La búsqueda: Recopilatorio

Capítulo 0

Día 1, por la mañana

Abrí los ojos. Me acababa de despertar. Mi cabeza todavía daba vueltas y había muchas cosas que no acababa de tener claras. ¿Qué estaba haciendo yo allí? Quizás para responderme a eso debería preguntarme primero dónde estaba. Sin duda aquello era la habitación de un hospital. Pero no era capaz de saber por qué razón había acabado yo en un hospital. Fuera lo que fuera, no lo recordaba. El sol empezaba a entrar por la ventana. Bajé la vista, hasta entonces, no había apartado todavía los ojos de la lámpara que colgaba del techo. Pude ver mi propio contorno bajo las sábanas de la cama. En ese momento me di cuenta de un detalle extraño. Sabía que me encontraba en la habitación de un hospital sin ni siquiera haber echado un vistazo a aquel lugar. Simplemente lo sabía. Cuando me decidí a mirar aquella habitación tuve la sensación de que nada me era extraño. La mesilla a la derecha de mi cama tenía un jarrón con flores, rosas rojas, y una caja de bombones. ¿Cuanto tiempo había estado en aquella habitación? Sabía lo que me iba a encontrar cuando girase mi cabeza hacia la izquierda. Allí estaría la ventana con aquel extraño edificio en el que, sin saber cuando, ya me había fijado. Con unas formas muy extrañas y con toda la fachada acristalada. Efectivamente, ahí estaba. Acabé de recorrer la habitación con la vista y resulto ser que todo ya lo conocía. Esa silla en el rincón, las paredes blanquísimas y aquel solitario cuadro en la pared que no parecía pegar demasiado. Mi reloj pitó para marcarme una hora en punto. Las ocho. Tenía un montón de sensaciones en aquel momento, pero sobre todo un montón de dudas, que necesitaban respuestas. Habría que buscarlas. Habría que empezar otra búsqueda.
¿Otra? ¿Por qué había pensado así? ¿Qué hice para acabar en este hospital?
Capítulo 1

Día 1, 8:00 de la mañana

Abrí los ojos. El despertador seguía sonando, Eran las ocho de la mañana y mi rutina de todos los días comenzaba de nuevo a funcionar. Como de costumbre tardé poco en estar duchándome.

Abrí el armario. Sí, aquel día iba a ponerme la camisa azul... y los vaqueros. Mi jefe no era muy exigente con el tema del vestuario, y además me tenía bien valorado, por eso sólo me preocupaba por estar cómodo. Me dirigí a la cocina, cogí los cereales, la leche, y me fui al salón. Todas las mañanas acompañaba mi desayuno con las noticias de la mañana. En verdad no se por qué lo hacía, porque era difícil oír algo que te hiciese comenzar el día con ganas. Todos los días aderezaba mi desayuno con asesinatos, violencia conyugal, políticos poniéndose a parir… Lo único “no malo” que había en las noticias a esas horas eran los goles de la jornada que se había jugado hacia ya dos días y que me había cansado de ver desde entonces. Que pena que a mi no me guste el fútbol. No sé, seré un bicho raro, pero nunca le he visto el encanto. A pesar de todo, no necesitaba esto para comenzar el día con ánimo. Justo antes de abrir la puerta para salir de casa podía leer todos los días un cartel que yo mismo había colgado por la parte interior de la puerta y que decía “Tú puedes”. No me miren como a un excéntrico, en realidad la idea no fue mía, me la dio mi abuelo. Recuerdo cuando era más pequeño e iba a verlo a su casa. En el espejo del baño había puesto una etiqueta en la que se podía leer “estás viendo a la persona que puede hacerte feliz”. Un día intrépido, de esos que todos tenemos alguna vez, me acordé de la etiqueta en el espejo y saqué por la impresora este folio que puse en la puerta. Que pena que yo no fuese tan original como él, porque después de pensar toda una tarde no se me ocurrieron más que esas dos palabras. Pensé que me daría ánimos antes de salir a la selva de todos los días, y que además de alguna manera podría acordarme de él. Estuve muy unido a mi abuelo.

