Caminaba sola

Caminaba sola, como siempre, con las manos profundamente metidas en los bolsillos; su única compañía era el ritmo de los violines agolpándose en su cabeza. La gente iba y venía sin percatarse tan siquiera de su pintoresca presencia, algunos incluso la observaban de reojo para luego apartar con violencia la mirada cuando había un cruce entre ellas. Las calles no podían detenerse y el trajín de luces, ruido y caos no cesaba. La lluvia golpeaba con fuerza el capó de los coches, con su alegre tamborileo, las fachadas ennegrecidas, los paraguas de la gente para precipitarse al vacío tras un corto deslizamiento por la lona, su propia cara entumecida. Cantata 147 parecía predecir un precioso amanecer, en un día totalmente despejado, contrastando con la realidad. Pero ella prefería vivir así, en su propio mundo ideal, en su propio mundo de laboratorio. Dios había muerto y ahora el mayor consuelo se encontraba entre notas perdidas durante siglos atrás, en versos hechos sonido y que ahora resonaban con aún más fuerza si cabía dentro de su maltratada cabeza.

Caminaba sola una mañana más. Ejecutivos con paraguas sobrios agachaban la cabeza, quizá, para guarecerse mejor de la copiosa lluvia o quizá para evitar una incómoda sensación matutina. Estudiantes de mirada risueña cruzaban las temblorosas luces de los semáforos cargados de colores a sus espaldas, algunas mujeres arrastraban carritos de la compra agotadas, como un reo portando su pesada bola. Mientras con una mano tiraban del carro, con la otra sostenían con dificultad un frágil paraguas; el viento hacía mella.

Ella cruzaba las calles ajena a las múltiples miradas extrañas de los demás. Su pelo, ligeramente ondulado y rojizo, se pegaba a su cara totalmente empapado y suelto, sus manos se aferraban a sí mismas, cerrándose con fuerza, casi como siendo absorbidas por un agujero negro interno dentro de los bolsillos de su gastada chaqueta, los ojos cansados y ojerosos miraban y se dejaban mirar con naturalidad, pero hoy estaban del color del cielo: grises. Antaño hubieran brillado del color de bosques enteros, como hojas perennes en la cara, pero hoy no era ayer y su mirada se perdía más allá de las pupilas de la gente. Una mueca inexpresiva, una línea encarnada que intuía ser su boca, subrayaba su rostro.

Caminaba sola, como tantas otras veces. Tomaría café en un bar desconocido, el camarero miraría con descaro y las notas de la música ambiental se fundirían con sus labios en el aire. Pero ahora no estaba sentada sosteniendo entre sus dedos una taza de café; ahora estaba caminando bajo la copiosa lluvia por las calles de una ciudad sin nombre.

Vislumbró entre la niebla matutina un pequeño parque de tierra, con una fila de árboles deshojándose en tonos rojizos por el otoño rodeándolo y algunos bancos colocados aleatoriamente. Por la gastada y desconchada superficie de los columpios se deslizaba lentamente el agua, cayendo finalmente a la tierra y creando pequeños hoyos. Ella se sentó en un banco a observar todos aquellos movimientos impredecibles. El agua y el viento no importaban, su pelo se retorcía en ondulaciones a su espalda y el agua escurría por la superficie de su chaqueta empapada. Por la frente le caían mechones de pelo trasquilados que se pegaban a su piel y le impedían ver con claridad. Nadie pasaba por aquel viejo parque, no sabía si por el tiempo o por ser demasiado triste y pequeño. Suponía que aquel parque era el recuerdo de carreras con bicicleta durante la caída de la tarde en verano para muchos, o el viento en la cara al subirse a lo alto del tobogán, o las tardes haciendo circuitos para las chapas, imaginando que eran grandiosos Fórmula 1. Una lágrima rodó por su cara, mezclándose con el agua de la lluvia y disimulándose de ese modo.

Agachó la cabeza y se inclinó dolorida hacia delante. No sabía exactamente por qué lloraba, pero lo hacía de una manera compulsiva. Un recuerdo de tardes coloridas, entre las ramas de los árboles que se agitaban con el viento de las tormentas del final del verano hacía que se estremeciera; el recuerdo de mañanas adormecidas en el colegio, de paseos por los escaparates de las tiendas de caramelos ansiando tener cinco duros, de soldados de plomo alineados en la puerta del dormitorio, esperando el momento justo para atacar.

Suspiró e inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que las gotas de lluvia le golpeasen la cara, combinándose con las lágrimas. Cerró los ojos y los puños con fuerza y dejó que el agua disolviera su propia existencia... Fue entonces cuando oyó unos pasos detrás de ella.

Abrió los ojos de pronto y giró la cabeza con violencia, dejando una estela de cabello rojizo y mojado tras de sí. Una silueta de un chico delgado se acercaba. Las luces de la mañana comenzaron a iluminar su rostro al son de sus pasos. La mandíbula marcada sin ser dura, y su cuello enhiesto le daba un aire grácil. El pelo corto y moreno goteaba por sus sienes, escurriéndose un hilo de agua por sus mejillas; parecía que llorase. Pero no lloraba, por el contrario, sonreía con una tímida sonrisa, casi como la de la Gioconda. Con paso firme se acercaba al banco donde ella estaba sentada. Y poco a poco, según se iba acercando, descubrió sus ojos: unos ojos cansados, dulces, que despedían serenidad y tranquilidad desde su verde. La lluvia y el cielo no había deshecho su color.

