de la revuelta, desde entonces corrían rumores por el campamento que decían que la muerte de Kikuyo se debía a mí cobardía, nunca oí a nadie decirlo, pero mis hombres indirectamente me lo habían hecho saber ávidos de que su capitán tuviera una oportunidad de limpiar su honor. Clavé mi mirada en Himura, que la mantuvo con gesto serio, pero al ver que yo insistía con firmeza comprendió que era inútil tratar de impedirme que acompañara a mi amigo. Su cara cambio una luz de comprensión se asomo a sus ojos, entonces estuve seguro de que iría con Saeba hacia la muerte en el castillo de Kyoto.

Las murallas de la ciudad eran inmensas, aun desde nuestro alejado escondite en lo alto de un árbol. Desde allí a pesar de las brumas de la mañana podíamos contemplar las puertas de la ciudad y la mayor parte del campamento que mantenía el asedio. El portón era enorme y estaría fuertemente asegurado por dentro. Existirían otras puertas de menor tamaño a lo largo de la muralla pero todas ellas estarían igualmente vigiladas, debíamos encontrar otra forma de entrar. Pasaríamos todo el día buscando la forma de pasar las murallas y planeando nuestra correría nocturna. Saeba me había contado que un río atravesaba la ciudad suministrándola agua constantemente, aquello era una ventaja para resistir un asedio, salvo que los atacantes envenenaran el agua arrojando en ella animales en descomposición. Lo que no sabíamos es si la entrada del río estaría debidamente enrejada o por el contrario podríamos traspasar la muralla por debajo de las aguas.

Cuando llegamos al río pudimos comprobar para nuestra desesperación que una reja protegía la entrada, desde nuestra posición no podíamos decir con certeza si la reja llegaba hasta el fondo del río pero era lo más normal. Ahora buscaríamos una entrada por una de las puertas en la muralla, Saeba recordaba una pequeña puerta en la parte sur de al ciudad, que estaba protegida por un pequeño techado de madera, proporcionando un buen lugar para escalar, aquella idea no me gustaba en absoluto porque significaba ponernos al descubierto durante el tiempo que tardáramos en escalar el muro. Saeba aceptó dejar esta como la última opción en caso de no encontrar nada mejor.

Nos ocultamos en un bosquecillo de matorral bajo a tomar un bocado antes de seguir con nuestra búsqueda. Y aproveché para preguntar a Saeba sobre su familia en la ciudad. Mi pregunta pareció pillarle por sorpresa y su gesto se endureció mientras buscaba una respuesta.

- Hace demasiados años que no visito esta ciudad, tantos como años llevo al servicio de mi señor Yamada. Tras una breve pausa pareció reflexionar. - Abandoné seres muy queridos tras esas murallas, y no sé si querrán volver a verme, soy un viejo samurai testarudo y siempre he antepuesto la espada al corazón.
- Todo buen samurai busca seguir el camino de la guerra con sabiduría y valor, pero a veces para encontrar ese valor y esa sabiduría hay que cultivar el corazón.
- Me sorprendes joven Ayao hay mucha razón en tus palabras y no son propias de alguien de tu edad, siempre he sabido que eras alguien muy especial -. Cerrando los ojos terminó de mascar un trozo de cecina, cuando volvió a abrirlos su mirada había cambiado, como si se hubiera ablandado por los recuerdos.

No dijo nada más y yo no quise presionarle, hablamos poco el resto del día salvo para comentar algo relacionado con nuestra misión. La tarde pasó sin que encontráramos nada, la ciudad estaba perfectamente situada y construida para resistir un ataque durante mucho tiempo. La opción de escalar el muro comenzaba a ser la única posibilidad. Pero Saeba no se daba por vencido y pensaba sin cesar en algún modo de entrar. Cuando ya pensaba que nos volveríamos al campamento, se volvió con determinación y me dijo que quería volver al río. No sabía que tramaba pero era obvio que algo se le había ocurrido.

Cuando llegamos al río el sol se había ocultado casi en su totalidad y las sombras empezaban a extenderse para dar paso a una noche oscura sin luna. Nos acercamos en silencio hasta las márgenes, el agua estaba oscura y en calma. Saeba se desprendió de las ropas y ante mi cara de asombro se sumergió conteniendo la respiración. La reja debía estar a un centenar de metros, solo un hombre en una excelente forma física llegaría sin respirar. Las voces de los soldados resonaban por todas partes, me agazapé junto a un árbol con temor a ser visto pero sin perder de vista el río. El tiempo parecía no pasar y Saeba no salía, ya empezaba a ponerme nervioso cuando vi un pequeño bulto junto a la verja apenas sobresaliendo a ras de la superficie del agua. Sin duda era la cabeza de Saeba que habiendo llegado a su objetivo se disponía a tomar aire para volver. Otra espera interminable y por fin un resoplido y un cuerpo saliendo muy despacio del agua. No había tiempo que perder estábamos demasiado cerca y alguien podría vernos, tomamos las ropas del suelo y corrimos a alejarnos.

Sofocados llegamos a nuestro campamento entre murmullos y resoplidos, Saeba me había informado de la existencia de una pequeña puerta sumergida, que seguramente se usara para poder pasar barriles o algo similar. Estaba trabada por un tablón medio podrido que no sería difícil partir. La satisfacción iluminaba el rostro de mi compañero y aquello solo podía significar que la noche siguiente intentaríamos entrar.

CONTINUARÁ.
Los preparativos para el asalto nos llevaron unas horas, cambiamos nuestras vestimentas habituales por ropas oscuras, y con carbones embadurnamos los sables para evitar cualquier destello, además para que no se mojaran fueron sellados con cera a las fundas. El método de la cera era utilizado por un viejo soldado de mi compañía y resultaba muy útil para preservar la hoja del sable, posibilitando luego con un giro brusco romper la cera con facilidad para extraer la katana de la funda. Escogimos ropas ceñidas para que molestaran lo menos posible bajo el agua y lo más oscuras que encontramos para no ser vistos. Estos y otros preparativos nos llevaron toda la mañana, y después de comer algo, Saeba me pidió que le acompañara a dar un paseo.

Caminamos mucho tiempo por entre los bosques cercanos al campamento sin cruzar una palabra. Hasta que por fin Saeba pareció encontrar las palabras adecuadas. Nos detuvimos junto a un riachuelo de agua cristalina, y tras sentarnos junto a unos árboles Saeba comenzó a hablar por encima del canto del agua.

-Ayao, ganar una batalla siempre ha sido para mí lo más importante-. Su voz sonaba serena y firme. -Nunca me ha importado morir en una batalla, e incluso en alguna me hubiera gustado hacerlo. Pero como samurai he conseguido todo cuanto quería, he alcanzado mi límite en el manejo de la espada y he servido con honor a mi señor durante muchos años-. Todavía no entendía a donde quería llegar Saeba, pero estaba claro que para él no era nada fácil decir lo que estaba diciendo. -Hace años que no la veo, pero nunca la he olvidado y ahora que está tan cerca siento que no puedo aguantar más, he cumplido con mi deber y necesito descansar. Por eso he de ganar esta batalla para poder quedarme con ella aquí en Kyoto.