Mientras daba la segunda vuelta de llave que cerraba la casa oí la campana del ascensor que paraba en mi piso. Me apresuré en sacar la llave de la cerradura y corrí por el pasillo para llegar justo cuando la puerta del ascensor ya se cerraba. Afortunadamente en mi bloque hay gente amable y la puerta se abrió gracias a que la persona que iba dentro llegó a verme aparecer a la caza del ascensor. Era mi vecina. No me gustaba nada la sensación que tenía al subirme con alguien desconocido en el ascensor. Lo de “desconocido” es un decir, porque conocía varias cosas de aquella persona. Sabía su nombre, Ana, dónde vivía, 3º C, y muchas cosas más que, sin duda, sabía después de años de conversaciones en el ascensor, de esas que no te llevan a ninguna parte. Lo que me agobiaba era la sensación de no recordar ninguna de esas conversaciones, pero tener perfectamente claros los detalles extraídos de ellas. No se si saben a lo que me refiero.

Yo ya estaba en el garaje. Ana se había quedado en la planta baja. Tenía la suerte de poder dirigirse al trabajo andando. Aunque no debería quejarme demasiado de eso. Me gustaban mucho los coches y, después de unos años en el mercado laboral me había convertido en uno de estos jóvenes ejecutivos adinerados y me había podido dar un caprichito con cuatro ruedas. No era uno de estos enormes coches alemanes que llevaban mis compañeros de trabajo. Me había encaprichado con aquel Subaru desde que lo vi por la calle. Era el mismo modelo que corría por la marca en el mundial de rallyes. Ésta era la versión de calle que traía un motor más “divertido” y aquel acabado semi-deportivo que tanto me gustaba. Como todas las mañanas, los intermitentes del coche al abrirse desde el mando me guiaban por el garaje. Me sentaba en el coche, bajaba la ventanilla, y arrancaba el motor. Me encantaba ese sonido. Todas las mañanas no sólo me despertaba sino que me daba la energía que me faltaba para decidirme a ir al trabajo. Ya se abría la puerta del garaje. Desde el final de la rampa se veía una rendija de luz que se iba haciendo poco a poco más grande. Era el primer momento del día en el que veía la luz del sol, que me deslumbraba. El movimiento sincronizado de mis pies me permitía avanzar hacia la luz al final del túnel y finalmente nacer a la gran ciudad.
Capítulo 2

En la habitación del hospital

Todavía estaba caminando por la habitación sin decidirme a salir al pasillo por miedo a lo que podía encontrar, cuando alguien entró.

-Ah, ya se ha despertado, señor Navia.
-Llámame Andrés. – Respondí. Nunca me habían gustado los formalismos.
-Ya, ya sé que no te gustan los formalismos.

Eh. ¿Cómo había hecho eso? No lo había dicho en voz alta, de eso estaba seguro. Pero el gesto de sorpresa se me escapaba por todos y cada uno de los poros de mi piel.

-Me lo has repetido demasiadas veces Andrés – Eso en parte me tranquilizaba. De las pocas cosas que aún me quedaban claras, una de ellas era que lo que piensas en tú cabeza no tiene por que oírlo el que está a tu lado. Pero, ¿cuándo se lo había dicho yo antes?
-Vas a tener que responderme a unas cuantas preguntas Aalto. – Sí, también sabía su nombre. Ese médico no era extraño para mí, dado que sabia que ni siquiera era médico. Esa figura esbelta, con los ojos muy claros y la tez pálida, haciendo contraste con el negro de su uniforme, muy pegado al cuerpo, ya la había visto antes. Y la sensación de serenidad que transmitía su mirada ya la había tenido antes. Aalto soltó una carcajada.
-Has profundizado mucho en la búsqueda, Sofos está contento, Pero todas esas preguntas ya han sido respondidas. Las respuestas están aún dentro de ti y las has asimilado de tal manera que eres capaz de utilizarlas, según tus necesidades, aunque sea de manera inconsciente. – No había entendido nada, y eso se me notaba en la cara. – Es fácil de comprender lo que quiero decir. Fíjate que has sido capaz de dirigirte a mí por mi nombre, pero me apostaría mi cargo a que no recuerdas directamente aquella primera conversación nuestra en la que me presenté.

Aalto era consciente de que no recordaba nada anterior a aquella mañana, pero aún así se dirigía a mí con total naturalidad, como si, lo que quiera que hubiese pasado, jamás hubiese sucedido.

