[Relato] La boda

Hola:

Os dejo por aquí un relato que he escrito. He empezado hace muy poco a practicar mi prosa porque estaba acostumbrado a escribir poesía. Bastante mala, por cierto. Admito todo tipo de críticas.

Un saludo.

En el día de mi boda, me despierto sudando como un cerdo a las ocho en punto de la mañana. Intento seguir durmiendo para estar descansado pero me es imposible. Tal vez no lo sepáis, pero detesto sudar. Sudo cuando estoy nervioso o me encuentro en algún aprieto. Ahora mismo no sabría diferenciarlo. Lo peor es cuando alguien se da cuenta de ello: mi cuerpo se comporta como el de un luchador de sumo en una maratón y nada puede detenerlo.

A las once y media de la mañana empiezo a vestirme. Después de unos minutos, mi camisa está empapada en sudor tanto por la espalda como por el pecho. Me tiemblan las manos tanto que soy incapaz de hacer el nudo más simple a mi corbata. Es curioso, pero siempre me burlé de esos novios que están nerviosos el día de su boda. Creo que ahora los entiendo un poco más. Tengo ganas de llorar hasta convertirme en un cactus del desierto. No obstante, no creo que tenga esa suerte. Con más pena que gloria, consigo hacerme un nudo Windsor en la corbata pasados unos agónicos veinticinco minutos.

De camino a la iglesia, empiezo a reír con una risa histérica de hiena en celo. Una vez allí, al ver a mi futura esposa entrar del brazo de su padre, me tranquilizo un poco. En cualquier caso, no puedo parar de temblar y en el momento de intercambiar las alianzas, la que sostengo cae de mis manos y tras hacer una pirueta en el aire, sale rodando hacia los invitados entre gritos de estupefacción, mientras los padrinos y el cura intentan atraparla en cuclillas para detener su avance imparable. En la quinta fila de bancos, la pierdo de vista. En ese instante, deseo que la tierra abra sus fauces y devore hasta el último milímetro de mi sudorosa piel. El rostro de mi suegra, como si se tratara de un camaleón, transita en cuestión de segundos por todo el espectro de colores visibles por el ojo humano.

Por suerte, una vez resuelto el incidente de las alianzas, la ceremonia transcurre más o menos con normalidad, si no tenemos en cuenta el micro-clima que se encuentra alojado bajo mi traje de chaqueta. De hecho, es muy probable que haya todo un ecosistema entre la tela sudada y mi carne. Un poco más tarde, tuvimos una insoportable sesión fotográfica al estilo El Diario de Noa de la que no comentaré nada más allá de mi torpeza habitual. Tuve un par de tropiezos en los que casi arrastro conmigo a mi cónyuge a una de las fuentes del parque donde nos hicieron posar como una pareja de esas películas made in Hollywood que tanto me gustan. La naturalidad al poder.

Tras la ceremonia y la terrorífica sesión fotográfica, vino la celebración de rigor con su baile nupcial en el que mi rostro se puso granate de vergüenza mientras pisaba a mi esposa más veces que al suelo haciendo alarde de mis hasta entonces ocultas dotes para la danza. Por lo demás, la celebración aconteció sin más percances. Al llegar al hotel, mi mente desaparece en un fundido en negro en cuanto mi cabeza toca el almohadón de plumas de la cama de la habitación de lujo en la que nos hospedamos y empiezo a roncar como un oso durante la hibernación. Producto de uno de esos sueños típicos en los que se mezcla realidad con ficción inducido por el par de whiskys con hielo ingeridos en el convite, mi compañera transformada en furia griega dice frases ininteligibles desde los pies de la cama.

Mañana será otro día —me digo a mí mismo—. Y me quedo dormido sin remedio.
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