Saeba había conocido en su infancia a una chiquilla, hija de una familia noble de Kyoto. El padre de Saeba, servía a las ordenes de la familia, con lo cual ambos niños estaban siempre juntos y eran amigos inseparables. Aquella amistad se convirtió en amor con el paso de los años, pero el amor es algo que no nos está permitido a los samuráis y yo lo sabía por experiencia.

-No sé si sigue viva, si está casada, solo sé que su familia permanece aquí en Kyoto-. La nostalgia había cambiado el tono de Saeba, que ahora no era capaz de ocultar lo que sentía. -Solo quiero terminar mi vida junto a ella, cuento con la promesa del Gobernador, después de esta misión me eximirá del servicio a su cargo y volveré a servir en la casa sus padres. Te preguntarás porque te cuento todo esto, la respuesta es sencilla, es posible que muera esta misma noche sin siquiera haberla visto y quiero que si eso ocurre, le entregues esto en persona-.

Lentamente extrajo un sobre y un pañuelo que guardaba en su Aikidogi y doblando el pañuelo entorno al sobre con sumo cuidado me lo entregó. Lo miré solo un instante y lo guardé junto al pecho. Nos levantamos en silencio y regresamos despacio al campamento. Aquel gesto me había acercado aun más a Saeba, no podía permitir que nada le ocurriera, los dos tendríamos que dar lo mejor de nosotros mismos aquella noche para que todo resultara como habíamos planeado.

Esperamos nerviosos la llegada de la noche, las horas se alargaban interminables y parecía como si el Sol no quisiera ocultarse por temor a lo que iba a acontecer. Por fin llegó la noche y partimos hacia nuestro destino con el peso de la responsabilidad sobre nosotros, sabiendo que de nuestro acierto o fracaso dependerían muchas vidas. Llegar hasta el río fue sencillo, pero a partir de ahí comenzaba lo realmente arriesgado. Entramos en el agua muy despacio para no hacer el más mínimo ruido, cruzamos una mirada y asentimos en silencio, tomando una gran bocanada de aire nos sumergimos y comenzamos a bucear hacia la reja.

Apenas podía distinguir a Saeba delante de mí en la oscuridad del río y por si la distancia fuera poco reto, el agua estaba helada, cuando ya creía que tendría que salir a la superficie y que alguien me descubriría, mi mano golpeó contra un barrote metálico. Ascendí a la superficie tan lentamente como pude y salí a tiempo de ver a Saeba sumergirse de nuevo, al poco tiempo el tablón partido subió flotando y una mano tironeo de mi pierna, me sumergí de nuevo y pasé por la estrecha puerta de la reja. Una vez del otro lado ambos ascendimos y comenzamos a nadar por el túnel, no podíamos ver el final pero la distancia no podía ser mucha si solo se trataba de cruzar la muralla. No tardamos en salir a cielo abierto y nos encontramos en el interior de la ciudad de Kyoto una de las ciudades más grandes del Japón, y ahora sede imperial.

Salimos del agua y nos ocultamos en un callejón cercano para no ser vistos, podía resultar tan peligroso el ser descubierto ahora como el ser visto fuera, no queríamos que una flecha nos atravesara y menos si esa flecha era de las nuestras. Saeba conocía el camino y abrió la marcha hacia el palacio imperial, según había calculado tardaríamos poco tiempo si no surgían complicaciones. Pasábamos por calles estrechas y oscuras sin cruzarnos con nadie, la ciudad estaba tranquila, si es que una ciudad sitiada puede estar tranquila. La gente estaba encerrada en sus casas y solo tuvimos que evitar algunas patrullas según nos acercábamos al palacio.

Llegados a un cruce de calles empedradas Saeba se detuvo y pareció dudar, comprendí enseguida lo que le ocurría. Sin pensar tomé una decisión, y me acerqué para hablarle. Yo tomaría el camino hacía el palacio y él iría a la casa de su antiguo señor. Estaba ya a un paso de él, que aun se debatía en mitad de la calle, cuando me percaté de que estábamos demasiado a la vista, si en aquellos tejados había algún arquero estaría apunto de vernos. Y como si mi pensamiento se hiciera realidad, el chasquido de un arco resonó en el silencio de la noche. La flecha atravesó el pecho de Saeba, que cayó a mis pies como un pelele. Le arrastré de vuelta a la oscuridad del callejón cercano. Al dejarlo en el suelo, supe por sus jadeos que aun estaba vivo y me tranquilicé, debía pensar en algo y deprisa, aquel arquero pronto despertaría a toda la ciudad.

Zarandeé con cuidado a Saeba, que abrió los ojos y me miró aturdido, le incorporé levemente y él pareció comprender que teníamos que hablar y se dio cuenta de su situación.

-Sabía que algo así podría ocurrir, pero ¿porqué ahora estando tan cerca? Déjame y sigue hacía el palacio yo ya no puedo ayudarte-.

-Saeba necesito saber donde está la casa de tu antiguo señor, del Daimyo de tu padre. Deprisa no tenemos mucho tiempo-. Allí nos ayudarían y saldría a la luz nuestra verdadera identidad.

-No Ayao, imposible, no puedo ir allí así-. La tos le impidió seguir hablando.

-No hay otra opción-, protesté. -Puedes morir aquí sin honor, en este callejón oscuro, o puedes luchar por tratar de verla una última vez-. Al oír esto sus ojos recobraron en parte su brillo, y algo pareció agitarse en su interior.

-Eres un buen amigo Ayao, y un samurai valiente, pero puede que cargar conmigo sea tu perdición hoy. Ayúdame a levantarme, caminaremos juntos por última vez-.

Las voces de alarma se acrecentaban por momentos, apenas habíamos recorrido un par de calles y media ciudad estaba ya iluminada. Tuvimos que para varias veces, bien porque a Saeba le faltaba el aire o bien para escondernos de alguna patrulla. Cruzamos tres calles más y Saeba reunió fuerzas para señalarme una casa al final de una plaza. La casa era enorme y rodeada por altos muros, se trataba sin duda de la casa de un noble poderoso de la ciudad, no sería fácil entrar con nuestras ropas y Saeba en el estado en que se encontraba. Cuando llegamos a la plaza un nutrido grupo de guardias y soldados nos perseguía calle abajo. En la puerta de la mansión ardían dos antorchas y dos samuráis montaban guardia, con los sables en la mano alertados por los gritos.