-Aalto, no recuerdo nada.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿por qué me hablas como si recordase todo?
-Porque lo recuerdas. – Me empezaba a irritar aquella actitud.
-¡No recuerdo nada! – Le grité.
-Y sin embargo sabes que has olvidado algo. – Podría tener razón

Por un instante había perdido los papeles, pero ahí seguía Aalto, sin mostrar ni la más mínima expresión, respondiéndome con una sencillez aplastante.

-Creo que te voy siguiendo. – Una leve sonrisa asomó en el rostro de Aalto.
-Nunca hasta ahora me habías defraudado, y no ibas a empezar a hacerlo ahora. – Aalto pareció reaccionar de pronto, como si acabara de recordar a qué había venido realmente. – Bueno, vete preparándote, tenemos que ir a ver a Sofos.
-Una última duda. ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? – Aalto ni se inmutó. – No me malinterpretes, pero ahora mismo no recuerdo nada de lo sucedido antes de abrir los ojos esta mañana. Podrías ser uno de los malos y estar aprovechándote de mi estado para ponerme de tu lado.
-Te das cuenta Andrés, de la cantidad de recuerdos que afloran en tus palabras de forma totalmente inconsciente. ¿Quién ha hablado de buenos y malos? A tu pregunta debes ser tú quien responda, pues en tu mano está a quien otorgues tu confianza. Yo no puedo obligarte a nada. Si tú quieres, podemos olvidarnos de Sofos, te devolveré a casa y dejaremos la búsqueda inacabada.

No, en ningún momento había dudado de Aalto, pero mucho menos ahora, después de escuchar la respuesta dada con serenidad, mirándome a los ojos con aquella mirada tan especial. Sin duda que la primera vez que topé con él, no me costó mucho confiar en él. Por un instante se me pasó por la cabeza la idea de abandonar. Más pensando en ponerle a prueba y en la comodidad de volver a casa, que en dejar la búsqueda. Pero por ese mínimo instante de duda me entró tal sensación de desasosiego por dejar aquel trabajo sin terminar, que al momento borré de mi mente aquella idea.
-Vamos para allá.
Capítulo 3

En la ciudad

La M-30 a aquellas horas de la mañana era un auténtico caos. Esa permanente sensación de no avanzar, o de tener que volver a parar cuando apenas has avanzado unos metros, al principio se hace insoportable, pero llega un momento que te acostumbras, y te lo tomas con filosofía. Ya sabes que te echa una hora llegar al trabajo y prefieres pensar en función del tiempo que de la distancia recorrida. Yo trataba de disfrutar de esa hora. Dentro del coche, estaba resguardado del exterior. En invierno, que hacía frío, el climatizador del coche subía la temperatura. Con el buen tiempo la bajaba. Así siempre estaba a gusto. También podía escuchar mi música, la que siempre me había gustado. Aquel día estaba cantando Mick Jagger, con sus eternos Rolling Stones. También me fijaba en los coches que me rodeaban. Siempre había sido un apasionado de los cacharros con motor, y entre tanto coche siempre podías ver alguno que te llamase la atención, por cualquier razón. Estaban esos que dan pena verlos, como esos que abundaban ahora tanto, llenos de alerones, con faldones por todos lados, que ya ni sabes que coche es. Mira que de todas las modas que hemos importado de América, eso del tuning es la que menos me gusta. Pero también aparecía de pronto ese coche que me robaba la vista por unos instantes. He de reconocer que no tiene que ser mucho coche para conseguirlo. Cualquier BMW o Mercedes de gama alta lo conseguía, pero el día que aparecía alguna joya como un Ferrari o algún deportivo poco común, solo me devolvían a la realidad los pitidos de los coches de atrás desesperados por no verme avanzar mientras el de delante se distanciaba unos centímetros. Aquel día me fijé en un coche que más que coche parecía un tanque. Era uno de esos todo terreno que lo único para lo que no sirven es para ir al campo, son más berlinas de lujo con ruedas grandes y suspensiones altas. Pero aquél no llegué a identificarlo, era realmente grande, de color negro de líneas muy marcadas. No me hubiese atrevido a intentar adivinar la marca, no había visto nada parecido. Coincidió que me pasó en uno de esos momentos que la fila de coches de mi izquierda circulaba con más fluidez, así que no pude disfrutarlo y lo perdí de vista en seguida. Al reaccionar y ver que por mi izquierda podía seguir avanzando con fluidez, busqué un hueco y me metí en aquel carril, pensando ya en salir de aquel caos. De forma inexplicable, bastó que encontrase mi sitio para volver a la situación inicial, aunque un poquito más a la izquierda. Ya estaba cerca del trabajo.