Ella se enjugó las lágrimas con rapidez, entre avergonzada y rabiosa. El desconocido se sentó a su lado, reposando las manos en su regazo con calma. Entonces, miró de frente a la chica del pelo rojizo y ondulado, de los labios finos, de la mirada gris y perdida. Sonrió. Mostró sus pequeños dientes blancos y echó la cabeza hacia atrás en una carcajada silenciosa. Ella se sentía incómoda y totalmente confusa, pues desconocía totalmente a aquel chico. Cuando volvió a su posición inicial, sus ojos refulgían como el fuego del otoño, entre tonos de verdes brillantes y melancólicos, que traían recuerdos de días despejados. Su boca se mantenía en una tímida sonrisa ligeramente torcida hacia un lado. Repasó sus labios con la punta de la lengua y habló al fin.

—Son los recuerdos — comenzó a decir con su voz sesgada y pausada —lo que te ha traído aquí. Es el recuerdo que aquellos tiempos en los que tú sonreías al imaginar que tu imperio eran las fronteras de este parque, que las hormigas podían ser tus mascotas, los saltos que dabais las niñas al jugar a los tejos, y una infinidad de cosas que hemos perdido. La batalla al tiempo siempre se pierde, querida amiga. Es la pintura desgastada lo que te ha traído aquí, creyendo que tan solo ha sido cuestión de azar, tu subconsciente te ha traído en esta lluviosa mañana de otoño a este lugar, y aunque no lo recuerdas, sabes que tu presencia aún perdura. Por eso lloras, por eso tus lágrimas desean fundirse en esta tierra que te vio crecer, en esta tierra, sobre la que tus rodillas sangraron más de una vez, sobre la que jugaste a correr de la mano a aquel niño de mirada dulce y tez pálida y pecosa.

Ella abrió los ojos sobrecogida. Un gesto de sorpresa en forma de O en su boca, sus manos se acercaron temblorosas a él intentando ocultarlo. De pronto lo recordaba todo. De pronto se vio sentada en esa dura tierra, cuando las hojas de los árboles comenzaban a salir y éstos eran mucho más pequeños. Se vio cogiendo arena con sus puños, cerrándolos con fuerza, pero la arena se escurría por sus diminutas manos, quedando finalmente unos tristes granitos. Se vio pedaleando con fuerza en su bicicleta, cuando el sol quemaba su frente y las plantas crecían con vigor, pedaleando, el parque giraba a su alrededor vertiginosamente. Se vio subiendo al tobogán, admirando la nueva perspectiva del mundo antes de dejarse caer, como un suicida melancólico. Parecía un vida cualquiera, pero era la suya. La había olvidado y ahora la recordaba como un nuevo e increíble descubrimiento. Y aquel niño de mirada dulce, tez pálida y pecosa...

Recordaba correr de la mano con él, por caminos que parecían ser eternos para sus jóvenes piernas, recordaba correr a través de plantas y árboles, con la luz filtrándose entre las ramas. Podía ver a aquel niño, con su pelo encrespado, con sus rodillas castigadas, con su aspecto desaliñado y sonrisa gamberra entre las luces del ocaso. Aquel niño siempre le tendía la mano y sonreía. Siempre decía: —¡Aún nos queda mucho por recorrer!— Aquellos tiempos, cuando ella tenía el pelo mucho más corto y un tupido flequillo ocultaba sus ojos, cuando su pelo era capaz de lucir ardiendo rojo como el fuego. Ahora, sin embargo, aquel color se ha vuelto mucho más cenizo.

Ella se había quedado un buen rato perdiendo su mirada a través de los viejos columpios del parque, a años luz de aquel lugar. Cuando regresó de su viaje por los recuerdos, miró a los ojos del muchacho desconocido y le preguntó: —¿Cómo sabes eso? — El chico desconocido se levantó y le tendió la mano con una sonrisa sesgada. Sus ojos brillaban de una forma especial, casi lagrimeando. La lluvia caía con fuerza sobre sus hombros. Ella vislumbró entonces su corto pero rizado pelo y unas ligeras pecas que moteaban su rostro de forma simpática. Los ojos antes grises de la chica comenzaron a desorbitarse y a sonreír por sí solos. Creía que el corazón se le saldría del pecho de un momento a otro. Él sonreía. —Aún nos queda mucho por recorrer...— susurró entre las hojas rojizas que el viento se llevaba.
Como siempre Nylsa, me encanta la forma de describir cada una de las sensaciones. La capacidad de plasmar aquello que aparentemente carece de importancia, pero que en su conjunto, despierta en cada persona una sensación diferente y a su vez única. Aunque creo que esta vez, a mi gusto, las descripciones son demasiado intensas, uno termina desbordado ante tanta descripción. Lo cual no es un problema en este caso, porque está tan bien descrito, utilizando minuciosamente las palabras adecuadas, que este pequeño "fallo", pasa desapercibido.

También me ha gustado el paralelismo con: "—Aún nos queda mucho por recorrer...—" . Pero sobre todo, la nostalgia que despierta en el lector cada fragmento de texto. Es inevitable, después de leerlo, no poder dejar de hurgar en cada uno de nuestros pasados, ante un tobogán, en un parque de arena, ante aquella mirada que nos sedujo, o ante cualquier gesto, seña o ademán, que para cualquier otro no sería otra cosa que lo dicho, pero que para uno, es una sensación única e indescriptible.

Un besazo Estela! [oki]
Alvfer escribió:Aunque creo que esta vez, a mi gusto, las descripciones son demasiado intensas, uno termina desbordado ante tanta descripción


Sí, la verdad es que ahora lo leo y lo encuentro un poco... Empalagoso. Demasiados adjetivos que hacen del texto una masa incomestible... Ya sabes mi manía de describirlo todo al milímetro, tanto que ya cansa a la vista. Procuraré corregir ese error, gracias [oki]

Me gusta que la gente también comente errores antes que se los calle, porque si no, seguiré cometiéndolos.

Saludos [bye]
2 respuestas