-¡Alto! Quien va, deténganse en nombre del señor Takada-. Casi no llegamos a oír la voz del samurai que custodiaba la puerta, entre el clamor que llegaba de nuestra espalda. Nos detuvimos frente a él y nos miró con cara de asombro, sin duda que juzgaría que éramos espías o algo por el estilo dado nuestro aspecto y los gritos de nuestros perseguidores, que portando numerosas teas se acercaban a la carrera. Desenvainé el sable y lo sujeté con firmeza ante los dos samuráis.

-Dejadme pasar, o esos que nos persiguen recogerán vuestros cuerpos sin vida del suelo-. Mi provocación sonó bastante veraz al menos a mis oídos, y el samurai más joven pareció vacilar. Pero el otro se mantuvo firme y contesto con calma.

-Estamos aquí para morir impidiendo que alguien pase jovenzuelo, a quien intentas asustar. ¿Quiénes sois y qué queréis?-. Saeba alzó lentamente su cabeza e hizo un esfuerza para hablar.

-Soy Riu Saeba, samurai de la casa de tu señor Takada y si no le veo enseguida, y permites que muramos como perros a su puerta, tendrás que sufrir su ira-. Aquellas palabras sí hicieron dudar al guardián, que por un momento estaba indeciso, si aquello era verdad no podía permitir que murieran. Si les dejaba pasar y no decían la verdad también sería castigado.

-De acuerdo veo que tenéis prisa-, dijo mirando por encima de mi hombro. -Pasaréis pero no sin antes dejar aquí vuestros sables. Sé que es una petición inaceptable para un samurai, pero ahí dentro no los necesitaréis, si realmente sois quien decís ser. Además no estáis en condiciones de sopesar nada, o aceptáis o morís-.

-No lo dudaremos ni un momento, lo que venimos a hacer es más importante ahora que cualquier afrenta de honor, y si no te entregará mi sable ahora no me lo perdonaría nunca, tómalos y déjanos pasar-.

Los dos samuráis abrieron las puertas con precipitación, y una vez que estuvimos dentro, las cerraron de golpe y pudimos oírles deteniendo a voces a nuestros perseguidores. Tras las puertas un nuevo grupo de samuráis nos rodeó e interrogó, Saeba con voz entrecortada volvió a identificarse, y al decir su nombre uno de los samuráis de mayor edad pareció reconocerle. Fuimos escoltados hacía la construcción principal, una gran casa baja que ocupaba una tercera parte de la parcela. Nos condujeron a una habitación pequeña, en la que nos hicieron esperar bastante tiempo, aunque me resultaría muy difícil decir cuanto. No llevábamos mucho encerrados cuando Saeba perdió el conocimiento, su herida sangraba de forma abundante y estaba perdiendo mucha sangre, empezaba a temer que para él sería demasiado tarde.

Cuando por fin la puerta se abrió, dos hombres entraron, cargaron a Saeba y se lo llevaron, y me volví a quedar solo a oscuras y sin ninguna noción del tiempo. Cuando la puerta volvió a abrirse las luces del alba entraron en la habitación, y el samurai que había reconocido la voz de Saeba entró y me pidió que le siguiera. Me condujo por la casa hasta una habitación amplia y poco amueblada, que daba al patio y estaba bien iluminada y muy ventilada. En la habitación, sentados al fondo delante de un grabado con los nombres de los antepasados de la casa estaban sentados el Daimyo y sus dos samuráis de confianza. Me dirigí con calma hacia donde estaban sentados, me senté sobre mis talones e hice una reverencia hasta apoyar la frente en el cálido suelo de madera. Cuando me incorporé, Takada se dirigió hacia mí.

-Lamento lo ocurrido joven samurai, pero nos era imposible saber quienes erais. Y nunca hubiéramos sospechado que un aliado del emperador intentaría entrar en la ciudad. Pero dime que os ha impulsado a realizar semejante locura-.

-Señor soy Ayao Kendo y mi compañero es Riu Saeba, al que creo que conocéis. Si estamos aquí, es porque parte de las fuerzas del Gobernador Yamada se encuentran a las puertas de la ciudad, bajo el mando del Capitán Himura y dispuestas a morir por el Emperador-.

-Sin duda eres portador de buenas noticias joven Kendo, pues como habréis comprobado nuestra situación comienza a ser insostenible. Pero, ¿cómo es que no habéis atacado a nuestros sitiadores con la certeza de que hubiéramos salido en vuestra ayuda?

-Lo hubiéramos hecho señor, pero sufrimos una traición que nos condujo a una cruenta batalla en la que perdimos muchos hombres. Ahora apenas contamos con la mitad de nuestras fuerzas-.

-Por pocos que seáis constituís la única esperanza de Kyoto. Ahora al menos podremos plantar cara a esos traidores Tokudawa. Pero no sigamos hablando ahora, lo haremos enseguida en presencia del Emperador-.

CONTINUARÁ.
El Emperador, por fin lo conocería, respetado por todo su pueblo, ahora puesto en duda por los Tokugawa, algo que no podíamos consentir sus capitanes. Gran parte de su poder se apoyaba en las propiedades territoriales, que ocupaban cerca de un cuarto de las tierras de labor, situadas la mayoría de ellas en el Japón central y en torno a Kyoto y los principales puertos, ciudades y minas. Esto significaba la posesión de los centros económicos del país y el ejercicio del control financiero. Las otras tres cuartas partes de las tierras fueron distribuidas conforme a una complicada prelación de fidelidades y relaciones con el shogunato.

La audiencia con el Emperador fue breve, pero causo en mi una gran impresión. Nuestro Emperador había muerto hacía un mes, y su hijo de doce años le sucedía. El joven Emperador apenas se dirigió a nosotros, fueron sus consejeros los que me interrogaron. Se retiraron varias horas en consejo de guerra para tomar una decisión, su situación era desesperada, pero en Kyoto todavía tenían hombres suficientes para plantar cara, samuráis valientes dispuestos a morir por su Emperador. La verdad es que si aquellos hombres valían la mitad que Saeba ganaríamos sin duda, pero yo no tenía claro que aquellos samuráis fueran de la casta de mi amigo solo por haber nacido, como él, en la ciudad imperial. Perder la batalla supondría el final de una dinastía, el poder de los Tokugawa y la muerte del Emperador convertían la situación en algo más que delicada. Nuestro enfrentamiento marcaría la historia del país y su devenir en los próximos años. Si el Emperador caía, el país se convulsionaría en luchas por el poder, guerras civiles, disputas internas, y aquello significaría hambre, pobreza, delincuencia, asesinatos.

Los generales de Kyoto se reunieron con nosotros, para exponernos su plan. Fue Kenyi Matsura el primero en hablar, resultaba imponente embutido en su reluciente coraza, con dos poderosos sables en la cintura, de pie tras él un heraldo portaba el estandarte de su familia. Con tono orgulloso el Señor de la Guerra habló, sin dirigirse a nadie en concreto, con la mirada perdida.