Cuando llegué a mi plaza de aparcamiento no pude evitar sorprenderme al ver aquel mastodonte de la M-30 en la plaza contigua a la mía. “Vaya”, pensé,”alguien tiene coche nuevo. Habrá que pasar por el bar antes de volver a casa.” Cuando alguien estrenaba coche, el propietario nos invitaba a “mojarlo”. Vamos, que nos invitaba a una ronda al grupo más cercano de trabajo. Pese a lo que pueda parecer, esto era muy común. Odiaba aquella actitud. Desde que me habían ascendido y estaba todo el día rodeado de los altos ejecutivos de la empresa todo eran alardes del dinero. Cuando no era porque lo estrellaban contra el quitamiedos de alguna autopista, era porque simplemente habían tenido el capricho, pero el parque automovilístico de los altos cargos de la empresa estaba en constante renovación. También estaban los que, recién ascendidos, querían comenzar una nueva vida con nuevos aires, y comenzaban, como no podía ser menos, por el coche.

Antes de que pudiese plantearme la pregunta de quién sería el propietario – si, lo reconozco, era incapaz de acordarme de quién tenía de vecino de parking – me fijé en el hombre que estaba de pies junto a aquel coche. La verdad es que aquel tipo llamaba la atención. Bastante alto, y vestido con un abrigo largo, que le llegaba por debajo de las rodillas, de un color blanco inmaculado. Un poco excesivo, pensé yo, para la temperatura que teníamos. Por debajo del abrigo, asomaban unos pantalones y unos zapatos igualmente blancos. Estaba ahí, de pies, con las manos en la espalda, siguiéndome con la mirada mientras aparcaba mi coche. He de reconocer que aquel seguimiento me incomodó. Tenía el pelo disparado para todos lados, también levantado de atrás, y cubría su mirada con unas gafas de sol. “Cualquiera diría que te han sacado de matrix”, pensé a modo de burla, quizás para tranquilizarme un poco. Me bajé del coche y cuando levanté la vista mientras cerraba el coche, ahí estaba él mirándome y esbozando, ahora, una suave sonrisa. Aquel tío me empezaba a mosquear. Ahora que lo pienso me puedo reír, pero en ese momento no podía imaginarme por donde me iba a saltar y el nerviosismo empezaba a incomodarme.
- Buenos días, señor Navia. – Dijo con total naturalidad. No le había visto en mi vida y venía llamándome por mi nombre. He de reconocer que me sorprendió, aunque algo me llevó a querer que él no lo notara, no se si lo conseguí pero traté de mantener el gesto. Algo me impulsaba a responder en un instante con unas palabras que estuviesen muy medidas. Por lo que fuese, aquel hombre quería sorprenderme, y eso bastaba para que yo no quisiese que él lo notase.
- Llámeme Andrés, no me gustan los formalismos.- Sí, esa había sido muy buena, en una frase había dejado claro que seguía tranquilo, y que aunque supiese mi nombre, realmente no me conocía. Dirigiéndome hacía él y tendiéndole la mano añadí. – Buenos días.
Por un momento aquel individuo ni se inmutó. Se me dispararon todas las alarmas, corría el riesgo de quedar como un idiota y aquello era de las cosas que más pánico me daban. Fue una falsa alarma. Sacó su mano izquierda de la espalda y la dirigió a su cara para quitarse las gafas para, ya descubierto y mirándome a los ojos, tenderme la mano derecha para recibir mi saludo. Su mirada tenía algo especial. Reflejaba una mezcla entre tranquilidad y seguridad en si mismo. Gracias a esa mirada perdí gran parte de la desconfianza que hasta entonces tenia en aquel tipo.
- ¿Quién eres? – Le pregunté
- Soy Aalto de Tredamo, asesor personal del rey Sofos de Artán.
¿Artán? Reconozco que nunca había estado muy puesto en geografía, pero aquel nombre no me sonaba de nada.
- Donde queda… - Dudé con aquel nombre. Todavía no estaba seguro de lo que había oído
- ¿Artán? – Aalto pareció sentirse complacido – Todo a su tiempo. Si te hablase ahora mismo de Artán te habría perdido para siempre y ese es un lujo que no podemos permitirnos. – Se dio una leve pausa, y con gran aplomo me dijo – Andrés, te necesitamos.
¿Para que me necesitaba? Si nos acabábamos de conocer. Aquello no tenía sentido.
- Tengo muchas cosas que contarte, pero todo tiene su momento. Quizás deberíamos ir a algún sitio en el que estuviésemos más cómodos.
- Mire… Aalto. Ahora tengo cosas que hacer. Si no le corre mucha prisa podríamos vernos esta tarde y… - no me dejó acabar.
- Es que sí me corre prisa. Comprendo tus reticencias, pero necesito que confíes en mí. No sabemos de cuanto tiempo disponemos, y cuanto menos tarde en plantearte el problema, más pronto sabremos si estás dispuesto a colaborar.
Sus palabras y sus gestos radiaban sinceridad, y yo tenía una sensación de seguridad inusual para la extraña situación que se me planteaba. Sigo sin saber muy bien por qué lo hice, pero solo pude decir:
- Vamos para allá. – Aalto no pudo evitar mostrarse aliviado. Debió pensar que no aceptaría su propuesta. Me dirigí a la puerta de mi coche. – No, no te preocupes, conozco el lugar indicado, yo te llevaré. – La puerta del pasajero de su coche se abrió, debía de tener algún mando a distancia o algo así. No me extrañó del todo.
- Si hace falta te sigo, sería un incordio tener que volver luego a por mi coche
- No creo que fueras capaz de seguirme, así que yo me encargo.
El sonido de mi coche arrancando me sobresaltó. No había llegado ni a abrir la puerta. Miré por el cristal. Ahí estaba Aalto, de nuevo con las gafas de sol. ¿Cómo había llegado hasta allí? Pero si estaba hace un momento ahí de pies. Levanté la cabeza y ahí estaba también Aalto. Parecía que le agradase ver mis reacciones. Volví a mirar por el cristal. El Aalto del coche ni se inmutaba, seguía con las dos manos en el volante mirando al frente, como si no se diese cuenta de que tenía un coche delante. No pude evitar volverme de nuevo hacia el Aalto que seguía de pies fuera del coche. ¿Pero que clase de broma era esta?
- Tranquilo, – dijo por fin Aalto – es una persona de confianza – el coche dio marcha atrás para salir de su aparcamiento y se dirigió a la salida, estaba tan sorprendido que no pude ni reaccionar – Te lo dejaré en tu casa, ¿te parece?.
- ¿Me lo dejarás?
- Sí, te lo dejaré – Aalto se rió. – No te apures, todo se explicará a su tiempo. Ahora, preocúpate solamente de confiar en mí.
Sin decir una palabra, y tratando de no pensar en lo que acababa de ver, rodeé a Aalto y a su coche y me subí en el asiento del pasajero, antes de que se me pasase por la cabeza arrepentirme.
Capítulo 4

De vuelta al hospital

Ahí estaba yo, Con la cabeza aún dándome vueltas, sacando mis cosas de un armario cuya puerta estaba disimulada en la pared. Sin duda hacía falta saber que estaba ahí para encontrarlo, y yo ya estaba sacando mis cosas de él. Buscaba la ropa que tenia que ponerme. Dado que íbamos a ver al rey, las galas reales estarían bien. Aunque sabía que no le preocupaban todas esas “chorradas de protocolo”, era una ropa con la que me sentía cómodo. A estas alturas me parece que no tengo que insistir en lo que en aquellos momentos era mi cabeza. Un auténtico caos de datos inconexos, que me llevaban a una confusión total. Pero trataba de asumirlos de la mejor forma posible, sin tratar de adivinar de donde venían, simplemente utilizándolos.

Mi reloj cantó las nueve de la mañana. Estaba subiendo la cremallera de la chaqueta, cuando Aalto entró por la puerta. Seguía cubierto con ese caparazón de serenidad, pero se le notaba intranquilo. Hasta que punto llegaría esa intranquilidad que ni él mismo era capaz de disimularla completamente.