-Los generales de Kyoto hemos tomado una decisión, iremos a la guerra contra los Tokugawa, ya no esperaremos más, aunque en inferioridad, atacaremos para levantar el sitio de la ciudad. La llegada de las fuerzas de Osaka nos llenan de esperanza y su valor por haber llegado hasta aquí alienta nuestros corazones -. Según transcurría su discurso su cara se iba llenando poco a poco de orgullo. -Yo, Kenyi Matsura, Señor de la guerra de Kyoto, Señor del clan Matsura, juro por mi honor, que no descansaré hasta que los campos de Kyoto estén inundados con la sangre de los traidores Tokugawa -.

El silencio se adueño de la habitación hasta que Shiruma Goei tomó la palabra. Era muchos más delgado que Matsura Kenyi, pero más imponente si cabe. No vestía coraza, y solo portaba un sable, tras él no había heraldo, ni sirvientes, pero la sola mirada de su rostro imponía tal respeto que todo lo anterior no era necesario.

-Los aquí reunidos conocemos bien el camino del bushido, no tengo estrategia, yo hago de lo correcto para matar y de lo correcto para restituir la vida mi estrategia. No tengo ideas, yo hago de tomar la oportunidad de antemano mis ideas. Estas dos premisas serán fundamentales en los días venideros. La vida de un Samurai es como la de una flor del cerezo blanco, hermosa y breve. Como sabiamente decía mi maestro, la estrategia es el arma del guerrero. Los comandantes deben seguir y diseñar la estrategia, los soldados deben conocer el camino. “No hay guerrero en el mundo actual que en verdad entienda el camino de la estrategia. Esta dicho que el guerrero es la espada de doble filo, con la espada y con la pluma, y debe tener pericia con ambas”. Aunque seamos menos en número, si somos más inteligentes que nuestro rival saldremos victoriosos. Ahí es donde radicará nuestra fortaleza, en el conocimiento, y ahora gracias a Saeba san y a Ayao san, -al decir los nombres inclinó hacia mi levemente la cabeza, en señal de gratitud-, sabemos algo más que nuestro enemigo y con esa ventaja nuestros refuerzos de Osaka caerán como lobos sobre los Tokugawa.

Ahora había que hacer saber a Himura el momento en el que atacaríamos a los sitiadores, esa misma noche un ninja, que prestaba sus servicios en la casa de Shiruma Goei, abandonó la ciudad y llevó un mensaje al campamento. Todo ocurrió según lo planeado, y al amanecer del día siguiente uno de los guardias de la ciudad informó que había encontrado una flecha con un mensaje. El mensaje era de Himura, informaba que estaba de acuerdo y prepararía sus tropas.

Las calles que me llevaban del palacio imperial hasta la casa de la familia Takada, eran estrechas, empinadas y de escaleras de anchos peldaños. A ambos lados de la calle, se alzaban muros de grueso bambú, a intervalos invadían la calle los grandes carteles a modo de banderolas de las tiendas y las casas de comida. Las construcciones eran en su mayoría de planta baja, de paredes de madera y tejados de pizarra a dos aguas. Los pinos llenaban la ciudad de color verde y de figuras retorcidas por los años de los troncos milenarios.

Los samuráis de la puerta me permitieron pasar, esta vez sin objeción alguna. Ahora a la luz del día pude apreciar la belleza del patio y los jardines de la casa. Uno de ellos era famoso en la ciudad por su leyenda, se decía que el hombre que lograra ver sus doce piedras a la vez, se convertiría en el hombre más sabio del mundo. Pero si algo era de sobra conocido por los habitantes de Kyoto era la leyenda de la belleza de la hija de Takada, y su romance imposible con un joven samurai que abandonó la ciudad en busca de fama y fortuna. Yo había tenido la suerte de haber conocido a aquel joven samurai y haber combatido junto a él, pero ahora su vida pendía de un hilo y aun tenía que cumplir un último sueño en ella.

Encontré a Misato junto al lecho de Saeba, con los ojos resecos, ya sin lagrimas después de pasar toda la noche velando a su amor. Me miró desconsolada buscando en mi un apoyo que yo no podía darla. La herida de Saeba no había cicatrizado y estaba muy pálido por la pérdida de sangre, apenas le quedaban fuerzas pero en su rostro no se veía sufrimiento si no paz y felicidad por poder volver a ver a Misato. Yo sabía que ahora descansaría tranquilo y que si todavía no se había marchado era porque quería permanecer aun junto a ella hasta derramar su última gota de sangre.

CONTINUARÁ.
El entierro de un amigo siempre es triste, pero si además este amigo se ha comportado como un padre, el dolor es mucho mayor. Enterramos a Riu Saeba una mañana lluviosa, extraña, muy húmeda y nublada. Grandes señores se reunieron para despedir al samurai, e incluso el mismísimo Emperador, pero el único adiós que necesitó el viejo fue el de Misato. Cuando todo hubo terminado, ella y yo permanecimos junto a la tumba, ya no tenía más lágrimas y ahora su rostro aunque pálido y demacrado reflejaba una sonrisa.

Pasé toda aquella noche velando la tumba, rezando por mi compañero, y preparando mi alma por si tenía que reunirme con él. La mañana me traería la ansiada batalla, estaba intranquilo ante la proximidad de una batalla como la que tendría lugar en los campos de Kyoto. Tenía un extraño presentimiento, como si una prueba de vida me esperara en aquella llanura. Tenía la sensación de que un encuentro poco deseado se me presentaría en breve.

La mañana continuó húmeda como el día anterior, una niebla espesa y baja, se extendía por la llanura a las puertas del castillo. Todo había sido preparado cuidadosamente, hasta el último hombre estaba en su puesto. Los estandartes del Emperador cubrían todas las calles y plazas, las tropas se distinguían por sus brillantes colores. Los dorados arcabuceros, el rojo color sangre para la infantería, azul turquesa para la caballería y blancos pendones para los capitanes. Todo estaba listo, a la hora señalada las puertas se abrirían y los ejércitos de Kyoto irrumpirían en el valle sitiado. El primer movimiento sería ganar una colina cercana donde el Emperador y los señores de la guerra se hicieran fuertes, aseguraran la retirada y pudieran dirigir la batalla. Una vez conseguido esto, caeríamos como fantasmas salidos de entre la niebla sobre los sorprendidos Tokugawa.

Por fin llegó la hora, las puertas se abrieron en silencio, y aquella cantidad ingente de hombres y bestias salió de la ciudad amurallada con un estruendo infernal. Los cascos de los caballos, las armaduras, las lanzas y demás armas, todo parecía aullar en un único grito demoníaco. Por un momento imaginé que hubiera sentido si estuviera en el otro bando, durmiendo y escuchara semejante estruendo. Miles de hombres abandonaban el sitio de Kyoto, para luchar por sus vidas y por las de sus familias, y cuando se trata de defender las vidas de los seres queridos un hombre puede resultar muy fiero. Así en inferioridad numérica, cansados y mal alimentados nos lanzamos a la batalla, con la esperanza de que la sorpresa fuera suficiente para vencer. Pero las guerras no se ganan solo con la ayuda de la suerte y la sorpresa, aunque si se desnivelan. No tardaron nuestros enemigos en reagruparse y prepararse para el combate, sin haber perdido demasiados efectivos.

Esta primera escaramuza me había servido para despachar a tres enemigos que cruzaron cerca de mí, los tres eran hombres de infantería que no sabían manejar una espada, y yo estaba ansioso por encontrar a un adversario de mi talla. Y hoy puedo asegurar que lo encontré.

La contienda estaba ahora igualada, pero nosotros teníamos la desventaja de tener las murallas a nuestra espalda, y esto pronto sería un problema. La imposibilidad de maniobrar las tropas ponía a los generales en una incomoda situación, solo podían defenderse y no atacar. Mi corta experiencia me bastó para entenderlo, y tomando un grupo de hombres me abrí paso hacia nuestro flanco derecho, según avanzaba matando enemigos más hombres me seguían y más grande se hacia nuestra brecha. Mi objetivo era separar del resto un gran grupo de samuráis que marcados con estandartes negros con letras de plata sembraban el caos entre nuestras tropas. Sin duda era el grupo de mejores samuráis de nuestros rivales, se mantenían unidos y obedecían ciegamente a su capitán un samurai corpulento de armadura negra, que no paraba de vociferar ordenes mientras abatía enemigos.

Mientras yo me abría paso hacia mi objetivo, unos gritos llegaron desde las colinas cercanas, justo detrás de los Tokugawa. Me erguí entre la turba de hombres forcejeantes para ver con alegría como mis compañeros mandados por Himura cerraban nuestra emboscada.. - ¡Bien por los hombres de Osaka! -, grité. Y mi ánimo creció, que se preparara el capitán negro porque acabaría con él.

Todos mis esfuerzos se centraban en alcanzar a aquel hombre y medir mi espada con la suya, sin duda era el más fiero de los samuráis que se encontraban en el otro bando, y los cadáveres se amontonaban ante él. Mi furia era ahora desmedida, y con los hombres que aún me seguían, trazábamos un sendero de muertos hacia los samuráis de corazas negras. La lucha a nuestro alrededor parecía detenida, apenas éramos conscientes del fragor que nos rodeaba, como predestinados a encontrarnos.

Y es que a veces el destino se ríe de nosotros, poniendo en nuestra vida situaciones inesperadas. En aquel campo de batalla a las puertas de Kyoto, empapado en sudor y en sangre, alcance al samurai de la armadura negra, y cuando por fin nuestras miradas se cruzaron, reconocí en él a un viejo conocido. Takeshi Sato, mi compañero y amigo durante muchas jornadas de viaje, me miraba fijamente, mientras una sonrisa aparecía en su boca torcida.

Te dije que cuando nos volviéramos a encontrar nuestras espadas tendrían que cruzarse, para dilucidar quien de los dos es mejor-. - Aquella vez estaba en deuda contigo y era mi deber de samurai dejarte marchar-. Su gesto se tornó serio, y su voz se entristeció. - La vida es injusta, deberías estar luchando a mi lado y no contra mí-.
No sentiré placer alguno luchando contra ti, bien has de saberlo. Si de alguien puedo decir que he querido como amigo ese eres tu. Pero esto no trata de ti y de mí, sino del Emperador y los traidores Tokugawa. Uno de los dos morirá hoy aunque yo no disfrutaré aunque que el que muera seas tu.

No hizo falta hablar más. Nuestros sables volvieron a sus fundas, y buscamos sitio entre la masacre para poder movernos. Yo recordaba que Takeshi era más fuerte y pesado que yo, tendría que poner esto en mi favor, si no quería acabar regando los campos junto al resto de muertos. Nos desplazamos en circulo examinándonos, cada uno estudiando los movimientos del otro. Cuando dos samuráis se enfrentan, el combate se decide antes siquiera de sacar las katanas, cuando uno de los dos ve la debilidad del otro. Si esto no ocurre, es imposible que uno de los dos gane, salvo por extenuación del otro.

Aquel combate estaría muy igualado, pero yo observaba puntos débiles en Takeshi, y tendría que aprovecharlos. Fue Takeshi quien atacó primero, con un golpe predecible, fuerte y de arriba abajo descargó su sable. Sin dificultad extraje la espada y me protegí. Puse especial cuidado en controlar mis movimientos para no tropezar con ningún cuerpo y me mantuve a la defensiva. El siguiente ataque no se hizo esperar, esta vez tras un engaño, el golpe fue hacia mi cadera derecha, otro ágil movimiento de pies y manos y mi katana paró la estocada.

Era el momento de atacar, Takeshi estaba algo desconcertado por mi indiferencia, y atacaba una y otra vez sin demasiado sentido. Una y mil veces mi maestro me repitió durante mis años de entrenamiento que la paciencia es la mejor arma de un samurai. “Hay samuráis, me decía, que son impetuosos y basan sus ataques sólo en su fuerza física, si quieres derrotarles usa la cabeza”, guardé el sable y me dispuse a atacar, Takeshi leyó mi mente y me imitó. Flexioné ligeramente las rodillas, para ejecutar una técnica muy poco conocida, la cual muy pocos maestros enseñaban ya, pensé que si Takeshi no la conocía pondría nervioso y flaquearía, y así fue, su rostro no dejaba ver sus nervios, pero mi posición había logrado descolocarle. Coloqué mi katana paralela a mi costado derecho y esperé su ataque. Takeshi, comprendiendo que no podía ganar porque su técnica era inferior a la mía no se rindió, e hizo lo que cualquier hombre con honor hubiera hecho. Con un profundo grito se abalanzó sobre mí, blandiendo su katana por encima de la cabeza, pero yo había cambiado mucho desde la última vez que nos vimos, había ganado en experiencia y en calma, mantuve mi postura hasta el último segundo. Mi mente estaba en blanco, mis músculos en tensión, y me invadía un estado de calma. Así como en un sueño, vi llegar a Takeshi, muy despacio como si el tiempo solo corriera para mí, con un leve chirrido metálico la hoja de mi sable se deslizó fuera de la funda, obedeciendo a mi mente como si formara parte de mi mano. Todo me resultaba más verdadero, los colores eran más vivos, los olores dulzones de la sangre llegaban amplificados a mi cerebro y me parecía oír hasta los más leves sonidos del bosque. La hoja cortó el aire con asombrosa facilidad e igual de fácil cortó la carne de mi amigo. La cara de Takeshi palideció, y su grito se convirtió en un susurro, mientras un hilo de sangre corría por la comisura de sus labios.