- ¿Estás listo? – No quería ser ningún estorbo, así que aunque no lo hubiese estado hubiese respondido lo mismo.
- Sí, vamos.

Aalto salió por la puerta de la habitación, y yo seguí detrás suyo. Caminamos unos metros por aquel pasillo, que pese a tener todas las puertas a las demás habitaciones cerradas, hacía que te entrase la sensación de que todo el edificio estaba completamente vacío. Llegamos al ascensor.

- Sofos quiere que sepas que está muy orgulloso por tu labor. – Nunca se me había dado bien recibir cumplidos, y esta vez tampoco sabía qué cara poner. – Él ha confiado en ti desde el principio, y eso que ha recibido presiones de todos lados, pero tu labor las ha acallado.
- Bueno.... Nunca se que decir. Por lo menos gracias.
- Cuando te sitúes de nuevo, y tengas un poco más claro todo en tu cabeza, comprenderás que somos nosotros quienes te estamos agradecidos a ti.

El ascensor llegó abajo, abriendo ante nosotros un recibidor muy amplio, con mucha luz que entraba por unas cristaleras sobre la puerta de entrada, y... completamente vacío. Aunque extrañado, seguí a Aalto. Cruzamos todo aquel recibidor, dejando que cada paso resonara y llenase toda la estancia. Al final, la puerta de cristal se abrió y nos dejó camino libre hacia el exterior. La calle, los demás edificios. Daba la sensación de que toda la ciudad estuviese desierta. Y allí, enfrente nuestro se alzaba aquel edificio extraño que pude ver por la ventana de mi habitación. Desde abajo parecía aun más grande pero tenía la sensación de que no era exactamente igual que lo que vi por la ventana, aunque seguía identificando aquel extraño edificio. Si te parabas a mirarlo, daba la sensación como de que fuera el propio edificio el que cambiaba. En la base unas letras indicaban “Núcleo de salud de Pathos”.
Miré a mi izquierda. Una gran avenida, de unos 50 metros de ancho, se extendía al fondo, por supuesto, desierta. Hacia la derecha, la escena era similar. Ningún edificio era significativamente alto aunque tampoco bajaban de las 12 plantas. Todos distintos, pero con un aire similar. Con muchos cristales y con un predominio del blanco sobre los demás colores. Sí aunque en mi cabeza bullían recuerdos anteriores de lo que ahora se presentaba ante mí, estos no tenían la misma solidez que otros como los que, por ejemplo, me sugería la figura de mi compañero de viaje Aalto.

Mi mirada se cruzó con la suya, a través de los cristales oscuros de sus gafas. Se encontraba a la puerta de su coche, esperando a que acabase con mi inspección, sin querer meterme prisa, pero sin duda deseoso de que me subiese al coche.

- No quiero hacerte perder el tiempo, pero.......¿Dónde está la gente? – Aalto pareció recibir con agrado aquella pregunta. ¿Iría a responderme algo parecido a lo que me había dicho antes en la habitación? “Te das cuenta Andrés, de la cantidad de recuerdos que afloran en tus palabras de forma totalmente inconsciente. ¿Quién ha hablado de buenos y malos?”. Me esperaba una respuesta en plan de: “En realidad sabes qué le ha pasado a la gente” o algo así. Pero una vez más, su respuesta me dejó completamente descolocado.
- Nunca hubo gente aquí. – Con esa sencilla respuesta me dejó claras un montón de cosas, y él lo sabía. Siempre medía mucho sus palabras y decía sólo las justas. “Así que yo no había estado nunca antes en.....¿Pathos? Sí así era. Pero si me he despertado aquí, alguna vez tuve que llegar. A lo mejor, no llegué de manera voluntaria sino que..... me trajeron”. Aalto podía ver como destripaba sus palabras, y eso parecía gustarle, pero yo también pude ver cómo lo que realmente quería era que me subiera al coche. Se le notaba con prisa. Una prisa muy particular, como solo Aalto podía tenerla, pero prisa a fin de cuentas. La puerta del coche se abrió, y tomé asiento en el lugar del pasajero. Me encantaba la sensación de comodidad que tenía cuando me subía a aquel coche.
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