La batalla duró casi hasta mediada la tarde de aquel brumoso día, el resultado fue un asombroso número de hombres muertos cubriendo la hierba, formando un pantano de muerte. Los dos bandos quedaron diezmados, pero los traidores Tokugawa fueron los derrotados, por ahora al menos. Con aquella victoria resurgían nuestras esperanzas de ganar esta absurda guerra. Era un primer paso para devolver al Emperador su control sobre Japón.

CONTINUARÁ.
A la mañana siguiente, los generales se reunieron. Yo acudí a la reunión junto a Himura en lugar de Saeba. Himura estaba muy afectado por la muerte de Saeba, era su mano derecha y extensión en el campo de batalla. La reunión fue breve, el tiempo necesario para acordar el siguiente movimiento. Nuestros exploradores y vigías ya habían advertido sobre la llegada de un gran ejercito por el este y otro algo menos numeroso por el noroeste. La decisión se tomó rápidamente, los ejércitos de Osaka partiríamos para tratar de frenar el empuje del ejercito menos numeroso, comandado por un tal Nobunaga, un pequeño señor feudal que había ganado poder apoyando al régimen Tokugawa. Los ejércitos de Kyoto se enfrentarían al ejercito que llegaba por el este. La llegada del resto de efectivos procedentes de Osaka constituían una gran esperanza, la vida del joven Emperador representaba la prosperidad y la paz, así como el orden religioso para todo el país. Pero para un soldado de a pie o un campesino, era difícil entender que debía dar su vida por el hombre que se nutría de su trabajo y esfuerzo.


Dediqué el resto de la mañana antes de la partida a rezar junto al lugar de descanso de Saeba. Y a meditar sobre la batalla vivida, y sobre mis actuaciones. Me encontraba sumido en mis más profundos pensamientos cuando escuche un ruido a mi espalda. Me giré para ver como se acercaba un hombre vestido con el uniforme de Osaka por el camino de piedra que conducía al cementerio. Me incorporé y salí a su encuentro, mientras me acercaba pude comprobar que no se trataba de un soldado o de un mensajero corriente. Su rostro era fino, sus manos cuidadas y sus movimientos delataban una buena educación.


- ¿Ayao Kendo? Respondí con un movimiento afirmativo. - Me dijeron que podría encontrarle aquí. Le traigo un mensaje urgente de Osaka.


- Gracias, ha debido de ser un largo viaje hasta llegar a encontrarme, vaya fuera pregunte por mi tienda y descanse, podrá lavarse y comer algo.


La misiva me desconcertó, un mensaje de los ejércitos de Osaka no vendría dirigido a mí si no al general Himura. El sobre era de un fino lienzo, al igual que el papel donde estaba escrita la carta. Mi nombre estaba escrito con una refinada caligrafía con caracteres pequeños pero muy claros. La letra era sin duda de mujer. Desdoblé el papel con sumo cuidado y miré la firma, aunque sabía de antemano lo que pondría. Busqué un lugar donde estar tranquilo, escogí un árbol cercano y me senté entre sus raíces.



No me atrevía a escribir estas palabras, mi posición y mi futuro enlace me impiden sentir lo que siento. Podrás decir que es imposible que te ame, que a penas nos conocemos. Pero la complicidad que tuve contigo me sirvió para darme cuenta de que no quiero casarme, al menos no con tu noble señor. Los paseos junto, las agradables charlas y el deseo que leía en tus ojos me quitaron mi ceguera. ¿Por qué he de vivir junto a alguien a quien no sé si aun deseo?, ¿por qué no soy libre para otorgar mi amor? todas estas dudas me asaltan desde tu partida. Creo que necesito que llenes el hueco que has dejado, creo que necesito saber si te quiero y si tu me quieres, creo que te necesito a mi lado.


Mi corazón se alegró cuando mi padre me comunicó que partiría junto a él hacia Kyoto, pero se ensombreció cuando descubrí que mi prometido también se dirige a Kyoto para consumar nuestra unión. Me enamoré de pequeña de el pero ahora no creo que ese sentimiento se mantenga. El destino es cruel y ha querido reunirnos a todos, tu defendiendo la ciudad, y yo prisionera de un hombre al que ya no amo.

Guarda esta carta con tu vida, si alguien la viera podría significar mi muerte, nos veremos en Kyoto no sé si para bien o para mal.

Yukio




Mi corazón se encogió, ella venía a Kyoto, el Gobernador debía estar muy convencido con la victoria para traer a su hija a la ciudad imperial. Aunque fuera para algo tan importante como su boda, bendecida por el Emperador en persona. Las tropas de mi antiguo señor y de su joven hijo también se dirigían a Kyoto. El circulo se cerraba, rodeándonos de guerra y muerte. ¿Volverían a florecer los cerezos con la llegada de la primavera?


Pasamos la tarde preparándonos y aprovisionándonos, pues en mitad de la noche partiríamos al encuentro de Nobunaga. La leyenda de este señor feudal había llegado hasta nosotros como un misterioso rumor, se decía que Nobunaga era invencible, pues había pactado su victoria con las fuerzas del averno y no podría ser detenido, se convertiría en Shogun de todo Japón. Hasta en las filas Tokugawa era temido, y no contaba con muchos aliados, pero a pesar de contar con un número inferior de hombres su avance era imparable. Venía arrasando todo a su paso, aldeas, campos, cultivos, había salido victorioso del asedio a tres castillos de los daimyos de la región, saqueándolos y quemándolos. Y ahora la única barrera entre Kyoto y él éramos las mermadas tropas procedentes de Osaka.


Salimos de madrugada dejando atrás los ensangrentados campos de la batalla. Según las últimas informaciones, Nobunaga se había detenido a un día de distancia de la capital para organizarse y mandar sus exploradores a reconocer el terreno. Varios de sus espías habían caído bajo nuestras flechas cuando trataban de acercarse a la ciudad. Pero era imposible asegurar que Nobunaga no estaría informado de nuestro avance igual que nosotros lo estábamos del suyo.


Avanzábamos con precaución pero a buen ritmo, nuestra intención era interceptar su avance al amanecer, cual sería nuestra sorpresa al comprobar que nuestro enemigo no se había movido de su improvisado campamento.
Silencio absoluto, no podíamos oír nada, aparte de nuestras respiraciones y las de los animales. Nos acercábamos al campamento en el más tétrico de los silencios, sus vigías parecían no vernos, y permanecían hieráticos en sus posiciones. Aumentamos el galope para irrumpir entre ellos y destrozarlos, pero según nos acercábamos un olor conocido fue impregnando el ambiente. Al principio no supe de que se trataba, pero pronto la presencia de un gran número de carroñeros me lo confirmó. Entramos en el campamento a galope tendido para descubrir un macabro espectáculo. Los guardias eran mujeres degolladas, los soldados ancianos muertos y destripados. Los habitantes de varias aldeas de los alrededores yacían en aquel campamento, niños, madres, padres, todos muertos y colocados como falsas tropas. Casi peor que aquella visión era el olor, el olor a muerte, a muerte de varios días.

Cuando quisimos comprender era demasiado tarde, Las flechas ya llovían sobre nosotros, procedentes de los cercanos bosques. Flechas ardientes que prendieron en la brea extendida por todo el campamento con el fin de encerrarnos en un infierno de llamas. Quedaba poco margen para tomar decisiones, como pude reuní a cuantos se encontraban cerca de mí, a penas dos o tres decenas de hombres. El olor a muerte ya no era perceptible ahogado por el de la carne quemada. Apenas podía ver, casi no podía respirar y los alaridos de dolor me impedían escuchar nada. La situación era insalvable, las vías de escape nulas, pronto caerían sobre nosotros como salvajes, aniquilando a los pocos que logren sobrevivir a las llamas.

Retrocedimos, alejándonos del centro del campamento donde el calor era insoportable. En mi interior rezaba para que Himura hubiera tenido mi misma suerte. Me volví, alrededor de cuarenta hombres me seguían, entre toses y gritos de dolor. No les quedaría mucho tiempo para lamentarse si no actuábamos rápido. Cuando logramos alejarnos del campamento lo escuche por vez primera, el rumor sordo ya conocido de una horda de hombres lanzándose contra nosotros. Todos miramos en la dirección de los gritos y pudimos ver como de entre los bosques salía un ejército de hombres a caballo, y a su cabeza un samurai de armadura roja de cuero sin ningún tipo de insignia ni estandarte. La mayoría de jinetes portaban lanzas lo cual les otorgaba más ventaja si cabe. El ejército de Nobunaga no era especialmente numeroso, por eso evitó un enfrentamiento directo, y había conseguido su propósito, no podía saber si otra parte de nuestras tropas estaba siendo atacada en el otro extremo del campamento, tendría que actuar como si aquellos cuarenta hombres fueran todo lo que quedaba de los ejércitos que partimos de Osaka.

Nos replegamos, huyendo de la carga del enemigo. Miré a mí alrededor buscando algo que nos diera ventaja. Las flechas seguían cayendo sobre nosotros y al menos otros cinco hombres habían caído. No había tiempo que perder, me giré y dando un grito señalé a los que me seguían unas peñas cercanas. Si lo grabamos llegar tendríamos un respiro, y podría organizar una pequeña resistencia desde lo alto. Espoleé con violencia mi montura, pero aquella distancia se me hizo eterna.

Mandé desmontar y los hombres corrieron al abrigo de las rocas para evitar la lluvia de flechas. Sin un momento para el resuello conté por encima el número de hombres que habíamos logrado llegar al risco. Unos treinta samuráis, quizás alguno más habían sobrevivido a la trampa de Nobunaga, al menos de momento. Al asomarme por encima de las piedras para atisbar el avance del enemigo no pude ver nada, ni caballos, ni jinetes, ni rastro de su avance. Era como si algo más importante les hubiera hecho despreciar nuestra persecución. Pero también podría tratarse de una nueva trampa. Reflexioné unos segundos. Lo más probable era que Nobunaga, hubiera dirigido sus fuerzas contra el resto de nuestro ejército, que a buen seguro aunque dividido, estaría plantando cara. Tenía dos opciones, permanecer en las peñas y hacerme allí fuerte o acudir al campamento como un suicida para socorrer a lo que quedara de Himura. Para tomar la decisión me era imprescindible conocer el número de armas de fuego que aun quedaban entre mis hombres. De los restos del antiguo pelotón mandado por Saeba, solo permanecían junto a mí diez fusileros el resto había perecido en la emboscada. Es posible que Nobunaga, como gran estratega hubiera golpeado con más fuerza en la cabeza de nuestro grupo pues es donde marchaban todos los teppos. Y es bien sabido por cualquier señor de la guerra que en estos tiempos las armas de fuego de los gaijin son las que desequilibran las batallas.

Solo saqué una cosa en claro aquella batalla no la ganaríamos, pero tendríamos que intentar perder los menos hombres posibles. Y luego replegarnos hacia Kyoto reteniendo cuanto estuviera en nuestra mano a los hombres de Nobunaga. Si mi sensei hubiera estado a mí lado ese hubiera sido su consejo, además no podría perdonarme el no intentar prestar ayuda al General Himura. Dejamos nuestro refugio, reunimos los caballos y marchamos hacia el centro de la llanura, a lo lejos era audible el fragor de una batalla, lo cual disipó todas mis dudas. No era momento de pensar era momento de actuar y si era necesario de morir.

Cuando irrumpimos en lo que quedaba de campamento la batalla estaba en su punto álgido, aproximadamente la mitad de nuestros hombres luchaba desesperadamente por contener el empuje del enemigo. No podía ver a himura. Los samuráis sin un jefe retrocedían de forma desordenada y eran presa fácil para los disciplinados asesinos de Nobunaga. Ganamos un pequeño montículo, me apeé del caballo para recoger un estandarte caído, lo fijé en mi silla y monté. Bien era el momento de poner en práctica algo de lo aprendido. Grite a Sukio para que se acercará, mi mano derecha en el grupo de arcabuceros acudió sin dudarlo.


- Sukio, la situación es desesperada, tendremos que huir si no queremos que Kyoto este en llamas antes de un par de días. - Apenas pude oírme a mí mismo por encima del ruido de metales y huesos, - pero Sukio asintió -.

- Tendrás que ayudarme quiero que cojas la mitad de los hombres, y que entre ellos lleves a todos los fusileros. Quiero que distraigas a Nobunaga, que crea que vas a situarte para atacarle. Rodea la batalla y sitúate en aquel alto a la derecha del enemigo, eso le hará creer que tomamos posiciones para un contraataque-.

- Pero si se vuelve contra mí estaré indefenso- exclamó Sukio.

- No tenemos otra opción, - contesté-. - Eso me dará el tiempo necesario para reorganizar las tropas -.

- Cumpliré las ordenes Ayao san. Aunque me cueste la vida.


No tenía intención de dejar morir a Sukio y con él a todos mis fusileros. Pero necesitaba que atrajera a Nobunaga hacia él. Todo sucedía demasiado deprisa, en un abrir y cerrar de ojos Sukio había colocado su grupo en la colina, y los teppos atronaban contra las filas Tokugawa. Desde su puesto de mando Nobunaga contemplo como sus hombres comenzaban a caer bajo nuestras armas de fuego, aquello no le gustó y tuvo que prestar atención a mí trampa. Con un gesto mandó un jinete a comunicarle a sus capitanes que parte de sus tropas tomaran la colina aun a costa de descuidar el avance sobre Himura. Como en las clases de Musashi, pude ver las tropas de Nobunaga deslizándose como por un plano para hacer frente al pequeño grupo de Sukio. No había tiempo que perder, debía hacerme con el control del ejército antes de que Nobunaga lo advirtiera.
Cuando me encontré al frente de las tropas, en el medio de aquella locura, dudé un instante sobre lo que debía hacer, pero pronto el instinto se ocupó de todo. Vociferando atraje la atención de los capitanes hacia mí. No paraba de dar ordenes y todo el mundo las acataba como si en cierto modo estuvieran agradecidos. Dividí la caballería en dos secciones y di ordenes para que se colocaran en los flancos durante la retirada. Reuní de nuevo a la infantería y les obligue a formar y a cerrar filas. Los primeros en comenzar a retroceder fueron nuestros arqueros, o lo que quedaba de ellos. Y detrás el grueso de la infantería. En la retaguardia la lucha era cruenta, coloqué allí a mis mejores hombres para aguantar el empuje de los samuráis de Nobunaga.

Nobunaga estaba decidido a acabar con Sukio, debía acudir a socorrerle en cuanto organizara la retirada. Fue entonces, cuando Nobunaga creía que nos retirábamos y abandonábamos a nuestros arcabuceros, cuando mandé cargar a nuestra caballería de nuestro flanco derecho. No les fue difícil crear una brecha en las fuerzas que asediaban a Sukio, que aprovechando su posición en lo alto de la colina había mantenido en jaque a sus atacantes a golpe de teppo. Transcurría la batalla como una partida de ajedrez, y si seguía así perderíamos, teníamos que reagruparnos y retroceder hacia Kyoto. Cuando Sukio y sus hombres lograron alcanzar mi posición, hice señales a los capitanes para que aceleraran el paso, hacia la salida del valle. El camino fue entonces muy duro, apenas conseguíamos contener a Nobunaga, y no lográbamos distanciarlo. La marcha hacia Kyoto era de al menos dos días, en esos dos días perdimos muchos hombres, y apenas pudimos contener a los Tokugawa. Adelanté un par de exploradores para conocer la situación de la capital, y saber al menos si los ejércitos del Emperador aguantaban aun, pues su resistencia era nuestra última esperanza.
Las noticias no fueron del todo buenas, pero al menos supimos que el Emperador todavía mantenía Kyoto en su poder. Posiblemente no resistiría mucho, pero solo nos quedaba esa esperanza. La ciudad Imperial volvía a estar sitiada, y el Emperador de nuevo encerrado tras sus murallas. Debíamos tomar una decisión, no podíamos enfrentar los ejércitos que asediaban de nuevo la capital, pero tampoco podíamos detener nuestro avance o Nobunaga nos aniquilaría. Tenía que encontrar una salida para aquella situación, se lo debía a mis hombres que tan fieramente habían arriesgado su vida en la batalla.

Pero no sería yo si no la suerte quien nos ayudara en aquella ocasión. No encontrábamos salida y el terreno entre Kyoto y Nobunaga era cada vez menor, los exploradores no encontraban una salida, y decidimos dirigirnos hacia el oeste, en esa dirección quedaríamos entre Nobunaga y el cauce de un enorme río, pero hacia el este las montañas impedían el paso. Al llegar al río, tomamos posiciones para tratar de soportar el ataque de nuestros perseguidores, pero este no se produjo. Algo había asustado a Nobunaga para que este frenara su avance cuando nos tenía a su merced.

Pronto supe que ocurría, un gran ejercito marchaba hacia Kyoto justo a nuestras espaldas. Y si Nobunaga se detenía significaba que se trataba de aliados del Emperador. Por una vez desde hacía mucho tiempo sentí que renacía la esperanza, los hombres recuperaban el ánimo y estaban ansiosos por unirse a los nuevos aliados y volver a recuperar la ciudad. El ejercito que se aproximaba a nosotros era muy numeroso, y estaba formado por diferentes Daimyos, sus estandartes de diferentes colores cubrían toda la llanura al otro lado del río. Nobunaga en clara desventaja se retiraba para buscar refuerzos y reorganizarse, dando por perdidos ya, los ejércitos que mantenían el asedio de la capital.

Pero no todo podía salir bien, comenzaba a notar que mi vida estaba marcada, que los acontecimientos se sucedían siguiendo un orden que me conducía inexorablemente a presenciar la boda de Yukio con mi señor el joven Kaneda. Al frente del ejercito que cubría la llanura podía ver claramente el estandarte de mi señor. Los generales mandaron samuráis a las diversas compañías para transmitir la orden de que se preparara el campamento. Y pude ver como un grupo de hombres se separaba del resto y se aproximaba hacia nosotros. Al frente de la comitiva los estandartes de los Daimyos del sur leales al Emperador y en el centro el estandarte blanco de mi señor Takada.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca pude ver dos rostros, uno claramente reconocible, el de mi padre, y otro aunque cambiado el de Kaneda Takada. Al verle se me encogió el corazón. La carta de Yukio lo advertía claramente pero no había querido creerlo apartándolo de mi mente. Ahora estaba claro, Kaneda había venido para casarse con Yukio. Desterré todos esos pensamientos de mi mente y galopé al encuentro de mí padre.

Ya en la tienda junto a mi padre y a Kaneda, me obligaron a contar todo cuanto me había sucedido desde mi partida. Según avanzaba mí historia, la cara de mí padre reflejaba mayor satisfacción y orgullo y también lo hacía la de mi señor. Kaneda y yo habíamos crecido juntos en palacio, yo como hijo del general de los ejércitos del noble señor, jugaba y entrenaba junto a Kaneda. De pequeños habíamos sido como hermanos a pesar de la diferencia de edad, el pequeño Kaneda siempre me había apreciado. Ahora quien estaba frente a mí ya no era un niño, si no un joven adolescente. Pero pese a la armadura y el gesto solemne un samurai no veía en el joven señor una amenaza, si no un niño. Mi padre y él me contaron apenados la batalla en la que habían derrotado a los nobles que nos atacaban. Aunque la victoria tuvo un alto costo, pues el padre de Kaneda había sido abatido por una flecha durante la lucha, muriendo unos días después. Fue entonces cuando llegó el mensaje del Gobernador Yamada. Kaneda, como nuevo señor y fortalecido por la victoria reunió bajo su mando a todos los nobles del sur, formando el ejercito que ahora comandaba junto a mí padre. Partiendo hacia Kyoto para socorrer al Emperador y casarse con Yukio la hija de Yamada. La llegada de aquel ejercito significaba la salvación de la capital, lo que supondría que la fatal boda se llevaría a cabo allí en cuanto terminara la guerra, o quizás antes.

CONTINUARÁ.
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